EL TEJEDOR DE ALBARRACÍN
A la vuelta de un camino, Alvarito divisó Albarracín a lo lejos, sobre cerros blancos y amarillentos, en un cielo azul, tachonado de nubes como bloques de mármol.
Cuando Álvaro vio Albarracín desde larga distancia, le dio la impresión de que debía de ser ciudad importante y grande.
Pararon en una posada de las afueras, y Álvaro se lanzó a subir por la principal calle de Albarracín, y se encontró, con sorpresa, con un pueblo vacío. Era día de fiesta, Jueves Santo; no se veía un alma por ninguna parte.
Pensó si la gente se hallaría en la iglesia; pero, no; en la ancha nave habría quince o veinte personas en conjunto; entre ellas un vendedor de carracas, con una especie de percha en la mano izquierda y en la derecha una carraca grande.
Llegó a la parte alta de la ciudad, donde se terminaban las casas. Aquel pueblo trágico, fantasmático, erguido en un cerro, con aire de ciudad importante, con catedral y sin gente en las calles, ni en las ventanas, ni en las puertas, le produjo enorme sorpresa.
Bajó de nuevo por la misma cuesta, contemplando algunos miradores en las aristas de los edificios y las rejas con sus adornos y sus clavos. Dos o tres mujeres, vestidas de fiesta, con pañoletas de color, y tres o cuatro hombres, formaban en conjunto toda la población vista por él en Albarracín.
Marchó a la posada, comió y, en compañía del Peinado, fue después a un café pequeño, en donde se reunían docena y media de personas.
Estaban el boticario, hombre ya viejo, de aire cansado y burlón, con un gorro griego en la cabeza, y el maestro de escuela, tipo famélico y mal vestido, que parecía representar el pedagogo descrito por Villegas burlonamente en un epigrama:
Aquel que con tanta gloria
anda enseñando el Francés,
la Gramática y la Historia,
y los dedos de los pies.
El Peinado conocía a todos y presentó a Álvaro en la reunión.
Entre ellos charlaba un hombrecillo flaco, chato, tostado por el sol, con calañés en la cabeza, de mal aspecto, con los ojos torcidos, que parecía un chino. Este hombrecillo sorbía de cuando en cuando un poco de aguardiente de una copa.
El hombre aquel hablaba muy bien. El Peinado dijo que era de oficio tejedor. Le llamaban el Epístola. Había vagabundeado por España y vivido y trabajado en Lyón.
Quizá por cierto aristocratismo estético, después de todo natural, Alvarito se figuraba que un tipo pequeño, feo y negro no podía ser tan inteligente como el bien hecho, guapo y rubio.
Cometía el Epístola, al hablar, faltas no raras en hombre sin cultura. Decía, como el Peinado, diferiencia y ojecto, y pronunciaba muy a menudo Ingalaterra.
En la conversación, el tejedor se confesó sansimoniano, cosa para Alvarito poco recomendable. Álvaro concebía todos los sansimonianos como Palassou, el zapatero melenudo, vecino suyo, de la calle de los Vascos; es decir, como un tipo ridículo y extraño.
El Epístola explicó cómo las desigualdades humanas venían de la desigualdad económica, y cómo el ideal de la justicia distributiva sería la realización del programa sansimoniano, encerrado en esta frase: «A cada uno, según su capacidad; a cada capacidad, según sus obras».
—Todos creemos —replicó Alvarito un poco rudamente— que la fortuna no nos da lo que merecemos; ¿quién va a calcular nuestros merecimientos y nuestras obras?
—Tiene usted razón, caballero —dijo el Epístola—; pero es el ideal.
Aquel hombre, aquel obrero, era un metafísico amigo de divagar, de disertar sobre las cosas de la vida. A pesar de que en ciertas cuestiones no estaba bien enterado, se veía que discurría como persona muy inteligente y que valía la pena de oírle.
Según el Epístola, uno debía vivir para todos y todos para uno. El individualismo constituía la muerte de la sociedad. La sociedad, cuanto más viva, era más colectiva y sentía más su cuerpo como algo único.
Alvarito se quedó asombrado al oír a aquel hombre explicarse tan bien.
El tejedor indicó cómo creía él iba a transformarse la agricultura y la industria en España.
El boticario del pueblo dijo repetidas veces al Epístola:
—Aquí todos somos perezosos, descendientes de los moros, y tú no nos convencerás de que debemos trabajar ni pensar.
Según el tejedor, la guerra carlista era en el fondo la lucha del campo contra la ciudad.
—La ciudad quiere cambiar, agitarse y hacer ensayos —dijo—; el campo es siempre partidario de la inmovilidad, y lo viejo, por ser viejo, le parece respetable y adorable.
—¿Y no es así? —preguntó socarronamente el boticario.
—Para mí, no; lo nuevo, sólo por ser nuevo, es siempre mejor.
La guerra había venido muy bien, según el Epístola, a los locos impulsivos, aventureros y sanguinarios, que no tenían ya Américas que explotar. Todos estos tipos de españoles a la antigua seguían una línea de ambición individual. Espartero, Zurbano, Narváez, León, los carlistas convenidos en Vergara, y aun los no convenidos, como Cabrera, en seis o siete años lograban convertirse en personajes.
La guerra carlista había sido una sangría; todo el elemento activo de España se lanzó al campo, a prosperar ellos y a destruir el país.
—Se ha matado lo que se ha podido —siguió diciendo el Epístola—; se ha quemado igualmente con profusión; ahora España no tiene ganas de trabajar, ni ideal ninguno. ¿Qué quiere usted que hagan estos guerrilleros? Si pudieran, inventarían otra guerra por un quítame allá esas pajas, y el hijo del carlista aparecería como republicano o como cualquier cosa; la cuestión, naturalmente, sería pelear, no quedarse en un sitio, andar de una parte a otra y probar la suerte.
—¿Usted no cree mucho en las ideas? —preguntó Alvarito.
—Las ideas han sido un pretexto: la legitimidad, la religión, cierta tendencia de separación en las pequeñas naciones abortadas como Vasconia y Cataluña; pero, en el fondo, barbarie. Después de estos fulgores de locura y de fanatismo, como un cuerpo enfermo después de la fiebre, España ha quedado casi muerta, y el individualismo se ha ensanchado de tal manera que no se nota la sociedad. Desde que la Iglesia ha perdido su asentimiento universal, todo el mundo tira a Robinsón en esta tierra. El pobre se muere en un rincón sin ayuda ninguna, el rico se encierra en su propiedad a tragarse lo que tiene sin ser visto, el obispo ahorra su sueldo para la familia y el cura recoge las migajas del suelo. De tragadores ahítos y de lameplatos hambrientos sin placer y sin gusto, de esta clase de gente se compone hoy España. Nuestra tierra es un organismo desangrando y anémico, no por esta guerra, sino por trescientos años de aventuras y de empresas políticas. Es, además, país pobre, sin ríos navegables, sin lluvia suficiente. Es lo primero que debía reconocer España ante el mundo, que es un pueblo pobre, zarrapastroso, que se zafa de todos los compromisos y que quiere vivir para él solo. Nuestra casa es una casa mísera que ha gastado mucho y tiene que vivir ahora en la máxima estrechez. Además, no conocemos nuestra tierra. Ahora vamos sabiendo un poco de Geografía de la nación.
El Epístola bebió un sorbo de aguardiente y siguió diciendo:
—¿Qué ha pasado para que haya este vacío en la aldea y en la pequeña ciudad española? En estos pueblos, si se ha fijado usted, no hay sociedad, no hay jardines, no hay libros, no hay religión, no hay amores, no hay complicaciones, no se come ni se bebe bien. España no tiene cabeza. Madrid no se nota apenas en las provincias, y las provincias no notan Madrid más que cuando hay asonadas y pronunciamientos. Se ve que nuestro país es un cuerpo débil, con la cabeza débil.
—Es la guerra.
—Claro, es la guerra. Todo el elemento vivo y enérgico se ha empleado en estos últimos años en la guerra. No se sabía lo que iba a pasar; pero había ilusiones que se han desvanecido. Los compradores de bienes nacionales, aunque por un lado desean que no haya frailes, por otro los quieren, y esto va a terminar por favorecer nuevas comunidades, probablemente a los jesuitas, que por otra parte no tienen derecho a recuperar nada. Hoy, los conventos están vacíos; los exclaustrados piden limosna y nadie los atiende; si va usted por los pueblos de España, verá usted que todos los conventos están convertidos en cárceles y cuarteles. Aquí, a este pueblo, corresponden un obispo, ocho canónigos y quince beneficiados. Casi todas las plazas están vacantes. ¿Esto quiere decir que no hay religión? Yo creo que estamos como los enfermos débiles que han perdido mucha sangre. No tenemos idea clara de lo que queremos.
—Indudablemente, la despoblación de España influye mucho en este marasmo —dijo Alvarito.
—¿Pero esto es un efecto o una causa? —preguntó el boticario.
—No lo sabemos —contestó el Epístola—. Dos pueblos, a tres o cuatro leguas, están tan aislados el uno del otro, que no tienen apenas relaciones. Únicamente los carreteros y los guerrilleros conocen un poco el país; los que vivimos en los pueblos, a más de tres leguas a la redonda ya no sabemos cómo es nuestra tierra. Con esta escasez de asuntos en la vida, el español actual está irritado. Las enemistades de los pueblos tienen los motivos más nimios. Un chico que haya tirado una piedra a un perro, un hombre que no haya saludado a otro, una mujer que haya cedido en la iglesia la silla a una vecina y no a otra, es motivo suficiente para enemistades que duran años. El que lee un periódico ya es un hombre ocupado.
—Es lo que me parece terrible de las aldeas españolas —dijo Alvarito—. No hay nada que hacer; es el vacío.
—Hay gente que vive una vida tan pobre, tan mísera, que no tiene huerta, ni libros; se pasa la vida haciendo solitarios o matando moscas. Ni comer ni beber —agregó el Epístola.
—¿Aquí se come poco también?
—Poco, y se guisa menos. Alguien ha dicho que el hombre es el animal que guisa. Nosotros, los de estas regiones, debemos ser poco hombres, porque guisamos poco.
—Pero yo creo que aquí no faltarán cocinas.
—No, claro es, pero guisoteamos poco; se hacen cosas fritas en una sartén, se comen verduras y ensaladas y se acabó. El único placer es el de la fruta, cuando la hay. Para gente que vive así, naturalmente, una ocasión de guerra es algo admirable.
El Epístola siguió hablando, divagando, siempre con originalidad. Alvarito le miraba a veces asombrado: que aquel hombre chato, feo, moreno, con aire de chino, sin cultura, que no había leído más que unos cuantos periódicos en toda su vida, se explicara de una manera tan original, le parecía un fenómeno maravilloso, algo como un milagro.