EL OFICIO DE SALUDADOR[82]
EL guerrillero, con un sentido práctico de manchego cuco, al salir del hospital, casi ciego, y no pudiedo practicar ningún oficio, se echó al camino a tocar la guitarra, y luego se hizo saludador. Tenía varios ensalmos para sanar las vacas y el ganado. A las personas las curaba con agua; pero él no daba ni el agua siquiera, porque sabía que dando el agua los médicos podían denunciarle.
El saludador no creía absolutamente nada de sus prácticas misteriosas; pero consideraba que así como de guerrillero robó lo posible, como saludador debía engañar a toda persona cándida para creer en sus embustes.
Aquel hombre no sentía la tendencia natural y espontánea del campesino de dar a las cosas una explicación sobrenatural y mística. El ex guerrillero consideraba todo en la vida natural, justificado y determinado, y si engañaba a los demás, lo hacía a sabiendas.
—¿Pero usted cree que puede curar con sus oraciones? —le preguntó Alvarito.
—La fe es la que salva —contestó aquel hombre que no creía en nada.
—¿Y cómo ha comprendido usted su virtud de saludador? —le volvió a preguntar Alvarito.
—Porque me lo han dicho.
—¿Y en qué lo han conocido[83]?.
—Me han asegurado que yo soy de los pocos que tiene la rueda de Santa Catalina en el paladar.
—¿Y qué es la rueda de Santa Catalina?
El ex guerrillero no contestó a este punto; luego dijo:
—Algunas gentes comprenden quiénes son saludadores y quiénes no.
—¿Cómo?
—No sé. Yo dicen que sirvo para saludador. Mi abuelo fue zahorí, y con la vara de avellano, terminada en una horquilla, indicaba dónde se debía cavar para encontrar agua, o minerales ricos, debajo de la tierra.
—¿Y cómo sabía eso?
—Porque las dos ramas de la horquilla se torcían cuando la vara se encontraba cerca del agua o del mineral.
—¿Y usted lo vio?
—Yo, no, señor.
—¿Y usted no sirve para zahorí?
—Yo, no.
—¿Y, en cambio, sirve usted para saludador?
—Eso dicen: que tengo mucha virtud.
—¿Y qué hace usted? ¿Cómo cura usted el ganado?
—Unas veces, soplando; otras, recitando oraciones en latín.
—¿Usted las entiende?
—No; pero dicen que por eso no dejan de tener eficacia.
—¿Y usted cree que cura de verdad?
—Eso aseguran. ¿Usted dónde vive?
—Yo vivo en Francia, en Bayona.
—¡Hombre! ¡En Bayona! Yo he oído decir a uno de la partida que en Bayona se venden demonios familiares, metidos dentro de una caña, con los que se consigue lo que se quiere. ¿Será verdad?
—Yo no he oído nunca eso —contestó Alvarito.
—Yo lo he oído, pero no comprendo lo que pueda ser.
La madre del saludador se acercó a su hijo a decirle que le llamaban. La mujer no parecía mucho más vieja que él; era harapienta, escuálida, siniestra, de color amarillo oscuro. Sin duda colaboraba en los engaños de su hijo. ¡Qué par de figuras de cera y qué par de personajes para una Nave de los locos!
Llegó el Peinado: Alvarito se separó del saludador y fue a comer al piso principal, en compañía del arriero, a un cuarto grande, blanqueado, con un friso de añil y vigas azules en el techo.