II

LOS GUERRILLEROS DE PALILLOS

ORIHUELA del Tremedal es un pueblo blanco, con aire andaluz o valenciano, con bastantes calles y la plaza con una fuente en medio.

En un cerro próximo se alza un famoso santuario, quemado por los franceses en tiempo de la guerra de la Independencia. Los tremedales o tembladeras son lugares cenagosos de turbas que tiemblan y engañan, pues parecen firmes, y en ellos puede desaparecer a veces hasta un hombre a caballo.

Poco antes de llegar a Orihuela, Alvarito y el Peinado vieron en el camino un hombre y una mujer, los dos de negro; él, andando a pie, con una guitarra cruzada en la espalda, y ella, montada en un borrico. Tenían un poco el aspecto de las figuras clásicas de la huida a Egipto.

En vez de niño, la vieja llevaba un saco negro en los brazos.

Al acercarse a ellos, Alvarito y el Peinado, el hombre les pidió una limosna. Era ciego, de aire trágico y terrible, la cara llena de cicatrices, el aspecto enfermizo y un pañuelo atado con cuatro nudos a la cabeza.

La vieja, vestida de negro, arrugada y seca como un sarmiento, miraba con sus ojos brillantes como dos azabaches.

Alvarito dio al ciego una moneda de cobre, siguieron marchando y llegaron a Orihuela. La posada de Orihuela era grande, encalada, con zaguán ancho, seguido de un pasillo y puertas azules. El Peinado conocía a la posadera; la encargó la comida, y se fue a dar de comer a sus mulas a la cuadra. Entre tanto, Alvarito anduvo por la posada y bajó al zaguán.

Al poco rato apareció el ciego del camino con la vieja. Llevó ella el borrico a la cuadra, el hombre dejó la guitarra en un rincón, se sentó en un arca del zaguán e hizo rápidamente su tocado. Se quitó el pañuelo de la cabeza, se puso chaqueta nueva, se caló un sombrero de zaranda, alto, ya destrozado, y comenzó a picar tabaco con un cuchillo.

Alvarito le observó: era hombre flaco, esquelético, amojamado, la cara atezada, negruzca, un ojo turbio y el otro como una cicatriz; patillas entrecanas; el pelo gris, fuerte y lustroso. Hablaba de manera muy insinuante, vestía traje negro, raído, pantalones cortos y alpargatas.

Emanaba algo extraño aquel tipo, y Alvarito preguntó a la posadera:

—¿Quién es este hombre?

—Es un hombre que canta y toca la guitarra. Además, es saludador.

—¿Saludador? No sé lo que es eso.

—Los saludadores curan las enfermedades de las caballerías y de las personas con oraciones y con ensalmos.

—No lo sabía. Es un tipo raro.

—Antes ha sido guerrillero con Orejita y Palillos.

Alvarito contempló al saludador carlista con gran curiosidad. Se acercó a él y le dijo:

—¡Eh, buen amigo! ¿Quiere usted tomar algo?

—Si me convida usted…

—Sí, le convido; ¿qué quiere usted tomar?

—Tomaré pan y vino y un poco de queso.

—Muy bien. Me han dicho que es usted saludador.

—Eso dicen; y usted, ¿es de aquí?

—No, señor; yo vengo de camino.

—¿De dónde viene usted, si se puede saber?

—Vengo de Francia.

—De Francia. ¡Qué lejos!

—Sí. ¿Usted ha sido guerrillero?

—Sí, señor; yo he sido soldado de Palillos.

—¿Palillos, dice usted? —exclamó Alvarito—. No he oído hablar nunca de él.

—¿No ha oído hablar de Palillos?

—No.

—El ciego saludador comenzó a comer el queso y el pan que le trajo la posadera, cortándolos con una navaja en pedazos pequeños.

—Pues Palillos ha sido muy famoso —dijo el ciego—. Palillos padre, don Vicente Rugero, era un viejo muy ladino; tenía una partida muy bien organizada y muy militar. Ya lo creo. Y no piense usted que era fácil entrar en ella.

—¿No?

—No. Para entrar en la partida se necesitaban muchas condiciones. Había que tener menos de treinta años, ser fuerte, buen caballista, estar acostumbrado a la vida del campo y no tener parientes ni amigos entre los cristinos.

—Y usted, ¿qué edad tiene?

—Yo, treinta y siete. Parezco más viejo, ¿verdad?

—Sí.

—Las desgracias.

—Y los jefes, ¿también tenían que ser tan jóvenes?

—No; los jefes podían ser más viejos. Al que entraba en la partida se le hacían muchas preguntas, y luego se iba a comprobar lo que había dicho, y si algo no resultaba cierto, no se le admitía.

—¿Y tenían ustedes paga?

—Sí.

—¿Llevaban ustedes uniforme?

—Todos íbamos igual. Se llevaba calañés alto, de pana o de terciopelo negro, adornado con algunas carreras de botones, medallas, cintas rizadas y un plumerito negro. La mayor parte usaba patillas. Se vestía marsellés corto, guarnecido de cinco botonaduras de monedas de plata, pesetas o reales columnarios. Algunos jefes lucían doblillas de oro, y, en vez de calañés, boina blanca o sombrero redondo con funda de hule. Se gastaba calzón corto, de pana o de terciopelo negro; ancha faja para el puñal y los cachorrillos; polainas de cuero y zapatos de una pieza. En el arzón del caballo se ponían las pistolas y el trabuco.

El saludador explicó a Alvarito las acciones en que tomó parte, casi todas ellas en la Mancha. Ninguna pasaba de ser una requisa como de carabineros. Si encontraban un enemigo fuerte para medirse con ellos, huían rápidamente.

—Cuando Palillos se proponía sacar contribuciones en una comarca, dividía su caballería en partida de treinta a cuarenta hombres —siguió diciendo el ciego—; ocupaban todos los lugares en un espacio de seis a ocho leguas cuadradas. Cada paisano debía suministrar todo lo necesario para un jinete y un caballo. Los pueblos se veían obligados a entregar a Palillos la misma contribución que pagaban al Gobierno de la reina. Entrábamos nosotros en un lugar, y lo primero, para que nadie tocase a rebato y diera señal de alarma, nos apoderábamos de la torre de la iglesia y poníamos en el campanario un centinela. El centinela observaba cuanto pasaba a larga distancia, y si veía algo tocaba la campana, y, según las campanadas, nos entendíamos. Era como la línea del telégrafo de señales del Gobierno. Así, don Vicente Rugero sabía con rapidez si aparecía el enemigo y por dónde. La mayoría de las partidas tenían jefes propios, que no se ponían de acuerdo más que para cobrar las contribuciones.

—¿Y eran famosos estos jefes?

—Entre nosotros, sí; a todos ellos los conocíamos por sus apodos. Teníamos a Palillos, Orejita, Parra, la Diosa, Chaleco, el Rubio, el Presentado, Cipriano el Veneno, el Arcipreste, Matalauva, Escarpizo, Peco, el Perfecto, Manolo el Pare Pare, el Apañado, el Feo de Buendía, Perdiz, Cuentacuentos, el Curita de Bujalance, el Mantequilla, el Barba, Cuatrocuartos, Calero el Bombi, Sin Penas y otros[81]. Se vivía sobre el país, y cuando una comarca no podía dar lo suficiente para alimentarnos, íbamos a otra.

—¿Y estaban ustedes bien avenidos unos con otros?

—No. Yo sólo tenía un poco de confianza en el Manguillo, que estaba conmigo a las órdenes del capitán Calero, porque el Manguillo era un hombre que, como yo, hacía su agosto por si venían los tiempos malos.

—¿Así que no había muchas amistades entre los guerrilleros?

—Pocas. Abundaban los granujas y los perdularios que hacían daño sin aprovecharse nada. El Manguillo, no.

—¿Ese era algún manco?

—Sí. Al Manguillo le faltaba la mano derecha y tenía para sustituirla un gancho de acero en la muñeca cortada, que parecía un colmillo de jabalí, y que lo manejaba con gran habilidad. El Manguillo era capaz de saquear una casa en cinco minutos.

—¿Y qué le pasó a usted para quedarse como está? ¿Fue en alguna batalla?

—No; la cosa es un poco larga de contar.

—Si no tiene usted nada que hacer, cuéntela usted. Mi compañero de viaje no viene, y nuestra comida no debe estar arreglada.

—Bueno: entonces que me traigan otro poco de queso y de pan y un vaso de vino.

El saludador comenzó a comer despacio y a beber el vino a sorbos, y luego empezó así su narración:

—Como le he dicho a usted, he sido yo siempre muy arreglado y amigo del ahorro, y como comprendía que la guerra no había de durar siempre, guardaba mis dineros para la vejez. Tenía una casa en Pinarejo, en la Mancha, que me costaba muy poco, y había llevado allí a mi madre, a mi mujer y a una sobrina suya, moza muy guapa, la Teodora. Mi mujer estaba muy enferma, tísica, desde hacía algunos años, y el cirujano decía que no tenía cura. Los vecinos contaban que yo me entendía con la Teodora, mi sobrina; pero no era verdad. Ahora, si mi mujer se hubiera muerto, yo me hubiera casado con ella. ¿Usted no tendrá un cigarro?

Alvarito le dio un cigarro al ex guerrillero, quien lo encendió despacio, y, después de unas chupadas, siguió así:

—Yo no hablaba a nadie de la partida de mi casa de Pinarejo, ni de la gente de mi familia. No sé cómo, pero el Papaceite, Perdiz y el Cuentacuentos averiguaron dónde yo tenía la casa y hasta que guardaba dinero. Aquellos hombres me tenían a mí rencor porque veían que no gastaba locamente como ellos.

Estos contaron al capitán Calero, a quien llamábamos Calerito, lo que ocurría.

Calero empieza a rondar mi casa, habla con la Teodora, se entiende con ella y un día se lleva el saquito de monedas de oro, que yo había guardado a costa de tanto esfuerzo, y a la chica.

—¿Y se casó con ella? —preguntó Álvaro.

—No; el capitán Calero estaba casado; pero era hombre joven, buen mozo, y la engañó y trastornó a la sobrina de mi mujer. Le dijo que yo era un avaro, un roñoso, que mientras los demás gastaban con los compañeros, yo ahorraba como un miserable, y la convenció para que entre los dos cogieran mis ahorros y se los gastaran alegremente.

»Supe que hubo francachelas en que tiraron el dinero, y después la Teodora y el capitán fueron a vivir a una casa de Santa María de los Llanos.

»La primera vez que me encontré a solas con Calero, le dije:

»—Devuelva usted ese dinero.

»—Es tan tuyo como mío —me contestó él—; además que ya nos lo hemos gastado alegremente.

»—Devuélvame usted lo que queda, porque si no, lo vamos a pasar mal.

»—Lo pasarás mal tú —contestó él.

»Entonces yo le agarré del brazo y él se separó y me dio un golpe con el mango de la pistola en la cabeza. No le maté porque había gente delante.

»Fui a mi casa de Pinarejo y le dije a mi mujer lo que pasaba. Ella, celosa, replicó que yo quería vengarme porque estaba enamorado de la Teodora. Le contesté que no. Ella me replicó que pasara la noche con ella.

»Todas las horas de aquella noche las pasé desvelado y pensando.

»Por la mañana, al despertar, miré a mi mujer; había tenido un vómito de sangre y estaba muerta.

Me levanté, cogí el trabuco y lo cargué con balas cortas y con bolas de cera.

—Y con bolas de cera, ¿para qué? —preguntó Alvarito.

—Dicen que al que se le tira así, arde. Después arreglé mi caballo y salí al camino de Santa María de los Llanos.

»Busqué la casa del capitán Calero, llamé en ella y encontré a mi sobrina; la dije lo que tenía que decirla y pregunté por el capitán.

»—No está —me contestó ella.

»—¡Bah! Me han dicho que sí. Dime dónde está, porque tengo que hablar con él.

»—Registre usted la casa si quiere, y verá usted cómo no está —replicó ella.

»—Recorrí toda la casa con mi trabuco en la mano, hasta llegar a una alcoba, cerrada con una puerta ligera.

»—¿No hay nadie aquí? —pregunté.

»—No.

»—¿Lo juras?

»—Sí.

»—Cogí mi trabuco y disparé sobre la puerta. La puerta se abrió y apareció el capitán, malherido, echando sangre.

»—¡Me has matado! —dijo—. ¡Toma!, y me disparó a boca de jarro su trabuco.

»—Me llevaron al hospital de Quintanar de la Orden, y allí pasé más de dos meses.

—¿Y Calero? —preguntó Alvarito.

—Se murió.

—¿Y de la sobrina, qué fue?

—No sé; escapó. Anda haciendo mala vida por ahí. Ya ve usted; yo, que tenía la vejez asegurada… Es el sino de las personas.

—No había en el ex guerrillero ni asomo de remordimiento ni idea de que podía haber obrado mal.