III

AVIRANETA Y MERINO[79]

EL señor Sánchez de Mendoza, que tuvo por la mañana la sorpresa de oír el exabrupto de María Teresa de Taboada a Aviraneta, escuchó por la noche una conversación en la fonda de Francia, que le sumió en el colmo del estupor.

Había ido Sánchez de Mendoza por la tarde a visitar al ex ministro carlista Cabañas, su antiguo jefe en las oficinas del Real, quien le convidó a cenar. Don Francisco Xavier escuchó las opiniones del ex ministro con gran atención y recogió sus confidencias en su pecho como en un vaso sagrado.

Al terminar la cena, Cabañas dijo a Sánchez de Mendoza:

—Yo estoy un poco cansado, y me voy a la cama. ¿Usted podría en un momento repasar unas cuentas?

—Sí, señor; ya lo creo, con mucho gusto.

—Entonces, yo me marcho. Pida usted algo, si quiere, aquí.

—Muy bien; pediré un café.

Se marchó el ex ministro Cabañas, y el señor Sánchez de Mendoza quedó en un rincón del comedor, medio oculto por un gran armario, haciendo números.

No había nadie en la sala más que Aviraneta, que estaba cenando de espaldas a él. Sánchez de Mendoza pensó en acercarse a don Eugenio; pero la frase de infame traidor que había oído por la mañana, dirigida a Aviraneta, le contuvo. No sabía qué fondo podía tener aquello. Pero de todas maneras no le pareció oportuno acercarse a él.

En esto se abrió la puerta de cristales del comedor de la fonda, y apareció un viejo pequeño, vestido de negro, muy atezado, con levita larga y sombrero redondo.

El viejo se sentó a una mesa, y llamó imperiosamente, dando con un cuchillo en el plato.

Era un viejo flaco, calvo, con un pañuelo negro en la cabeza y algunos pelos grises en las sienes; los ojos hundidos en las órbitas, la expresión dura y sardónica y la boca de labios finos.

Aviraneta, al ver entrar el viejo, debió de mirarlo, y el viejo se acercó a él.

—¿Eres tú, Eugenio? —le preguntó con sorpresa.

—Yo soy, don Jerónimo.

Sánchez de Mendoza comprendió, al oír el nombre, que aquel viejo era el cura Merino, el célebre guerrillero, el paladín esforzado del trono y del altar.

—No creí que te vería ya —dijo Merino.

—Yo tampoco a usted —replicó Aviraneta.

—Ya hace treinta y tantos años que nos conocemos.

—Es verdad. ¿Va usted a cenar?

—Sí. Tomaré un par de huevos. ¿Tú quieres cenar?

—He cenado ya. ¡Gracias! Tomaré otro café.

Merino encargó su cena. Echó los huevos a un vaso, y se puso a tomarlos con un poco de pan. Después comió una manzana, bebió un vaso de agua, encendió un cigarro y comenzó a fumar. Sus ojos brillaban como los de un aguilucho bajo las cejas espesas y cerdosas; los pocos dientes, amarillos, de su boca mascaban el cigarro.

—¿Qué haces aquí, si se puede saber? —preguntó don Jerónimo.

—Veo lo que pasa.

—¿Y qué te parece?

—¡Qué me va a parecer! Bien. ¿Y a usted?

—A mí, mal. ¿Sigues siendo revolucionario?

—Sí. ¿Usted sigue siendo servil?

—¡Servil! Nunca lo he sido.

—Cierto; fue usted liberal en algún tiempo.

—No es verdad.

—A mí me habló usted en Madrid, hace veinticinco años, de trabajar por la Constitución.

—Siempre he aborrecido la canalla.

—No sé a qué llama usted la canalla.

—A los liberales, a los cristinos, a los que quieren cambiar la religión y la forma de un país porque sí —repuso Merino con cólera.

—Yo llamo canalla a ese pobre imbécil de Don Carlos —replicó Aviraneta—; llamo también canalla a esos aristócratas grotescos, con los cuales usted se mezcla; usted, el cura de Villoviado, guerrillero y pastor; usted, plebeyo, unido con esa gente ridícula, como un perro de ganado con perrillos falderos; llamo también canalla a esa tropa de curas y de frailes que quieren jugar a los grandes generales…

—¡Con qué gusto te fusilaría! —exclamó Merino, pegando un puñetazo en la mesa.

—Yo también le hubiera fusilado a usted cuando le cogí preso en Tordueles. Si no lo hice no fue por falta de ganas. Ahora, ya no. ¿Para qué? Ya no es usted nadie.

—¿Y tú?

—Yo, nadie tampoco, pero veo la realidad.

—Crees verla.

—No; la veo, y unas veces me río y otras siento tristeza. Pensar que gran parte de esta guerra se ha hecho por la legitimidad, ¡la legitimidad de Don Carlos!, del hijo de una mujer como María Luisa, que reconoció en Roma que ninguno de sus hijos era de su marido.

—¿Y eso qué importa?

—Nada; a mí, nada; pero me da risa y tristeza.

—Todo eso está en la significación —arguyó Merino—. ¿A mí qué me importa de quién es hijo Carlos V? ¿Es que hay alguna diferencia entre una bandera roja, una negra y otra blanca, que la que le da el teñido? El pedazo de algodón o de hilo es igual, y, sin embargo, los unos nos agrupamos alrededor de una y morimos por ella, y los otros también. Esa bandera es la idea. Me extraña que no lo comprendas.

—Sí, lo comprendo, lo comprendo. Una cosa tan estúpida y tan bestia como esta guerra tiene que tener una razón.

—¿A ti te parece estúpida y bestia?

—Completamente.

—¿Sólo por nuestra parte?

—No, por las dos partes. Los unos y los otros han hecho mil bestialidades y mil torpezas.

—Los liberales las han hecho mayores.

—Y ustedes también.

—Yo he hecho lo que han hecho todos.

—¡Bah! ¿Qué ha hecho usted? Asesinar, matar, para mayor gloria de Dios. Si se mira usted las manos, las tiene usted que ver llenas de sangre.

—¿Y tú?

—Yo no soy cura. Yo no predico que todos somos hermanos. Además, he predicado más noblemente que usted. Usted ha sabido escaparse como un conejo cuando le perseguían, ha defendido usted a un pobre mentecato en su derecho al trono. Poco haber para pasar a la Historia.

—¿El tuyo es mayor?

—Yo, al menos, he vivido con entusiasmo ideas nobles, que serán las del porvenir; he peleado con el Empecinado, que valía más que usted, al menos como hombre, porque tenía más corazón y más alma. Sí, he peleado con el Empecinado, a quien asesinaron los amigos de usted de una manera miserable, he acompañado a lord Byron en Grecia. Ahora peleo por la libertad.

—¡Gran mérito!

—Para mí, grandísimo.

—Como militar, has fracasado, Eugenio.

—Sí; es verdad. Entre nosotros los liberales y entre ustedes ha habido siempre un ambiente de intrigas y de zancadillas, en el cual una persona digna no podía vivir ni prosperar.

—En otro país hubieras avanzado más.

—Seguramente.

—¿Ves? Eres enemigo de España.

—No.

—Sí, eres enemigo de España, indisciplinado y soberbio. Todos los vascos os creéis que no necesitáis para nada de los demás. Os bastan vuestros fueros, no queréis ni rey ni Roque.

—Se puede vivir con República.

—No me importa que seas republicano; lo que no acepto es tu antiespañolismo.

—¿Yo antiespañol?

—Sí. Recuerda en la guerra de la Independencia. Tú querías hacer la guerra de distinta manera que los campesinos: querías lucirte, hacer el faraute, tener conferencias con los franceses. Yo, no; yo quería lo que quería el pueblo, porque soy más demócrata que tú.

—En ese sentido no digo que no.

—En todos.

Los dos hombres estuvieron un momento callados, contemplándose atentamente. Sánchez de Mendoza los miraba desde su escondrijo presa del mayor asombro. Las palabras de Aviraneta le tenían trastornado.

—Has de reconocer que en la guerra he marchado más lejos que tú —dijo Merino.

—No lo dudo. Ha sido usted un buen militar; el grado de general se lo ha ganado usted con sus puños.

—¿Lo reconoces?

—¿Cómo no reconocerlo? Pero ha puesto usted todas sus condiciones en una mala causa. Dentro de cien años, España será liberal, todo lo liberal que pueda ser España. Quedará lejanamente los nombres de Mina, del Empecinado, de Espartero, de Zurbano…, del cura Merino, ¿quién se acordará? Nadie.

—Es verdad. Nadie se acuerda de los vencidos.

—De algunos, sí.

—Somos enemigos irreconciliables, Eugenio, y, sin embargo…

—Ese mismo sin embargo digo yo.

—¡Adiós, Eugenio!

—¡Adiós, don Jerónimo!

Ninguno de los dos se alargó la mano, pero los dos se pusieron de pie, rígidos, duros, implacables. Aquellos dos pajarracos siniestros se contemplaron un momento pensativos. Don Francisco Xavier los miraba con una estupefacción creciente. Alvarito quizá hubiera pensado que tanto el uno como el otro eran muy dignas figuras de aparecer en La nave de los locos. Después de un momento de silencio, Merino tomó la palabra:

—Ya, probablemente, no nos volveremos a ver, le queda a uno poco que vivir.

—Todavía está usted bien.

—No. Esto va para abajo. No tengo miedo a la muerte.

—Ya lo sé.

—¡Adiós!

—¡Adios!

El cura Merino salió del comedor; Aviraneta dio un paseo cabizbajo, y se marchó a su habitación.

Sánchez de Mendoza se levantó, e hizo delante de un espejo varios gestos de asombro.

El cura Merino salía al día siguiente de Bayona hacia su destierro de Alengon, donde murió tres años después.

Todas aquellas historias le interesaban a Alvarito; pero, naturalmente, le hubiera interesado mucho más que le proporcionaran algunas noticias de Manón. Ni Dolores ni Rosa, en sus cartas, mentaban a la nieta de Chipiteguy. Parecía como si hubiera desaparecido del planeta.