LAS MUJERES Y AVIRANETA
POR aquellos días, a juzgar por las noticias que le mandaban, tuvieron los bayoneses el espectáculo de ver pasar por la ciudad a los jefes carlistas, que algunos gozaban por entonces de cierta fama en Francia; quién le había visto a Merino, y reconocido por los grabados, muy flaco, muy arrugado, con cara de vieja, vestido con levita, pantalón azul y sombrero de copa; otro había identificado a Villarreal, con su aire de enfermo; al barón de los Valles, muy rozagante; a Elío, al duque de Granada, a Valdespina o al príncipe de Lichnowsky. Se hablaba mucho de todos, con detalles; sabían sus condiciones personales, si tenían o no talento, y en Bayona se les conocía tanto como en España.
Un domingo de septiembre Bayona se transformó en un campamento carlista. A las once y media de la mañana, dos compañías francesas llegaron, batiendo marcha, conduciendo a la Subprefectura al séquito del Pretendiente. A la cabeza de las compañías iban varios oficiales montados a caballo.
Se vio al infante don Sebastián, con aire sombrío y huraño, vestido de uniforme y con la espada al cinto; al parecer, se opuso a entregar sus armas al jefe de Policía francesa, quien no insistió, al ver la negativa, por comprender que el desarme del infante era una pura fórmula.
A la misma hora entraban en el parque del castillo de Marrac de tres a cuatro mil carlistas desarmados, escoltados por tropa francesa. Se fueron todos tendiendo en la hierba, cansados e indiferentes. Los hombres y las mujeres de Bayona acudieron a verlos con curiosidad.
—No son tan negros —decían las francesas.
—Ni tan feos.
—Algunos están muy bien —añadían otras.
—Ya han acabado ustedes la guerra —les dijo un señor francés, viejo, hablando en castellano.
—Sí, afortunadamente —contestó un navarro.
—Mucho traidor hemos tenido y gente falsa —añadió un vasco.
—Déjate de eso, que ya ha pasado —replicó un castellano—. La cuestión es que nos den de comer.
—¿Nos darán de comer? —preguntó otro.
—Sí, sí —les contestó una dama española, probablemente carlista—. ¿Qué, tienen ustedes mucha hambre?
—Mucha.
En la plaza de Armas, cuando la gente veía pasar los restos del malparado ejército carlista, el señor Sánchez de Mendoza, padre de Alvarito, que estaba acompañando a Dolores y a Rosa, conoció entre el público a don Eugenio de Aviraneta.
Se le acercaron tres mujeres: María Luisa de Taboada, la señora de Vargas, que había conocido a don Eugenio en tiempo de la guerra de la Independencia, y Sonia Volkonsky. Las tres miraban furiosamente a Aviraneta. María, de pronto, se destacó, se acercó a él, dio una palmada en el hombro al conspirador, y le dijo con voz sorda:
—¡Infame, traidor! Esa es tu obra.
El señor Sánchez de Mendoza, cuyo espíritu estaba siempre en Babia, se quedó asombrado.
Después de decir esto, la señorita de Taboada se reunía con Sonia y con la señora de Vargas, y las tres se metían en un grupo de carlistas.
Unas semanas después se dijo, con relación a la señorita de Taboada, que iba a entrar en un convento de carmelitas, de Bayona. Se había hablado antes de que María iba a casarse con el general don Bruno Villarreal. Se suponía que Villarreal aceptaría el convenio de Vergara; pero no lo aceptó, y se quedó sin ningún destino.
Villarreal estaba tísico y tenía vómitos de sangre, lo que no le impidió vivir bastante tiempo.
María de Taboada no quería un marido enfermo, y se metía monja.
El odio de las tres mujeres contra Aviraneta sirvió de pasto a la conversación en casa de madama Lissagaray. Se sabía que María Luisa había colaborado con Aviraneta en sus intrigas y se suponía que estaba descontenta. De Sonia Volkonsky se sospechaba que su hostilidad provenía del asunto del caballero de Montgaillard, que seguía preso, y, con relación a la señora de Vargas, se pensaba que la causa del odio debía ser muy antigua.