I

GONZÁLEZ MORENO

ALVARITO escribió a su familia, a Rosa y a sus amigos desde distintos puntos del camino, y en Molina de Aragón recibió varias cartas y periódicos. Le contestaron Rosa, su hermana Dolores y D’Arthez. Le contaban todos las mismas historias aunque con distintos detalles. D’Arthez le daba más pormenores sobre el convenio de Vergara y el fin de la guerra en el Norte.

Uno de los empleados del almacén de vinos de su padre, según le decía, había presenciado la muerte del general González Moreno.

Fue el empleado a ver de cobrar varias facturas a Urdax; se hallaba en un caserío cuando oyó gritos, y, temiendo la llegada de los liberales, se subió a la buhardilla. Desde un agujero vio el alboroto de los soldados del 11 batallón de Navarra, que empezaron a amotinarse. Se hablaba en contra del general Gónzalez Moreno; se decía que quería escaparse a Francia con las maletas llenas de oro. El empleado vio al general con su levitón negro y su cara larga, siniestra y cetrina, una cara de cuervo, entrar y salir en la casa del gobernador de Urdax, Iribarren, con su mujer y otras señoras.

Se decía que el general había pedido pasaporte y escolta, y que el comisario de la frontera ponía dificultades.

Poco a poco comenzaron a reunirse, delante de la casa del gobernador, grupos de soldados, furiosos.

—Ahora se van con el dinero —decía uno.

—Dinero de la traición —añadió otro.

—Ya se llevan todas nuestras pagas.

—Sí; ellos, ahora, vivirán bien en Francia y nosotros nos moriremos de hambre.

—¡Canallas! Todos son iguales.

Al aparecer González Moreno en la calle, el grupo de soldados comenzó a gritar:

¡Mueran los traidores! ¡Muera Moreno! ¡Muera Maroto! ¡Viva Elío!

Moreno quiso interpelar a los que le increpaban, y levantó el bastón en el aire; un soldado se lo arrancó de la mano, otro se atrasó, le apuntó y le disparó un tiro.

El viejo general cayó; los carlistas le remataron a bayonetazos y a culatazos, y le arrastraron por el suelo.

D’Arthez contaba las distintas versiones que circulaban acerca de los instigadores de la muerte de González Moreno; quiénes decían que la instigación había partido de Maroto; otros, de los absolutistas puros. Se aseguraba también que el intendente Arizaga, que estaba en Añoa cuando mataron a Moreno en Urdax, fue el inductor de la muerte del que los liberales llamaban el verdugo de Málaga. El intendente Arizaga pasó la frontera, en compañía de dos hijos de Maroto, y declaró en la Aduana de Behovia que llevaba una maleta llena de onzas de oro.

A González Moreno le mataron los carlistas sin instigación misteriosa alguna. Al menos, así lo pensaba D’Arthez.

González Moreno, según decía D’Arthez, era un general sin genialidad ninguna y sin simpatía, muy enemigo de las tropas de voluntarios y de los guerrilleros.

Viejo antipático, misántropo, gruñón, andaluz, a quien molestaba oír hablar vascuence, se manifestaba muy déspota.

Los vascos y los navarros le tenían mucho odio porque les trataba con desdén.

Era Gónzalez Moreno como la representación del burócrata, palaciego y ordenancista, en medio de aldeanos irritados y furiosos.

Pedro D’Arthez hacía reflexiones sobre la terminación de la guerra carlista. Creía que España, ya libre de la teocracia y de la cuestión de la legitimidad, se orientaría en pocos años hacia la República.

A Alvarito le chocó mucho el que alguien pensara en la República con relación a España. En su viaje no había oído hablar a nadie de ello.