VIII

REFLEXIONES SOBRE LAS FONDAS MODERNAS Y ASÉPTICAS

EN el prólogo de este libro hemos fantaseado, con más o menos ingenio, sobre la pintura, la novela y la filosofía aséptica, y ahora divagaremos un poco acerca de las fondas españolas, donde la asepsia tiene, indudablemente, más objeto que en los bodegones pintados y en la literatura.

Los franceses, con su habitual petulancia, nos han hablado de la pobreza y miseria de las posadas españolas y de las ventas; pobreza y miseria indudablemente ciertas, aunque quizá sin los colores que les han dado ellos, llevados por la visión amanerada, que es peculiar y característica de nuestros vecinos.

La verdad es que todos los pueblos meridionales han sido natural y espontáneamente sucios, quizá por el clima, quizá por la raza, quizá por profesar la verdadera religión, que es, como se sabe el catolicismo. Sea por lo que sea, es lo cierto que los hábitos de limpieza en Europa han venido del Norte, de Inglaterra, de Holanda y de Escandinavia.

Cuenta un escritor francés que en el libro de viajeros de una fonda española un cura escribió esta sentencia: «Piensa que muerto serás comido por los gusanos»; y el escritor añadió: «Y vivo, por las pulgas».

Nadie duda de la exactitud de los hechos. Los gusanos y las pulgas, y otros parásitos aún más desagradables, son una realidad en todos los países latinos y católicos. Sin embargo, es posible que esta anécdota sea tan verdadera como la otra del que llegaba a una mísera venta española y decía:

—Yo quisiera tomar algo.

Y el ventero le contestaba:

—Pues tome usted asiento.

Los dos chascarrillos pueden servir de contribución al conocimiento de la España pintoresca.

A pesar de las pulgas, de los demás parásitos y del tome usted asiento de las ventas y mesones de nuestro país, hay que convenir que son casi más odiosas las fondas españolas modernas, con sus pretensiones de asepsia y desinfección, que las antiguas.

Esta fonda moderna española aséptica, con su aire anglojesuítico, es de una antipatía perfecta. Todo en ella es rapado, mezquino y desagradable.

Algunas poseen el aire de clínica económica. Parece que, en vez de llevar el manjar sangriento al comedor, lo van a llevar a uno al quirófano a abrirle en canal.

Todo se acerca a estar bien en nuestras modernas fondas asépticas; pero nada está bien del todo.

El comedor, en sitio oscuro y mal ventilado, con luz de acuario; el mantel, medio húmedo y de blancura gris; las alcobas, en los sitios más sombríos, a veces con ventanas a patios o a pasillos, como si el viajero fuera un plato de carne que se puede meter en una fresquera. El retrete no huele mucho, pero huele bastante para que se note su existencia; las criadas son malhumoradas; el amo o el ama, adustos, como si temieran que los huéspedes se fuesen sin pagar. Todo es aséptico, de economía y sordidez que dejan frío.

Los españoles actuales que frecuentamos estas fondas nos sentimos con el corazón tan aséptico como ellas.

Es extraña la pedantería que se desarrolla en una fonda española moderna. Todo el mundo aparece afectado, engolado, desdeñoso, de una manera tan absurda, que se siente vergüenza de pertenecer a una especie zoológica tan ridícula como la del viajero.

El mérito parece que está en decir: «Yo desdeño a los demás y los demás no me desdeñan a mí». Esa es la gran preocupación. El que puede fruncir los labios con más desprecio; el que puede demostrar que cuando escribe una carta no se ha enterado de que existe otro ciudadano a su a lado; el que prueba de una manera palmaria e irrefutable su majadería, es el que bate el record.

Alguien dirá: «¿Es que en los hoteles de otros países la humanidad es más amable o más simpática?» No. Indudablemente, en todas partes el género es el mismo; el matiz es lo que varía. Se puede asegurar que todos los hoteles y fondas nacionales son aburridos y monótonos.

Sólo cuando el hotel es internacional empieza a ser divertido, porque se convierte en algo como una fiesta de circo o una jaula de monos.

El francés, petulante, hablando en falsete; el alemán, sin cogote, con la cara lustrosa, como untada con tocino; el inglés, con aire de perro; el yanqui, amojamado; el español, inoportuno y exigente; el suramericano, triste y amulatado; el judío, aguileño; las mujeres de los diversos tipos, pintadas, con pieles, gasas, joyas, todo esto es un espectáculo ameno y contradictorio.

Pero nuestros hoteles y nuestras fondas no son espectaculares, sino sombríos, siniestros, de una gravedad y de una seriedad funeraria. Se sube, se baja, se entra en el cuarto, como si se fuera a acompañar un entierro.

Si hay ascensor, no se puede prescindir de él. El subir unos escalones se considera no sólo como un trabajo ímprobo, sino como una ofensa.

En los comedores de estas fondas triunfa el comisionista, que emplea el palillo desdeñosamente, como si fuera algo que nos regocijara a los demás el ver que se saca piltrafas de carne de los agujeros de los dientes. Al lado del comisionista, triunfante con su palillo, como una hiena sentada en un cementerio, está el que toma píldoras, o polvos, o bicarbonato. En las alcobas vemos las etiquetas pegadas a las paredes por los viajantes que han pasado por allí, muchas anunciando específicos para la tuberculosis, para la tiña o para la sarna; siempre cosas alegres.

Los americanos, sobre todo, son gente que, cuando vienen a España, nos reprochan nuestro provincialismo y nuestro abandono.

Yo he llegado a pensar que actualmente tenemos demasiados escaparates lujosos, baños, inodoros, asfaltos y ascensores; en cambio, no nos distinguimos gran cosa por nuestro ingenio. Al extranjero le interesa, naturalmente, más nuestra higiene que nuestro ingenio; pero a nosotros nos puede interesar más nuestro ingenio que nuestra higiene.

España es pueblo proletario y algo zarrapastroso, que a veces tiene simpatía e intuiciones geniales. Los extranjeros quieren que dejemos nuestra intuición y nuestra simpatía a un lado y que seamos españoles asépticos.

Es un plan que indudablemente nos seduce poco. Eso de no poder pasar de guardas de monumentos, porteros de nuestras catedrales o de las baratijas de yeso de la Alhambra, es un poco triste. Yo creo que es preferible ser séptico e infeccioso y divertirse lo más posible.

A mí, al menos, la asepsia no me entusiasma del todo; creo que prefiero la infección. En el género fonda me gustan más que estos hoteles asépticos y funerarios aquellas fondas clásicas, grandes, sucias, con el suelo torcido, las sillas rotas, las cortinas llenas de polvo, el sofá desvencijado, con durezas terribles; las estampas de santos y las cómodas ventrudas, con un niño Jesús con su bola de plata en la mano.

En una fonda aséptica actual sabemos que encontraremos comida más o menos auténtica, un cuarto, café con achicoria y sociedad distinguida de viajantes de comercio o de millonarios, que no se diferencian nada de los viajantes.

En la fonda española clásica, séptica e infecciosa, había sorpresas. Se buscaba una comida regular, y se encontraba una aventura política; se iba detrás de un guiso de carnero, y se salía enamorado de la criada; se oían gritos en el cuarto de al lado, y se averiguaba que había un loco furioso; se miraba por un agujero de la pared, y se veía una mujer muy guapa; salía uno al balcón, y se encontraba con un loro o con un mono de algún indiano venido a España en compañía de una negra.

Un poco de suciedad, con simpatía y gracia, es más agradable que esta tiesura de ahora, con su asepsia y su pedantería correspondiente; y no es que defienda uno lo antiguo por amor al turismo y a la chatarra de lo pintoresco. No.

Sin duda, no podemos ser cuidadosos, minuciosos, meticulosos. No lo seamos. ¿Qué importa?

¿Que el extranjero nos denigra un poco? ¿Que el rasta americano se crea superior a nosotros porque la porcelana de sus comunes es superior a la nuestra? Nada de eso nos debe preocupar.

Si la fonda aséptica se generaliza y aumenta aún más en antipatía, en aspecto funerario y en pedantería, nuestro grito va a llegar a ser este: «¡Viva la fonda séptica y la novela séptica e infecciosa donde se encuentran cosas inesperadas y vaya al diablo la teoría microbiana!».