VII

FERIA EN SIGÜENZA

EL arriero con quien fue Alvarito de Almazán a Medinaceli no era hombre amable y jovial como el señor Blas, sino, por el contrario, malhumorado y antipático Quiso explotar al viajero, cobrándole más de lo justo; pero Álvaro se resistió con energía y con tranquilidad, y, a pesar de las amenazas embozadas del hombre, no pagó más que lo ajustado.

Vio Alvarito claramente que el consejo del señor Blas de no ir nunca a ninguna parte sin amistades era bueno, y comprendió cómo no le convenía marchar sólo por aquellos pueblos Valía más ir despacio que no exponerse a ser engañado o robado.

La persona a quien le recomendó el señor Blas en Medinaceli era un botero. Al ir a visitarlo, Alvarito no lo encontró, y en la botería le dirigieron a un hombre, dueño de una tiendecilla con baratijas, estampas, marcos y objetos de escritorio.

El comerciante le recibió con estúpida e injustificada suspicacia, como si no quisiera dar las palabras de balde, cosa que tan poco vale en España, y lo único útil que le dijo fue que el camino estaba seguro, que podía marchar en un carro hasta Sigüenza, pues iban a esta ciudad arrieros, sobre todo los miércoles y sábados, que eran días de mercado.

Alvarito dio un paseo por el pueblo antes de retirarse a la posada.

Medinaceli le pareció pueblo frío, de alrededores pelados, con montes a lo lejos de extrañas siluetas.

Hacía día de viento seco y polvoriento.

Álvaro vio el arco romano, que la gente llama el Portillo; la torre de la parroquia, convertida en baluarte, y en el cementerio, resto de una fortaleza, con grandes muros exteriores y matacanes, contempló las maniobras de una rata, sin duda antropófaga, que corría por entre las tumbas abandonadas.

Luego pasó por delante del Humilladero y recorrió el paseo de la Luneta, contemplando el paisaje. El cielo se presentaba gris, el horizonte turbio, las nubes blancas y pesadas. Aquella tierra le pareció a Alvarito más triste y más desolada bajo la atmósfera sin transparencia y la polvareda que venía en el aire.

A lo lejos se oían los tañidos de una campana, melancólicos y angustiosos.

Después de separarse del señor Blas, Álvaro se sentía más solo y más triste.

Pensó que su espíritu se mostraba en aquel momento con color parecido al del ambiente: gris, descolorido. En este cuadro gris oía sonar en sus oídos la voz de la monjita novicia de Almazán, tan graciosa y de tan infantil pedantería. Se sentó en un banco, y sintió frío.

Las ráfagas de viento le traspasaban el cuerpo. Se dirigió a la posada a calentarse al lado del fuego.

Le contaron en la cocina cómo Cabrera, a mediados de la guerra, penetró en el pueblo; cómo fingió prender al obispo de Pamplona, confinado allí por el gobierno de la reina por sospechoso, y le mandó con escolta a la corte de Don Carlos.

Nuestro viajero se levantó muy temprano, y en un carro comenzó a bajar la cuesta del cerro de Medinaceli. Llegó a Sigüenza antes del mediodía.

Le acompañaba un prestidigitador y su criado, que iba a dar funciones en el pueblo.

El prestidigitador, llamado en los carteles Merlín, hombre de unos cincuenta años, moreno, de ojos brillantes, el pelo negro y rizado y la cara roja de borracho, hablaba por los codos. El criado, Severo, a quien su amo llamaba Severísimo en broma, era flaco hasta transparentarse, afilado y narigudo.

Las relaciones entre amo y criado tenían un carácter extraño; por el motivo más fútil reñían y se insultaban.

Sigüenza, a lo lejos, con su caserío extenso, las dos torres grandes, almenadas, como de castillo, de la catedral, y su fortaleza en lo alto, le produjo a Alvarito gran efecto.

El arriero llevó al prestidigitador, a su criado y a Álvaro a una posada de la calle Travesaña Baja, donde él paraba. La posada, medio derruida, ostentaba este letrero, escrito con letras negras en la pared:

A Alvarito le llevaron a un cuarto grande y destartalado, frío como el Polo Norte, con telas de araña en el techo.

En las proximidades de la catedral, en la plaza mayor, en la calle de Guadalajara, había gran mercado y muchos puestos de todas clases: herramientas para el campo, pucheros, cazuelas, ropas, mantas, alforjas de colores muy vivos, loza basta y bujerías. Con estos baratillos alternaban verduleras con hermosas coliflores, cardos y alcachofas, y muchos aldeanos con corderos y ristras de ajos al hombro.

Pasaban los hombres con calzón corto, pañuelo en la cabeza o zorongo, y otros con grandes capas pardas, sombrero de pico, abarcas y un cayado blanco de espino en la mano.

Alvarito creía que sólo en Aragón llevaban los hombres este zorongo, resto del turbante; pero, sin duda, la morería en España ocupó una zona de acción más extensa de lo que él pensaba.

Las mujeres traían varios refajos de campana, hechos con bayetas rojas y amarillas, y algunas se echaban uno por encima de la cabeza.

En las puertas de las posadas se agrupaban burros blanquecinos, con aire de viejos sabios, cubiertos con sus albardas. Subían hacia el pueblo arrieros, con recuas de seis o siete mulas de aire cansado. Entre la multitud correteaban, muy vivos y animados, los estudiantes de cura, con su hábito y su tricornio.

Álvaro entró en la catedral; le pareció enorme, majestuosa. Le produjo verdadero asombro. En un reborde de poca altura, a todo lo largo de la nave lateral y del triforio, había una fila de sillas y de reclinatorios, verdes y rojos. Algunas pocas viejas rezaban arrodilladas, bisbiseando.

En el fondo de una capilla se veía una puerta abierta, con dos escalones para subir. La capilla parecía llena de misterio. En el altar había abierto un libro rojo. Vio también Álvaro, en otra capilla, la estatua funeraria de un doncel leyendo un libro.

Era del sepulcro de un comendador de Santiago muerto por los moros en la vega de Granada.

Álvaro oyó un sermón sorprendente. El predicador, cura joven, se esforzaba en exponer un tema de Teología oscuro, propio de seminario. Para aclarar sus conceptos, que ninguno de los fieles, la mayoría pobres aldeanos, entendían, soltaba de cuando en cuando frases en latín de algún padre de la Iglesia.

Con un poco de malicia se podía pensar que el predicador se burlaba de la gente. A Alvarito le vino la idea de que por encima de la tonsura del sacerdote, iban a aparecer los cascabeles de la Dama Locura.

Casi lo temió un momento, pero se tranquilizó pronto; sin duda, el cura no se daba cuenta de lo lejos que andaban sus tiquismisquis oratorios de la imaginación de los fieles, o si se daba cuenta, no le importaba gran cosa, y, en medio de sus disquisiciones metafísicas, no pensaba más que en la buena comida que iban a servirle en casa del deán.

Alvarito salió de la catedral. Fue a la posada, comió sin gran perfezión, el parador de la calle Travesaña no legitimaba su letrero, y salió a la calle. Estuvo contemplando la plaza Mayor, con sus casas antiguas, algunas con las piedras carcomidas. El pueblo parecía poca cosa al lado de su iglesia y como si se hubiese construido sólo para legitimar la catedral.

Callejeó y se alejó del centro hacia el castillo. Algunas viejas hilaban en los portales. La tarde estaba fría; el cielo azul, con algunas nubes grises y blancas; el sol, muy amarillo, iluminaba las torres y los remates de las casas.

En todas las calles se veían edificios desplomados, que, sin duda, no se había tratado de restaurar. Volvió a la plaza Mayor. Mendigos llenos de harapos, de calzón corto, con largas greñas y tufos por encima de las orejas, le importunaron. Uno de ellos, vagabundo, con aire amenazador, ennegrecido por el sol y la lluvia, le persiguió largo rato; otro, un viejo, con sombrero alto, cayado en la mano, abarcas, anguarina llena de remiendos y una alforja en el hombro, le agarró del abrigo.

Se deshizo como pudo de los pedigüeños y entró de nuevo en la catedral. Ahora cantaban vísperas. Alvarito no las había oído nunca. Era algo terrible y solemne, con ese aire de majestad y de venganza de los cultos romanos y semíticos. En aquella enorme iglesia, helada, aquellos cantos le dejaron sobrecogido. Salió al claustro, y después a una gran terraza con una verja, con puertas de hierro monumentales.

Después bajó al paseo del pueblo, a la Alameda, y se sentó en un banco, al sol, cerca de una estatua de piedra de un hombre arrodillado.

Pasaron algunos estudiantes de cura en fila, con su manteo y su tricornio.

Unos chiquillos, que andaban jugando, comenzaron a gritar: «¡Cuá, cuá, cuá!», imitando el graznido de los cuervos.

Alvarito quedó asombrado ante esta manifestación anticlerical de un pueblo de clerigalla, del que decía un cantar satírico que todos sus habitantes eran hijos de frailes y de curas.

—A veces parece que ya no va a haber religión en España —se dijo—; a veces parece todo lo contrario. Realmente, mi país es un tanto enigmático.

Comenzaron a doblar las campanas; al cesar estas en su sonido se oía el murmullo del arroyo. Alvarito veía a un lado y a otro lomas rojizas, sangrientas, y otras de color de ocre. El sol comenzó a ponerse sobre los árboles del paseo, coloreados por el fuerte verdor de las hojas nuevas.

Alvarito se dirigió al centro del pueblo, frío, helado, desierto, y después a la posada. Luego, buscando un sitio en donde charlar, se metió en la cocina.

Allí, además de un viejo, padre de la posadera; del prestidigitador Merlín y de su criado, se calentaban a la lumbre el sacristán y un estudiante de cura, con su tricornio destrozado y el manteo hecho jirones.

Alvarito preguntó por las ideas y costumbres del pueblo, y el sacristán, un hombre pequeño, le dijo:

—Aquí, todo el mundo, gracias a Dios, es carlista.

En Sigüenza habían entrado, al principio de la guerra, Balmaseda con su gente, y después Cabrera y Quílez.

El sacristán carlista, a quien llamaban de apodo el Feotón, porque era de familia de feotas, tenía unas opiniones bastante raras para todo el mundo y hasta para un carlista de Sigüenza.

Habló de un pasquín, que él conceptuaba muy ocurrente, puesto hacía años contra María Cristina en la puerta de la catedral, que terminaba así: «Fuera esa vil mujer, y que se vaya a su país a soldar calderas».

El Feotón sabía quién redactó el pasquín; pero no quería decirlo.

Era curiosa la idea de los carlistas sobre María Cristina. La llamaban la calderera, la piojosa, la zarrapastrosa, y, probablemente, gente de buena fe, creía que, en su tierra de Nápoles, María Cristina anduvo con algún oso o con algún mono tocando la pandereta.

A Don Carlos lo consideraban como un héroe; los liberales eran, naturalmente, todos masones y vendidos al diablo; los extranjeros, hambrientos y miserables, que no conocían el pan blanco. Creían también que ellos engrandecerían a España restableciendo la Inquisición y las fiestas religiosas, terapéutica sencilla y fácil de llevar a la práctica.

Ciertamente, se comprendían algunas de sus ideas; por ejemplo, su mala opinión acerca de María Cristina. Aquellos buenos españoles, acostumbrados a ver desde lejos en el rey una persona respetable y casi santa, se encontraban de pronto gobernados por una extranjera, que se enredaba, además, con un guardia de Corps hijo de un estanquero.

Cierto que tales contubernios no eran nada raros en los Borbones para el que vivía cerca de ellos. Estos buenos Borbones siempre se distinguieron por su rijosidad y parte por su estupidez y su mala fe, a pesar de lo cual produjeron siempre, sobre todo en los franceses, un gran entusiasmo. Había que reconocer que nunca se había llegado hasta entroncar públicamente con el estanco como en la época de María Cristina.

El viejo contó cómo en el invierno de 1812, Espoz y Mina venció en Sigüenza a los franceses, mandados por el general Abbe, y cómo un mes después, en el Rebollar fue sorprendido el Empecinado por los franceses del general Guy, que llevaban como jefe de Estado Mayor o don Saturnino Abuín, el Manco, antiguo segundo del Empecinado, pasado a los franceses. Don Saturnino derrotó a su antiguo jefe, y le hizo perder mil doscientos hombres.

El Empecinado estuvo a punto de caer prisionero, y se salvó echándose a rodar por un barranco.

Alvarito pudo notar que para los carlistas intransigentes, como para el Feotón, los héroes de la guerra de la Independencia no eran simpáticos, porque para ellos el mérito máximo consistía en defender, no España, sino el trono y el altar, sobre todo el altar.

Alvarito se acostó cerca de la medianoche y se despertó tarde. Una chica cantaba a voz en grito, y unos burros rebuznaban escandalosamente. Se vistió, y fue a la calle. En la plaza había mucha gente.

Quedaban todavía restos de la feria, y entre los puestos de pucheros y de baratijas un hombre sostenía un cuadro o estandarte con figuras y otro las explicaba con un puntero. El estandarte o cartel sostenido en el palo, por un lado llevaba pintada la Fiera Corrupia o la llegada al mundo de la gran bestia del Apocalipsis, y por el otro, las escenas de la vida de Candelas, el ladrón, célebre, subdivididas en muchos cuadros, desde su primer robo hasta que le agarrotaron en el Campo de Guardias, de Madrid.

El del puntero vendía papeles verdes y rojos y explicaba las escenas del cartel. En la llegada de la Fiera Corrupia al mundo se amontonaban muchas de las tonterías y absurdos del Apocalipsis, con mil y un presagios para el porvenir, a cual más ridículos.

En la vida de Candelas había menos necedades[76].

El del puntero comenzaba su relación, dirigiéndose a los padres que tenían hijos, poniéndoles el ejemplo de Candelas, de adónde conducen la mala conducta y las malas compañías. Al final, señalando la última escena pintada, el hombre recitaba estos versos con voz mortecina y triste:

Ya lo sacan de la cárcel,

lo llevan por la carrera,

hasta llegar a la plaza,

donde turbado se queda.

A Alvarito le recordaban aquellas pinturas horribles las figuras de cera de Chipiteguy, y las contempló largo rato. Después estuvo oyendo las explicaciones de un charlatán que vendía todo a real y medio la pieza. Era, indudablemente, un hombre listo. Mientras tenía en la mano una cosa cualquiera le daba un aire de ser buena y al ir a otras manos, como por arte de magia, se convertía en algo sin valor. Los aldeanos, a pesar de su cazurrería y de su desconfianza, se quedaban maravillados, como pensando en qué consistiría este sortilegio.

Miraban lo que habían comprado atentamente; a veces hacían un gesto de desagrado o de resignación. Quizá algunos no protestaban para no pasar por tontos y otros dejaban con malicia que el compañero cayese en el mismo lazo que ellos.

Alvarito oyó muy entretenido al hombre del baratillo.

Al volver a la posada preguntó al viejo padre de la posadera cómo iría más seguro y mejor a Molina de Aragón.

—Aquí para —le dijo el viejo— un arriero, a quien llaman por mal nombre Malos Ajos, porque es bastante mal hablado y mañana por la mañana va a Molina.

—¿Es buena persona?

—El viejo se encogió de hombros.

—Creo que sí; no sé que haya robado a nadie. Al menos con trabuco. Quedarse con algo, si ha podido, me figuro que se habrá quedado. Va también con él ese estudiante de cura que estaba ayer aquí que se llama Tiburcio Lesmes. Ese sí que es un buen peje; un granuja de marca mayor. Suele llevar siempre barajas marcadas, e invita a jugar y le saca los cuartos a cualquiera; pero otras fechorías no hará, porque es cobarde como una liebre.

Habló Alvarito a Malos Ajos, quedó con él de acuerdo, y por la mañana entró en su carro para ir a Molina en compañía del arriero y de Tiburcio el estudiante.

A la salida del pueblo se encontraron con un lañador, con su taladro y sus alicates, sus alambres, un berbiquí y un saco. Era hombre muy desharrapado, muy sucio, con una manta destrozada y calañés en la cabeza. Sus ojos claros y su tez oscura le daban aire gitano. Era de los que gritan: «A componer tinajas y artesones, barreños, platos y fuentes».

El lañador, conocido de Malos Ajos, pretendió entrar en el carro.

Alvarito notó que olía muy mal, y se lo dijo, lo que produjo la cólera y el refunfuñamiento del gitano.

El tío Malos Ajos era un pedante. La enfermedad de la pedantería es frecuente en Castilla, y, además, incurable.

El tío Malos Ajos había tañado a Alvarito, considerándolo un infeliz, a quien podría explotar, y, como mala persona, se decidió a ello sin escrúpulo.

—Hace usted bien —dijo el arriero a Alvarito— en ir con gente de confianza, porque este camino es poco seguro. Aquí, no muy lejos de Sigüenza, cerca de la venta del Puñal, entre Grajanejos y Almadrones, mataron hace un mes a un amigo mío.

—Por esa misma época —dijo el estudiante Tiburcio— un grupo de vagabundos y de ladrones desvalijaron una casa de aquí cerca.

Al poco rato, Malos Ajos añadió, señalando un recodo:

—Ahí mismo mataron a un viejo que volvía de la feria.

—¿Ahí? —preguntó Álvaro con indiferencia.

—Ahí mismo. Un poco más lejos le robaron a un recluta que volvía al pueblo.

—Y en aquel cerrillo, según dicen —agregó el estudiante—, se le apareció un fantasma a un ermitaño.

Alvarito notó la intención de asustarle, y se puso en guardia.

—¡Bah! —dijo de pronto—. Yo no tengo miedo a los ladrones; al revés, estoy tan desesperado, que me alegraría que salieran para matarme con alguien. No me pueden robar, no llevo un cuarto en el bolsillo.

—¿Y cómo sale usted de casa sin dinero? —preguntó el estudiante.

—El dinero lo tengo que recoger en Molina. No llevo un cuarto; en cambio, tengo unas pistolas que hay que verlas.

El arriero, el estudiante y el gitano se miraron uno a otro con sorpresa.

Comieron en el camino. Dos o tres horas antes de llegar a Maranchón, el cielo comenzó a ponerse negro como la tinta, y empezó a relampaguear y a tronar. La tormenta fue de gran violencia.

Gruñía la tempestad, silbaba el viento y los rayos iluminaban el campo con sus zigzags cárdenos. Con redoble de lluvia y de granizo llegaron a un parador solitario, se acogieron corriendo a él y se metieron en la cocina.

Alvarito observó que tanto el tío Malos Ajos como Tiburcio Lesmes y el lañador gitano eran muy cobardes; temblaban cuando tronaba fuerte. Alvarito se acurrucó en un rincón, y notó poco después que el estudiante intentaba investigar en sus bolsillos. Comprendiendo que la mansedumbre resultaría peor que la violencia, a la segunda investigación se levantó y pegó un puntapié al estudiante, que comenzó a chillar. Luego se abrochó bien la chaqueta, y se dispuso a hacer como que dormía.

Poco después, el estudiante le dio una palmada en el hombro.

—¡Eh! Usted, joven —le dijo—, ¿quiere usted echar una partida de naipes? —y sacó unos naipes.

—No —contestó Alvarito.

—¿Y por qué no?

—Porque no me da la gana, y porque estoy cansado.

El tío Malos Ajos, sorprendido de la entereza de Alvarito, le miraba con asombro.

Jugaron Malos Ajos, dos arrieros y Tiburcio a las cartas, y al final del juego se acusaban unos a otros de tramposos y de jugadores de ventaja.

Después de cenar, el ventero dijo que disponía de pocas habitaciones. Tiburcio tendría que dormir en el mismo cuarto que Álvaro. Álvaro aseguró que prefería dormir en el pajar.

El ventero le mostró el pajar a Alvarito, y este entró sin luz y se tendió en el suelo.

Había un agujero en la pared por donde entraba el viento helado.

—¡Qué frío hace aquí! —exclamó Álvaro.

—Esta es la venta del Mal Abrigo —dijo un arriero que estaba tendido en el suelo, con la cabeza liada en una manta. Alvarito se deslizó hacia un rincón, y se dispuso a pasar la noche sentado.

A poca distancia de él cuchicheaban dos personas en murmullo apenas perceptible, como el de un chorro de agua lejano. ¿Quiénes podían ser?

Alvarito aguzó el oído. Le parecieron las voces de Malos Ajos y el gitano. Uno de ellos decía que Alvarito era un tonto, que iba a cobrar unos dineros en Molina y que lo debían de coger y meterlo en cualquier lado y mandar a alguien a cobrar.

Alvarito, inmediatamente de oír esto, salió despacio al corral, se acercó al carro de Malos Ajos, cogió su maletín, abrió la puerta y salió al camino.

Realmente, aquella era la venta del Mal Abrigo, como decía el arriero, si es que no era el puerto de Arrebatacapas. Valía más ir por la carretera.

Tronaba, pero no llovía; las estrellas comenzaban a aparecer en el cielo. El aire venía cargado de olores aromáticos.

—Adelante —se dijo—. Cuanto más lejos, mejor, adelante.

Fue marchando de prisa por un páramo estéril y pedregoso, muy contento, hasta llegar a un pueblo: Maranchón.

Entró en una posada; junto a un hermoso fuego se calentó, y se fue a la cama.

Durmió de un tirón hasta muy entrada la mañana.

En Maranchón, pueblo de vendedores de caballos y de cerdos, se tiritaba de frío.

Quedaban también allí recuerdos de Balmaseda. En 1836, el cabecilla, después de sorprender a la guarnición liberal del pueblo, se dedicó a una terrible matanza.

A la mañana siguiente, el arriero Malos Ajos y Tiburcio se presentaron a Alvarito en Maranchón y le preguntaron por qué causa se marchó, dejándolos.

—Nada; tenía ganas de andar.

—¿Vendrá usted con nosotros?

—No; voy a seguir solo.

—¿Por qué? ¿Tiene usted miedo?

—No tengo que dar explicaciones.

La insistencia de los dos le convenció de su imprevisión de fiarse de gente desconocida. Alvarito se fue a ver al alcalde del pueblo, chalán que había estado en Bayona, quien le dijo que cortara toda relación con los dos tunantes y que unos días después podría seguir su viaje con un arriero de confianza.