IV

PUEBLOS DE CASTILLA

DE Aranda fueron a Sepúlveda, en compañía de un comerciante de paños, amigo del señor Blas, que se llamaba García de Dios.

El señor García de Dios, alto, de cara muy larga, de caballo, la barba negra, huesudo, anguloso, con las manos cuadradas y los pies grandes, hubiera parecido enérgico sin la boca, con el labio belfo, de hombre débil.

—¡Anda, Dios! —le decían, en broma.

Era el señor García de Dios perezoso y poco activo, un dios de sábado bíblico.

A mitad de camino el señor Blas, García de Dios y Alvarito se detuvieron a comer en la posada de un pueblo. Charlaron largo rato entre ellos y con la moza rubia, muy guapa, que, por la expresión, el color del pelo y de los ojos, se le hubiese tomado por alemana.

Dejaron la posada, y al salir oyeron gritos. Volvieron la cabeza, y vieron un chiquillo que corría hacia ellos con los pies desnudos y llevando algo bajo el brazo. Se detuvieron.

—Esta manta que se han dejado olvidada —gritó el chico, y se la entregó al señor Blas.

Alvarito fue a dar unos cuartos al chico, que, sin esperar, se volvió corriendo al pueblo.

—Y luego dirán que los españoles somos ladrones por naturaleza —exclamó Álvaro.

—Todas las gentes pobres que marchan mal tienen mala fama —contestó el señor Blas.

—Así que para tener buena fama no es lo principal obrar bien, sino tener fuerza —preguntó Alvarito.

—Por lo menos, en la práctica, así es —contestó el Mantero, sin dar mucha importancia a la frase suya, que encerraba una profunda filosofía bastante inmoral del éxito.

Hablaron el Manteroy el señor García de Dios de sus asuntos de comercio con gran discreción y hablaron también de cuestiones familiares. Al oírlos, se preguntaba Alvarito:

—¿De dónde brotan esos hombres feroces y violentos de la guerra? ¿Por qué si hay en España una mayoría de gente como el señor Blas y el señor García de Dios no pueden imponerse a los frenéticos y a los locos?

Se podía encontrar, indudablemente, en España pobreza, abandono en las cosas materiales, egoísmo e indiferencia; pero no parecía que el número de la gente feroz y salvaje fuera tan grande para poder dominar el país.

Al llegar a Sepúlveda, el señor Blas y su amigo García de Dios se quedaron en el mesón de la Gallarda, donde acostumbraba a ir el Mantero de Almazán. No había sitio allí, y Alvarito fue llevado a una casa de la plaza, cerca del arco, que era antigua entrada del pueblo, a una posada frecuentada casi exclusivamente por el señorío. A Alvarito le dieron un cuarto desde el cual se veía la torre de la antigua muralla, con el reloj flamante que acababan de poner.

En el comedor, Alvarito conoció a una señora joven, sevillana, muy remilgada y muy redicha, acompañada de un niño. La señora se encontraba en Sepúlveda con su padre y su chico, y como estaba aburrida de la soledad y deseosa de hablar, entabló conversación con Álvaro.

Por lo que contó, su padre era un individuo vizcaíno que, de vuelta de América, se había establecido en Sevilla. Ella estaba casada con un rico propietario de Marchena.

Su padre, con la manía de los negocios, había ido a Sepúlveda para ver si compraba una finca. Siempre andaba en movimiento, era su pasión; a ella, en cambio, le gustaba la tranquilidad. Y si le acompañaba a su padre era porque estaba muy viejo, y no quería dejarle solo. Ella no deseaba más que volver a Marchena. ¡Ay! Su Marchena.

—Mi chico etaba en un colegio del Puerto —le dijo a Álvaro con una volubilidad de canario—; pero no tiene afisión a estudiá. Muy bien, hijo mío, le he contestado yo, ¿para qué te va a calentá la cabesa? Tenemo una hermosa posesión en Marchena y otra en el Arahal (el Arahá pronunciaba ella); allí hay pájaro y flore. Dejémono de cuidao, y vamo a la posesión, pero mi padre no quiere.

—Se aburrirá.

—Eso é, se aburre.

Entró el padre de la andaluza, un tipo curioso, hombre pesado, asmático, sombrío, vestido de negro, con el pelo blanco, la cara triste y cetrina y las cejas enmarañadas, con aire de desolación profunda. El hombre hablaba con acento vizcaíno, en el que se enredaban algunas palabras pronunciadas a la andaluza.

La señora le presentó a Alvarito. Este se mostró un poco seco con el viejo, y el vizcaíno, por eso quizá, le apreció más. Para el viejo los negosios era lo único importante en la vida; donde no había comersio no se podía esperar nada. En su desdén por todo lo que no fuera dinero, no sabía ni los nombres de los pueblos donde estuvo en América, y dijo repetidas veces que había vivido largo tiempo en Guandalajara, de Méjico.

—Si la cuestión única en la vida es ganar dinero —pensó Alvarito—, la cosa tiene poco interés.

La norma de vivir para ganar dinero le parecía a Alvarito demasiado estúpida para tenerla en cuenta. Este absolutismo del dinero no podía ser buena tesis más que para judíos, y para vizcaínos enriquecidos en América.

Álvaro pensó que parecía mentira que de aquel hombre rudo, torpe y pesado, como hecho con un tronco de árbol y vestido con la más dura de las telas, hubiera salido aquella mujer vaporosa, insustancial y ligera. Al verlos juntos y saber que eran padre e hija se hubiese pensado en una mariposa hija de un elefante o en un megaterio padre de un mosquito.

Comieron en la mesa redonda, y en la comida apareció un procurador y anticuario de Atienza, llamado don Matías Raposo, que venía a tratar de negocios con el vizcaíno. Hablaron mucho, pero al parecer, no se pusieron de acuerdo. Cuando no tenía argumento que oponer el viejo vizcaíno, decía:

—Sí, sí, pero no.

El señor Raposo, hombre de unos cincuenta años, pequeño, gordito, ya cano, afeitado, con anteojos, un poco barrigudo y con la sonrisa maliciosa, hablaba con ingenio.

Al ver que no había posibilidad de llegar a un acuerdo con el vizcaíno en el negocio de la venta de las fincas, se puso a charlar con la andaluza y con Alvarito.

El señor Raposo, por lo que dijo, era soltero y tenía mucha afición a la lectura. Estaba formando una gran biblioteca en su casa, comprando libros de algunos conventos cerrados por la desamortización. En alguna época, según dijo, le llegaban los libros a carros, y él los examinaba, quedándose con los interesantes y vendiendo los demás.

El señor Raposo sabía mucho de cosas populares, y para demostrar sus conocimientos recitó romances antiguos: el de Baldovinos, el del marqués de Mantua, el de don Gaiferos y Gerneldo, el de Fontefrida y de la Bella Malmaridada.

A Alvarito le produjo gran placer el oír aquellos romances que no conocía.

Después se habló de la guerra, del distinto carácter que había tomado esta en el Norte, en el centro y en Levante, y el procurador, hombre culto, hizo un paralelo entre Cabrera y Zumalacárregui, que a Alvarito le produjo cierta sorpresa.

—Cabrera es, indudablemente —dijo el procurador—, un hombre de suerte y de genio.

—¿Cree usted?

—Sí, él es el hombre del Mediterráneo, como Zumalacárregui lo era del Cantábrico.

—¿Quién de los dos sería más valiente?

—Tenían un valor distinto. El valor de Cabrera es frenético, el de Zumalacárregui era sereno.

—Y de talento, ¿quién cree usted que tuviera más?

—También son dos clases de talento distinto. El ingenio de Cabrera es agudo y brillante; el de Zumalacárregui profundo y tranquilo. Cabrera se confiaba en la intuición; Zumalacárregui, en la intuición y en la reflexión. Cabrera veía como fin el hacer un efecto; Zumalacárregui, el conseguir un resultado.

—Cabrera era, indudablemente, más cómico —dijo Alvarito.

—Sí, un hombre para seducir a la multitud —repuso el señor Raposo—, un improvisador. Zumalacárregui era un organizador y un técnico.

—¿A quién compararía usted a Cabrera? —le preguntó Álvaro.

—Lo compararía con un artista como Ribera o como Salvador Rosa.

—¿Y a Zumalacárregui?

—A Zumalacárregui con un matemático y también con San Ignacio de Loyola.

La andaluza, a quien aburría esta conversación, quiso convencer a Alvarito que debía ir a Marchena y dejarse de cuidados; pero Álvaro no se convenció de que Marchena fuera la panacea universal.

Al día siguiente vio Alvarito con gusto que al señor Blas y a él se les unían García de Dios y el señor Raposo.

En el camino, el procurador recitó nuevos romances a cual más expresivos y pintorescos.

Llegaron a Riaza, pueblo limpio, frío, con mucha agua por las calles, una plaza bonita y un paseo agradable, el paseo del Rasero.

Comieron en la fonda de la plaza todos, menos el procurador. Este se presentó después, y dijo que iba a llamar al dueño, ex soldado de la facción.

Efectivamente, se presentó el dueño, y el procurador, con mucha habilidad, le hizo hablar de su campaña con Merino y de la expedición de don Basilio, durante la cual Balmaseda, al pasar por allí, pretendió avanzar hasta La Granja y apoderarse de la reina Cristina, y quizá fusilarla; pero don Basilio no quiso, y riñeron y se insultaron, llamándose el uno al otro bandido, ladrón, timador y estafador.

El señor Raposo celebró mucho y con gran malicia su manera de sonsacar al fondista.

En la fonda de Riaza comía en la misma mesa un señor flaco y bastante raído, con aire de militar retirado. Al principio dio la impresión de hombre muy veraz y muy severo, pues lo contado por el fondista le pareció sospechoso de falsedad.

De Riaza, los cuatro compañeros se dispusieron a tomar el camino de Ayllón, y el militar retirado fue también con ellos. Llovía, el camino se hallaba lleno de lodo y las mulas, a veces, metían las patas en los charcos hasta el vientre.

Poco a poco, el militar retirado, tan severo con las narraciones del fondista, se reveló como charlatán frenético, y, sobre todo, como mentiroso de marca mayor. Conocía, según dijo, a todo el mundo; había visitado todos los pueblos.

—¿En Bayona? ¿Si conozco Bayona? —preguntó a Alvarito—. No conozco otra cosa. He vivido allí muchos años.

A pesar de sus conocimientos no recordaba a ninguna persona ni ningún detalle del pueblo.

Las naciones de Europa, el militar, las tenía al dedillo; las de América, lo mismo; allí había peleado él contra los insurrectos; de África conocía las costas y el interior; de Asia, India, la China y la Siberia; de Oceanía, Borneo y las Filipinas.

Alvarito notó que al tratar de los distintos países no decía más que frases vagas y lugares comunes.

El señor Raposo, que lo había calado, se divertía preguntándole por los pueblos más lejanos.

—¿Conoce usted la Cochinchina?

—¡Uf!…, si la conozco… Es admirable, magnífica, maravillosa… Aquellos ríos tan anchos, aquellas montañas…

Al llegar a Ayllón, el señor Blas tuvo marcado interés en separarse del militar retirado y no entrar en su compañía en la fonda.

—Es un hombre muy mentiroso —dijo a Alvarito—, y no puede ser más que un petardista.

—¿Usted cree que miente?

—La cuestión sería saber si ha dicho alguna vez algo de verdad —contestó el Mantero. El señor Blas calculó que si sumaban los años que aquel señor permaneció en distintas ciudades del mundo, llegarían a más de doscientos, y él no parecía pasar de cuarenta a cincuenta.

El señor Raposo dijo que iba a comer en casa de un amigo del pueblo. El señor Raposo se escabullía siempre a las horas de comer.

En Ayllón quedaban algunos recuerdos de la guerra carlista; hacía poco tiempo aún que al entrar Balmaseda se llevó todo el dinero del pueblo.

El señor Raposo se reunió con Alvarito, el Mantero y García de Dios después de comer.

—¿Saben ustedes? —les preguntó.

—¿Qué pasa?

—El militar retirado que se me ha acercado a pedirme tres duros.

—Y usted, ¿qué ha hecho?

—Pues nada. Me he reído un poco de él y no se los he dado. Por su vitola, el procurador no parecía hombre a quien se le pudiera sacar dinero.

Pasearon por Ayllón, pero como llovía se guarecieron en un cafetucho de la plaza.

—En este pueblo —dijo el señor Raposo— vivió el condestable don Álvaro de Luna, y aquí predicó también San Vicente Ferrer un sermón célebre, mandando que los cristianos no se mezclasen con judíos ni con moros, que los unos llevasen tabardos con una señal roja, la rodela bermeja, y los otros, capuces verdes con medias lunas claras, para ser conocidos desde lejos.

Se discutió con motivo de esto acerca de los judíos y los moros. El procurador simpatizaba con los judíos; le parecían muy justas y naturales las ideas de estos sobre la prepotencia del dinero. Verdad es que, por su tipo, un naturalista hubiera clasificado al señor Raposo como un pajarracus semiticoide.

El señor Blas también había oído decir que la expulsión de los judíos y de los moros fue perjudicial para la industria y la agricultura de España. García de Dios no tenía opinión formada; Alvarito, tampoco, pero se inclinaba a creer que la expulsión era defendible en parte y que la permanencia de los judíos y de los moros hubiera africanizado más el país.

El señor Raposo creía que los judíos habían influido en España en la aristocracia y en parte del pueblo, dándoles algunas de sus condiciones.

Al día siguiente domingo, fueron los cuatro a Atienza y comenzaron a ver al mediodía la silueta grave de aquella ciudad, asentada sobre un cerro, bajo una aguda peña coronada por el castillo. El día estaba frío y el sol pálido iluminaba los tejados grises del pueblo.

Al llegar, el señor Raposo se marchó a su casa, García de Dios se despidió y el Manteroy Alvarito fueron a hospedarse a la posada llamada del Cordón, por ostentar en su portada un gran cordón de relieve tallado en la piedra sillar y varias inscripciones góticas. Esta casa fue, según se decía, antigua lonja de los judíos.

El Mantero preguntó maliciosamente al dueño de la posada por el señor Raposo, y el dueño les dijo que el procurador era de una roña y de una avaricia increíbles.

—¿De verdad?

—Usted no sabe. En su casa no se come ni se enciende el fuego.

—Pues él dice que compra antigüedades y libros.

—Sí, para venderlos.

—¿Pero tan avaro es?

—No tienen ustedes idea.

Al parecer, el señor Raposo resultaba hermano espiritual del licenciado Cabra, y el posadero contó detalles de la sordidez del procurador, que más que de avaro parecían de loco.

Después de comer, el señor Raposo se presentó en la posada para ofrecerse a acompañar a Alvarito por si quería ver el pueblo y el castillo. Sin duda, el procurador deseaba lucir sus conocimientos arqueológicos.

Salieron de la posada. La tarde estaba desapacible, fría; corría un viento helado. Cruzaron varias calles, y al subir hacia el castillo, en la cuesta, vieron a un cura sentado en el repecho con un bastón en la mano, en actitud pensativa. Era un hombre de cara sombría y desesperada.

—¿Qué hace este cura aquí? —preguntó Alvarito.

—Es un cura loco —dijo el procurador—. Se suele sentar en las piedras del camino y pasa así el tiempo hablando solo tristemente.

Alvarito le contempló con curiosidad y con pena.

Subieron al antiguo castillo, levantado en el cerro, sobre una roca caliza, y Álvaro escuchó las disertaciones del procurador. Le mostró los muros, las puertas, la plaza de armas, los arcos y los torreones.

Desde lo alto del castillo explicó el señor Raposo la extensión antigua del pueblo, hasta dónde llegaban los distintos barrios y dónde caía la judería.

Como hacía frío allá arriba, Alvarito no preguntó nada, y a la menor insinuación del señor Raposo de bajar al pueblo, aceptó, y fueron los dos a refugiarse en el casino de la plaza.

Más de lo que contó el procurador, le impresionó a Álvaro aquella figura trágica del cura sentado sobre una peña en la tarde helada. ¡Qué estampa para La nave de los locos!

Entraron en el casino del pueblo, que ocupaba el piso principal de un viejo caserón de la plaza.

Para el señor Raposo regía la costumbre inveterada por principios de no tomar nada más que cuando le convidaban, y Alvarito le convidó.

Como día de fiesta, la sala del casino estaba llena de gente y llena también de humo.

El señor Raposo calificó a los reunidos allí de gente vulgar, inculta, sin ningún carácter. Había algún tipo curioso, como un liberal, alto, de grandes barbas, anticlerical frenético. Este hombre se echaba al campo a caballo, con su carabina y sus pistolas y desafiaba a todo el que no profesara sus ideas, como si estuviese en tiempo de la caballería andante.

Aquel hombre exaltado luchaba rabioso con la indiferencia del ambiente. Cuando no tenía con quién reñir, se lanzaba en su caballo, a galope, a rienda suelta, por cualquier barranco o pedregal, a riesgo de romperse la crisma.

El señor Raposo indicó a Alvarito otro tipo, de bufón y de jugador de ventaja. Se llamaba Sarmiento de apellido y por apodo el Capitán.

El Capitán era un viejo alto, con la nariz gruesa y roja, bigote rubio, cano, y ojos tiernos. Andaba siempre metido en chanchullos de casas de juego y de casas de citas. No era mala persona, pero sí muy cínico; parecía el hazmerreír de todo el mundo.

Alvarito preguntó qué decía, y el señor Raposo le explicó que el Capitán trabucaba a propósito todas las frases hechas para hacerlas más cómicas. Así decía, por ejemplo: «Yo me lavo las manos como Mahoma». «Se marcha usted por los forros de Úbeda». «Es un país donde se asan los perros con longaniza».

Alvarito escuchaba a los unos y a los otros. Tenía ya idea de la pobreza del país, pero esto no le chocaba tanto como la sequedad espiritual y la agresividad de la gente, el poco afecto que se mostraban los unos a los otros y le malevolencia con que se atacaban.

Cuando Álvaro volvió a la fonda y contó al señor Blas cómo había pasado la tarde, el Mantero dijo:

—Si desea usted quedarse aquí, por mí no le importe. Yo seguiré solo.

—No, no; yo voy con usted. Por ahora me ha ido muy bien en su compañía, y quiero seguir.

La perspectiva de nuevas conversaciones eruditas con el señor Raposo ya no le seducían.