RECUERDOS DE MERINO Y DE BALMASEDA
DURANTE el viaje, Alvarito fue reflexionando y comparando. En el camino de Lerma comenzó a llover. Álvaro pensó que la lluvia parecía más fea en Castilla que en Vasconia. Aquellos días lluviosos, suaves, de los alrededores de Bayona; aquella lluvia mansa sobre los prados verdes no era la de los campos castellanos. En cambio, en Castilla encontraba el sol más dorado, más hermoso.
Al llegar a Lerma, Álvaro, a quien no le molestaba, después del ajetreo de los días anteriores, pasar unas horas quieto, se sentó en la chimenea de la cocina de la posada a oír hablar a los arrieros y tratantes, que iban y venían de pueblos lejanos.
La gente, a pesar de que debía de estar ya cansada de hablar de la guerra, seguía ocupándose de ella con apasionamiento. Se debía haber discutido mil veces las aventuras y los hechos de Merino y de Balmaseda. Era el romancero de la época, sobre todo de los campos. En las ciudades, la literatura corriente estaba más influida por la política.
Los viejos de los pueblos, como para demostrar la superioridad de su tiempo, hablaban de la guerra de la Independencia, de la francesada, como decían ellos; pero la guerra civil apasionaba más.
Acabada la tarea de Lerma, Alvarito y el señor Blas tomaron el camino de Aranda, camino largo, pesado, que recorrieron, en parte, a fuerza de hablar, de discutir y de contarse todas las historias que sabían. No pudieron llegar hasta Aranda, porque en algunas partes el camino estaba infranqueable, por lo fangoso, y se detuvieron cerca de Gumiel de Izán en el mesón del Galgo.
Mientras esperaban la cena siguió Alvarito contando al señor Blas la vida de alguno de sus conocidos en Bayona, y entre ellos citó varias veces a don Eugenio de Aviraneta.
—¡Caramba, don Ugenio! —dijo un hombre que estaba en la cocina—. Yo le conozco mucho.
—¿Usted le conoce?
—Sí; aquí en Aranda estuvo de regidor y de jefe de la Melicia nacional hace más de quince años. Yo he sido meliciano con él. ¡Qué extraño!
—Sí. Algunas barbaridades hicimos juntos; pero también nos las dieron buenas.
—Es raro que encuentre uno aquí gentes que conocen a los amigos de Bayona —exclamó Alvarito.
—Este mundo es un pañuelo —dijo sentenciosamente el señor Blas.
—¿Y qué hace ahora don Ugenio? —preguntó el ex miliciano.
—Está en Bayona.
—Aquel siempre andará con sus intrigas y sus maquinaciones. Es atravesao, de la piel del diablo.
El ex miliciano habló con cierta ironía de la Milicia nacional de su tiempo, de la campaña de Cataluña en 1823, a las órdenes de Mina, y del antiguo entusiasmo por la Constitución, cuando Minuissir, un italiano, teniente coronel del regimiento de Barbastro, preguntaba a su tropa:
»Barbastro, ¿cuál será tu suerte?
los soldados contestaban a coro:
»¡Constitución o muerte!
El antiguo miliciano se reía al recordar tales cosas.
Al día siguiente, Alvarito y el señor Blas fueron a Aranda, pueblo convertido en barrizal con la lluvia del día anterior. En la posada, con pretensiones de fonda, les sirvieron café con leche y pan, y Alvarito, creyéndose en casa de Chipiteguy, dijo al mozo:
—Deme usted también un poco de manteca de vaca.
—Aquí no se gasta eso —contestó el mozo con rudeza.
Una vieja añadió:
—Esa es comida de protestantes.
—¿De protestantes? —exclamó Alvarito, asombrado.
No veía la relación ente el protestantismo y la mantequilla; pero, pensando en ello, comprendió que, así como el catolicismo es fundamentalmente aceitoso, el protestantismo está más bien impregnado de manteca.
Alvarito comentó con el señor Blas la molestia que produce en la gente el tener costumbres que no son las suyas.
—¿Qué quiere usted? —dijo el Mantero—. Costumbre buena o mala, el villano quiere que vala o que valga, que es igual. Realmente, la costumbre antigua y rutinaria tiene, indudablemente, grandes ventajas y comodidades.
Por la noche, el señor Blas llevó a Alvarito a un café, con honores de casino, de la plaza. Se reunían allí arrieros, capataces de fincas y aperadores, unos carlistas y otros liberales. Estaba también un relojero, el señor Schültze, suizo que conoció a Aviraneta en su época de regidor constitucional, y un farmacéutico, el señor Castrillo.
Se habló de la guerra y, principalmente, de Merino y de Balmaseda. De Merino, Álvaro había oído a su padre y a los carlistas de Bayona relatar varias anécdotas, pero no de Balmaseda, cuya existencia ignoraba.
Uno de los contertulios del café, un arriero, contó rasgos de la vida de este cabecilla.
—Balmaseda es de Fuentecén —dijo—, pueblo que está en el camino entre Aranda y Nava de Roa. Yo soy de un lugar de al lado y he oído contar muchas historias de su vida.
—¿Qué tipo es? —le preguntaron.
—Es un tipo extraordinario; tiene una estatura de gigante, unas fuerzas de toro y la piel atezada y negra.
—¿Usted le ha conocido?
—¡Si le he conocido! Ya lo creo. Juan Manuel, así se llama Balmaseda, es un frenético, un loco. Siempre ha querido ser el primero a toda costa; por eso se puso contra Basilio en la expedición que mandaba este, y luego contra Maroto. En sus proclamas hablaba siempre de exterminar a los traidores, de destruir la infame canalla y de acabar con la anarquía. Si entraba en un pueblo, Balmaseda fusilaba a todo el mundo, aunque hubiera dado palabra de respetar la vida de los prisioneros. Dejaba a los soldados que saquearan libremente. Se robaba, se violaba a las mujeres y se acababa incendiando todo.
—¿Tan bruto era? —preguntó Alvarito.
—Sí; desde mozo fue así —dijo el arriero—. Una vez, siendo Juan Manuel muchacho, riñó con un tío de su pueblo, el tío Freilón, y le pegó un puñetazo en la cara que le saltó tres dientes. Antes de comenzar la guerra andaba escapado por sospechoso; cuando volvió a su pueblo se metió en casa de don Diego Gibaja, su enemigo; le cogió el mejor caballo y se lo llevó. Luego, en la guerra, cuando entró en el pueblo, fusiló a muchos de sus amigos porque no eran carlistas; les mató las mulas, los caballos y hasta los gatos, y les quemó las casas.
—Pero eso no es un hombre, sino una fiera, un animal salvaje —dijo Alvarito.
—Pues así era él —replicó el arriero—. Cuando entró en Fuentecén vio impasible cómo fusilaban a un amigo con quien antes de echarse al monte jugaba al tresillo; cómo mataron a un mozo que había estado de criado suyo y cómo violaron a una muchacha, amiga de su familia, y luego la mataron de un culatazo en la cabeza.
—Allí ya se sabía cuál era la cansina —dijo un aldeano—: afusilar a todo Cristo.
—Era un tío muy bragado —añadió un viejo.
—Sí; pero a pesar de todo —dijo Castrillo, el farmacéutico—, cuando vino el Manco, don Saturnino…
—Otro que tal baila, que ha sido traidor a todos —saltó uno con aire de labrador.
—Bien, eso no tiene nada que ver; pero don Saturnino el Manco le dio una paliza a Balmaseda en Campisábalos, que lo dejó turulato y por poco no le coge, y eso que llevaba menos gente que el otro.
Los carlistas no hicieron mucho caso de las palabras del farmacéutico.
—Juan Manuel es un hombre que no puede resistir la contradicción —indicó un aperador carlista.
—Entonces, ¿cómo obedecía a Merino? —preguntó el relojero suizo.
—Merino le tenía miedo.
—Merino ha sido siempre un pastelero —dijo el farmacéutico liberal—; con toda su apariencia de hombre terrible e intransigente, se ha acomodado a todo.
—Con Balmaseda estaba de acuerdo por su crueldad —replicó el suizo.
—¿Y qué hace Balmaseda ahora? —preguntó uno.
—Pues dicen que se va a Rusia.
Alvarito, indignado, oyendo aquellas fechorías de Balmaseda, pensaba que no podía nadie enorgullecerse de ser carlista, de ser español, ni aun siquiera de ser hombre.
Sin embargo, era necesario reconocer que a la mayoría de las personas que iba viendo en España les parecía mal la crueldad de la guerra, la gente no tenía instintos tan fieros, y todos se daban cuenta de la barbarie de los cabecillas.
¿Cómo, sin embargo, habían ocurrido crueldades de aquella clase hacía tan pocos años?
El tiempo transcurrido no era bastante para que los españoles cambiaran de sentimientos. ¿Es que la gente, en tiempo de guerra, es distinta a la que vive en tiempo de paz?, se preguntó Álvaro. ¿Es que hay dos clases de gentes? Sería difícil averiguarlo. Todo país es, indudablemente, un enigma, porque cada hombre lo es también. Quizá la Naturaleza hace emisiones de locos y emisiones de cuerdos, como el Estado fabrica billetes de Banco de distintas clases o monedas de distinto cuño, que luego se recogen o se pierden. Tales alternativas de brutalidad y de dulzura quizá sean de influencia cósmica, como los periodos glaciares en las épocas prehistóricas.
Al retirarse del café para ir a la posada, el señor Blas le dijo a Alvarito:
—Un consejo. Cuando llegue usted a un pueblo que no conozca, no haga comentarios. Oír, ver y callar. Aquí no importa que se haya corrido usted un tantico de la lengua, porque este pueblo es ya grande; hay gente de un partido y de otro, y, además, a mí me conocen; pero en otro lado, chitón.