I

UN DOMINGO DE CARNAVAL EN VITORIA

EL mayoral iba gritando:

—¡Coronela! ¡Coronela!… ¡Ya, ya!…

La diligencia, con su cochero y sus zagales, marchaba por las llanuras de Álava, arrastrada por siete mulas, con sus cascabeles correspondientes. Alvarito contemplaba desde la ventanilla la tierra alavesa, con sus montañas grises y redondas y sus valles anchos, con su aire hidalguesco y guerrero. Aquellas explanadas le parecían un escenario natural para batallas. Al contemplar el país pensaba si en esta cañada o en aquel barranco habría tropas en acecho.

Así como Álava es tierra clásica para la guerra de batallas campales, la Navarra de la montaña es más para la guerrilla, para el corso, y Guipúzcoa para la partida.

La diligencia marchaba llena de bote en bote.

Aquello podía considerarse como la Caja de Pandora o el Arca de Noé. Había una mujer con un gato en una cesta, un cazador con dos perros, una niña con un canario, un aldeano con hortalizas, una señora con un tiesto, dos frailes que, según dijeron, vivían en comunidad privada, a pesar de que legalmente no existían ya en España conventos; un cura y otras varias gentes de tipo y de carácter mal definido. Los hombres, como si se hubieran puesto de acuerdo, tosían, fumaban y escupían.

Alvarito estaba cansado, rendido ya del viaje.

—En Vitoria voy a bajar —pensó.

No tenía mucho interés por Vitoria. Ya conocía en parte el País Vasco. Ansiaba conocer Castilla, la tierra suya y la tierra de sus ascendientes.

Su billete servía hasta Vitoria, y decidió quedarse allí.

Por consejo del empleado de la diligencia, no sacó de la estación de parada todo su equipaje, sino un maletín pequeño.

Le chocó la serie de dificultades que le puso la policía para entrar en la ciudad; pero con paciencia y algunas pequeñas propinas salió del paso.

Fue a hospedarse a la fonda Nueva. Se lavó, se arregló un poco y después salió a la calle.

Era domingo de Carnaval. Hacía un tiempo espléndido y había máscaras. La gente, después de los años tristes de la guerra, sentía, sin duda, ganas de divertirse.

En el paseo de la Florida, después de misa mayor, paseaban muchas chicas bonitas, de aire vivo y decidido, tocadas con mantillas negras; había máscaras elegantes y zarrapastrosas, jóvenes peripuestos y oficiales muy petulantes.

Por la tarde, el paseo estuvo más animado, y Alvarito se divirtió de lo lindo, cruzando las miradas con las chicas guapas, viendo a la cocinera disfrazada de hombre con sus poderosas caderas, contemplando las zanganadas del oso que se tiraba al suelo o del hombre del alhiguí.

Al anochecer, antes de sonar el Ángelus, en esa hora dionisiaca del crepúsculo de Carnaval, Alvarito marchaba trastornado detrás de una modista vitoriana que le magnetizaba con sus miradas.

Hubiese podido, si hubiera sabido alemán, recordar las estrofas que el poeta revolucionario Julius Petrus Guzenhausen, de Aschaffenburg, escribió en un ejemplar de La nave de los locos, que guardaba Chipiteguy, y que decían así:

¡Carnaval! ¡Carnaval! Eres de las pocas cosas trascendentales legadas por el pasado. Junto a ti, las fiestas religiosas, las académicas y las patrióticas no son más que pobres farsas insubstanciales. El sacerdote revestido con sus hábitos, el académico con su frac, el militar con su uniforme, el diplomático con su espadín, parecen más serios que las máscaras con su careta, y no lo son, no lo han sido nunca.

¡Carnaval! ¡Carnaval! Eres antiguo como el hombre. Tus raíces se hunden en la animalidad del troglodita ardiente y fiero, llegan al rojo gorila o al moreno chimpancé. Cuando el simiandro vivía en la selva había ya organizado tu culto: se disfrazaba unas veces de animal y otras de hombre. Lo tienes todo: la risa, el arte, el disimulo, el miedo, lo inseguro, la inquietud, la perfidia humana, los sentimientos ancestrales…

¡Carnaval! ¡Carnaval! Los imbéciles, cada vez en mayor número, te odian; los pedantes abominan de tus fiestas. Creen que en ellas hay un bajo histrionismo cuando en ti es todo Naturaleza.

¡Carnaval! ¡Carnaval! Los pintados y los teñidos y los encorsetados, los graves puritanos y los sesudos moralistas temen tus gritos y tus actitudes pánicas. Tus farsas desenmascaran las farsas solemnes que ellos quieren conservar; tus risas descomponen la seriedad estólida del funcionario lógico y petulante.

¡Carnaval! ¡Carnaval! A tu lado, las religiones y sus templos son de ayer, la academias son de ayer, los títulos son de ayer, la ciencia y el arte son de ayer, y en cambio, tú en una forma o en otra, eres eterno.

En el momento de más entusiasmo y de más excitación en que Alvarito comenzaba a sentirse dionisiaco y elocuente, casi tanto como Julius Petrus Guzenhausen, de Aschaffenburg, sonaron las campanas de la queda, los alguaciles obligaron a quitar la careta a todos y la fiesta se acabó tristemente.

Alvarito se fue a la fonda, cenó, y como no tenía ganas de acostarse, decidió ir al teatro. Representaban Treinta años, o la vida de un jugador, melodrama truculento y lacrimoso, traducido del francés, no muy propio de un Domingo de Carnaval. La sala estaba elegante y vistosa, muy bien iluminada con candilejas y quinqués de petróleo.

En los palcos y plateas se lucía la aristocracia del pueblo: chicas bonitas, mamás gruesas llenas de joyas, señores viejos y jóvenes civiles y militares.

Tocó la orquesta y comenzó la función.

Al melodrama, terrible y de sentimentalismo absurdo y enfático, la manera de representarlo le hacia más grotesco. El jugador, héroe del melodrama, hombre bajito, disimulaba la pequeñez de su estatura con zapatos de tacón muy alto; estaba pintarrajeado como una careta, llevaba barba rubia postiza, que le temblaba al hablar con su voz de falsete, y miraba con una insistencia cómica al apuntador. La mujer del primer galán, legítima al parecer, en la realidad y en el drama, embarazada de ocho meses, declamaba lloriqueando con hipo angustioso. El padre del jugador parecía un energúmeno, daba miedo y hacía reír al mismo tiempo, y únicamente el traidor era gracioso y resultaba simpático, a pesar de su maldad melodramática.

Alvarito ya comprendía que el melodrama era malo y que no lo representaban bien; pero le hacía efecto, y muchas veces le daba ganas de llorar. En los palcos veía algunas mujeres que se secaban disimuladamente los ojos con el pañuelo.

En la butaca, al lado de Alvarito, un hombre con aire mixto de ciudadano y de lugareño hizo algunas observaciones muy atinadas y muy sensatas acerca de la comedia y de los cómicos, y Alvarito le dio la razón.

Salió el muchacho del teatro, y, al entrar en la fonda, se encontró con el vecino de la butaca.

—¿Se aloja usted aquí? —le preguntó.

—Sí, señor.

—¿Parece que somos vecinos en el teatro y en la fonda?

—Así parece —contestó Alvarito.

—Bueno, pues adiós. Buenas noches, que duerma usted bien.

—¡Adiós!

Al día siguiente, al levantarse de la cama y al ir a desayunar, se encontró Alvarito de nuevo con el vecino de la butaca. Era hombre ancho, de cara redonda, picada de viruelas, con ojos claros y expresión un poco ruda, de ingenuidad y de franqueza.

Le parecía a Alvarito que aquel tipo mixto de ciudadano y lugareño respiraba lealtad y buena fe.

Charlaron los dos largamente. El vecino dijo que era comerciante en Almazán. Le llamaban el señor Blas el Mantero. En los últimos años realizó un buen negocio de mantas con el ejército, y comerciaba también en lanas. Probablemente aquel sería su último viaje, porque pensaba retirarse.

A la hora de comer se encontraron de nuevo en la mesa Alvarito y el señor Blas. El Mantero produjo al joven Sánchez de Mendoza bastante confianza para contarle su vida, sus amores y sus proyectos.

Al oírlo el señor Blas, dijo a Alvarito:

—Perdone usted, joven, que le haga una observación.

—Usted dirá.

—Creo que lo que piensa usted hacer es algo peligroso. Usted piensa ir a Madrid, de Madrid a Cuenca y de Cuenca a Cañete, ¿no es eso?

—Sí.

—Pues no creo que sea prudente. Hasta Madrid, y quizás hasta Cuenca, no le pasará a usted nada; pero de Cuenca a Cañete puede ser otra cosa. Por la parte de Castilla la Nueva y de la Mancha, por tierras donde ande todavía la guerra, no vaya usted, a no ser que tenga usted algún conocido, y si lo tiene, avísele usted con anticipación.

—¿Cree usted que sea peligroso?

—Sí; la guerra todo lo estropea y lo echa a perder, y para el que no es del país, andar en parajes extraños con guerra es mal negocio.

—¿Usted qué cree que debía hacer?

—Yo le voy a proponer a usted una cosa. Que venga usted conmigo a Almazán, y de Almazán vaya usted a Cañete.

—¡Hombre!

—Si desconfía usted, no venga.

—No; ¿por qué voy a desconfiar? Pero me parece que se pierde mucho tiempo haciendo ese viaje por ahí.

—¡Ah! Si tiene usted prisa, no le digo nada.

—No, prisa no tengo.

—De aquí a Almazán tardaremos una semana. De Almazán a Cañete, por Teruel, puede usted ir en un par de días; pero quizá le pueda acompañar algún conocido de confianza. Yo le ofrezco a usted una mula que tengo libre, usted paga sus gastos y yo los míos. Usted se preguntará, pensando en mí: «¿Qué puede salir ganando este hombre con ir conmigo?». Nada; tener un compañero de viaje amable.

—¡Muchas gracias!

—Ya se sabe lo que dice el refrán: «Compañía de dos, compañía de Dios». Con que piénselo usted. Yo mañana me voy.

—Le agradezco a usted mucho el ofrecimiento.

—Nada, nada. Usted esta noche me dice sí o no, y tan amigos.

—El caso es que traigo equipaje bastante grande, una maleta y un maletín, que no creo que serán fáciles de llevar en un mulo.

—Pues si me quiere usted hacer caso a mí, no lleve usted más que el maletín. Una muda o dos, y basta.

—¿Y qué hago con la maleta?

—La devuelve usted a su casa. Usted no sabe lo molesto que es llevar equipaje; que aquí la aduana, que allí los consumos…, el policía que necesita ver si lleva usted papeles sospechosos. Es un martirio. En cambio, con el maletín va usted mejor, lo puede usted llevar en la mano. ¿Qué se le estropea a usted una cosa? La compra usted en el camino, y adelante.

—Sí, creo que tiene usted razón.

—En fin, usted piénselo.