IV

LAS PREOCUPACIONES DE CHIPITEGUY

EL viejo Chipiteguy iba sintiendo remordimientos de no haber tenido en cuenta el entusiasmo de Alvarito por su nieta, y quería sincerarse con él, repetirle que con Manón hubiera sido desgraciado, porque era ingrata, voluble y olvidadiza.

Álvaro, la mayoría de las veces, no contestaba, pensando en sí mismo y en su vida aniquilada. Comprendía que no había esperanza para él. Quizá hombres de naturaleza más exuberante podían poseer almas más propicias para el entusiasmo amoroso y después de uno vivir con otro; pero él comprendía que toda su fuerza espiritual, toda su capacidad de ilusión, la había puesto en la nieta de Chipiteguy y que ya no volvería a sentir otro entusiasmo parecido.

¿Qué iba a hacer él ya en la vida? No tenía esperanza alguna. Ya no podía aspirar más que a la tranquilidad, al reposo, a vivir sin angustia.

La melancolía ahogaba el resentimiento en Alvarito, la tristeza le impedía tener rencor; no así en el viejo, que, uniendo odio y cariño por Manón, insistentemente se mortificaba y ensanchaba su herida; deseaba hablar de su nieta, tan pronto bien y tan pronto mal.

Cuando Chipiteguy no hablaba de Manón volvía a sus manías, que por momentos iban aumentando.

Decía a cada paso que la gente sospechosa rondaba la casa del Reducto.

Una noche, Alvarito creyó ver a Frechón muy tapado, con gabán y bufanda, en el puente de barcas del Adour y luego en la plaza del Reducto, mirando la casa de Chipiteguy como si la estudiara.

—¿Estás seguro de que era él? —preguntó el viejo cuando contó Álvaro lo que había visto.

—No del todo seguro, porque era de noche. Si otra vez le veo, ¿qué hago? ¿Le denuncio?

—No; aumentaremos la vigilancia.

Chipiteguy mandó poner barras de hierro en puertas y ventanas y dio nuevas instrucciones a Quintín y a Castegnaux.

Unos días después les despertó, por la mañana, un gran alboroto.

—¿Qué hay, qué pasa? —gritó Chipiteguy espantado.

No pasaba nada. Era Abadejo, el loco de la vecindad, que después de reunir todas las latas y botes de conservas encontrados en la calle, y de atarlos con cuerdas, corría, gritando furiosamente, haciéndose la ilusión de que llevaba un tropel de caballos.

Otra vez el susto se lo dieron a Chipiteguy varios chiquillos de la vecindad, que pasaron al anochecer dando aldabonazos en las casas.