III

ROSA, DOLORES Y MANÓN

ALVARITO fue a visitar a Rosa y a madama Lissagaray, y les preguntó por Manón. Le contestaron ellas con indiferencia. Estaba en París, escribía muy poco a su abuelo, y, por lo que se decía, frecuentaba la alta sociedad. ¿Sus señas? No las sabían o no las querían decir.

Si refiriéndose a Manón se mostraron madre e hija indiferentes, en cambio con Álvaro estuvieron muy amables. Todos los arrumacos, todas las amabilidades de Rosa y de su madre no podían conseguir que Alvarito olvidase a la nieta de Chipiteguy.

Rosa se ruborizó con mucha frecuencia al hablar con el muchacho. No parecía sino que había pasado algo entre los dos desde que no se veían.

Dolores llamó la atención a su hermano sobre ello.

—Rosa está muy interesada por ti —le dijo.

Alvarito oyó la observación con indiferencia.

Otros días fue Álvaro a visitar a Rosa y a madama Lissagaray con la esperanza de encontrar noticias de la parisiense.

Dolores intervenía con habilidad impidiendo que se mentara a Manón, y al mismo tiempo intentaba que su hermano tomara actitud más apasionada con Rosa.

Unos días después, Dolores dijo que entre madama Lissagaray y ella habían pensado si Alvarito podría ir de dependiente o de encargado al bazar El Paraíso Terrenal. Álvaro no tenía ocupación en casa de Chipiteguy.

Álvaro contestó que lo consultaría con el trapero. Al viejo le pareció la idea muy bien.

—Trabaja si quieres en el bazar —le dijo—; pero ven a comer y a cenar conmigo. El cuarto seguirá también siendo tuyo en esta casa.

Alvarito estaba encariñado con la casa del Reducto. Le parecía suya, por guardar para él los más bellos recuerdos de su vida.

El despacho de El Paraíso Terrenal, a donde fue a trabajar días después, era mucho más limpio y arreglado que el de Chipiteguy.

Alvarito desconocía la teneduría de libros, pero según madama Lissagaray esto no importaba gran cosa. Ellas necesitaban principalmente un hombre de confianza.

Mientras trabajaba llevando las cuentas en El Paraíso Terrenal, Álvaro soñaba con Manón, su compañera de aventuras. El viaje hecho a través de Navarra tomaba en su imaginación proporciones de algo lejano, admirable y maravilloso. Aquella estancia en Abárzuza, papá Lacour con su mujer, la Prudenschi, Ollarra, el Ratón. ¡Qué tipos!

Muchas veces Rosa le estudiaba con mirada fija, y al verle absorto, dedicado al trabajo maquinal y con el alma ausente, hacía una mueca de tristeza.

Por entonces, Dolores recibió dinero de París. Se lo enviaba, según decía en la carta, una señora española para que pusiera un taller por su cuenta. Alvarito pensó si sería Manón.

Dolores alquiló una tienda pequeña en la calle Mayou, y para adornarla Alvarito pidió a Chipiteguy dos bustos de cera, el de la Española y el de la Dama Bonita, que colocaron, cubiertos de bordados, en el escaparate.

Algún tiempo después, Alvarito, con el corazón destrozado, supo que Manón se iba a casar en París con el vizconde de Saint-Paul.

La andre Mari le dijo que debía olvidar a su sobrina.

—Manón se casa por ser vizcondesa y por figurar. Olvídala.

—No es eso siempre fácil.

—Pues haz un esfuerzo. Manón es una mujer sin sentimientos. Tú debías casarte con Rosa.

El viejo Chipiteguy decía lo mismo.

—Tú debías de casarte con Rosita. Álvaro le oía siempre con tristeza.

En su pequeño círculo, todo el mundo iba viviendo bien y mejorando un poco, menos Chipiteguy y Alvarito, los dos unidos por su entusiasmo por Manón.

El viejo, a fuerza de cariño por su nieta, ni había querido que viniera a Bayona antes de su boda, y pensaba satisfecho que brillaba en París, aunque el tenerla lejos le entristecía.

Alvarito se encontraba siempre mal.

Algunas veces que el viejo habló de Manón, él le preguntó:

—¿Dónde está ahora?

—¿Para qué quieres saberlo? Nos ha olvidado, olvidémosle nosotros a ella.

—¿Por qué se queja usted? —le preguntó una vez con rudeza Alvarito—. ¿No ha sido usted mismo el que le ha mandado que no se acuerde de usted y que no le escriba?

—Yo le he recomendado eso, es verdad, porque era su conveniencia —contestó humildemente Chipiteguy—. ¿Pero tú hubieras hecho eso aunque te lo recomendaran? No; yo por su bien he cortado nuestras relaciones para que no le reprochen sus nuevos amigos que es la nieta de un trapero. En ella estaba no seguir el consejo tan al pie de la letra. ¡Qué se va a hacer! Es ingrata. Es dura de corazón.

—Pero usted la llamará alguna vez.

—No, no la llamaré aunque me esté muriendo en mi rincón. No la llamaré. Le he dado todo, pero no quiero nada de ella. Todas son así, Alvarito, igualmente egoístas, vanidosas y volubles. No tienen corazón. Frialdad, orgullo, coquetería, deseo de lucir y triunfar. Nada más. Ha sido para ti una suerte no casarte con ella. Te hubiera hecho desgraciado.

—Triste suerte —pensaba Alvarito.

Una noche soñó que se hallaba en el entresuelo de El Paraíso Terrenal, en la parte del bazar llena de juguetes. Estaba arreglando las muñecas con sus ojos azules, metidas muy alegres en sus ataúdes de cartón; los polichinelas, con sus trajes multicolores y sus platillos; los conejos blancos, que tocan el tambor; los caballos fogosos, con sus crines de estopa y sus ojos brillantes; los soldados de plomo y las arcas de Noé, cuando de pronto un barco de marfil que colgaba del techo se movió y comenzó a navegar por el aire. En el barco iban unas muñequitas de porcelana, muy bonitas y adornadas: Manón, Rosa, Morguy y su hermana. Todas, al pasar, le saludaban amablemente; pero en una de las vueltas, al deslizarse el barco por delante de sus ojos, Manón había desaparecido. ¿Dónde estaba? ¿Dónde se había ocultado? Entonces a él no se le ocurría más que recitar el romance del marqués de Mantua:

¿Dónde estás, señora mía,

que no te duele mi mal?

O no lo sabes, señora,

o eres falsa o desleal.