FANTASÍAS
UNA enfermedad es como el viaje hecho por un mar de dolor, de angustia y de melancolía, con islas extrañas, canales misteriosos y acantilados cortados a pico. Un dolor se parece a veces a la nube ensombrecedora del horizonte; otro, al escollo peligroso por delante del cual se ha de pasar.
La enfermedad es también Nave de los Locos, con tripulaciones de sombras gesticulantes y disparatadas; es un carnaval del cerebro con bacanales furiosas y fantásticas zarabandas.
Cuando el espíritu pierde sus frenos, los colores, los sonidos y los dolores se convierten unos en otros, una punzada se trasforma en imagen luminosa y desagradable, la pulsación de una arteria en rumor de cataratas o en molino donde se muelen piedras sin ningún objeto.
¡Cuántas veces, al cerrar los ojos, a Alvarito se le convertía la retina en extraño calidoscopio! ¡Cuántas veces le vino a la imaginación el río oscuro de Bayona y se sintió arrastrado por la corriente y envuelto en sus aguas negras y sombrías!
En ocasiones pensaba encontrarse en estado de lucidez extraordinaria, consecuencia única de la fiebre, y creía resolver y comprender muchas cosas hasta entonces para él completamente oscuras.
Una porción de sueños sombríos y espantosos le sobrecogieron en aquella temporada. Algunos de estos sueños se confundieron, se esfumaron y llegaron a borrarse; otros, no; quedaron grabados fuertemente en su espíritu, como la huella de un buril en el metal.
Uno de los sueños, sobre todo, tardó mucho tiempo en olvidarlo. En este sueño se encontraba preso en un calabozo inmundo, con hombres horribles y famélicos, astrosos, tristes y amarillos, como figuras de cera.
De pronto comprendía la posibilidad de escapar, y por una aspillera estrecha, metiendo el cuerpo con grandes dificultades y apuros, salía al glacis de la muralla y echaba a correr por un foso lleno de agua negra y fangosa.
Atravesaba arcos, galerías, corredores; miraba desde el parapeto de una torre parecida a la de la iglesia de Belascoain y salía por una poterna estrecha a un pueblo misterioso, de calles angostas análogo a las del barrio de Bayona.
Marchaba por una calle igual a la de los Vascos, pero muy distinta en detalles, cuando de pronto veía a un hombre dentro de una tienda, un hombre gris, con gabán gris y anteojos.
¿Era el Voceador del crimen de las figuras de cera o el señor Silhouette? No lo sabía, y se empeñaba en averiguarlo. Debía de ser el señor Silhouette, porque en la tienda, y siguiendo las prácticas de su oficio de empresario de pompas fúnebres, tomaba las medidas de unos muertos colocados simétricamente sobre una mesa y veía si coincidían con las de unos ataúdes.
El hombre del pelo gris, gabán gris, y anteojos, salía a la calle, y al ver a Alvarito manifestaba una gran repulsión e intentaba alejarse, escabullirse de su lado. Álvaro marchaba detrás de él con una rabia de sabueso de policía, irritado por producir tanto desprecio.
El hombre del gabán gris corría mucho, y cuando llevaba gran delantera, se paraba y espiaba desde una esquina. Álvaro iba decidido, con cólera, hacia él, y el hombre, entonces, le volvía la espalda y marchaba de prisa con un movimiento burlón e insultante.
Por fin, aquella figura gris entraba sin ruido en una casa negra.
Esta casa Alvarito la conocía muy bien, aunque no recordaba su nombre. Parecía la casa del Reducto; pero se diferenciaba de ella en ser más alta, más sombría y tener muchas más ventanas.
El hombre misterioso comenzaba a subir una escalera. Alvarito iba detrás. Eran unas escaleras interminables. Alvarito conocía muchísimo estas escaleras. No había visto otra cosa. Estaban llenas de puertas y se abrían en lucernas pálidas que parecían ojos. Se llegaba a un rellano y venía otro, y después otros…
De pronto, el hombre gris se detenía en un descansillo, abría una mampara verde con un óvalo de cristal, que daba a una sala con unas cortinas, unos espejos y una alfombra. En la sala misteriosa, un señor melancólico, de negro, con una carta en la mano, la metía rápidamente en una carpeta.
El hombre gris abría otra puerta; Álvaro le seguía y se encontraba con otro señor que repetía la misma operación: cogía una carta de encima de la mesa y la guardaba con cuidado.
Por último, el hombre gris abría una tercera puerta y por ella se veía un campo con un río, y luego al joven Ollarra, que caía desde lo alto de una tapia y se rompía en pedazos en el suelo.
La indignación de Alvarito al ver estas fantasías iba en aumento. Dispuesto a aplastar al hombre gris, se lanzaba sobre él y le cogía, y al agarrarle se encontraba con sorpresa que no tenía más que ropa.
Desesperado, le entraban ganas de llorar, y entonces veía al Voceador con su traje gris, parecido al señor Silhouette, y a todas las figuras de cera alineadas en el almacén de Chipiteguy.
Alvarito sintió intenso deseo de tirarlas al suelo y de patearlas; pero notó que alguien le sujetaba los brazos y se despertó bañado en sudor.