LA CÁRCEL
AL llegar a Pamplona, Alvarito y Manón marcharon cada uno por su lado y se separaron con lágrimas en los ojos. Desde el fusilamiento de Ollarra, Manón estaba quebrantada y tenía tendencia a llorar. Manón se hospedó en una fonda de la plaza del Castillo.
A Alvarito, por primera providencia, lo metieron en una cuadra o calabozo inmundo de la Ciudadela. Tenía como compañeros varios carlistas aldeanos, y entre ellos un hombre sombrío, torvo, que parecía vivir en un sueño triste, hipocondriaco y amargo. Su risa sardónica cuadraba bien con su figura de cuervo, melancólica y siniestra.
Otro de los prisioneros, loco, pasaba el tiempo bailando, riendo y cantando.
—¿No hace daño este hombre? —preguntó Alvarito.
—A veces se echa sobre alguno de nosotros, y hay que separarle a puntapiés —contestó el misántropo.
La especialidad del loco consistía en cantar la letra que los soldados habían puesto a los toques de corneta, parecida a los monstruos que los libretistas ponen a la música de las canciones antes de las palabras definitivas.
Sonaba un toque, y enseguida el loco gritaba: «Para ti, para ti las patatas».
Cuando pasaba la guardia, el loco, llevando con el cuerpo el compás, solía cantar: «Rancho patancho de la catedral, el señor obispo no nos quiere dar».
Al cabo de algún tiempo se oía otro son, y el loco entonaba:«No comerás cordero, no, no, no, no. No comerás cordero, no, no, no, no».
El repertorio no era bastante divertido para amenizar las horas de la prisión. Aquel calabozo oscuro y siniestro de la Ciudadela, con el demente, era también un buen escenario para otra estampa de La nave de los locos.
A primera hora de la noche llevaron a la cuadra el rancho y tuvieron que prepararse para dormir. A Alvarito le entregaron un colchón viejo y se tendió en él en un rincón.
Al despertarse sintió que le picaba todo el cuerpo.
—¿Qué demonio tiene uno aquí? No hace uno más que rascarse —se preguntó en voz alta.
—Son los piojos —dijo el misántropo—. A eso también se acostumbra uno —añadió con terrible filosofía.
Aquello achicó la moral de Alvarito, y pensó en la vida horrible que le esperaba en la mazmorra. Por fortuna para él, el encierro no fue muy largo.
Al mediodía, a Alvarito le sacaron de la cuadra y le llevaron a declarar. Le acusaron de ser confidente de los carlistas.
Un comandante comenzó a interrogar al muchacho; cuando Álvaro respondía, el oficial hablaba con un sargento de asuntos del servicio y no se enteraba de cuanto decía Alvarito.
Álvaro explicó por qué había entrado en España desde Bayona. Pudo comprobar, con cierta sorpresa, que su padre era desconocido como carlista, pues si no, su apellido hubiera bastado de indicio a su filiación política. Después de declarar le metieron en la cuadra otra vez. Alvarito, horrorizado, pensaba en la noche que le esperaba, cuando le sacaron de nuevo del calabozo, y se encontró con Manón, una señora y el teniente Robles, uno de los oficiales de Belascoain.
Manón había conseguido que a Álvaro le llevaran a un pabellón, donde viviría con la familia del sargento guardalmacén.
Le traía ropa nueva para mudarse y agua de colonia; lo mejor que le podía traer después de aquella noche horrible en el calabozo.
Al despedirse, Manón, triste y pensativa, dijo afectuosamente:
—¡Adiós, hasta mañana! Mañana vendré sin falta.
Alvarito fue a la fuente a lavarse, y después a mudarse; la sospecha de mantener en el cuerpo aquella población parásita, cogida en la cuadra, le duró mucho tiempo.
El segundo día de arresto y los siguientes fueron muy alegres para Alvarito. Le permitían pasear por la ciudadela, y, sobre todo, esperaba y pensaba en Manón. Llegaba ella, y hablaban largo tiempo. Su melancolía hacía a la muchacha más amable y encantadora. Manón había mandado un propio a Bayona, y aguardaba la contestación.
Una semana después, Manón se presentó en la Ciudadela con la andre Mari. Traía buenas noticias de Chipiteguy; Gabriela la Roncalesa lo había encontrado en Urdax, y en un mulo le condujo al Roncal, porque la frontera estaba, por el lado de Urdax, muy vigilada. Chipiteguy volvería pronto a su casa.
—¿Ahora irás a Bayona? —preguntó Álvaro a Manón.
—Sí; tú también saldrás pronto de aquí —dijo ella.
—Sí; creo que sí.
—Ya es hora de que todos volvamos a nuestra vida normal —añadió la andre Mari.
Alvarito se despidió de la andre Mari y de Manón. Ella le ofreció la mejilla, y él la besó conmovido. Alvarito quedó triste, esperando con ansia la primera carta. Paseaba melancólico por la plaza de la Ciudadela, se acercaba a los baluartes y miraba al cielo con angustia creciente.
Cuando pasó una semana y no recibió carta, Alvarito se desesperó.
Mientras vivía inquieto y desesperado, alguien le miraba con placer, alguien que se consideraba gravemente ofendido por él.
Había un muchacho joven en la Ciudadela, hijo del carcelero, con muy mala sangre, que siempre buscaba la manera de molestar a los prisioneros carlistas. Le llamaban Visera o Viserita.
Viserita era hijo de un sargento que hizo la campaña de Alaix contra Gómez. Alaix, años antes, había sido capitán general en Pamplona. Como al general Alaix los soldados le apodaban Visera, al sargento, que constantemente hablaba de él, le llamaron también así, y lo mismo a su hijo, aunque a este más frecuentemente le decían Viserita.
Una de las vejaciones habituales de Viserita consistía en entrar en los calabozos de los carlistas entonando el Himno de Riego o algún otro cántico odiado por ellos. Viserita tuteaba a los oficiales carlistas, aunque fueran viejos, y si alguno se molestaba, le amenazaba con denunciarle.
Según decían, Viserita guardaba las cartas de los presos de la Ciudadela; las leía y se divertía después dando bromas a los interesados sobre lo que les escribían sus mujeres o sus madres.
Alvarito había provocado la envidia del hijo del carcelero hablando en francés con Manón, y después, no haciéndole suficiente caso, y Viserita se vengó.
Las cartas que vinieron de Francia para Alvarito no llegaron a su poder. Ponían el nombre y debajo Ciudadela, Pamplona. Viserita, con malicia, borraba Pamplona y ponía Menorca, y la carta marchaba hacia el Mediterráneo.
El no recibir cartas de Manón puso a Alvarito en un estado de inquietud tal, que cayó enfermo.
Los dos oficiales conocidos en Belascoain estuvieron a verle.
Poco después, el juez militar ordenó la libertad, y el capitán Centurión y el teniente Robles se lo llevaron a su casa de huéspedes.
Alvarito hizo un esfuerzo, y escribió una carta a su hermana, pidiéndole noticias de Manón y diciéndole fuera a verla.
Luego cayó en cama febril y su conciencia se perdió en el delirio.