PRISIONEROS
A los dos días se organizó el convoy para marchar a Pamplona. Se hizo todo con espantosa confusión. Nadie sabía su cometido, ni por dónde ir, y las órdenes contradictorias se repetían.
Los dos oficiales, el capitán Centurión y el teniente Robles, dispusieron que Manón marchase en un carro con dos Hermanas de la Caridad. Podía viajar así bastante cómodamente. Manón pretendió que Álvaro subiera también al carro, pero no se lo permitieron.
Se formó una gran fila de carretas: prisioneros, ganados, caballos, y se puso el convoy pesadamente en movimiento. Manón intimó con las monjas, una valenciana y otra malagueña; se ganó sus simpatías y consiguió que Álvaro pudiese descansar de la caminata, sentándose a veces en el carro.
Como, al parecer, entre Ciriza, Echauri e Ibero aparecían grandes núcleos carlistas, decidieron los cristinos llevar los heridos y prisioneros a Pamplona por Puente la Reina, retrocediendo algo en el camino.
Alvarito tuvo que caminar a pie en un grupo de carlistas, vigilado por soldados. Con la recomendación de los oficiales, le permitían acercarse al carro de Manón.
—¿Vas bien? ¿Tienes calor? ¿Tienes sed? —preguntaba. Manón contestaba:
—Todo va perfectamente. Siéntate un poco.
Para no escandalizar a las monjitas, le recomendaba que se colocara junto al carretero. Álvaro entabló conversación con este. Por la conversación del soldado conductor del carro, pudo comprender que para él las batallas o las acciones no tenían gran importancia. Lo principal consistía en trasladar aquella impedimenta pesada: los carros cargados con patatas, habichuelas, heno y paja. Algunos carros iban llenos de heridos.
En el camino, al principio, se vieron muertos sin enterrar y el cuerpo de un merodeador, ahorcado, en la rama de un árbol, por los liberales. Era una visión de Danza Macabra.
El carretero mostró las bandadas de cuervos que revoleteaban en derredor.
—¿Sabe usted lo que esperan? —le preguntó a Álvaro.
—No.
—Pues, esperan que alguno de los heridos muera y lo entierren con poca tierra para caer sobre él.
Los soldados, al marchar, entonaban canciones liberales, alternando con el Himno de Riego. Una de las que cantaron era esta:
De las diez ciudades de Navarra bella,
Tudela y Corella el ejemplo dan.
De aquí pasaban al himno que llamaban de Valladolid:
A la lid, a la lid, nacionales valientes.
También se cantó la tonada semigrotesca, que decía así:
Antiguamente, a los chiquillos
se les vestía de monaguillos;
pero ahora, los liberales
a todos visten de nacionales.
¡Alegría, ciudadanos!
¡Viva la Constitución!,
que los tiranos que nos mandaban,
ya no nos mandan, no, no, no.
No parecía que para los soldados ocurriera nada grave ni serio.
Álvaro, al ver este largo convoy, con sus furgones, sus ganados, sus prisioneros y la tropa, pensó también en las estampas de La nave de los locos. Así estaban representados en aquellos viejos grabados los hombres y las mujeres, en sus carros toscos, tirados por caballos percherones, que iban al país de la locura.
Así marchaban ellos, aunque no al país de la locura, porque ya estaban en él, a un destino desconocido, presenciando a cada paso escenas dignas de una Danza Macabra y de una Nave de los Locos.
Comieron en medio del camino, y por la noche, al llegar a Puente la Reina, llevaron a los carlistas, entre ellos a Alvarito, a dormir a la iglesia. A los prisioneros carlistas harapientos no faltó quien les cantara la canción del Requeté:
Vamos andando; tápate,
que se te ve el Requeté.
El sacristán, compadecido, probablemente carlista, proporcionó a los prisioneros algunas alfombras, sobrepellices y capas de los curas, para emplearlas como almohadas.
Al ir a dormir Alvarito, se le acercó Ollarra a proponerle la fuga.
—Pero ¿y la muchacha? ¿Manón?
—Dejarla.
—Yo no la puedo dejar —replicó Alvarito—. Además, ¿para qué nos vamos a escapar? Nos van a llevar a Pamplona, y allí nos pondrán en libertad.
—Yo no quiero estar con estos militares ni un momento —aseguró Ollarra con aire sombrío—; ni con los unos ni con los otros.
Alvarito se encogió de hombros.
Durmieron en el suelo, y al día siguiente, por la mañana, les sacaron a todos de la iglesia. Alvarito fue a ver a Manón. Había dormido en el carro muy bien.
Se formó otra vez la comitiva, se agregaron nuevos prisioneros y más carros, y comenzaron a marchar todos camino de Pamplona.
Al llegar cerca de Legarda, hacia la sierra del Perdón, se hizo alto, y poco después corrió la voz de que cuatro prisioneros se habían escapado, entre ellos Ollarra.
Alvarito lo sintió mucho, porque no conociendo el país, era muy difícil que Ollarra pudiera escapar.
Salieron a perseguir a los fugitivos varios pelotones de caballería, y a las pocas horas los traían atados.
Traían tres de los fugitivos: Ollarra; un tipo de vagabundo hirsuto, peregrino o ermitaño, a juzgar por su balandrán pardo, lleno de cruces y medallas, y el sombrero grande, con una concha, y un soldado carlista, flaco, moreno y mal encarado. El cuarto, sin duda, había conseguido escabullirse entre los carrascales.
A los tres presos los iban a juzgar en consejo de guerra. Al parecer, los tres se habían resistido y herido gravemente a un soldado.
Ollarra, además, para empeorar su situación, al llevarlo delante de los oficiales, le quisieron registrar; no lo permitió, y pegó un puñetazo al teniente en el morrión y se lo tiró al suelo.
En el consejo de guerra sumarísimo condenaron a los tres fugitivos a ser fusilados al amanecer.
Cuando Alvarito se lo dijo a Manón, esta quiso hablar con los oficiales conocidos y con el jefe de la columna, viejo malhumorado, que ni siquiera la recibió.
—Vete a verle —dijo Manón a Alvarito, con voz llena de sollozos.
Alvarito pretendió ver a Ollarra; pero le dijeron que dormía sobre la paja de un calabozo tranquilamente.
La noche fue horrible para Alvarito y Manón. Al amanecer sacaron a los tres presos y los llevaron escoltados hasta un corral, próximo al pueblo.
Era un día precioso, de sol claro y alegre; una mañana espléndida.
Al formar el cuadro, Ollarra reía con inconsciencia extraña; el ermitaño, de mal aspecto, conservaba un aire amenazador y sombrío; el soldado carlista, sostenido por un cura, marchaba cayéndose.
Ollarra estaba tranquilo; saludó, como si no pasara nada, a Alvarito y a Manón, y se puso donde le dijeron, delante de una tapia, silbando y mirando al cielo.
El ermitaño era un tipo repugnante, chato, con barbas negras, espesas, el labio belfo y los dientes puntiagudos.
Estaba atontado.
Al ermitaño le mandaron acercarse a Ollarra, y lo hizo con su aire siniestro; el soldado carlista tuvo que apoyarse sobre la tapia, desfallecido.
Comenzó a tocar un tambor, y un pelotón de doce hombres, con un oficial, se destacó de la tropa, y, al paso, se colocó delante de los presos.
Entonces Ollarra empezó a cantar su canción absurda:
Six sous costaren,
six sous costaren les esclós.
Había, sin duda, en su canción, desprecio y burla. Como los antiguos cántabros en la cruz, el muchacho desafiaba la muerte con su actitud orgullosa. Alvarito sintió frío en todo el cuerpo.
—¡Es un valiente! —dijo uno de los soldados, riendo.
—¡Lástima! Guapo mozo —murmuró otro.
El pelotón se colocó a cinco o seis pasos.
—¡Apunten! —gritó el teniente.
Luego levantó la espada, y al bajarla disparó todo el pelotón. Ollarra cayó como herido por un rayo. Alvarito dio un salto; le pareció que estallaba una mina a sus pies.
El carlista, que se había acercado a la tapia, quedó un momento en pie, y un sargento le remató de un tiro en la sien.
Manón sollozó y bajó el rostro, rendido por el dolor, y lo levantó bañado en lágrimas.
Luego desfiló la media compañía, tocando el tambor, por delante de los tres cadáveres.
—Le recogeremos para enterrarlo —dijo Manón.
Cuando quisieron acercarse al lugar del fusilamiento, unos cuantos merodeadores se habían echado sobre los muertos a quitarles la ropa, y alguien ordenó llevar los cadáveres lejos y enterrarlos.
El perro de Ollarra, Chorua, no aparecía; probablemente le habrían matado también.