BELASCOAIN
LAS gestiones hechas por papá Lacour y por el posadero de Estella para averiguar el paradero de Martín Trampa no dieron resultado Se dijo que el tratante había estado en Belascoain y que quizá después marchara a Almándoz, su pueblo natal.
Alvarito y Manón decidieron ir a Pamplona, pasando por Belascoain.
El día de la marcha, papá Lacour les obsequió con una cena espléndida en su casa, y a la mañana siguiente, el capitán francés y su mujer besaron a Manón y estrecharon efusivamente la mano a Alvarito.
Lacour indicó a Álvaro que si iban a Belascoain preguntaran por el capitán Zalla, que era amigo suyo. La mujer de Lacour recomendó a Manón que llevara por si acaso un paquete con ropa femenina, y le dio una falda y un corpiño. Ella, por lo que dijo, se había visto obligada a pasar entre tropas disfrazada de hombre, y en momentos de peligro le convino el poder cambiar rápidamente de indumentaria. Alvarito pensó que estos disfraces los usaría la Dominica en la época en la cual no tuviese la corpulencia de entonces.
Salieron de Abárzuza con buen tiempo; pero al medio día se nubló y empezó a llover. Iban atraversando el valle de Guesalaz. En el camino, al comenzar la tarde, se perdieron, y como llovía mucho se refugiaron en una casa abandonada y medio derruida y esperaron a que pasara el chubasco.
Al ponerse de nuevo en marcha, un escuadrón de caballería cristina cruzó al galope por delante de ellos. Los caballos de Álvaro, Manón y Ollarra, asustados echaron a correr en distinta dirección por el campo y fue imposible darles alcance. Ollarra quería no parar hasta cogerlos, pero anochecía y pensaron dejarlos abandonados.
Iban desorientados, mojados por la lluvia, cuando toparon con un campesino que alumbraba con un farol el sendero entre las matas y las piedras.
—¿Vamos bien a Belascoain? —le preguntó Alvarito.
—Sí; yo también voy allá.
El campesino les preguntó a qué iban y se lo dijeron; luego añadió por su cuenta:
—Yo tengo un chico enfermo, y voy a ver si encuentro algún médico, aunque sea médico militar, para que lo vea; en nuestra aldea no hay más que un cirujano, y ese está ahora fuera del pueblo. Me han dicho que andan por aquí los liberales y los carlistas a tiros estos días; pero aunque anduvieran demonios, no dejaría a mi chico sin que le viera el médico.
Los tres compañeros de viaje siguieron al campesino del farol, hasta que, al llegar a unos matorrales, vieron avanzar dos sombras.
—¡Alto!
—Estamos quietos —contestó el campesino.
A la luz del farol aparecieron dos carlistas, uno de ellos con el fusil en actitud de apuntar.
Explicó el campesino el objetivo de su viaje; dijo Alvarito el suyo, y, después de enseñar los documentos y demostrar que no llevaban armas, los dejaron pasar.
Llegaron a Belascoain, y fueron recibidos por una patrulla, que les contempló con asombro. Preguntaron por la posada, y entraron en ella. La posadera, una mujer joven, les recibió estupefacta y al mismo tiempo malhumorada.
—¡A buen tiempo llegan ustedes! —les dijo—. ¿Para qué vienen ustedes aquí?
Manón explicó cómo venían desde Abárzuza mojados y cómo se les habían escapado los caballos. La posadera, poco a poco, se humanizó y llegó a sonreír a Manón y a Alvarito. Se sentaron los tres al lado de la lumbre, cenaron y se fueron a acostar. A la mañana siguiente, Alvarito pudo notar que su catarro había empeorado con la mojadura del día anterior. Salió a recorrer el pueblo, y lo recorrió pronto, apenas contaba con cincuenta casas.
El pueblecillo, con su iglesia de torre baja y cuadrada, se levantaba sobre una pequeña altura a la izquierda del río Arga, cruzado por el puente construido a principios del siglo. En la orilla había una casa de baños; al lado de la iglesia, en la carretera, un atrio cubierto, donde la gente se reunía y paseaba los días de lluvia.
Alvarito vio con sorpresa que los carlistas le miraban con asombro. Preguntó por el capitán Zalla, amigo de Lacour, y tuvo la suerte de dar con él.
—¿A qué ha venido usted aquí? —le preguntó el capitán.
—Pues hemos venido a ver si encontramos a un tal Bertache, tratante de ganado.
Alvarito contó al capitán el secuestro de Chipiteguy y las gestiones que habían hecho para socorrerlo.
—Ese Bertache ya no está en el pueblo —dijo Zalla—. ¿Quiénes han venido ustedes?
—Un muchacho criado, un niño y yo.
—¿Y cómo han pasado?
—Fácilmente; nadie nos ha estorbado el paso.
—¡Pero no es posible!
—Para nosotros no ha habido ninguna dificultad.
—Pues lo deben ustedes sentir.
—¿Por qué?
—Porque no podrán ustedes marcharse.
—Pues, ¿qué pasa?
—Pasa que está sitiado el pueblo. El general León nos va a atacar. Todos los paisanos han de ir a trabajar en nuestras defensas. ¿Usted qué tiene? No parece que se encuentre muy bien.
—No; estoy con un catarro muy fuerte.
—Bueno; pues preséntese usted de mi parte al comandante. Se paseará ahora en el atrio de la iglesia. Le dice usted cómo está de salud, y envía usted a su criado por si hay algo que hacer.
Alvarito contó a Manón y Ollarra lo que ocurría, aunque ellos, por su parte, se habían enterado ya del asedio del pueblo.
Ollarra dijo que él había de encontrar manera de recuperar los caballos para escaparse. Sin duda, estaba cavilando en ello; pero al día siguiente se vio que no sólo no consiguió su objeto, sino que fue arrestado.
Alvarito contó a la posadera cómo Manón era una muchacha francesa, venida de su país para buscar a su abuelo, secuestrado por criminales. Decidieron que Manón se vistiera de mujer. La posadera diría en todas partes que era su sobrina.
Ya tranquilo respecto a esto, Alvarito fue a encontrar al comandante carlista de quien le había hablado el capitán Zalla. Se explicó, intimó algo con él y le acompañó hasta las trincheras. Recorrió a su lado, y con varios oficiales a caballo, la línea de fortificaciones del pueblo, el camino de Puente la Reina, el de Arraiza y las demás entradas. Todas se hallaban bien defendidas, como la casa de baños, la iglesia y el puente sobre el Arga.
Alvarito oyó silbar las balas con relativa serenidad y el comandante carlista le felicitó, dándole palmadas en el hombro.
Al volver a la posada supo el arresto de Ollarra por su carácter díscolo y por negarse a trabajar.
El capitán Zalla dio a Alvarito unos cuantos papeles para copiar en vista de su enfermedad y de que no podía tener otras ocupaciones más penosas.
Alvarito fue al siguiente día a ver al comandante y a presenciar por curiosidad los trabajos de fortificación en diversos puntos. En la iglesia, los carlistas trabajaban de noche para no ofrecer blanco a los cristinos, ya a tiro de fusil. Iban concluyendo un parapeto de piedra en la torre, una muralla en el atrio y las aspilleras en la casa del puente.
Carlistas y cristinos se hablaban y se insultaban desde lejos. Según dijeron a Álvaro, hacía ya cerca de una semana que las tropas cristianas se iban reuniendo al otro lado del río. Habían transportado desde Pamplona la batería de arrastre de la Legión británica y la de montaña de obuses españoles.
Al hacerse de día, los cañones cristinos comenzaban el fuego, y les contestaban los carlistas con los de la torre y los de la casa aspillerada.
El segundo día, Alvarito, con el comandante, esperó a que amaneciera para presenciar el fuego desde la torre.
Durante la noche se veían las luces y las hogueras del campamento de los cristinos. Ya de día, comenzaron los preparativos de las tropas de don Diego León, que iban emplazando las piezas de artillería.
A veces disparaban; el humo salía como una nube de la boca de los cañones. Las granadas sonaban como latas golpeadas, al pasar por el aire, y se aplastaban en las casas con un ruido blando.
Estando Alvarito en la torre, vio aparecer un general carlista a caballo, con sus ayudantes. Sin duda, los cristinos lo advirtieron, porque arreció entonces la lluvia de balas. Los carlistas disparaban desde el parapeto de la torre, tendidos en el suelo.
El general, a poco, se retiró.
Alvarito fue a la posada, y dijo a Manón:
—Creo que podemos estar tranquilos. Los liberales no entrarán en el pueblo.
—Sí; pero si esto dura mucho, no será mejor.
Al día siguiente Álvaro salió a ver al comandante; pero no lo encontró en la iglesia; volvió y pasó el tiempo en casa, hablando con Manón.
El cuarto de esta daba hacia el campo y tenía una solana, y desde ella se veía el río y la formación de las tropas liberales en orden de batalla.
Al amanecer comenzaron los estampidos del cañón, arreciaron los tiros y por la puerta de la solana entraron dos balas, que dieron en la pared.
Alvarito dispuso el poner un colchón colgado como una cortina en la puerta. Así lo hicieron. Al mediodía se oyó gran estrépito de cañonazos y de tiros.
—¿Tienes miedo tú? —preguntó Manón a Alvarito.
—A veces; no siempre.
—Yo no tengo tampoco mucho. ¿Y si nos mataran?
—Si nos mataran, ya no habría cuestión, al menos aquí —contestó Alvarito.
—¿En dónde la habría?
—En el cielo, en el infierno o en el purgatorio.
—¡Ah! ¿Tú crees eso?
—Yo, sí.
—Yo no creo en nada.
—¿No eres cristiana?
—No sé; pero no creo en ninguna de esas cosas.
En esto vino Ollarra, malhumorado, furioso, porque le habían tenido trabajando. Al entrar y ver a Manón vestida de mujer, no quedó extrañado.
—¿Te choca verme así? —preguntó Manón.
—¡Bah! Ya lo sabía —y el muchacho se encogió de hombros, como indicando que a él nada le importaba, y aseguró que iba a echarse a dormir al desván y estarse allí todo el tiempo posible.
Alvarito se preocupaba de Manón más que de sí mismo. A ella le conmovía tal generosidad. Álvaro resultaba leal, valiente y caballeresco. Ollarra, en cambio, no se preocupaba de nada ni de nadie, y, sin embargo, ella le admiraba más. En el portal de la casa prepararon los carlistas una ambulancia, y era para Álvaro muy desagradable y muy triste el oír los lamentos de los heridos.
Alvarito encontró en el piso alto dos observatorios: la ventana de un cuarto y un agujero de la buhardilla por la que se veía el campo. Alternaba uno y otro observatorio.
La ventana daba a una de las entradas del pueblo. Abajo se veía un gran parapeto hecho con piedras, sacos y maderas. Grupos de soldados carlistas se reemplazaban para disparar desde el parapeto; otros en una esquina hacían el rancho. Se les oía hablar; no debían creer que el ataque se fuera a formalizar, ni que los enemigos pensaran recurrir al asalto. Se relevaban de dos en dos horas, y unos venían y otros iban con el fusil al hombro.
Por el agujero de la buhardilla se veía a los cristinos formados y el humo de sus cañones tan pronto aquí como allá. Todo el día sonaron los cañonazos.
Después de cenar, Álvaro se despidió de Manón y se marchó a su cuarto. Abrió la ventana. En la calle, oscuridad y silencio; no se hacían fuego carlistas y liberales; se oía de tarde en tarde el alerta de los centinelas y algún «¿Quién vive?» de las patrullas.
En el cielo, dramático, después de las ráfagas de viento que dominaron por la tarde, habían quedado nubes blancas y fantásticas que iluminaban la luna; a lo lejos aparecían los cerros pelados y cerca los paredones blancos de las casas y las buhardillas.
—¡Bah! No pasará nada —se dijo Alvarito—; no entrarán.
Alvarito durmió profundamente y se despertó ya entrada la mañana con un ruido terrible de cañonazos y de fusilería. Salió de su cuarto, y, al ver a la posadera, exclamó:
—¿Qué pasa?
—¡Que entran los cristinos!
Alvarito corrió a mirar por el boquete de la buhardilla.
El campo estaba inundado de sol, que se derramaba brillante por la tierra; el día, claro, magnífico; los liberales avanzaban corriendo entre el polvo y el humo; con ellos iban hombres a caballo y llegaban a lo lejos sonidos de cornetas.
Alvarito marchó a la ventana del cuarto alto que daba a una de las entradas del pueblo. Era, sin duda, peligroso asomarse allí. Sin embargo, fue perdiendo el miedo y se asomó. Silbaban las balas. Abajo había hombres heridos y alguno muerto; uno se arrastraba echando sangre, a otro le faltaban las fuerzas, y caía un tercero, un oficialito joven, de bigote, escapaba cojeando.
El parapeto de piedras y maderas iba desapareciendo a fuerza de cañonazos; sin duda, los carlistas no se atrevían a recomponerlo; tal era la lluvia de balas que cruzaban entre las dos casas. Algunos carlistas disparaban desde las ventanas. Viéndoles de cerca, como les veía Alvarito, se notaba cómo se estremecían los músculos de su cara por el terror.
En el suelo aumentaba el número de hombres heridos y muertos que no se podían recoger.
Un general carlista, a caballo, seguido de su ayudante, se acercó al parapeto muy pálido y gritó algo; nadie le hizo caso. El oficial ayudante bajó del caballo para dar órdenes, porque se exponía a las balas, que debían silbar alrededor de su cabeza. Luego montó de nuevo; el caballo se encabritó.
A Alvarito le pareció que había sido herido; pero no debió de ser así, porque salió disparado, arrancando con los cascos chispas de las piedras del suelo.
Algunos soldados cristinos se dieron cuenta, sin duda, de la ventana abierta desde donde miraba Alvarito, y de repente la ventana y la contraventana fueron acribilladas a balazos.
Alvarito se retiró y se sentó en el suelo. No supo el tiempo que estuvo así, asustado, pensando en su peligro, en Manón y en los recuerdos de su vida.
De pronto oyó estrépito de puertas y ventanas.
—¡Ya están los cristinos! ¡Ya vienen, ya vienen!
Alvarito, despacio, se asomó de nuevo a la ventana. La casa de enfrente estaba ardiendo. Había caído en ella una granada e incendiado un pajar.
Por la entrada del pueblo llegaban ahora los soldados liberales, gritando, llenos de barro, con la cara negra de pólvora, empujándose unos a otros para pasar de prisa. Se entablaban luchas cuerpo a cuerpo con los que se resistían, que terminaban cosiendo a bayonetazos al enemigo.
Tocaban las campanas; se oían descargas cerradas; trozos de pared y montones de tejas caían a la calle.
Resonaban gritos por todas partes. Sonaban las cornetas. Sin duda era la embriaguez del triunfo.
De pronto, la calle quedó completamente en silencio. Con el silencio comenzaron a oírse en la casa los lamentos de los heridos y luego gran estrépito de pasos en la escalera.
Don Diego León había tomado el pueblo. En la casa reinaba el desorden. El portal se hallaba lleno de heridos, que los sanitarios iban trasladando; el suelo lo manchaban charcos de sangre. Se oían gritos desgarradores. Los cristinos establecieron un hospital en la iglesia y en la casa de baños, y los cirujanos empezaban a cortar piernas y brazos.
Los liberales obligaban a que se abrieran todas las puertas, y estaban registrando las casas.
Alvarito buscó a Manón, y la encontró tranquilamente en la cocina hablando con dos oficiales cristinos, que la galanteaban. Álvaro frunció el ceño al verlo. Manón le presentó como si fuera primo suyo, a los oficiales: uno, el teniente Robles, y el otro, el capitán Centurión. Los dos oficiales, muy petulantes, galleaban mucho, y uno de ellos, el teniente Robles, presumía porque hablaba un poco de francés y podía lucirse con Manón.
Manón, según dijo, en el fragor de la batalla, llevada por la curiosidad y asomada a la solana de la casa, había presenciado la toma del pueblo. Contempló a don Diego León montado en un soberbio caballo inglés, negro, con un magnífico uniforme de húsares azul y blanco, y estaba entusiasmada con él.
—Es nuestro Murat —dijo el oficial que sabía algo de francés.
—Un Murat un poco sordo —replicó el otro.
Manón vio a don Diego, en medio de las balas, saltar a caballo por encima de las troneras de un parapeto y a los soldados cristinos atravesando el río, mientras sonaban cañones y fusiles.
Uno de los oficiales, el capitán Centurión, que se acariciaba el bigote rubio al hablar, contó cómo él, con las tropas de Azpiroz, había atravesado el Arga con el agua hasta el pecho. Una de las granadas de los liberales estalló en aquel momento, derribando la bandera carlista del fuerte en pedazos, lo que hizo prorrumpir en gritos de entusiasmo a los tiradores.
Luego contó con orgullo cómo habían matado a siete u ocho enemigos que les estorbaban el paso.
—¡Qué extraña vanidad esta de matar —pensó Álvaro—; cosa, después de todo, tan fácil!
Relataron más hazañas de sus tropas y de su jefe.
—¿Qué van a hacer con nosotros? —preguntó Álvaro, a quienes las glorias de don Diego León y de sus soldados no interesaban mucho.
—Tendrán ustedes que venir a Pamplona —contestó el teniente Robles—; pero allá no se les detendrá mucho tiempo.
Habría que ir a Pamplona sin más remedio. A Manón, al parecer, no le incomodaba mucho el trasladarse a Pamplona; quizá alguno de los oficialitos que conversaban con ella no le desagradaba. Álvaro recordó el romance del marqués de Mantua que aparece en el Quijote, y lo recitó interiormente:
¿Dónde estás, señora mía, que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora, o eres falsa o desleal.
Y mientras Alvarito se dedicaba a sus reflexiones melancólicas, la música militar de las fuerzas de don Diego León atronaba triunfante en la aldea.