V

PAREJAS DE SOLDADOS

PAPÁ Lacour proporcionó la ocasión de ir a Estella con unos oficiales carlistas. Fue Alvarito solo y estuvo dos días. Preguntó en todas partes por Martin Trampa, y encontró un posadero que le conocía. Este posadero le dijo que el tratante había dicho al marcharse que probablemente volvería a la siguiente semana. El posadero quedó de acuerdo con Álvaro en avisarle a Abárzuza si llegaba Martín.

Sin objeto en Estella, Álvaro volvió a casa de papá Lacour a esperar allí unos días.

Aunque, en general, las visitas de Lacour eran casi siempre de extranjeros, solían ir también oficiales carlistas, algunos casados, o por lo menos enredados con una mujer.

Alvarito y Manón conocieron a varios de estos.

Los oficiales no coincidían en sus opiniones con papá Lacour, por lo cual el francés los despreciaba. Los carlistas creían que el ejército liberal no valía nada. El soldau zaharra (el soldado viejo), que decían con desdén los vascos, era torpe, sin acometividad y sin brío. Los liberales, según ellos, habían ganado algunas batallas por casualidad o por traición.

A Lacour le parecía ridículo denigrar al enemigo cuando el enemigo le pegaba a uno. Hasta entonces, el ejército liberal, salvo excepciones de tropas escogidas, parecía superior al carlista, y precisamente cuando el entusiasmo decrecía entre los carlistas, empezaban a organizarse con regularidad algunos servicios en las tropas de Don Carlos.

Papá Lacour, además de su manía musical, tenía la de la estrategia. Cuando no cantaba, hablaba de estrategia. Sus ideas en arte militar se condensaban en estas frases:

—Nadie ha inventado nada en la guerra. En la guerra todo es posible y todo es imposible.

A pesar de que con la mayoría de los oficiales españoles carlistas papá Lacour no se entendía bien, distinguía por su amistad a algunos.

Uno de ellos era un riojano, subteniente, pequeño, vivo, hombre bastante bruto, alegre, aficionado a jugar, a quien llamaban de mote, por sus ojos brillantes y negros, el Ratón. el Ratón llevaba una pelliza de algún oficial extranjero, de pelos largos, aunque calva en muchas partes. Le bromeaban preguntándole si era aquella su propia piel.

Para el Ratón, los asuntos de la guerra eran perfectamente aburridos y no le interesaban.

—Hay que comer, hay que vivir, y esto lo explica todo. Los liberales, ¡psch! —añadía—, a mí no me han hecho ningún daño.

Y a poco de decir esto, sacaba del bolsillo los naipes e invitaba a echar una partida a cualquier juego, pues todos los dominaba. A pesar de su habilidad, a lo último perdía. Siempre andaba derrotado y tenía la paga empeñada.

El Ratón vivía con una muchacha inglesa, rubia, muy guapa, aunque muy sosa: Betty. Betty había venido a España con su marido, según ella; otros decían con un amante, oficial de la Legión inglesa, mandada por Lacy-Evans. En la batalla de Oriamendi, su amante, o marido, murió a manos de los carlistas. Entonces los de la Legión le obligaron a Betty a tomar otro amante, cirujano del ejército. El cirujano, un metodista riguroso, aburría y fastidiaba tan profundamente a Betty, que la inglesa se alegró de caer prisionera en manos de los carlistas.

Al mismo tiempo que ella, quedaron prisioneros unos cuantos músicos, algunos soldados y tres mujeres. A unos los incorporaron a las filas carlistas, a otros los fusilaron, a los músicos los llevaron a formar parte de una banda y a las mujeres las subastaron entre los oficiales.

El Ratón tenía dinero y le gustaba la inglesa, y se quedó con ella. Los dos hicieron, con el tiempo, muy buenas migas.

—¡Qué bruto eres y qué feo! —decía la inglesa, mirando al Ratón con entusiasmo.

—Pero te gusto a ti, ¡recontra! —gritaba él.

—Es verdad; parece mentira —suspiraba ella.

Vivían en tan buena armonía, que cuando acabara la guerra habían pensado en casarse y establecerse en el campo, porque el Ratón poseía haciendas en Labastida y en San Vicente de la Sonsierra.

Con sus ojos azules, su cabello rubio y su aire distinguido, a Alvarito le pareció la inglesa completamente estúpida.

Otra pareja curiosa era la de un militar austriaco, alto, pálido, muy fino en sus modales, y una guipuzcoana blanca, rubia, alborotada, muy chillona, que había vivido la vida aventurera de la guerra, hoy con uno y mañana con otro. La Prudencia, o Prudenschi, era una mujer nacida para reír; nada tomaba en serio, no le importaba ni le preocupaba nada.

La Prudenschi ceceaba al hablar; pronunciaba algunas palabras con cierta dificultad y reía siempre. De ella se podía decir que su gracia consistía en no tenerla. Así como su amante se mostraba siempre muy atildado y ceremonioso, ella era todo lo contrario.

—Yo soy muy zarpaila —exclamaba en su dialecto donostiarra, con lo que quería decir su afición a lo vulgar, a lo ordinario y a lo chabacano.

Su gracia favorita, muy oída y ramplona, era decir, refiriéndose a su amante:

—Este es barón.

—¿Barón con b o varón con v? —le suelen preguntar.

—Varón con todo —replicaba ella.

Tal simpleza bastaba a la Prudenschi para reír de manera tan escandalosa que a todos contagiaba.

La Prudenschi cantaba y bailaba muy ligera de ropa. Una de sus canciones predilectas era el Ai, ai, mutilla, con esta letra:

Azpeitiko neskatxak kamisan zuloa;

handik ageri zaie labe zomurrua.

Ai, ai, ai, mutilla, labe zomurrua.

(Las chicas de Azpeitia tienen un agujero en la camisa; desde allí se les ve la cucaracha. Ay, ay, muchacho, la cucaracha.)

Al cantar, danzaba moviendo el pecho y las caderas y riendo. A veces, a papá Lacour se le ocurría hacer la pareja con la Prudenschi, bailando el fandango, castañeteando los dedos, y lo hacía con cierta gracia francesa.

—¡Qué viejo loco! —decía Ollarra con algo de risa y admiración.

El amante de la Prudenschi, el austriaco, la contemplaba con el mayor asombro. Ella se crecía y se manifestaba más petulante y más estrepitosa. Entonces el Ratón lanzaba alguna de sus reflexiones de riojano chiquito y duro o sentenciaba algún refrán; como este, por ejemplo:

—La mujer y la gaviota, cuanto más vieja más loca.

—Cállate, tú —gritaba ella—, que eres más bruto que un cerrojo.

—Si vivirías conmigo, ya verías tú cómo yo te domaba —decía el Ratón.

—¿Tú domarme a mí? ¡Ah, ja, ja, ja! A los ratones yo les trato con la zapatilla.

Y la Prudenschi cantaba algo o marcaba una figura coreográfica.

La Prudenschi bailaba también un baile andaluz, especie de tango, que producía gran entusiasmo en los oficiales de la casa de papá Lacour. Su falta de gracia hacía a la guipuzcoana más incitante. Su cuerpo, sin picardía natural, daba a su desvergüenza y a su cinismo aire de juego sin profundidad. Con gran frecuencia, algún oficial, si podía, la daba algún tiento.

—¡Tú, bruto, animal! ¡Tócate las narices! —gritaba ella.

La Prudenschi, a pesar de sus locuras, era mujer de buen corazón.

Su amante tenía un amigo, otro oficial austriaco, a quien le cortaron una pierna y se le gangrenaba el muñón. La Prudenschi le cuidaba y le mimaba, y hasta bailaba en el cuarto del enfermo para entretenerle.

Manón, Alvarito y Ollarra fueron a visitar al amputado; se encontraba muy débil, con la cara como espiritualizada por el dolor. El pobre hombre tenía un silbato para llamar cuando necesitaba algo; pero era tan sufrido, que no llamaba más que cuando no podía menos.

—¿Qué tal, como estás hoy? —le preguntó la Prudenschi.

—Bien, estoy muy bien. La pierna cortada me duele un poco.

Alvarito y Manón hablaron largo rato con el austriaco para distraerle.

Al salir de la casa, Ollarra dijo:

—Este me recuerda al sepulturero de Vera. El sepulturero de Vera era un viejo en cuya casa estuve yo de criado, ayudándole a enterrar y a limpiar las tumbas. Estaba muy enfermo y no tenía fuerza para andar; pero él decía que se encontraba muy bien. «¿Qué tal?», le preguntaban. «Muy bien, muy bonitamente, Ederki», contestaba él. El último día estaba el hombre sobre una tumba, fumando su pipa. «¿Qué tal?», le preguntó el médico. «Muy bien, muy bien», dijo; y no se había alejado el médico veinte pasos cuando el enterrador se había muerto.

La Prudenschi, al oír a Ollarra y al verlo con su perro, sintió gran admiración por él, y hasta parece que le dijo que se quedara allí; pero él rechazó la idea desdeñosamente. Manón presenció la tentativa de conquista de la guipuzcoana y se alegró mucho de la actitud de Ollarra.

Manón se mostraba en casa de papá Lacour petulante, atrevida y llena de animación. El traje de chico la transformaba. La Dominica le arregló un dolman de húsar, con el cual estaba encantadora. Era un verdadero diablillo. Hablaba con gran atrevimiento, se burlaba de los curas y de las monjas, elogiaba a los republicanos, cantaba La Marsellesa y bailaba con la Prudenschi.

—Manón, mi querida —decía papá Lacour, con ironía afectuosa, manifestándose desolado, aunque rebosando de satisfacción por tener una sobrina tan brillante—, vas a hacer que nos fusilen a todos por jacobinos.

Manón coqueteaba con unos y con otros. Aunque ya los amigos de papá Lacour sabían que era una muchacha, seguía vestida de chico.

A veces, en medio de sus coqueterías, pensaba en Alvarito, y volvía a él a hablarle y a consultarle sobre cualquier cosa.

Manón veía a Álvaro demasiado seguro, y debía pensar que con él no necesitaba emplear más que rara vez las armas de la coquetería; en cambio, para los demás la coquetería sí debía ser, según ella, indispensable. Mientras bailaba con unos y con otros, miraba con el rabillo del ojo a Alvarito, como diciéndole: «Nada de esto tiene importancia, y nuestra amistad es lo principal».

Alvarito se ilusionaba y se desilusionaba fácilmente; muchas veces pensaba que odiaba a Manón, y otras que la quería más que nunca y que sería capaz por ella de hacer cualquier sacrificio.

Manón, con respecto a Alvarito, tenía sentimientos menos variables; por lo mismo, quizá, que su entusiasmo era más pequeño.

Solamente la presencia de Ollarra le quitaba el buen humor a Manón. El salvajismo de su compañero de viaje la maravillaba. Aquella despreocupación del muchacho por los demás le llenaba de asombro. Para Ollarra, indudablemente, no había centinelas, ni líneas estratégicas, ni santo y seña. Todo ello no pasaba de ser una broma, que se continuaba porque sí. Eran maniobras, simulacros, sandeces hechas por pura pedantería.

Mientras sonaban los tiros, él buscaba nidos en los árboles, pescaba en los arroyos o cogía leña, como si los disparos nada tuviesen que ver con él. Aquella Prudenschi, tan loca, tan ingenua, y al mismo tiempo, tan desvergonzada; papá Lacour, con sus extravagancias; Manón, coqueteando con todo el mundo; el austriaco, quejándose de los dolores en la pierna ya cortada, y Ollarra, tan salvaje, tan independiente y tan sombrío, daban a Alvarito la impresión de que seguía viviendo en pleno carnaval grotesco y zarrapastroso, cuyas figuras eran dignas de ocupar un lugar dentro de La nave de los locos.