IV

LOS EXTRANJEROS

LA sociedad de papá Lacour y su mujer era bastante mixta y turbulenta. Solían ir a su casa con frecuencia varios oficiales extranjeros a hablar, a beber una copa y a jugar a las cartas.

En Abárzuza y en las proximidades de Estella había por entonces, al mismo tiempo que compañías del Requeté, gentes extranjeras, austriacos, franceses, alemanes y polacos.

Más que legiones extranjeras, como los liberales, los carlistas tenían cuerpos de soldados de diversos países en sus batallones; de ahí que se reuniera en el Norte una extraña mezcolanza de tipos de todas partes.

La mayoría de los soldados de otros países, principalmente los oficiales y sargentos, iban acompañados de mujeres, que les seguían. La suerte de estas no era siempre muy buena: algunas se vieron obligadas a pasar del campamento liberal al carlista, y viceversa; otras, consideradas como botín de guerra, fueron adjudicadas al mejor postor.

Entre los amigos del capitán Lacour había uno, un teniente inglés, procedente del cuerpo liberal de Lacy-Evans, hombre amable, hecho prisionero en la batalla de Oriamendi; otro era un polaco muy mentiroso, y el tercero, un sargento francés, a quien llamaban Gamelle, especialista en cazar gatos, guisarlos y comerlos.

Los soldados extranjeros no valían más que los españoles, ni por su cultura, ni por su energía, ni por su moralidad. Realmente, el hombre, acostumbrado a mandar y a obedecer, como soldado, tiene ya para toda su vida una tara mental. Será siempre un hombre inferior y sin recursos. Ningún filósofo ha salido del cuartel; casi tampoco ningún aventurero.

Del cuartel no pueden salir más que burócratas, estúpidos, de cerebro rapado. El soldado, cuanto más se acerca al militar burocrático, es más mezquino, menos inteligente, más ordenancista y más fantoche.

Cuando el soldado es guerrillero, o francotirador u hombre de partida, entonces puede llegar a héroe y a hombre completo. El soldado moderno no pasa de militar y burócrata; de aquí su inferioridad y su carácter mediocre.

Los argelinos, que, con la Legión inglesa, formaban los tercios extranjeros liberales en la guerra carlista, eran grandes soldados, pero muy bárbaros y muy ladrones. Se les fusilaba por cualquier cosa. Les mandaba un francés, el coronel Bernelle, que marchaba a caballo en primera fila, con el sable desenvainado, cargando contra los carlistas, y que, a veces, le acompañaba su mujer, también a caballo, y con un látigo en la mano.

Los extranjeros de las filas carlistas, en su mayoría no pasaban de ser gentuza de mala índole. Los franceses y los ingleses eran borrachos y pendencieros; los italianos, ladrones y traidores; los alemanes, bárbaros y crueles. Casi todos ellos, y principalmente los alemanes, desertaban con facilidad; la cuestión religiosa y dinástica que se debatía en España no la sentían.

Mostraban los alemanes, con frecuencia, un furor bestial; destructores sistemáticos, si entraban en una casa, en pocas horas la dejaban hecha polvo.

Tenía la suya los caracteres de una brutalidad cósmica, sin objetivo, de algo como una plaga o una peste, muy diferente a la crueldad bien definida y concreta del latino. No era fácil saber cuál de las dos formas de crueldad podía considerarse más repugnante y más odiosa.

Los alemanes se burlaban de la religión de los españoles; cantaban con frecuencia, en su lengua, canciones anticatólicas y sucias, que aseguraban ser sus himnos nacionales.

La gente de los pueblos odiaban a los oficiales extranjeros, y más que nada, a los polacos, orgullosos, fanfarrones, llenos de petulancia, y muy crueles cuando venía el caso.

La crueldad y la maldad de los polacos era proverbial. Así habían sido también en la guerra de la Independencia, cuando vinieron con Napoleón, y entonces, el nombre de polaco producía horror en las aldeas españolas.

Alvarito y Manón conocieron a los oficiales amigos de papá Lacour. En el alojamiento del francés aparecían muchos tipos de soldados extranjeros, con uniforme raro, cubiertos de tricornios, kepis y chacós; de cara y nariz coloradas, con la pipa en la boca. Algunos estaban medio inválidos; otros, enfermos de calenturas, de enteritis, de sífilis y de sarna.

En aquellas reuniones todos rivalizaban en contar mentiras y heroicidades de la guerra. Si no se elogiaban directamente a sí mismos, alababan al cuerpo donde servían y a sus jefes.

Álvaro y Manón oyeron discutir entre ellos, varias veces, cuál sería el mejor general de Don Carlos. Unos, la mayoría, decían que Zumalacárregui; otros, que Cabrera; quiénes afirmaban que Gómez[69]; pero algunos refutaban esta opinión diciendo que la expedición de Gómez había salido relativamente bien, por casualidad; también había partidarios de Maroto y de Villarreal. Nadie sabía una palabra de geografía del país en donde se operaba, ni se manejaba un mapa mediano.

Algunos de los extranjeros habían practicado la guerra en otros países, y, por lo que contaban, tenían los mismos caracteres de brutalidad y de maldad que en España.

Uno de los oficiales, aristócrata francés, guapo, bien vestido, de la familia de Brancas, joven realista, hacía la campaña como un vendeano, con la sonriente y amable estupidez del antiguo régimen. Brancas sonreía y saludaba como si estuviera en la corte de Luis XIV. Leía a Chateaubriand —este jorobado solemne, el más petulante de los grandes hombres de la época—, y parecía haberse amamantado con el Qu’il mourut, de Corneille.

Una de las veces, al francés se le ocurrió decir a Alvarito que en la guerra no se tenía miedo; papá Lacour, que oyó la frase, replicó vivamente, diciendo:

—Todo el mundo tiene miedo. No he conocido a nadie que no lo tenga, más que a los locos.

—¿Siempre se tiene miedo? —preguntó Alvarito.

—Siempre. Hay momentos en que se pierde el miedo: se distrae, se enfurece uno y se olvida; pero al oír silbar las balas otra vez, se tiene miedo, aunque se disimule.

—Y entonces, ¿cómo se tiene afición a ser militar?

—Ahí está, pues —contestó papá Lacour, con esta frase de vasco que no quería decir nada—; a pesar del miedo, esto tiene atractivo.

En las reuniones de su casa, papá Lacour bebía con exceso, y, después de beber, se dedicaba a cantar, porque creía poseer hermosa voz.

Lo mismo le daban a Lacour las canciones francesas legitimistas que las republicanas. Cantaba igualmente Partant pour la Syrie que La Carmañola. Naturalmente; no hubiese cantado La Marsellesa, porque la hubieran conocido los compañeros.

Este eclecticismo lo extendía a las canciones españolas y a las vascas.

Le gustaba cantar cuando estaba alegre, lo que le ocurría a menudo, el Ai, ai, mutilla; y si pasaba de la alegría corriente a un grado más alto de excitación, entonaba la marcha del Requeté. Como los soldados de aquel batallón iban materialmente cubiertos de harapos, la canción tenía este estribillo:

Vamos andando; tápate,

que se te ve el Requeté.

Para los momentos que le parecían solemnes entonaban una canción de La Dama Blanca, que empezaba diciendo:

Chantez, chantez, joyeux menestrel;

chantez refrain d’amor et de guerre.

Por la noche, mientras se hablaba, se bebía y se cantaba entre aquella gente, alegre, brutal y presuntuosa, Alvarito solía mirar desde la ventana el cielo estrellado del invierno y las hogueras de los vivacs.