PAPÁ LACOUR
AL día siguiente, Alvarito, tirando mal que bien de su cuerpo, Manón y Ollarra salieron de Echarri-Aranaz por el túnel de Lizárraga y comenzaron a acercarse a los pueblos del valle de Yerri. Cruzaron varias veces una antigua calzada romana, sin comprender qué podrían ser aquellos trozos de caminos abandonados.
En todas las aldeas del paso, y a medida que avanzaban hacia Estella, la miseria producida por la guerra iba acentuándose. Había lugares quemados y saqueados repetidas veces por carlistas y liberales.
Era un peligro entrar dentro de las casas; estaban plagadas de chinches, pulgas y piojos; la tiña y la sarna, cuando no la viruela y el tifus, abundaban por allí que era una bendición de Dios.
Siguieron por el camino que serpenteaba por las estribaciones de la sierra de Andía y cruzaron varias posiciones ocupadas por fuerzas carlistas, entre las cuales figuraban cuerpos extranjeros, de alemanes, ingleses, franceses, austriacos y polacos.
En las proximidades de Lezaun se encontraron con tropas del requeté. Preguntaron a unos soldados harapientos por el oficial francés René Lacour.
—Sí, hombre, sí —contestó uno—. ¡Lacour! ¿Quién no le conoce? Aquí le llaman papá Lacour. ¿Es vuestro padre?
—No.
—¡Cómo dicen que tiene tantos hijos naturales!
—Y tu madre, ¿cuántos hijos naturales tiene? —preguntó Ollarra al soldado.
La pregunta hubiera producido una riña a no ser porque muchos la tomaron a broma.
—Si buscáis a papá Lacour —dijo un cabo—, preguntad cerca de Abárzuza, y allá os darán razón.
Efectivamente, antes de llegar a Abárzuza se encontraron con un grupo de carlistas, entre los que andaba un fraile gordo y pesado, con los ojos brillantes, que pretendía sacar dinero a aquellos soldados harapientos.
Preguntaron a un oficial por Lacour.
—Ahora voy a verle. ¿Qué hay que decirle? —indicó.
—Dígale usted —contestó Álvaro— que aquí hay un pariente suyo francés.
—Muy bien; se lo diré.
Media hora más tarde apareció un militar grueso, rojo, canoso, de cabeza gorda, con bigote y perilla y uniforme remendado de capitán. Era papá Lacour. Lacour preguntó con voz ronca:
—¿Quién me llama? ¿Quién es ese pariente mío que pregunta por mí?
Alvarito saludó al militar y le explicó cómo Chipiteguy había desaparecido, cómo se creía que un hermano del teniente Bertache le tenía secuestrado, y cómo él, con el nieto de Chipiteguy, iba buscándole, para ver de rescatar al viejo.
—¿Pero dice usted nieto? —exclamó Lacour—. Chipiteguy no tiene nieto; tiene una nieta, por cierto una chica muy mona y muy simpática.
Alvarito se acercó a papá Lacour, y como le pareció un buen hombre, hablándole en francés, le dijo:
—Este muchachito que viene conmigo es la nieta de Chipiteguy.
—¿De verdad? ¿Manón?
—La misma. Viene disfrazada de chico. Creo que no conviene que esta gente lo sepa.
—No, no lo sabrá. Vayan ustedes a Abárzuza y pregunten por el alojamiento del capitán Lacour. Yo ahora no les puedo acompañar, porque tengo que hacer. Siguieron las indicaciones del militar. Se acercaron al pueblo y llegaron a una casa muy limpia y muy arreglada. Una mujer salió a preguntarles qué deseaban, y al saber que buscaban a Lacour, les hizo pasar y sentarse.
Ollarra dejó en la cuadra las caballerías. Hubo un ligero conflicto, porque Chorua, que seguía, a Ollarra, se vio amenazado por un perro de lanas muy feo, que le ladró hasta ahuyentarlo.
—Basta, Flin Flan, basta —dijo la mujer.
Sin duda el perro de la casa se llamaba así y estaba indignado al ver la intromisión de un extraño.
Poco después vino papá Lacour, que abrazó a Manón con entusiasmo.
—Eh, Dominica —gritó luego el militar, dirigiéndose a la mujer que había recibido a Manón y a Alvarito—, ven.
La mujer que vivía con papá Lacour era una paleta castellana que el francés había conocido en un pueblo de Guadalajara cuando la Expedición Real a Madrid. Era una matrona gruesa, de cara ancha y juanetuda, ojoz azules y voz un poco chillona, de tónica muy alta.
—Esta es mi mujer, y esta es mi sobrina; abrazaos. Las dos se abrazaron.
—Ahora, Dominica, en la calle no hay que decir a nadie que este muchacho es una muchacha.
—No diré nada, Lacour; no tengas cuidado —contestó ella.
—No dirá nada —advirtió papá Lacour en confianza a Alvarito—; es una mujer que vale lo que pesa, y pesa bastante.
Papá Lacour estaba entusiasmado con su Dominica, y, efectivamente, a pesar de que la primera impresión era de mujer ordinaria y basta, se veía en ella, además de muy buen fondo, gran delicadeza de sentimientos.
—Bueno; ahora, querida sobrina, cuenta con detalles lo que ha pasado en tu casa.
Manón contó lo ocurrido con su abuelo.
Papá Lacour escuchó con atención, llamando de cuando en cuando a la muchacha mi pequeño amor, mi encanto y otras frases galantes por el estilo.
—Así son las chicas de mi país —dijo con entusiasmo Lacour—. Capaces de todo: de meterse en la guerra disfrazadas de hombre, de enamorarse y de mandarle a cualquiera a paseo.
Papá Lacour era todo un tipo; su cara parecía incendiada por el sol y el aire, los bigotes erizados como los de un gato, la perilla larga, rubia y entrecana. En su mano velluda aparecía un tatuaje complicado.
Lacour, gran charlatán, gran espadachín y gran borracho, había peleado con Zumalacárregui y con Iturralde al principio de la guerra, y fue él quien preparó la mina que hizo saltar las defensas de Echarri-Aranaz, construidas por los liberales. Esta empresa le dio en el campo carlista fama de buen ingeniero. Se dijo después que trató de pasarse a los argelinos liberales del coronel Bernelle, por lo cual no ascendía en las filas de Don Carlos.
Papá Lacour hablaba el castellano como un francés con giros vascos.
—Preguntaremos en Estella por el hermano del subteniente Bertache —dijo Lacour a Manón—, y si está en el pueblo nos entenderemos con él.
Después de hablar largo rato, la mujer de papá Lacour preparó la cena, y cenaron todos.
Luego, la Dominica llevó a Manón al mejor cuarto de la casa.
—Si no le importa a usted —dijo la muchacha—, yo preferiría que durmiera en este cuarto el joven que me acompaña, que está enfermo. Yo dormiré en cualquier otro lado.
—¿Es el novio de usted? —preguntó la Dominica.
—No; sólo es pretendiente.
—¿No le importará a usted dormir en el suelo?
—A mí, nada.
—Pues sacaré el colchón de mi cama al suelo y dormiremos en el mismo cuarto; hoy Lacour está de guardia.
—Muy bien.
Se arreglaron todos para pasar la noche en buena armonía, y hasta Flin Flan y Chorua llegaron a hacer amistades.
A la mañana siguiente se levantó Manón y ayudó en sus quehaceres de la casa a la Dominica. Alvarito estaba un poco mejor de su catarro.
A media mañana se presentó Lacour de vuelta de la guardia. Vestía chaqueta gris, pantalón del mismo color, alpargatas, gorra de cuartel vieja, el sable y una bota.
Papá Lacour tenían dos asistentes: el uno, francés, a quien llamaban Chandarma, y el otro, navarro, Anthica. El oficial y sus ordenanzas eran amigos y se presentaban los tres al frente del enemigo llevando cada uno una bota grande llena de morapio de Navarra o de la Rioja, a la que llamaban el biberón.
Anthica y Chandarma iban todos los días a casa de Lacour a recibir órdenes de la Dominica. Los tres discutían cuestiones de cocina y pensaban la manera de surtir, fuese por la compra o por el robo, la casa del capitán francés.
Alvarito dijo a la mujer de papá Lacour que ellos tenían que participar en el gasto de la casa. La Dominica rechazó la idea, se negó repetidas veces; pero a lo último se arreglaron.
A los pocos días de vivir en Abárzuza, papá Lacour dijo a Alvarito:
—Adviertan ustedes a ese muchacho que han traído de criado que no haga tonterías; le van a tomar por un espía o por un merodeador, y le van a fusilar.
Lacour se refería a Ollarra.
—¿Qué ha hecho Ollarra?
—Pues, nada; que como no encontraba pienso para las mulas, no se le ha ocurrido otra cosa que ir a un cobertizo que está de aquí más de dos leguas, y ha cargado con un saco de cebada y dos fardos de paja y se los ha traído.
—¿Y no le han visto?
—Sí; le han visto y le han hecho fuego, primero los carlistas y luego los liberales.
—Sí, es un bárbaro.
—Pues adviértanle ustedes lo que le va a pasar.
—Es inútil. No hace caso. Cree que la guerra es una broma.
—¡Qué tipo! Ese sí que haría un buen guerrillero.
Ollarra, siempre independiente y salvaje, con su humor extraño y vagabundo, andaba de un lado a otro cazando y merodeando, y volvía de noche a casa a dormir, como un perro.
Ollarra se iba manifestando borracho y jugador atrevido y pendenciero. Todo le parecía lícito; si no robaba a Alvarito y a Manón, era porque le gustaba ir con ellos y les profesaba afecto. Además, la confianza que tenían en él, y el dejarle el cuidado de los caballos, le halagaba mucho.
Manón se asustaba de los aspectos peligrosos que iba tomando el carácter de Ollarra.
Encontraba en Ollarra su tipo, o, por lo menos, uno de sus tipos. Aquel joven salvaje, guapo, fuerte, valiente, decidido, sin miedo a nada y a nadie, a quien cualquier empresa le parecía posible, le atraía. Le veía, además, desdeñoso para todo cuanto fuese sentimentalismo.
Ollarra sentía gran odio por lo establecido. Lo establecido le parecía que se hallaba vigente en contra de él.
Bueno para los animales y para los chicos; a los hombres, y, principalmente, a los viejos, les profesaba un odio profundo; para él, los viejos usurpaban un lugar en la tierra que no les pertenecía.
Ollarra no sabía nada de nada; pero tenía una idea de severidad y de rigidez curiosa. Todo lo que fuera algo así como inquietud, blandura, sentimentalismo o miedo, era despreciable. De ahí, sin duda, el nombre que habían puesto a su perro, Chorua (el loco), como reproche a su nerviosidad y a su afecto.
Ollarra tenía un aire paradójico y de doblez, como todo el que es puramente instintivo, no de la doblez maquiavélica pensada, sino de la doblez espontánea. Tan pronto parecía querer como odiar. Nunca se había tomado el trabajo de contrastar sus sentimientos ni de armonizarlos o de ver si alguno dominaba sobre los demás. Se entregaba a la pasión que sentía en el momento, sin pensar en un posible cambio de opinión. Tipo voluntarioso y arrebatado, quería hacer siempre lo que le daba la gana. Cuando se encontraba con algún obstáculo, enrojecía de cólera, y si lo llegaba a vencer, le brillaban los ojos con aire de orgullo.
Ollarra no tenía ningún sentido social. Quitar el dinero al que lo posee. ¿Por qué no? Llevarse la hija de este o del otro. ¿Si se puede?, decía él. En último término, robar al vecino o destriparle le parecía también lícito. Vivía fuera de toda idea social y de consideración al prójimo, como un perfecto salvaje.
A Manón, en el fondo, le maravillaba. Era una naturaleza indisciplinada y rebelde como la suya, más pura en su salvajismo, menos contaminada con la civilización. Ciertamente, por días iba tomando cariño a Alvarito, caballeresco y generoso, pero le quería como a un hermano pequeño; en cambio, a Ollarra le admiraba.