II

EL VALLE DE ARAQUIL

AL tomar al día siguiente la carretera de Irurzun a Echarri-Aranaz, el aire de país devastado se fue acentuando. La impresión de los pueblos era triste: no brotaba humo por las chimeneas de las casas, no se asomaba gente a las ventanas y portales, nadie trabajaba en las huertas.

Para Alvarito, que iba marchando febril, montado en su caballejo, con la cabeza pesada y dolorida, el campo y los pueblos tomaban las más extrañas perspectivas.

Muchas casas de aquellas aldeas se veían quemadas, los techos hundidos, las paredes sucias y negras, algunas ventanas cerradas, otras tapiadas con maderas, con ladrillos o hierba. Al asomarse al interior se advertían las cocinas ahumadas, sin blanquear; si quedaba en ellas alguna mesa o banco salvados del incendio, aparecía negro de grasa o de vetustez.

En los campos no se araba con bueyes, y los aldeanos labraban la tierra con el azadón o la laya[68], mirando siempre hacia el camino, con recelo, por si aparecía alguna columna, que, carlista o cristina, era siempre enemiga. Los árboles se hallaban destrozados y desmochados; a cada paso se abrían zanjas y se cruzaban parapetos.

En todas partes era el mismo espectáculo: las calles sucias, las iglesias cerradas, los cementerios abandonados, llenos de zarzas y de cardos; en ninguna parte gente; todo silencioso, sombrío. Sólo se oían de cuando en cuando las campanadas del reloj de la torre y los sonidos de los tambores y de las cornetas.

A mitad del camino de Echarri-Aranaz se detuvieron Alvarito y Manón en una aldea, pueblecillo por donde había pasado toda la barbarie y toda la estupidez de la guerra. No era sólo la necesidad estratégica de ataque o de defensa la que produjo el montón desordenado y confuso de tejados abiertos, paredes agujereadas, ventanas desvencijadas y caídas, con los cristales rotos; era más bien aquello la consecuencia de la brutalidad, del rencor y de los malos instintos de la fiera humana.

Entre el agrupamiento de construcciones derruidas encontraron una casa convertida en venta, en donde entraron a comer. La casa, grande, con señales de incendio, tenía paredes de ladrillo negras muy altas, sostenidas por extraño equilibrio.

Por dentro la venta era un gran hueco; desde la cuadra se veía el tejado. En un ángulo de aquel anchurón ruinoso, vacío como la nave de una iglesia, había una cocina grande, negra por el humo; la chimenea ocupaba casi la mitad de la cocina con su gran hogar; en medio colgaba un caldero por una cadena y alrededor hervían varios pucheros de barro.

Entraron Alvarito, Manón y Ollarra, y se instalaron juntos al fuego. El posadero se lamentó de que se marchara una media compañía de soldados de la aldea. Ya muchos de aquellos pueblos se hallaban en situación tan miserable, que veían al soldado, no como gente rapaz y dañina, sino como alguien a quien podían explotar.

La posadera preparó la comida a nuestros viajeros. Álvaro, con su catarro, tenía poco apetito.

Mientras comían entró un sargento, que les preguntó si tenían papeles. Se los mostraron.

—¿A dónde vais?

—A Echarri-Aranaz.

El sargento Zamarra, así se llamaba el recién llegado, era hombre todavía joven, con los ojos brillantes, la tez muy morena y los dientes de gran blancura. Zamarra hablaba con acento aragonés, aunque dijo había nacido en un pueblo navarro próximo a Tuleda.

Alvarito le convidó a tomar con ellos un bocado; el sargento aceptó, y se sentó a la mesa. El sargento formaba en el Quinto Batallón de Navarra, que se encontraba entonces entre Irurzun y Echarri-Aranaz.

En su cabeza, un poco confusa, Alvarito encontró lejano parecido a Zamarra con el tipo del Patibulario del grupo de los Asesinos, de las figuras de cera de Chipeteguy.

Alvarito y Zamarra hablaron largo rato de la campaña. Zamarra no hizo más que contar barbaridades de los liberales y de los carlistas.

—Ya no se afusila —decía Zamarra, al parecer, con cierto sentimiento—. Al principio a todos los prisioneros los afusilábamos.

No sólo se afusilaba, como decía el sargento, al principio, sino que se robaba, se violaba y se incendiaba. Esto era la guerra, la porquería abominable que decía Chipiteguy.

—¿Y los otros, los liberales —preguntó Alvarito—, fusilaban lo mismo que ustedes?

—Igual; quizá algo menos. Tenían más disciplina. Era el ejército regular. A nosotros no nos mandaba nadie. Hacíamos lo que queríamos.

En esto, sin motivo aparente, Ollarra se incomodó y dijo que iba a dar dos bofetadas al sargento carlista, que le estaba molestando con su petulancia y su majadería. Afortunadamente, como no sabía bien el castellano, Ollarra se embrolló en sus explicaciones, y Manón intervino con tal habilidad, que el sargento no se enteró de las intenciones agresivas del joven salvaje.

Manón le dijo a Ollarra que el dueño de la venta le quería convidar a una copa, y el muchacho se fue al mostrador.

Álvaro siguió hablando con el sargento. Le preguntó si en el Quinto de Navarra conocía al subteniente Bertache, y el sargento Zamarra le dijo que sí.

—Ese es de los más atravesados que hay en el Quinto batallón.

—Sí, ¿eh?

—Mucho; tiene muy mala sangre.

—¿Dónde estará ahora?

—¿Bertache? Me figuro que estará en Echarri-Aranaz. ¿Lo queréis ver?

—Sí; sobre todo, quisiéramos hablar con su hermano.

—A su hermano no le conozco. Si veis a Bertache, decidle que vais de parte del sargento Zamarra.

—Muy bien; ya se lo diremos.

Se marchó el sargento, y Manón, Alvarito y Ollarra tomaron por el camino de Echarri-Aranaz, a donde llegaron al caer de la tarde.

Buscaron alojamiento, lo que les costó mucho tiempo, y al fin instalados, Álvaro y Manón marcharon en busca del subteniente Bertache, y lo encontraron en la taberna de una cantinera, en el portal de una casa vieja, punto de reunión de la soldadesca carlista.

La taberna estaba atestada de soldados, la mayoría sucios, andrajosos y malolientes, con uniformes zurcidos, remendados con torpeza y con hilos de distintos colores, y con las botas rotas que dejaban salir los dedos de los pies. Algunos usaban alpargatas o abarcas. Muchos se componían la chaqueta o las medias con aguja e hilo, otros fumaban o jugaban a las cartas. Había dos muchachas entre los soldados, una de ellas claramente sifilítica, con granos en la cara y la nariz medio carcomida.

En un grupo se hablaba de la marcha de la guerra; se quejaban todos de que no se cobraban las pagas y se abominaba de los generales y de los hojalateros.

Bertache recibió muy ásperamente a Alvarito y a Manón, manifestando por su actitud su poca gana de charla; pero se humanizó cuando le convidaron a tomar café y una copa de aguardiente. Al olor del alcohol se desarrugó el ceño del oficial y mandó a la moza de la taberna que pusiera en la mesa una botella de caña.

Cuando le explicaron detalladamente a lo que iban y lo que buscaban, Bertache dijo que no sabía dónde estaba su hermano. Alvarito y Manón insistieron, y Álvaro indicó que don Eugenio de Aviraneta le había recomentado a él.

Álvaro contó su viaje a Almándoz, su entrevista con la madre y la hermana de Bertache y cómo no pudo verse con Martín ni enterarse del paradero de Chipiteguy.

Ellos deseaban hablar con Martín y resolver la cuestión del rescate.

—¿Y vosotros lleváis ahí el dinero para el rescate? —preguntó Bertache con un resplandor en la mirada.

—Aquí, no —respondió Manón—; pero está depositado en Bayona.

—¿Cuánto es?

—Treinta mil francos.

—¡Demonio! Es buena cantidad. ¿Y la darían enseguida?

—Al momento.

—Es lástima; el caso es que yo no sé dónde está Martín. Después, Bertache se puso a hablar de los asuntos carlistas, que, según él, iban de mal en peor.

Bertache se manifestó irritado contra todo el mundo. El subteniente temía haber trabajado para otros; no sabía para quién, y esto le ponía frenético y fuera de tino. La idea de ser instrumento en manos ajenas le indignaba.

—Están jugando con nosotros —gritó varias veces con furor.

Por encima de su avidez de dinero, una sorda irritación contra la Humanidad, un fondo de exasperación y de rabia le hacía desear a Bertache las mayores catástrofes. No sabía si odiaba más a los carlistas que a los liberales, a los españoles que a los franceses, a los vascos que a los castellanos. Se consideraba con motivo para desear el mal a todo el mundo. Hubiera querido ser una plaga, un azote, una calamidad pública.

Volviendo a la cuestión de Chipiteguy, Bertache suponía que su hermano y Malhombre habrían tomado muchas precauciones para que el viejo no se les escapara.

—Me parece que Martín debe estar en Estella —concluyó diciendo Bertache.

—¿Y cree usted que andará por allí también Chipiteguy?

—Me figuro que no. Supongo que al viejo, Martín lo habrá llevado hacia Elizondo o hacia Urdax y lo habrá metido en algún rincón seguro.

Se despidieron Alvarito y Manón de Bertache, y al volver a la posada decidieron ir a Estella. Allí decían que se encontraba el batallón del Requeté, en el que era oficial René Lacour, el pariente de Max Castegnaux.

Alvarito, que seguía febril, se acostó temprano. Durmió mal. Soñó que se hallaba en la cocina negra de una casa ruinosa. Se veían en ella, con toda clase de detalles, distintos utensilios de cobre, de hojadelata y de loza. La cocina se hallaba iluminada por una ventana, y desde esta se veía batirse a soldados rígidos, como si fueran de plomo, que caían en largas filas y se desplomaban como muñecos.

Dentro de la cocina, unos aldeanos desharrapados e insinuantes indicaban a Alvarito que saliera al campo. Pero ¿cómo salir? Custodiaba la puerta una guardia enemiga. Era indispensable presentar documentos para pasar, y él no los tenía.

—Tome usted —decían los aldeanos—. Esto le servirá de documento.

Y le daban un papel cualquiera, un pedazo de periódico viejo, lo que a Álvaro le indignaba profundamente.

De pronto, por la ventana comenzaba a penetrar una columna de humo denso e irritante que le hacía toser. Sentía necesidad de salir a respirar. Se presentaba a la guardia enemiga y pasaba por un arco como el de una puerta de las murallas de Pamplona.

Los centinelas le detenían y perezosamente le decían con voz suave y baja:

—No se puede avanzar. Hay esa orden.

Entonces él daba media vuelta, cruzaba un campo con árboles, agitados locamente por el viento, sobre un fondo de montañas nevadas; veía una calle estrecha de ciudad y avanzaba por ella jadeante, hasta meterse en un portal. Luego comenzaba a subir unas escaleras, que no terminaban nunca: hala, hala, y llegaba a la taberna de la cantinera, donde Bertache le miraba con aire amenazador. Después, Bertache ayudado por el sargento Zamarra, con un hacha iba cortando la cabeza a unos cuantos muñecos…