I

EL TÍO TOMÁS Y EL ESQUELETO

TRAS del sueño pesado y profundo en el cuarto de la Venta Quemada, Alvarito se levantó todavía molido del viaje y salió al camino.

Se hallaba la venta en medio del puerto de Velate, dominando un gran panorama de montañas y de barrancos. Enormes hayedos, entonces sin hojas, daban al paisaje noble gravedad. A un lado y a otro se abrían profundas hondonadas. Todo se hallaba cubierto de nieve: montes, árboles y piedras; únicamente dominaba lo blanco y lo negro.

Después de asomarse a contemplar el campo, Alvarito volvió a la venta, y vio a Manón, que estaba ya preparada.

—¿Has descansado de tanta fatiga? —le dijo.

—Sí. ¿Y tú?

—Yo, parte de la noche, he dormido muy mal, pero por la madrugada he quedado como un tronco.

Por la tarde permanecieron en la venta, al lado del fuego. El viejo de la casa contó cómo años antes anduvo con los realistas de Juanito de la Rochapea. Álvaro le dijo que ellos iban al campo carlista.

—¿Adónde vais?

—A Echarri-Aranaz.

—¿Sabéis el camino?

—Pensamos ir por Villava.

—Vais a tener que meteros entre los negros. Más cuenta os tendría ir a Larrainzar; ahora que tiene el inconveniente de que no encontraríais el camino.

—Entonces iremos por Villava.

—No, os acompañaré yo.

Salieron al día siguiente muy de mañana. La niebla espesa cubría las hondonadas y barrancos como un mar gris; sobre este mar, los picos de los montes, con sus árboles, parecían islas.

Alvarito, Manón y Ollarra montaron a caballo; el viejo de la venta se dispuso a caminar a pie, para mostrar, sin duda, su resistencia, a pesar de sus años.

Marcharon un par de horas.

—¿Ha habido aquí alguna batalla en esta guerra? —preguntó Alvarito.

—Aquí se pegaron de firme hace pocos años el tío Tomás y el Esqueleto —contestó el viejo.

—¿El tío Tomás? —exclamó Álvaro con asombro.

—Sí, el tío Tomás o el tío Tomasito: era el mote que daban los carlistas a Zumalacárregui.

—¿Y el Esqueleto?

—El Esqueleto era don Francisco Espoz y Mina.

—Y usted, ¿tomó parte en la batalla?

—Yo ya era viejo para alistarme en la guerra.

—¿Y fue aquí?

—Sí, en estos barrancos que vamos cruzando.

—Pero en estos barrancos debe ser muy difícil que evolucionen las tropas —replicó Alvarito.

—Muy difícil es, claro está.

—No se encontrarían los enemigos.

—Cierto; como que las dos columnas, la carlista y la de los negros, tardaron mucho en darse la cara. El tiempo estaba como el de hoy; el campo, lleno de nieve. Por fin, los enemigos se encontraron, no podía ser por menos, y comenzó la acción y se batió bien el cobre.

—¿Quién salió mejor librado?

—El tío Tomás tenía más cabeza; el Esqueleto era valiente, como pocos. Lucharon como perros rabiosos el guipuzcoano y el navarro en medio de la nieve. Allí no se daba cuartel; al que caía lo atravesaban a bayonetazos.

—Y usted, ¿vio a Mina y a Zumalacárregui? —preguntó Alvarito.

—Sí.

—¿Cómo eran?

—Mina era un viejo escuálido, con patillas grises y cara de muerto; por eso le llamaban el Esqueleto. Iba con levita larga, capote y sombrero de copa, forrado de hule, encima de un pañuelo de colores liado a la cabeza. Montaba en una mula.

—¿Y Zumalacárregui? —preguntó Alvarito.

—Zumalacárregui —contestó el viejo— era hombre triste, flaco, de aire enfermo y de mal color, también con patillas y vestido de negro.

—¡Cuánto mejor hubiera sido que esos dos viejos arrugados hubieran estado en la cama que no matándose en estos vericuetos! —dijo Manón.

—Hay que defender las ideas —replicó Alvarito.

—¡Las ideas! ¡A cualquier tontería llaman los hombres ideas! —repuso Manón.

—¿Y cuánto duró la batalla? —preguntó el muchacho al viejo.

—Casi todo el día. Se batían con rabia. Los negros tenían buenos jefes: Narváez, Ros, y sobre todo, Oraá, el Lobo Cano, un navarro de por aquí, duro como la piedra.

—¿Y los carlistas?

—¿Los carlistas? Tenían también buena gente: de ellos era José Miguel Sagastibelza, coronel del quinto batallón de Navarra, nacido en Donamaría. La noche anterior a la batalla durmió en nuestra venta.

—¿Y qué tipo era?

—Así, pequeño de talla, esbelto y muy fuerte. Hablaba el vascuence bajo, con suavidad y con amabilidad; pero cuando gritaba en castellano para dar órdenes sacaba una voz como de metal. Era hombre guapo, de cara viva y muy morena, por el sol y el aire. Llevaba levitón azul, boina blanca y una cruz en el pecho.

—¿Vive aún?

—No; lo mató un inglés, un casaca gorri (casaca roja) de los de Lacy-Evans, delante de San Sebastián.

—¿Y quién había más de los carlistas?

—Estaba también Guibelalde.

—¿Otro navarro?

—No; don Bartolomé de Guibelalde era guipuzcoano, de Lizarza, y había comenzado a pelear en la guerra de la Independencia con Mina. Tenía facha de buen hombre, tipo de militar, usaba bigote y perilla y hablaba muy bien el vasco.

Esto, sin duda, para el dueño de la venta debía tener mucha importancia.

—¿Y cómo acabó la batalla?

—El tío Tomás iba comiéndose a los negros, pero dejaba para lo último lo principal.

—¿Y qué era lo principal?

—¿Lo principal? Que tenía la columna de Elío preparada para cortar la retirada a las tropas de Mina. Si llega a conseguirlo, no queda un negro para contarlo.

—Y usted, ¿se hubiera alegrado? —preguntó Manón.

—Ahora…, ya…, no sé —dijo el viejo, encogiéndose de hombros.

—¿Y no pudo cortar la retirada a Mina? —preguntó Alvarito.

—No, porque el Esqueleto era un viejo lleno de marrullerías, y al saber que Elío se le acercaba a retaguardia, le escribió un despacho falsificado, como si fuera de Zumalacárregui, mandándole que inmediatamente dejara el camino de Pamplona al Baztán y se acercara a Larrainzar. Elío obedeció, dejando libre el paso del Baztán, y el Esqueleto se corrió por allí, llevándose sus heridos, que eran más de doscientos[67].

—Si no llega a pasar eso, hay una catástrofe.

—Hubieran muerto todos los liberales. Mina perdió su tienda de campaña y dos burras de leche que le seguían. Tenía, según decían, una tos fuerte, y los médicos le habían recomendado ese remedio.

—¿Y no quedaron heridos en el monte?

—Muchos.

—¿Y los recogieron?

—¿Quién iba a recogerlos? La mayoría murieron.

—¡Qué barbaridad!

—Al terminar la tarde, por toda la extensión de campo que se extendía ante los ojos se vio un gran número de hombres muertos y de caballos y regueros negros como caminos en todas direcciones, hechos por el paso de los soldados. De noche se oyeron lamentos y gritos en medio del campo. ¿Pero quién se aventuraba entre los barrancos, llenos de nieve? Al día siguiente volvió a nevar, y no se vio ni se oyó nada.

—¡Qué asco de guerra! —murmuró Manón—. ¡Parece mentira que los hombres sean tan brutos!

Indudablemente pensó Alvarito era cosa brutal, de animal carnicero, morir y matar así sin piedad en medio de la Naturaleza inclemente; pero también tenía su belleza el acabar con entusiasmo por una idea más o menos abstracta. Al menos, en el campo de batalla, el ambiente era limpio; no había la peste de la ciudad, formada por todas las vilezas del vivir amontonado de las gentes sedentarias.

Había salido el sol. Su claridad iluminaba las cimas de los montes y el fondo de los barrancos, llenos de nieve. En aquellas laderas de blancura inmaculada, la luz se descomponía en colores de arco iris. Las sombras de las nubes parecían como encajes negros dibujados en lo blanco. Las sombras azuladas de las personas y de los caballos se entendían largas con el sol bajo del crepúsculo. Los árboles y las chozas parecían negros.

Alvarito podía darse cuenta clara del terreno donde se había desarrollado la batalla entre Larrainzar, Ilarregui y las ventas de Ulzama.

El viejo les mostró la piedra donde antes de comenzar la acción se celebró la misa y el sitio en donde el tío Tomás estuvo arrodillado oyéndola.

Al llegar a Ilarregui, el viejo de Venta Quemada se despidió, para volverse a su casa.

Álvaro y Manón decidieron descansar un momento. Desde aquellos altos se veía la llanura de Pamplona, verde, a la que bajaban caminos y senderos. Como marco a los campos de sembradura, ya brotados, aparecían los montes blancos, cubiertos de nieve. Alvarito comenzaba a tener la cabeza pesada y los ojos hinchados.

—¿Te has acatarrado? —le dijo Manón.

—Sí; creo que sí.

—Es la nieve —advirtió Ollarra—; no haciendo caso de esos catarros, se pasan enseguida.

Manón recomendó a Álvaro que montara a caballo, envuelto en dos mantas.

Siguieron el camino, pasaron por una aldea y se encontraron con un pelotón de lanceros cristinos, que abrevaban sus caballos. En las ventanas de algunas casas se asomaban los soldados con gorras de cuartel. Un cabo les salió al encuentro, y les preguntó a dónde iban.

—A Irurzun —respondieron, y los dejaron pasar.

Ya comenzaban a tomar el aire de la gente del país, envueltos en sus mantas, jinetes en sus caballejos.

Llegaron por la tarde a Irurzun. Preguntaron, al entrar en el pueblo, por la posada a un herrador, y él mismo les acompañó. El herrador, hombre enorme, redondo, sonriente, con sonrisa cómicamente maliciosa en medio del ir y venir de carlistas y de liberales y en la lucha de los unos con los otros, vivía tranquilo, sin preocuparse de lo que pasara fuera de su casa, dándole al martillo y encogiéndose de hombros ante los acontecimientos.

En la posada no había más que una cama libre, y Manón decidió que se acostara en ella Alvarito. Este no quiso, y protestó; pero a lo último se acomodó a ello.

El muchacho pasó la noche febril, estornudando y tosiendo. A cada instante tenía un sueño, que apenas le duraba un minuto, y en este tiempo imaginaba una serie de cosas confusas entre montes cubiertos de nieve y trozos de hielo.

Cuando despertaba comenzaba a pensar en la batalla contada por el viejo de la Venta Quemada. No podía apartar de su imaginación a los heridos y moribundos, gritando de noche, en medio de la nieve, y recordó varias veces la frase de Chipiteguy de que la guerra era una suciedad abominable. Y todo aquello, ¿para qué?

De las marchas y contramarchas, de las emboscadas y asechanzas, de los muertos en los rincones, de los gritos de los fusilados, de los incendios, de los planes de los generales, no había quedado nada. ¡Nada! Cosa terrible. Sí; la guerra era una porquería abominable y una de las más grandes locuras de la Humanidad, la más digna de figurar en La nave de los locos…; pero, aun así, a él le producía una gran curiosidad y una gran admiración.