III

A ORILLAS DEL BIDASOA

EL día indicado, Aviraneta salió de Bayona de madrugada. Llevaba por todo equipaje una maletín de mano. En el coche se encontró con el caballero de Montgaillard, a quien saludó ligeramente. Al llegar a San Juan de Luz entró en la misma diligencia, y fue hasta Behovia, don Prudencio Nenín. Sospechaba Aviraneta que Nenín le espiaba por orden de Gamboa.

El comisario de Policía francés de la frontera, sin duda sobre aviso, al examinar los pasaportes de los viajeros de la diligencia, mandó que don Eugenio fuera detenido.

—¿Por qué me prenden? —preguntó don Eugenio.

—No está usted preso; sólo detenido.

—¿Y por qué?

—Usted no es Ibargoyen, como dice el pase del subprefecto, sino Aviraneta —aseguró el comisario.

—Cierto —contestó don Eugenio—; el cónsul de España y el subprefecto de Bayona han decidido extender mi pase así.

—Pues no puede usted salir de Francia.

—Llevo una misión del Gobierno, señor comisario.

—No importa; si quiere usted pasar, tiene usted que dejar aquí todos sus documentos.

—No traigo documentos.

—Abra usted la maleta.

Don Eugenio, a regañadientes abrió el maletín.

—Venga ese paquete —dijo el comisario.

Aviraneta se lo dio.

—Ahora puede usted pasar —añadió el comisario, dándole una palmadita en el hombro a don Eugenio.

Aviraneta, con aire enfadado, cogió su maletín y avanzó por el puente, y al llegar a la orilla española se echó a reír. Había entregado al comisario francés un paquete de periódicos viejos, cuidadosamente atado y sellado, pero no los documentos del Simancas.

Al llegar a la Behovia española, Aviraneta se detuvo un momento en la taberna de su antiguo amigo Juan Larrumbide (Ganisch); charló un rato con él, le pidió que le proporcionara un carricoche, y en él marchó a Irún, a la fonda de su camarada de la infancia Ramón Echeandía.

—Guárdame estos papeles —dijo a su antiguo amigo. Echeandía los guardó en su caja de caudales.

Poco después aparecieron en la fonda de Echeandía don Domingo Orbegozo, y más tarde, don Prudencio Nenín, acompañado del caballero de Montgaillard.

Nenín y Montgaillard, en unión del comisario francés, habían examinado, llenos de curiosidad, los papeles cogidos por el comisario a Aviraneta, y se encontraron chasqueados al ver el paquete formado únicamente por periódicos viejos.

Nenín recibió, sin duda, órdenes terminantes, porque al ver que no se incautaban de los papeles que deseaba, entró inmediatamente en España, preguntó y marchó decididamente a la fonda de Echeandía, donde almorzó en compañía de Mongtgaillard.

Aviraneta advirtió el espionaje de Nenín y del joven francés.

Después de hablar don Eugenio con Orbegozo y de darle instrucciones para el día siguiente, Aviraneta celebró larga conferencia con el gobernador de la plaza de Irún, don Valentín de Lezama.

Le contó lo que pensaba hacer con el Simancas; dijo cómo aquella colección de documentos falsos iría a parar a manos del Pretendiente; cómo se produciría la ruptura de Don Carlos y Maroto, y le advirtió, para su prevención, la conveniencia de comunicar al comandante general de Guipúzcoa, que en el plazo de una semana, lo más tarde, se sublevaría la parte furibunda del partido carlista, en Navarra, contra Maroto y los suyos, lo que produciría sucesos extraordinarios trascendentales en la marcha de la guerra.

El gobernador de Irún escuchó con gran interés las palabras de Aviraneta y no dudó de su importancia, y hasta pensó que sus planes podían ser decisivos para la solución de la guerra.

—Si algo necesita, dígamelo —le advirtió.

—Quisiera que me desembarazara usted de un espía que me ha puesto el cónsul de España en Bayona, que me sigue los pasos y me estorba.

—¿Pero el cónsul no es amigo de usted?

—Sí, es amigo, y hasta debía ser colaborador y protector; pero tiene celos de mí y trata de deslucir todos mis proyectos.

—¡Qué absurdo!

—Completamente absurdo.

—¿Y quién es el espía?

—Es un tal Nenín, Prudencio Nenín. Le acompaña un joven francés, carlista, de Bayona, que no sé si será su ayudante o sólo su amigo.

—¿Qué quiere usted que haga con ellos? —preguntó Lezama— ¿prenderlos?

—Por lo menos, a Nenín quisiera obligarle a que durante el día de mañana no saliera de su cuarto.

—¿Y al otro?

—Al otro, nada.

—¿Y dónde vive ese Nenín?

—Hoy ha comido en la fonda de Echeandía, lo mismo que yo; creo que allí parará.

—Muy bien; mañana mandaré dos de la Policía para que no le dejen salir a la calle.

Aviraneta se despidió de Lezama, volvió a la fonda y se acostó.

Al día siguiente, Aviraneta se levantó a las ocho de la mañana, pidió el paquete de documentos guardado por Echeandía, lo empaquetó en un hule, llamó en el cuarto de don Domingo Orbegozo, que ya estaba preparado y vestido, y le ordenó que fuera sigilosamente al caserío Chapartiena, de la orilla del Bidasoa, y lo entregara allí a Roquet. Dio las señas del francés y dijo cómo este se presentaría a las nueve y media a recogerlo.

Salió Orbegozo, le vio Aviraneta marchar por la calle y no le siguió, para no llamar la atención. Como el asunto era para Aviraneta de gran importancia, pensó todas las probabilidades de éxito y de fracaso. Se le ocurrió pensar lo extraño de que Nenín, que tanto interés manifestaba el día anterior en espiarle, no apareciera por allí; volvió otra vez a avistarse con el amo de la fonda.

—Oye —le dijo.

—¿Qué hay?

—Ese Nenín, de Bayona, que comió ayer aquí, ¿ha quedado a dormir en casa?

—No.

Aviraneta se alarmó. El agente de Gamboa, como hombre activo, podía intentar todavía algo. Se vistió rápidamente, se puso una boina, metió dos pistolas en los bolsillos y se marchó camino de Chapartiena. Al llegar frente al caserío, le chocó ver a la puerta dos tipos franceses como de guardia. Eran, indudablemente, gendarmes vestidos de paisano.

Muy inquieto, Aviraneta marchó a toda prisa a la taberna de Ganisch, le llamó, contó lo ocurrido y manifestó su mucho miedo de que la Policía francesa pudiera registrar unos documentos de gran importancia traídos por él.

—No tiene nada de raro —saltó Ganisch—. Hace poco más de una hora que han pasado en barca el comisario francés y unos gendarmes.

—¡Qué cochina gente! ¿Qué tienen ellos que hacer en España?

—Así son; se quieren meter en todo.

—¿Tú puedes venir?

—Sí.

—¿No podrías traer más gente?

—Llevaré dos chapelgorris que están aquí de guardia cerca del puente.

—Pero ha de ser enseguida.

—En un momento.

Vinieron los chapelgorris, a quienes Aviraneta explicó en vascuence de qué se trataba. Los cuatro hombres se acercaron a Chapartiena, casa edificada entre el camino y el río.

—Por aquí —dijo Ganisch.

Saltaron la tapia, abrieron una puerta, recorrieron un pasillo y se encontraron en un cuarto, en donde el comisario de Policía francés de la frontera, Nenín y Montgaillard examinaban tranquilamente los documentos del Simancas, disponiéndose a copiarlos. Las tres personas, al ver a los chapelgorris con los sables desenvainados, a Ganisch y a Aviraneta, que les apuntaban con las pistolas, se entregaron sin protesta.

Aviraneta hizo registrar a los tres, y les quitaron armas y papeles.

—Nos han dado esta orden —dijo el comisario francés, excusándose.

—En España, usted no es nada —le contestó Aviraneta duramente—, y aquí no le pueden dar orden alguna.

Luego, don Eugenio se sentó a la mesa y examinó los papeles del Simancas.

—Aquí falta un documento. A ver usted, señor comisario; quítese usted la chaqueta. Registraremos a todos hasta encontrar el documento.

El comisario se quitó la chaqueta. Había guardado el papel en el pecho.

—Bueno, señor comisario —le dijo Aviraneta—, está usted despachado; puede usted marcharse con sus gendarmes.

El comisario y los dos gendarmes cruzaron la huerta de la casa, desataron la barca y se fueron como perros azotados, la cola entre las piernas, a la otra orilla.

—Usted, señor Nenín, y el caballero de Montgaillard, vendrá con nosotros a Irún, y allá nos explicarán sus atribuciones para registrar estos documentos y quién les había dado orden para ello…

—Hombre, Aviraneta, yo… —comenzó a decir Nenín.

—Nada, nada. Iremos a Irún.

Montgaillard permaneció callado largo rato; luego dijo:

—Señor Aviraneta.

—¿Qué hay?

—En mis papeles hay cartas de una mujer que creo que no tienen interés político alguno. Desearía que me las devolviera.

—Se las devolveré en Irún.

De pronto, Aviraneta pensó en Orbegozo, a quien él había enviado desde la fonda al caserío con los documentos.

—¿Y Orbegozo? —preguntó—. ¿Qué han hecho ustedes de él?

—Lo hemos encerrado en un cuarto —dijo Nenín.

Efectivamente, se lo encontraron metido en un cuartucho.

Eran las nueve y media, hora de la cita con Roquet.

—¿Le habrá pasado algo a ese hombre? —se preguntó Aviraneta.

Un minuto después estaba Roquet en un carricoche a la puerta del caserío Chapartiena y tomaba el Simancas de manos de don Eugenio.

—¿Va usted seguro? —le preguntó Aviraneta.

—Sí; tengo escolta, que me espera poco después de Behovia; luego me acompañará el coronel Lanz desde Vera a Tolosa.

—Pero desde aquí hasta Behovia no tiene usted acompañamiento.

—No; pero no creo que en este camino tan corto me vaya a ocurrir nada.

—Sin embargo, haré que le acompañen a usted estos dos chapelgorris hasta pasar Behovia; de allí en adelante seguirá usted con la escolta carlista.

Montaron Roquet y los dos chapelgorris en el cochecito y se alejaron.

Ganisch buscó un carrucho en una casa cercana y don Eugenio llevó sus dos presos a Irún. El gobernador militar mandó meterlos en la cárcel.

Aviraneta vio los documentos de Nenín y de Montgaillard y pudo comprobar que Gamboa era su enemigo y que trabajaba en su contra. Luego examinó las cartas de Montgaillard, y encontró algunas de Sonia Volkonsky, las apartó y se las envió al joven francés bajo sobre.

Entre los papeles de Montgaillard el juez encontró documentos importantes del príncipe de Lichnowsky y sus amigos, y, a consecuencia de esto, decidió enviar al francés preso al castillo de la Mota, de San Sebastián.

Al día siguiente, Aviraneta convidó a comer a Ganisch y a los dos chapelgorris, sus ayudantes en el asunto del caserío Chapartiena, en una taberna de Irún de la calle de Larrechipi. Luego tomó la diligencia, y, al pasar por Behovia, el comisario de Policía francés le saludó, inclinándose ceremoniosamente.

Al llegar a Bayona, don Eugenio fue al Consulado a contar cómo habían realizado su expedición, y se encontró a Nenín y a Gamboa. Ninguno de los dos podía ocultar su mal humor y su despecho.

Gamboa, días antes, al saber que Lezama, por instigación de Aviraneta, tenía a Nenín en la cárcel, envió un propio al gobernador militar de Irún pidiéndole que le soltara, y así lo hizo.

Las diversas fases de la intriga trascendieron algo entre los carlistas de Bayona, y se dijo que Aviraneta había preparado una emboscada al joven caballero Montgaillard hasta conseguir hundirlo en una prisión.

Aviraneta, además de los anónimos que le enviaban habitualmente, comenzó a recibir otros amenazadores de los amigos de Sonia Volkonsky. Desde que el caballero Montgaillard fue preso, a Sonia se la veía poco en la calle; no iba a ninguna reunión, y, por lo que se decía, frecuentaba mucho la iglesia.