IX

SUEÑOS

AL llegar, de noche, a Lesaca, y en la posada, se encontraron a una muchacha, Gabriela la Roncalesa.

Gabriela habló con Manón de sus amigos y conocidos de Bayona, y la Roncalesa experimentó por la nieta de Chipiteguy, que le pareció un chiquillo, gran simpatía.

Manón le contó su asunto, y la Roncalesa dijo:

—Yo te ayudaré a libertar a tu abuelo; y si lo tiene secuestrado Martín Trampa, mi futuro cuñado, le obligaré a que lo suelte.

—En Oyarzun nos han dicho que Martín está en Echarri-Aranaz.

—Es muy posible.

Al día siguiente salieron muy temprano, en compañía de Gabriela la Roncalesa; pasaron por Yanci y Aranaz, y por caminos de cabras cubiertos de nieve, abordaron, al caer de la tarde, a la venta Quemada, del puerto de Velate.

En el puerto y en los montes de alrededor, completamente nevados, las grandes hayas parecían forradas de plumones blancos.

Manón y Alvarito, no habituados a aquel ajetreo, llegaron a la venta rendidos, y decidieron, de común acuerdo, descansar todo el día siguiente. Gabriela, sin duda, acostumbrada a largas marchas, determinó salir por la mañana temprano camino de Pamplona.

Alvarito se metió en la cama tan destrozado, que no pudo dormir en casi toda la noche. Le dolían los ojos del resplandor de la nieve. Al amanecer logró conciliar el sueño, un sueño pesado y profundo.

De pronto se encontró en un cuarto misterioso, rojo, con cortinones y unos espejos, en cuyo fondo, por arte de magia, corrían abismos acuáticos y se veían paisajes nevados llenos de árboles.

Se había despertado en una alcoba lujosa, sobre una cama mullida, llena de almohadones. Al mirar al balcón vio una sombra negra; luego que alguien rompía un cristal, abría y entraba dentro con una linterna sorda. ¿En dónde estaba? ¿Qué le había pasado?

De pronto notó el ruido de una respiración próxima, y, al mirar al suelo, vio una gran serpiente, que se enroscaba en sí misma, de una manera lenta. La serpiente, grande, pesada, estúpida, con barbas y ojos tristes, más que miedo le producía asco y ganas de matarla a puntapiés.

Alvarito se tiró de la cama y arrancó un barrote con gran facilidad, y lo levantó en el aire. La serpiente, al verlo, tomó aire compungido: se puso en dos pies, se inclinó humildemente, abrió la puerta de la alcoba y desapareció.

Alvarito, entonces, se despertó de verdad; vio el cuarto encalado y pobre de la venta del puerto de Velate; la luz del día, nevado, entraba por la rendija de las contraventanas.

A Alvarito le costó bastante trabajo convencerse de que había soñado.

—Aquí no hay sillones, ni espejos, ni serpientes con barbas. ¿Quién podrá ser esta gran serpiente ridícula? ¿A quién podía representar? Quizá a Sagaset, el sátiro de Sara; quizá a Malhombre o a Frechón. Al último no pudo presumir a quién podría simbolizar aquel gran ofidio cómico y lacrimoso.