FRECHÓN Y MALHOMBRE
AL llegar a Oyarzun y entrar en la plaza, Alvarito se encontró con Frechón en medio de un grupo carlista. Se miraron los dos, sin manifestar que se conocían, y Alvarito siguió adelante.
Llevaba una recomendación para uno de los jefes carlistas guipuzcoanos y se presentó a él; explicó su objeto y habló de Frechón, a quien había visto en el pueblo, diciéndole qué clase de hombre era y acusándole de secuestrador de Chipiteguy.
El jefe carlista respondió que él no podía intervenir en aquella cuestión, y que Alvarito anduviera con cuidado por su cuenta. Cuando el muchacho le preguntó por Martín Trampa, el jefe le respondió que creía que ya no estaba en Oyarzun, sino que había marchado a Echarri-Arranaz para sus negocios de tratante.
Al volver a la posada, la posadera indicó a Álvaro y a Manón que al quedarse en la casa, llena de huéspedes, tendrían que ir a dormir al desván.
—¡Bah! Ya ha dormido uno en peores sitios —dijo Ollarra, burlonamente.
—¿Sí, eh? —le preguntó Álvaro.
—Ya lo creo. En cuevas y en medio del campo y con lluvia. Ahora, a vosotros quizá os parezca malo el desván, sobre todo a este —y Ollarra señaló a Manón con desdén.
—Ya nos arreglaremos —contestó Álvaro.
Ollarra estaba acostumbrado a los desvanes. A Manón le hacía gracia la idea y a Alvarito no le molestaba.
Después de cenar subieron los tres por una escalera muy estrecha hasta una buhardilla grande, de suelo combado y torcido. Un entrecruzamiento de pies derechos y vigas de madera sostenía el techo. Veíanse en los rincones montones de heno seco, ristras de ajos y cebollas, y en el suelo, habichuelas extendidas, puestas a secar; grandes calabazas y mazorcas de maíz. Por entre los intersticios de las tejas se advertía la claridad de la noche y algunas estrellas.
—¡Buen palacio! Para las ratas —dijo Ollarra con ironía.
Luego puso el farol que le dio la posadera encima de una caja, y después cogió brazados de hierba seca, preparó una cama y le invitó a echarse en ella a Alvarito. A Manón le empezaba a mirar con sorna.
Álvaro dijo a Manón que se tendiera, y ella se acurrucó en aquel nido de hierba como un gato pequeño. Ollarra apagó el farol, subió sobre un gran montón de heno y el perro tras él. Al poco tiempo los dos dormían. Alvarito quedó sentado y despierto.
Manón se durmió pronto; al respirar se oía su aliento suave. Ollarra roncaba.
Alvarito velaba muy satisfecho por proteger a la dama de sus pensamientos. Aunque sentía sueño, no quería dormirse.
Se acordó de Don Quijote cuando velaba sus armas en la venta, y pensó que él debía sentirse feliz, porque el objeto de sus cuidados no era ilusión vaga, sino una mujer tan seductora como Manón.
Iba Alvarito a dormirse cuando Chorua empezó a gruñir; se oyó crujir la escalera, y poco después se vio aparecer en el desván una sombra a la luz vaga, que entraba por los intersticios de las tejas. Era Frechón, que se acercaba. Frechón abrió la tapa de una linterna sorda y se acercó hasta ellos.
Alvarito se levantó en el acto.
—Aquí, en este rincón, no hay sitio para dormir —dijo—; estamos nosotros.
—¡Ah, eres tú! —exclamó el francés; y sin más, dio tal puñetazo en el hombro al joven, que le derribó al suelo.
Alvarito cayó sobre la hierba, sin lastimarse. Chorua se puso a ladrar con furia a Frechón; este le pegó un puntapié, y el perro comenzó a chillar de un modo lastimero. Manón se despertó, y, cogiendo un palo, se acercó valientemente a Frechón.
—¡Canalla! —gritó.
Entonces Ollarra, deslizándose desde el montón de heno, furioso porque le había pegado a su perro, murmurando y blasfemando, se acercó a Frechón, y agarrándose a él, le dio una serie de puñetazos en la cabeza y en el pecho, que sonaron como redoble de tambor. Cuando ya lo tenía en el suelo, y casi sin sentido, lo dejó.
—Váyase usted —le dijo Alvarito al francés.
—¡Socorro! ¡Socorro! —exclamó Frechón.
—Pero ¿qué pasa ahí? —gritó la posadera desde abajo.
—¡Que me matan! —contestó el francés.
La posadera subió a la buhardilla, y Manón y Alvarito le contaron lo que había ocurrido.
—¡Hala, hala! —le dijo la mujer a Frechón—. Baje usted de aquí. Al momento.
El francés se resignó a salir de la buhardilla y bajó la escalera como pudo. Luego, la posadera, sin piedad, lo echó de la casa.
Al subir de nuevo a la buhardilla, entre Ollarra y Álvaro cerraron la puerta con una tranca. Manón había preparado una cama de heno al lado de la suya. Alvarito se tendió y quedó sumido en un sueño profundo.
Al día siguiente, y en vista de que no daban con Chipiteguy, decidieron volver por el monte, camino de Lesaca. Hacía frío, y compraron unas mantas. Estaba nevando; los montes comenzaban a aparecer blancos y en el aire gris danzaban los copos de nieve como grandes mariposas.
Al salir de Oyarzun se les acercó un hombre viejo, flaco y aguileño. Era Malhombre. No se dio a conocer.
—¿Van ustedes a Lesaca? —les preguntó con aire sonriente.
—Sí —contestó Alvarito.
—Yo también voy. Si no les molesto, ya iremos juntos.
—Molestar, ¿por qué?
—Yo conozco bien el camino.
—¿Es usted de Oyarzun?
—No; soy de cerca de Mugaire, y me dedico a comprar y a vender ganado.
—¿Es usted tratante?
—Sí.
—Tratante y de Mugaire. Quizá conozca usted a uno que llaman Martín Trampa, de Almándoz.
—Mucho.
—¿Le ha visto usted en Oyarzun estos días?
—Sí; creo que tenía un negocio entre manos con un viejo y un francés.
—¿Y hacia dónde estará ese hombre?
—¿Qué hombre?
—Martín.
—Creo que ha ido a Echarri-Aranaz.
Fueron los cuatro subiendo por el monte, camino de Lesaca. Malhombre les fue útil, porque conocía los mejores pasos. Al llegar cerca de Arichulegui les sorprendió una tempestad de rayos y truenos y tuvieron que guarecerse en una borda de ganado hasta que pasara. Luego arreció la nevada.
Malhombre se comportó como persona alegre y jovial; sabía animar a todo el mundo. Ollarra rechazó varias veces sus servicios, no le necesitaba para nada.
Al llegar a la ermita de San Antón entraron en la venta próxima; comieron y se arrimaron a la lumbre, reconfortándose. Malhombre habló mucho, y sonsacó a sus compañeros de viaje, con su habilidad de aldeano ladino, y averiguó quién era el principal de los tres y quién llevaba el dinero.
Al salir de la venta, ya oscurecido, Malhombre pidió un farol para ver bien por los senderos. Decidieron ir todos a pie, porque resultaba más peligroso marchar a caballo, y Ollarra fue el encargado de conducir las caballerías.
El paisaje montuoso, cubierto de nieve, con aquella luz crepuscular, era desolado y triste. Alvarito iba absorto, embebido en vagas imágenes, sin conciencia clara de que aquello fuera la realidad. Con poco más hubiese imaginado que se trataba de un sueño.
En una revuelta del camino, Malhombre, agarrando del brazo a Alvarito, susurró en tono amable e insinuante:
—Si quiere usted, atrasémonos un poco, tengo que hablar con usted; que no oigan lo que le voy a decir.
Alvarito, asombrado, y sin darse cuenta clara, pensó que Malhombre tendría que comunicarle algo trascendental, algún peligro del camino, y se fue retrasando.
De pronto sintió una mano, como una tenaza, que le oprimía el cuello.
—¡El dinero, o te mato!
Malhombre, con su zarpa de hierro, le apretaba el cuello, y con la otra mano le amenazaba con su rompecabezas. Alvarito, sofocado, murmuró:
—¡Déjeme usted! ¡Espere usted! No me ahogue.
—El dinero.
—¿El dinero? Lo tengo en el bolsillo del pecho.
—¿En dónde?
—Aquí.
—Esto está cosido —murmuró Malhombre, agarrando la chaqueta de Álvaro e intentando registrarle.
—Sí.
—Y no es fácil descoserlo. Durante este tiempo, Manón se había dado cuenta de que faltaba Alvarito; alarmada, al retroceder notó lo que ocurría y oxeó a Chorua. El perro, en dos saltos, se lanzó contra Malhombre y le trincó de los pantalones.
Malhombre se volvía; intentó defenderse con el rompecabezas. Alvarito, aún no repuesto de la sorpresa y del sofoco, se quedó amilanado, perplejo.
—¡Ollarra! ¡Ollarra! —gritó Manón.
Malhombre vio la partida perdida, y se dispuso a escapar; pero el perro no le dejaba tranquilo. Ollarra, abandonando las caballerías, se le acercaba con el garrote enarbolado. Malhombre sacó una navaja y le esperó.
—Déjame —gritó—. Si no te abro las tripas.
Ollarra sin oírle, se echó sobre él, y le arreó tal garrotazo en la cabeza, que Malhombre, dando vueltas sobre sí mismo, cayó en la nieve. El palo saltó hecho astillas.
—¿Ahora, qué hacemos con este hombre? —preguntó Alvarito.
—Dejarlo ahí —contestó Ollarra—; si no se ha muerto, ya se morirá.
—¡Pero, hombre!
—¡Que se muera! ¡Qué importa! ¡Hala, hala, que nieva mucho!
Cogió Ollarra el farol con la mano izquierda, y hostigando a las mulas con la derecha, armada del látigo, siguió su marcha, precediendo a Álvaro y a Manón.
Caía la nieve sobre el monte.