VII

LOS BERTACHES

DESPUÉS de comer en la venta de Yanci, puestos de nuevo en camino en el carricoche, se acercaron a Sumbilla, pasaron a la vista de su juego de pelota, entraron en su única calle, estrecha, y una hora más tarde cruzaron por delante del puente de Santesteban, hacia Mugaire. El viento frío traía lluvia mezclada con nieve.

Al caer de la tarde entraron en la venta de Mugaire a calentarse y a merendar. Poco después siguieron el camino.

Ya de noche llegaron a Almándoz. Una patrulla carlista los detuvo y les pidió pasaportes. Los soldados les indicaron la posada de la calle por donde corría la carretera.

En el camino que sube desde Mugaire, a orillas del Bidasoa, hasta el puerto de Velate, se encuentra Almándoz. El pueblo se halla a la mitad de la cuesta.

En aquella hora todo estaba oscuro y desierto en la aldea; las casas cerradas; no se veía una luz. Se comenzaba a sentir la guerra. En la posada, ningún viajero; únicamente los amos de la casa, dos viejos, padres del dueño; una mujer joven y un muchacho. El posadero, al parecer, se encontraba en el campo carlista.

Prepararon la cena para Manón, Alvarito y Ollarra; se sentaron los tres delante de la chimenea, al amor de la lumbre. Manón, con su instinto, creyó adivinar gente de buenos sentimientos en los viejos de la posada y les contó a lo que iban y sus propósitos de buscar al abuelo.

—¿Ustedes conocen a los Bertache? —les preguntó Alvarito.

—¿Quién no los conoce aquí? —exclamó el viejo.

—¿Son dos?

—Sí; uno se llama Luis y es subteniente en el quinto de Navarra; al otro le dicen Martín Trampa.

—¿Qué clase de gente son?

—Son unos bandidos que tienen aterrorizado al pueblo.

—No sé para qué hablas así —exclamó la vieja en vascuence—; si lo saben te puede pasar algo malo.

—Que lo sepan; me tiene sin cuidado —murmuró el viejo.

—Y vosotros, ¿por qué queréis saber quiénes son los Bertache? —preguntó la vieja a Manón—. ¿Tienen algo que ver con el secuestro de vuestro abuelo?

—Sí; y sospechamos que lo tengan preso aquí mismo, en Almándoz.

—Mañana se lo preguntaréis al sargento Iribarren, que es amigo de la casa, y él os lo dirá.

Después de cenar se colocaron todos al lado del fuego, alrededor de la chimenea, y la vieja, que ya había adquirido confianza con los viajeros, les contó cómo unos meses antes Martín Trampa y su criado Malhombre entraron a la posada, de noche a robar.

—Yo estaba sola en casa —dijo la vieja—, y oí desde la cama cómo abrían la puerta. Luego, nuestro perro empezó a ladrar; pero, sin duda, le echaron algo de comer y se calló. Yo no me atrevía a levantarme y a bajar, porque pensé que si me presentaba, entre Martín Trampa y Malhombre me hubiesen acogotado.

—¿Y por qué no me llamó usted a mí, abuela? —preguntó el muchacho enfermo.

—Porque te hubieran matado a ti también.

—Ya lo hubiéramos visto.

—¡Tonto, más que tonto! ¿Qué hubieras hecho tú solo contra ellos?

—Estos Bertache están ya aislados y todo el mundo los odia —dijo el viejo—; ya no les queda mucho tiempo para mandar.

—¿Y es de aquí un tal Echenique? —preguntó Alvarito.

—Ese Echenique es el criado de Martín Trampa, a quien llaman Malhombre. Malhombre roba y lo dice, y hasta ahora nadie se ha atrevido con él.

—¿Tan terrible es? —preguntó Ollarra malhumorado.

—Sí, es muy malo.

—No quisiera más que encontrarme con él.

—¿Para qué? —preguntó Alvarito.

—Para darle una paliza que le quitara las ganas de atropellar a los demás.

A Ollarra, sin duda, la idea de que hubiera un matón que no fuera él le ponía frenético.

Después de cenar, Chorua se presentó a comer los restos de la comida, y Ollarra le hizo lucirse y hacer varias habilidades. Luego, el viejo trajo una botella de aguardiente. Alvarito probó el licor, que le pareció fuerte, y Ollarra bebió muchas copas.

—Vamos a tomar otra copa —decía—, ¡la segunda! —y se echaba a reír.

Tenía que decir la segunda, aunque fuera la sexta o la séptima, y celebraba su chiste con carcajadas. Era una gracia que imitaba del herrador del pueblo.

La vieja se llevó la botella.

Se marcharon todos a sus respectivos cuartos. Alvarito pensó estar oyendo a cada momento los ladridos del perro de la posada denunciando a los ladrones, como había contado la vieja.

Al día siguiente, al levantarse, Alvarito salió de casa y se presentó al sargento Iribarren, amigo de la gente de la posada. Al preguntarle por Martín Trampa, el sargento le dijo que creía que no estaba en el pueblo.

Iribarren recordaba que Martín y Malhombre tuvieron guardado a un viejo en casa del sacristán, según decían, por liberal.

—¿Y Martín, dónde vive? —preguntó Álvaro.

—Ahí, en una plazoleta. Esta niña le enseñará a usted la casa.

—¿Tiene familia aquí?

—Sí; me figuro que estarán su madre, su mujer y su hermana.

La niña llevó a Alvarito delante de la casa de Martín Trampa, y como si tuviera miedo, antes de llegar a ella echó a correr y desapareció. La casa de los Bertache era grande, cuadrada, de cuatro aleros, con un escudo pintado, en donde había esculpidas una cabeza de chino y las armas de la familia Arreche: un árbol con dos osos.

Alvarito llamó. Y salieron a la puerta una vieja flaca, acartonada y dura, con mantón negro y toquilla arrollada a la cabeza, y poco después, una muchacha de aire seco y suspicaz. Eran la madre y la hermana de Martín Trampa. Alvarito explicó que deseaba hablar con Martín para un asunto importante, y las dos mujeres contestaron en tono áspero que el amo no estaba en Almándoz, que había ido hacía días a Oyarzun.

—¿No saben ustedes cuándo vendrá?

—No, señor; no lo sabemos, ni nos importa tampoco —contestó la joven, y cerró la puerta.

Alvarito volvió a la posada y contó a Manón cómo había visto a la madre y a la hermana de Martín Trampa, y cómo le habían dicho que este se hallaba en Oyarzun.

—Bueno, pues vamos a Oyarzun.

Discutieron si sería mejor volver de nuevo por el mismo camino y marchar por Lesaca, o ir por Goizueta; pero como por Goizueta el camino era peor, decidieron ir a Lesaca.

Almorzaron en Almándoz, salieron de prisa en el carricoche, llegaron al anochecer a Lesaca; pararon en la posada de Gorringo, enviaron el coche a Vera con Ollarra y alquilaron tres caballerías.

Al día siguiente, con una mañana de escarcha, subieron por el monte a la ermita de San Antón; comieron allá y contemplaron una gran ferrería abandonada al pie de la enorme pared de la peña de Aya.

—¿Te gustaría vivir aquí? —preguntó Alvarito a su compañera.

—A mí, no. ¡Qué horror! —dijo Manón—. Es uno de los sitios más tristes que he visto.

—¡Bah! Todos los sitios son lo mismo —replicó Ollarra—. Habiendo qué comer, lo mismo da.

—¿Así te parece a ti? —preguntó Manón.

—Naturalmente. Sólo a señoritas estúpidas y remilgadas se le pueden ocurrir esas tonterías.

—¡Bah! ¿Tú sabes cómo son las señoritas?

—Ya sé que son tontas y caprichosas y que hay imbéciles que les hacen caso. No sería yo de esos.

Manón pensó que quizá Ollarra sospechaba que era mujer. No quiso decirle nada. Ollarra parecía tener mal humor y fue por el camino solo.

Cruzaron por delante de los caseríos de Arichulegui y comenzaron a bajar hacia Oyarzun.

Manón y Alvarito entretuvieron el aburrimiento del camino hablando de sus amistades de Bayona, de la tertulia de madama Lissagaray y de la extraña situación en que se encontraba.

—Si salvas al abuelo, te voy a querer mucho, Alvarito —le dijo Manón.

Alvarito volvió la cabeza melancólicamente en señal de duda.

—¿No lo crees? —preguntó ella.

—No.

—¿Por qué no lo crees? —volvió a preguntar Manón con coquetería.

Alvarito se encogió de hombros y se puso a pensar en el carácter de aquella muchacha, que tanto lugar ocupaba en su vida.

¿Manón le quería o no le quería? Álvaro notaba que ella le iba tomando afecto; pero le faltaba conquistarla del todo. Quedaba siempre en Manón como un último baluarte irreductible, independiente y caprichoso.

Tan pronto favorable, tan pronto adversa, así la veía a Manón. Quizá ella, con respecto a Álvaro, había decidido algo: quererle o no quererle; quizá no había decidido nada, y dejaba pasar el tiempo por si alguien llegaba a interesarle más, a arrastrarle por completo, rindiendo aquel último baluarte inexpugnable, siempre decidido a no rendirse.