VI

LAS HABILIDADES DE OLLARRA

OLLARRA se manifestó, como compañero de viaje, de muchos recursos, a veces de felices ocurrencias; pero, en general, de genio sombrío y malhumorado. Todos sus conocimientos venían de la propia fuente de la Naturaleza, sin pasar por libros. Sacaba de su boca alternativamente chirridos de lechuza y batir de alas de este pájaro crepuscular, lamentos de búhos, ladridos de perros y cantos de tordos, de ruiseñores y petirrojos. Imitaba todo con perfección. Silbaba también admirablemente aires campesinos, a los que añadía florituras complicadas.

Su canción favorita era una canción, en patuá gascón, que comenzaba así:

Six sous costaren,

six sous costaren les esclós.

Esta canción de melodía romántica y de letra ordinaria y vulgar, le gustaba a Ollarra, porque, sin duda, satisfacía al mismo tiempo su sentido musical poético y su instinto de ironía brutal y salvaje. Este gusto por tal mezcla es frecuente entre los vascos. Parece que la canción así llena como dos departamentos del espíritu: uno, el ansia romántica de vaguedad, y el otro, el instinto grosero de sátira y de burla.

Distinguía muy bien los pájaros en el aire, por la manera de volar, y conocía los huevos encontrados entre las matas y sabía a qué ave pertenecían. Con la colaboración de Chorua, hasta marchando por el camino en el carrichoche hallaba ocasión de cazar o de coger algo.

Ollarra compendiaba en su cabeza una serie de ideas falsas sobre las costumbres y los instintos de los animales, una historia natural fantástica.

La geografía suya era también reducida hasta lo absurdo. En el mundo había, principalmente, vascos, para él los hombres normales; gascones, tipos ridículos, capaces de comer hierbas del campo en ensalada; luego españoles, que casi todos eran curas o soldados; franceses tripudos, con bigotes amarillos, e ingleses, que todos eran serios; luego había América, una tierra rica que se disputaban ingleses, franceses y españoles.

Ollarra era de una independencia salvaje. Al oírle daba la impresión de que se había propuesto llevar la contraria a todo el mundo; lo que a la mayoría parecían virtudes, a él se le antojaban defectos.

—Es un cochino —decía de alguno—; no hace más que trabajar a todas horas.

De otro indicaba:

—No sé qué le encuentra a su padre para tenerle ese cariño.

Esos lazos naturales de padres e hijos, maridos y mujeres, hermanos y hermanas le parecían debilidades y necedades. También debía considerar como cosa ridícula el sentir amor por la tierra. Oyéndole, parecía que lo natural en el hombre era odiar al prójimo cordialmente.

—Yo no soy ni español ni francés —decía—. De donde se viva mejor —añadía, riendo, con cierta cólera, y traducía su frase unas veces al francés y otras al castellano.

—¿Tú no saber leer? —le preguntó Álvaro.

—Yo, no; ¿para qué? Eso no sirve para nada.

—¿Cómo que no sirve?

—Yo, al menos, no he tenido nunca necesidad de leer.

—¿Así, que no has aprendido nada?

Ollarra se encogió de hombros con desprecio.

—¿No sabes la doctrina?

—¿Qué es la doctrina? ¿Ese libro pequeño que llevan los chicos a la escuela?

—Sí. ¿No te la han enseñado?

—No. ¿Eso para qué sirve?

—Enseña a amar a Dios y al prójimo.

—¡Bah! Esas son tonterías —masculló Ollarra con cólera, azotando con el látigo al caballo.

Durante algún tiempo, Ollarra había vivido en Francia, muy adentro del país, en tierra de gascones, donde no se hablaba vascuence, dedicado a pescar en un río, cuyo nombre ignoraba, y a cazar cuervos y cornejas. Cazaba los cuervos, según contaba, con cucuruchos de papel llenos de liga, en los que metía cebo. También los cogía con anzuelos o poniendo carne de caballo o de mulo envenenada con nuez vómica.

Ollarra, huérfano de madre desde muy niño, fue protegido durante su infancia por un brujo y una bruja de Oleta, con quienes vivía.

Ollarra contó, con su acento mixto de cólera y de ironía, las mentiras y socaliñas empleadas por el brujo de Oleta para engañar a los incautos, en las cuales el muchacho tomaba parte muy importante, pues antes de entrar a ver al viejo brujo se obligaba a esperar a los clientes en un cuarto del caserío, y entre la vieja y Ollarra, haciéndose los tontos, sonsacaban a los crédulos sus intimidades y sus preocupaciones y luego se las contaban al brujo. A casa del hombre de Oleta solía ir gente distinguida para que les dieran hechizos.

—¿Y tu padre? —preguntó Alvarito a Ollarra.

—Es desertor francés y contrabandista. Ahora está enredado con una gitana. Es un puerco.

—¿Cuántos años tienes?

—No sé. Diecisiete o dieciocho. Lo mismo da uno más que uno menos.

—¿Y no tienes novia? —le preguntó Manón.

—Sí; ahí tengo una chica en Oleta. Ya le he dicho que me casaré con ella cuando sea mayor y tenga algún dinero; pero siempre me viene con tonterías y arrumacos, y que si la olvido o no la olvido.

—A las novias hay que mimarlas —dijo Manón.

—Tú qué sabes —replicó Ollarra con violencia—. Eres demasiado chico para enterarte de esas cosas. Todas las mujeres son así: embusteras y amigas de mimos y de engaños. Bien tonto será quien haga caso de ellas.

Ollarra siguió hablando en el mismo tono. Era el ímpetu, la imaginación sin freno, el orgullo desatado. Sentía pasión infantil por la aventura, no acompañada de la menor reflexión, creía que con valor y energía todo debía salir bien. Su credulidad y confianza en sus recursos, ilimitada, sin contrastar con los demás, le daban ideas no muy claras sobre los hombres. En parte les temía y en parte les despreciaba.

Manón pretendía amistarse a toda costa con Ollarra; pero este la miraba con desdén; la consideraba como a un chico, y como un chico afeminado.

Alvarito iba conociendo a Manón. Comprendía cómo a ella, acostumbrada a dominar y subyugar fácilmente, le extrañaba y mortificaba que el joven salvaje no la tomara en cuenta.

Alvarito sentía cierta admiración por Ollarra; pero sospechaba de él por su carácter inquieto, soberbio y malhumorado; le creía misterioso, poco seguro y capaz de cualquier barbaridad o de cualquier traición. Ollarra, en cambio, tenía gran curiosidad y cierta simpatía por Alvarito, toda la simpatía de que él era capaz. Se reía mucho viéndole tan torpe para las cosas materiales. Sin duda, su nuevo amo se le representaba como el tipo de la ciudad: del hombre inútil que sustituye la falta de energía con dinero.

Ollarra disfrutaba de su nueva posición con delicia. Se pavoneaba, se dedicaba a comentarios mortificantes, hacía restallar el látigo en el aire y el carricoche iba al vuelo. El día mismo que salieron de Vera, la primera parada fue en la venta de Yanci. Durante el almuerzo, Manón y Alvarito se rieron viendo al perro, a Chorua, que se echaba sobre su amo, jugaba con él y le lamía la cara. El muchacho y el perro vivían identificados: una mirada de Ollarra o un silbido bastaban para que el perro le entendiera.