IV

EN VERA

NO sabían qué hacer con el caballo del farsante místico de Sara, y le dejaron que siguiera a los otros dos.

Atravesaron, Alvarito y Manón, por un barranco hundido y cerrado, en donde algunos carboneros hacían arder sus hornos. Al remontar el arroyo, pasaron del barranco estrecho que corría entre dos vertientes tupidas a una altura próxima, y en ella vieron un centinela.

—¡Alto! ¿Quién vive? —les gritó este.

—¡España! —contestó Alvarito.

—¿Qué gente?

—¡Gente de paz!

—¡Adelante!

Avanzaron Alvarito y Manón, y se encontraron poco después rodeados de cinco soldados carlistas harapientos.

—¿Adónde vais y de dónde venís? —preguntó el que hacía de jefe.

Alvarito contó que venían de Francia y que iban a casa de unos parientes de Almándoz.

—¿Qué es vuestra familia?

—Es familia de labradores.

—¿Son carlistas o liberales?

—Son carlistas.

Había allí cerca una barraca de madera, medio taberna, servida por un hombre con trazas de campesino, y Álvaro convidó en ella a los aduaneros carlistas y a algunos soldados de una partida volante que se habían acercado al olor de un posible vaso de vino.

Les dejaron pasar sin más formalidades, y poco después, Alvarito y Manón descansaban delante de una ermita, ya próxima al pueblo.

Era la ermita pequeña, baja; partía de ella un calvario; al lado se levantaba una cruz de piedra con los atributos de la Pasión; dentro se veían santos de bulto, siniestros: a la derecha, San Jerónimo, con su león, y a la izquierda, San Martín, a caballo, cortando su manto con la espada para dárselo al pobre.

Alvarito, con su fantasía, creyó que dentro estaba agazapado un hombre, pero no había nadie. La puerta de la ermita era enrejada, y a los lados tenía dos ventanas. En el dintel de la puerta se podía leer este letrero en vascuence:

Egizu zuk, Maria,

gugatik erregu heriotzeko orduan

ez gaitezen galdu.

(Ruega por nosotros, María, para que en la hora de la muerte no nos vayamos a perder.)

—Enseguida la muerte —dijo Manón, después de traducir la inscripción vasca, haciendo gala del espíritu volteriano de su abuelo.

—Es la religión —replicó Alvarito—; no se va a hablar en las ermitas de bailes o de fiestas.

Siguieron los dos muchachos su camino por una senda hundida. Caía la tarde, el cielo azul iba llenándose de nubes rojas y se oía una campana melancólica en el aire. Enfrente, la peña de Aya se destacaba a lo lejos, dentellada, en el horizonte en llamas del crepúsculo. A Alvarito le parecía aquello la gloria de un altar mayor con los ángeles en el cielo incendiado.

—Es triste España —murmuró Manón.

—¡Pero si apenas hemos entrado en ella! —replicó Álvaro.

Pasaron por una encrucijada con grandes árboles, en donde habían hecho su campamento unos gitanos, que en aquella hora vivaqueaban y encendían fuego. Alrededor de las llamas correteaban chiquillos medio desnudos; dos borricos pardos pacían la hierba tristemente.

Iban Alvarito y Manón acercándose al pueblo un poco deprimidos por el anochecer espléndido. La campaña seguía tocando en aquel aire de cristal inmóvil del crepúsculo.

—¿Por qué no hablas? —preguntó Manón a Álvaro.

—¿Qué te puedo decir? —murmuró él melancólicamente.

—Lo que piensas.

—Si te dijera lo que pienso no te gustaría.

—¿Por qué no? Quizá sí.

—No, ya sé que no.

Y al decir esto sentía una oleada de tristeza que le anegaba y que rimaba con la melancolía de aquel crepúsculo admirable.