EL SÁTIRO DE SARA
ALVARITO y Manón, desde Urruña, marcharon en coche a Sara; se detuvieron allí en la posada de un tal Harismendi y se presentaron al cura, hombre muy influyente en el campo carlista, con la esquela del señor Silhouette. Le contaron lo que les ocurría: la desaparición de Chipiteguy, con todo detalle; pero el cura, aristocratista convencido, el que hubiese desaparecido un trapero de su trapería no le parecía cosa de mayor importancia. Para zafarse de los dos jóvenes, les recomendó al dueño de una abacería, puesta bajo la advocación de la Purísima Concepción.
—El señor Sagaset —les dijo el cura— les informará mejor que yo.
Fueron a ver al tal Sagaset, en su tienda, un piso bajo, lleno de imágenes de yeso, de estampas de santos y de vírgenes. El tendero era hombre grande, al menos de tamaño; ancho de hombros, barba negra hasta el pecho, nariz corva y mucha corpulencia. Gastaba melenas largas; tenía los ojos claros, y la boca, sin dientes. Sagaset vestía de negro; chaquetón, sombrero de copa, pantalones bombachos y gran cadena de reloj de plata; tenía los brazos cortos, para su estatura; el vientre, abultado, y las piernas, delgadas. Era, a primera vista, hombre que pretendía ser amable, meloso, de aire hipócrita, con una sonrisa siempre suave y dulce.
Sagaset se brindó a proteger a Alvarito y a Manón y favorecerles en su empresa de buscar a Chipiteguy Quiso también llevarlos a su casa; pero Manón se opuso porfiadamente.
—Es un hombre antipático, que no me inspira confianza alguna —afirmó ella, dirigiéndose a Alvarito.
—¿Por qué no? Dicen que es una buena persona. Un beato que se pasa la vida en la iglesia.
—Peor que peor.
—¿Vas a empezar a hablar como tu abuelo? —repuso Álvaro—. ¿A creer que todos los que van a la iglesia son unos canallas?
—No diré que todos; pero este, creo que sí. A mí me ha mirado mucho; al hablarme me ha cogido la mano…
Porque cree que eres un chico.
—¡Hum! No sé. Creo que sospecha que no. Mucha gente dice que el abacero[64] es un místico y un santo varón; pero a mí no me produce confianza.
Alvarito tenía la idea de que Manón, con su instinto certero de mujer, conocía muy bien a las personas, por lo cual le parecía prudente no desdeñar sus opiniones.
Para la mayor parte del pueblo, Sagaset era un bendito. En la iglesia rezaba, tendido en el suelo, con los brazos en cruz. Había convencido a la gente de que se le aparecían la Virgen y los santos.
De alguna de estas apariciones contaba detalles; de otras, no, porque, según decía, los aparecidos no le daban permiso para hablar de ellos, o si se lo daban, le ponían un plazo, como si se tratase del cobro de una letra o de un pagaré.
Si Manón y Alvarito hubieran conocido más personas en Sara, hubiesen sabido que Sagaset andaba persiguiendo a las muchachitas muy jóvenes, y que, a pesar de su aire de beato, era un perfecto granuja. Quizá era beato y granuja sinceramente al mismo tiempo, cosa que puede armonizarse en muchos casos. Un tabernero, republicano rival, aseguraba que en otro lugar donde Sagaset había vivido tuvo otra tienda de comestibles, y en vez de ponerla bajo la advocación de la Purísima Concepción, la llamó A la Bandera Tricolor, porque en el pueblo abundaban los liberales. Lo mismo le hubiera llamado A la Bandera Roja.
Con La Bandera Tricolor, Sagaset hizo quiebra; quizá Dios le quiso demostrar que aquella insignia liberal era herética y vitanda.
Para Sagaset, sin duda, no había más que una ligera diferencia entre la Purísima Concepción y La Bandera Tricolor: la Purísima era el éxito, y La Bandera Tricolor el fracaso.
Según el tabernero republicano, Sagaset, el intrigante, defendido por los curas, hacía suscripciones para toda clase de obras piadosas y se quedaba algunas veces con los cuartos; vendía medallitas, imágenes, rosarios; se dedicaba también al chantaje y había estado procesado por corrupción de menores.
No eran todo visiones en la vida del tendero de comestibles. Sagaset, el sátiro de Sara, como le llamaba el tabernero republicano, era un completo farsante y gran hipócrita, un cocodrilo místico y sentimental. Tenía una lágrima a tiempo, una frase para legitimar cualquier granujada que él hiciera y otra frase condenatoria y áspera para juzgar la conducta de los demás, que él suponía siempre, con piadosa intención, impura, sórdida y envilecida.
Manón le repitió a Alvarito que desconfiara de Sagaset y que estuviera siempre en guardia.
—Pero ¿por qué? ¿Se sabe algo malo de él?
—Yo no sé nada; pero estoy segura de que es un canalla.
—Bueno, desconfiaremos.
Al decidirse a marchar de Sara a Vera, para entrar en España, Sagaset anunció a Manón y a Alvarito que les acompañaría, porque quizá solos no sabrían encontrar el camino.
Sagaset alquiló tres caballos, y por la tarde, después de comer, comenzaron a alejarse del pueblo y a tomar por una senda aguas arriba de un arroyo, nacido en la frontera de España.
Al llegar cerca de un bosquecillo de robles a un prado, en donde manaba una fuente, Sagaset dijo que allí debían sentarse a merendar.
—Tomaremos un bocado, ya que la divina Providencia es bastante buena con nosotros para proporcionarnos un modesto refrigerio —añadió el tendero.
—No veo que tenga nada que ver con esto la divina Providencia —dijo Manón, echándoselas de volteriana—. Es más bien la Silveri, de la fonda de Harismendi, que se ha encargado de ello.
—Eres un joven impío —replicó Sagaset, sonriendo.
Bajaron los tres de los caballos, se sentaron en la hierba y se pusieron a merendar. Después de la merienda había ido Alvarito a llenar la botella en la fuente, cuando Sagaset, agarrando con fuerza a Manón, la besó en el cuello.
Ella se desasió rápidamente, y, volviéndose, dio tal bofetada al sátiro, que sonó como un estampido.
Sagaset iba a volver a la carga cuando vio a Alvarito pálido, que con una pistola, sacada del bolsillo, le apuntaba. Sagaset retrocedió, haciendo un gesto de espanto.
—No le tires —gritó Manón.
—Era una broma —murmuró Sagaset, sonriendo e inclinándose de una manera repugnante.
—No aceptamos bromas de usted —exclamó Alvarito, con la pistola aún en la mano.
—Quita, no vayas a disparar —gritó Manón—. Yo le daré a este hombre lo que merece.
Y, cogiendo una vara, dio una tanda de palos al barbudo sátiro.
El hombre gritaba de manera grotesca, con gritos de gallina.
—Basta ya —dijo Alvarito; y, dirigiéndose a Sagaset, añadió—: Ahora, a pie, y sin volver la cabeza, se marchará usted a Sara. Si se vuelve usted, le mato como a un perro.
—Está bien, está bien. No hay que incomodarse —murmuró Sagaset, como si estuviese, efectivamente, encantado del giro que habían tomado las cosas.
Sagaset comenzó a marchar camino de Sara sin volver la cabeza.
—¡Qué asco de hombre! —exclamó Manón—. Me pareció que se me echaba un sapo encima.
Después, pasada la primera impresión del accidente, los dos muchachos se echaron a reír, recordando con detalles la escena. Manón se encontraba satisfecha de tener un compañero valiente y decidido como Alvarito, y este comenzaba a sentir cierta confianza en sí mismo, confianza que jamás había tenido.