¿Será hábil, me preguntaba un amigo, hablar de los procedimientos de confeccionar una novela? ¿Será oportuno exponer nuestra torpeza, nuestros tanteos a los lectores que creen que de nuestro cerebro va a salir una obra completa como Minerva, armada y hasta maquillada de la testa de Júpiter?

Hábil o no, oportuno o no, ¿qué importa? Estamos empachados de habilidad y de oportunidad, y aparecer como inhábiles y como importunos no nos preocupa gran cosa.

Diálogos de viaje

Hablar con una mujer a solas está siempre bien. Aunque el diálogo no tenga el más ligero matiz amoroso, no se echa de menos una tercera persona; en cambio, se habla mejor casi siempre con dos amigos que con uno.

Al dialogar y razonar tres hombres, se completan uno a otro; dos interlocutores suelen ser poco para divagar cómoda y agradablemente; cuatro, demasiado; hay, pues, que decidirse por el trío, terceto, trinidad amistosa o como se le quiera llamar.

Hemos salido de Madrid tres amigos en diciembre, y estamos aguardando en un pueblo de la costa de Málaga a que termine la reparación de la avería del auto. Los tres amigos somos escritores, discutidores habituales y crónicos y aficionados a debatir ideas.

Para el que no nos conozca, debemos ser gente absurda; al que tenga conocimiento de algunos de nuestros productos y nos lleve ya catalogados como fabricantes de cosas vanas e inútiles, no le han de chocar nuestras disquisiciones.

De los tres compañeros de viaje, uno es, principalmente, cultivador del ensayo filosófico; el otro, especialista en cuestiones pedagógicas, y yo casi exclusivamente cultivador de la novela, con o sin prólogos doctrinales.

Después de comer en la fonda, nos asomamos los tres a un paseo frente al mar. El paseo corre sobre un malecón por encima de la playa. Abajo, en el arenal, descansan cerca del agua varias barcas pequeñas, dos o tres mayores con las velas remendadas y unas yuntas de bueyes. Los pescadores, bronceados por el sol, van y vienen, preparando sus redes, dando una nota de color con sus camisetas amarillas y rojas. En el extremo de la playa, en una rinconada entre dos casas, un grupo de hombres y de muchachos se dedica al juego del país, que consiste en tirar una caña de azúcar al alto e intentar cortarla en el aire con una navaja.

Estaríamos muy satisfechos de poder hacer algunas observaciones, quizá algunas metáforas, sobre la belleza del Mediterráneo y la dulzura del clima; pero el brillante mar latino se muestra oscuro, con un color de mica, bajo el cielo encapotado. Es un día antimetafórico, y, faltos de posibilidad de apoyar en alguna base nuestra retórica, volvemos al tema que durante todo el viaje nos ha servido de motivo de conversación.

La novela

Lo que debe ser la novela y la posibilidad de una técnica clara, precisa y concreta, para este género literario, ha sido la base de nuestras discusiones.

Cuando no tenemos otra cosa mejor que hacer, cuando no nos encontramos en la duda de seguir un camino u otro, de elegir la fonda de arriba o la de abajo, cuando no tenemos la necesidad de escribir un trozo más o menos elocuente en una tarjeta postal, volvemos a la técnica de la novela.

Yo, desde hace tiempo, me hallo preocupado con esa técnica, no precisamente con la general, sino con la mía propia, y con la posibilidad de modificarla y de perfeccionarla. Ahora, esto, sin duda hacedero en teoría, no lo veo igualmente factible en la práctica, o, mejor dicho, no encuentro su eficacia, porque al intentar proyectar mis ideas técnicas sobre la construcción novelesca, se reducen a tan poco, dan un resultado tan parecido a lo inventado por puro instinto, que mis nuevos planes me desilusionan.

Tomando como motivo la técnica de la novela, los tres compañeros de viaje nos batimos con razones mejores o peores, y exponemos nuestros respectivos puntos de vista. Después, en los momentos de abstracción y de silencio, yo intento ver si llevo alguna luz a mi nuevo libro, en estado embrionario, al que voy a llamar La nave de los locos.

Aunque algunos amigos no lo creen, no soy nunca terco en mis ideas; la posibilidad de cambiarlas, no sólo no me molesta; al revés, me ilusiona. He ensayado en literatura todo cuanto he podido ensayar. He huido de ser dogmático y he llegado a pensar, como lector de los pragmatistas, que una teoría, en la mayoría de los casos, vale más por sus resultados y por su porvenir que por sus posibles aproximaciones a la verdad.

He mirado también la literatura como un juego, por lo que tiene de desinteresado, y no me he asido a ella en general, ni a mis obras en particular con la fuerza del amor propio. Escucho siempre con curiosidad los reparos que se ponen a mis libros, y siento no me los hagan más concretos y más detallados. Tener un censor agudo y penetrante que tome la obra de uno, la diseque, señale sus deficiencias y diga: «Usted ha querido hacer esto, y no lo ha hecho por tal o cual razón», ha de ser para el escritor gran fortuna.

Claro, es muy posible que la mayoría de los defectos fundamentales de un autor sean incorregibles y no hay manera de evitarlos; pero seguramente debe haber otros a los cuales se puede poner remedio.

Aun con todas las limitaciones psicológicas, mejorar en lo posible el producto espiritual de una manera consciente, debe ser muy agradable. Yo he tenido siempre esa ilusión, aunque no la haya podido llevar a la práctica.

Si yo pudiera depurar mis obras y mejorarlas, las depuraría y mejoraría, en parte, quizá, por el público, pero principalmente por mí. Tengo el amor de las cosas por ellas mismas más que por sus resultados pecuniarios o de fama, y aunque un pesimista me convenciera de que haciendo libros peores y con algunas martingalas tendrían más éxito, yo siempre los haría lo mejor que pudiera. En todo aquello por lo que sintiera afición, creo que me pasaría lo mismo.

Las simpatías encontradas

Generalmente, cuando las personas discuten hay siempre un conflicto de simpatías contrarias que, en vez de ponerse en claro desde el principio, queda oculto de una manera no deliberada. Es posible que si en vez de discutir los interlocutores fueran psicólogos puros, sin gran fuerza vital, intentaran poner en claro sus tendencias, se explicasen solamente, se definieran y dejasen de discutir.

Hoy mucha gente, satisfecha y llena de petulancia, llama incomprensión a lo que debía llamarse, sencillamente, falta de simpatía.

Hoy le dicen a cualquiera, en serio, que no comprende la vida de un pueblo, el discurso banal de un político o las piruetas de una bailarina. Hay comerciante de Barcelona, de Bilbao o de Buenos Aires que cuando sale de su casa con su terno bien cortado y sus zapatos de charol cree que es algo que debe de admirarse y de reverenciarse. Si no se le admira cree que es porque no se le comprende; cosa ridícula, pero que así es.

Dada la vanidad grotesca de la gente, se considera el comprender sinónimo de elogiar. ¿Se elogia? Se comprende. ¿No se elogia? No se comprende.

Una persona de cultura corriente, como yo, no comprenderá el griego o el hebreo; comprenderá con mucha dificultad y parcialmente, si tiene este extraño capricho, a Kant, a Riemann o a Einstein; pero no puede menos de comprender, por torpe que sea, que la cocina francesa, las obras de Anatole France o la plaza de la Concordia están bien. No se necesita ser un lince para ello.

Lo que puede ocurrir, como me ocurre a mí, es que no tenga ese entusiasmo frenético de americano por la plaza, por la cocina, o por el escritor. Cierto que no simpatizar es lejanamente algo parecido a no comprender, pero no es lo mismo.

Si mis interlocutores y yo hubiéramos sido bastante psicólogos para comprendernos unos a otros con exactitud, quizá en vez de defender una tesis, nos hubiéramos definido cada uno a nosotros mismos con absoluta exactitud y, después de definirnos, no hubiéramos tenido necesidad de discutir.

En el fondo, toda opinión, toda tesis, es un alegato de defensa de sí mismo, de lo bueno y de lo malo que uno tiene.

Afirmado esto, claro es que uno no pretende lanzar sus ideas como si fuesen conceptos fundamentales de la literatura; a lo más que aspira es a que se consideren como puntos de vista subjetivos que pueden tener algún valor para las personas de gustos y de tendencias afines.

La soberbia

Como una especie de vicio inicial, que tiene que dar defectuosa coloración a las opiniones mías, el ensayista supone en mí un fondo nativo de soberbia por mi carácter vasco.

Según él, el vasco, en bueno o en malo, es un cerebro hermético. Lo que le nace espontáneamente en el espíritu es fuerte, pero poco perfeccionable, por no poder asimilar lo pensado por los demás. Quizá sea esto así, aunque yo no lo creo exclusivo del vasco, sino patrimonio de todas las razas campesinas, de escasa vida ciudadana y casi únicamente rurales. Además, si yo, en general, me siento vasco, a veces, por no ser una cosa sola y aunque no tenga condiciones de banquero, me siento lombardo, y a veces sólo terrestre. ¿Quién sabe a punto fijo lo que es y de qué rincón del planeta viene?

Con alguna petulancia y para demostrar mi vasquismo, es decir, mis pocas condiciones de asimilación, digo yo, hablando de nuestro tema habitual en el viaje, que en la producción novelesca de los treinta o cuarenta años últimos no he visto nada que me parezca algo nuevo en técnica o en psicología pura. Me parece que en los libros de los pasados decenios no hay apenas lección aprovechable ni gran enseñanza. No es que no haya talentos, talentos los hay siempre, pero no es época de invenciones literarias.

Cierto es, y hay que tenerlo en cuenta, que el novelista, cuando ya no es joven, lee pocas novelas, y si las lee, las lee sin entusiasmo, y le gusta, en general, más la obra de un historiador, de un viajero o de un ensayista, que la de cualquier compañero suyo, fabricante de cosas inventadas.

Quizá en parte por esto la producción novelesca de los últimos años me interesa poco y me da la impresión de algo débil, flojo y forzado, con mucho barniz y mucha purpurina para hacer efecto. Es esa producción como la ola del mar, que apenas llega a alcanzar en la playa a las que la precedieron.

Las generaciones tienen su sino, como las olas: unas avanzan más, otras no llegan ni pasan a las anteriores.

Una afirmación así, de poco entusiasmo por la obra moderna, es para algunos incomprensión y soberbia pura. Es igual. A mí la palabra no me molesta.

Esto de la soberbia produce siempre una gran cólera. El haber asegurado yo en un libro que me consideraba archieuropeo, ha indignado a muchos. Yo no he dicho esto de mi archieuropeísmo en sentido de la cultura, sino en sentido de antigüedad de raza. ¿Qué duda cabe que un vasco es más antiguo en Europa que un eslavo, que un magiar y hasta que un germano? La vanidad de la gente supone siempre que todo el mundo no aspira más que a demostrar que es muy sabio y muy genial.

Hay personas que andan constantemente tratando de leerle a uno el Kempis, sin duda como antídoto del supuesto y satánico orgullo.

Yo no leo a nadie el Kempis; primero, porque me parece una sarta de vulgaridades sin ningún interés, y luego, porque no me hace daño la soberbia ajena.

Dejando el Kempis a un lado, yo estoy convencido de que en estos últimos treinta años no se ha hecho nada nuevo ni trascendental en la novela. Algunos me preguntará: «¿Qué entiende usted por algo nuevo?».

Indudablemente, es muy difícil definir lo que es nuevo en literatura; es más bien una sensación que un concepto. Para mí, un pequeño matiz, una intriga más complicada, una ligera variación de la técnica me bastaría para creer en la novedad.

Fórmulas del ensayista

En nuestras discusiones, el ensayista ha ido formulando varias proposiciones generales, a las cuales él considera como necesarias para la perfección del género novelesco. Estas proposiciones son, aproximadamente, las siguientes:

La novela tiene que estar encajada en las tres unidades clásicas, hallarse aislada, como metida en un marco bien definido y cerrado.

La novela debe vivir en un ambiente muy limitado, debe ser un género lento, moroso, de escasa acción; tiene, por tanto, que presentar pocas figuras, y estas muy perfiladas.

El novelista no puede aspirar, según nuestro dogmatizador, a inventar una fábula nueva, y su única defensa será la manera, la perfección y la técnica.

Contra tales proposiciones, mi principal argumento es el ejemplo. Cito novelas, muchas, he sido gran lector de ellas, que cumplen estrictamente las reglas expuestas, y que, sin embargo, para nosotros, de común acuerdo, son estrictamente pesadas y aburridas. Cito luego otras que, sin las anteriores condiciones, son libros extraordinarios. Un ambiente limitado, de pocas figuras, es el de La Regenta, de Clarín, y de Pepita Jiménez, de Valera; un ambiente ancho, extenso, y muchas figuras, tiene La guerra y la paz, de Tolstoi. ¿Hay alguno que ponga las novelas de Clarín y de Valera sobre la de Tolstoi? No lo creo.

—No importa —replica el ensayista—; las reglas pueden ser buenas, aunque el que las siga no haya tenido gracia o habilidad para saberlas emplear.

El argumento a mí no me parece convincente. Se me figura algo así como la opinión de los médicos de Molière, de que vale más morirse siguiendo los preceptos de Hipócrates que vivir malamente y sin arreglo a precepto alguno.

Si el cerrar la novela al aire de fuera constituyese un gran mérito, todos o casi todos los novelistas españoles del siglo XIX serían admirables. La mayoría han tenido gran entusiasmo por lo limitado y lo cerrado. Pensando en ellos le viene a uno a la imaginación la frase de Quevedo sobre los extremeños, a los cuales el satírico llamaba cerrados de barba y de mollera.

Unos a otros

Yo creo, quizá con malicia, que cuando contemplamos la obra ajena y vemos el espacio en que se mueve el compañero, nos parece siempre este desmesurado y excesivo. El crítico tiende a limitar el campo del artista. El artista limitaría, si pudiera, el campo del crítico y no le dejaría más especialidad que la de dar bombos.

No hace mucho, un crítico, al hablar de los pintores de naturalezas muertas, exponían como ideal de ellas los bodegones asépticos, es decir, una pintura de objetos inertes de la Naturaleza que no encerrara poesía, ni romanticismo, ni evocación, ni nada exterior a la pintura como oficio.

Nuestro ensayista quiere también que la novela sea aséptica, es decir, que no tenga nada trascendental, nada excepcional, ni nada extraordinario.

Si el novelista tuviera que dar una pragmática al filósofo, le diría: «Nada de metáforas, que en filosofía tienen aire de abalorios. Bastante cantidad de ringorrangos y de floripondios tiene el idioma de por sí, para añadirle deliberadamente otros. Nada de orientalismos ni de color. Hay que tener en el estilo la austeridad de un Kant».

—¿Por qué hay que tomar a Kant como modelo? —podría preguntar el ensayista.

—Con el mismo derecho que se toma como modelo de novelista a Stendhal o a otro cualquiera.

El ensayista quiere una novela aséptica; el novelista, a su vez, exigiría una filosofía aséptica.

Siempre está uno inclinado a pedir la asepsia para el vecino.

La larga vida de la novela

Hace algún tiempo, un profesor de Madrid decía en un periódico de provincias que la novela estaba llamada a desaparecer y que no podía interesar a los lectores modernos la vida de una familia como los Rougon-Macquart o la existencia de una mujer como madama Bovary.

Esto tiene el mismo valor, a mi juicio, que las predicaciones que oíamos hace años a algunos pobres maestros de escuelas libertarias, que nos decían, como quien hace un descubrimiento: «La bandera no es más que un trapo de colores. Morir por ella es morir por una percalina». Claro que sí; la bandera es un trozo de tela, es un trapo, pero es un trapo que puede significar mucho aun fuera de toda apoteosis retórica y patriótica. Para el soldado que vaya despistado y perseguido por el campo enemigo y encuentre su bandera clavada en un baluarte, la bandera no es un trapo insignificante; sabe que allí está su salvación y su refugio. La bandera será para él toda la percalina de colores que se quiera, pero será una percalina de una importancia vital.

Y no es que uno sea partidario de tantas ceremonias patrióticas a base de banderas y gallardetes que hoy se estilan; pero quiere decir que todo lo que existe tiene sus puntos de vista negativos y sus aspectos positivos, unos y otros más o menos lógicos.

Generalizando el juicio simplista y un poco ramplón del profesor que niega la importancia espiritual de la novela, la literatura en general no tendría tampoco ninguna.

¿Para qué ocuparse de las aventuras de un loco que no ha existido, como Don Quijote? ¿A qué hablar de los pensamientos de un neurasténico que tampoco ha existido, como Hamlet? ¿Qué valen los sufrimientos supuestos del joven Werther ante un dolor de muelas ni las vicisitudes falsas de Robinsón Crusoe ante las de un señor que ha perdido el tren? Es, sin disputa alguna, mucho más importante que Hamlet, que Don Quijote y que Werther un manual de cocina, al menos si es práctico, y la gente que piensa así debe preferir el calarse dignamente el gorro blanco del cocinero que no el birrete con pompón de colores del profesor.

Yo creo que la novela tiene mucha vida aún y que no se vislumbra su desaparición en el horizonte literario previsto por nosotros.

Claro que no cambia ni progresa a gusto de los jóvenes literarios ni de los pequeños judíos de París, que necesitarían cada tres o cuatro años explotar una nueva forma literaria y lanzarla como quien lanza al mercado unas píldoras o un cinturón eléctrico.

—¿Pero es que usted es partidario de la inmovilidad solemne de los mastodontes académicos? —me preguntará alguno.

—No; pero es que entre el mastodonte académico y el zángano dadaísta hay muchos ejemplares de fauna literaria que a uno le pueden parecer bien. No es obligatorio ser tan pesado como un paquidermo, ni tan ligero como una mosca.

¿Hay un tipo único de novela?

Esta pregunta me viene siempre a la imaginación cuando en nuestras discusiones el ensayista habla de la novela como de un género concreto y bien definido. ¿Hay un tipo único de novela? Yo creo que no. La novela, hoy por hoy, es un género multiforme, proteico, en formación, en fermentación; lo abarca todo: el libro filosófico, el libro psicológico, la aventura, la utopía, lo épico; todo absolutamente.

Pensar que para tan inmensa variedad puede haber un molde único me parece dar una prueba de doctrinarismo, de dogmatismo. Si la novela fuera un género bien definido, como es un soneto, tendría una técnica también bien definida.

Dentro de la novela hay una gran variedad de especies. Ahí el crítico que las analice y las comprenda y no se le ocurra juzgar a una con los principios de otra, que podría ser algo como juzgar una iglesia gótica con las fórmulas del arte griego. Porque hay la novela que podría compararse a la melodía: muchas de Merimée, de Turguenev, de Stendhal; hay la novela que tiende a la armonía, como las de Zola, las de Dostoievski y, sobre todo, las de Tolstoi, y hay… otras infinitas clases de novela.

Si existiera una técnica verdadera novelesca, a novela multiforme, debería haber técnica multiforme, es decir, a muchas variedades de novela, muchas variedades de técnica.

Unidad del asunto

Respecto a la unidad del asunto, al aislamiento del proceso de la novela de otros próximos, indudablemente está bien siempre que se pueda realizar. El no conseguirlo o el no practicarlo es un defecto; de ahí que las novelas que se continúan en otras tengan siempre un aire fragmentario y poco definitivo.

La novela debe encontrar la finalidad en sí misma —una finalidad sin fin—; debe contar con todos los elementos necesarios para producir su efecto; debe ser, en este sentido, inmanente y hermética.

La novela cerrada, sin trascendentalismo, sin poros, sin agujeros por donde entre el aire de la vida real, puede ser, indudablemente, y con mayor facilidad, la más artística.

La novela de arte puro

Existe la posibilidad de hacer una novela clara, limpia, serena, de arte puro, sin disquisiciones filosóficas, sin disertaciones ni análisis psicológicos, como una sonata de Mozart, pero es posibilidad solamente, porque no sabemos de ninguna novela que se acerque a ese ideal.

Escriben, yo lo he leído en alguna parte, que cuando se estrenó Don Juan de Mozart, el rey o uno de los personajes de la corte dijo al músico:

—Su ópera está muy bien; pero hay en ella demasiadas notas.

A lo cual contestó el maestro con sencillez:

—No hay más que las necesarias.

¿Quién puede decir algo parecido en literatura? ¿Quién puede tener la conciencia de no haber dicho, ni más ni menos, que lo necesario? Nadie. Ni Homero, ni Virgilio, ni Shakespeare, ni Cervantes lo podrían decir, defendiendo sus obras.

Hay, no cabe duda, la posibilidad de esa novela clara, limpia, serena, sonriente, sin nada atormentado; pero, por ahora, vemos la posibilidad y no el camino de realizarla.

Aunque viéramos ambas cosas, la posibilidad y el camino, no sería fácil que los escritores que hemos comenzado la vida cuando triunfaban los apóstoles de la literatura social: Tolstoi, Zola, Ibsen, Dostoievski, Nietzsche, pudiéramos hacer obras claras, limpias, serenas, de arte puro.

Posibilidad de la invención

«No se puede inventar una intriga nueva —dice nuestro ensayista—. El filón está agotado».

No lo creo. Ni aun en las ciencias que parecen más firmes se ha dicho la última palabra.

Carlyle, a pesar de su desconfianza en la ciencia, dice, al principio de Sartor Resartus, que las teorías astronómicas de Lagrange y Laplace son perfectas. Hoy se ve que no hay tal perfección.

En la literatura, tampoco creo que esté todo dicho. Si un hombre de la imaginación de Poe viviera hoy, es posible que encontrara en las ideas actuales grandes elementos para urdir nuevas intrigas literarias; el que en la hora actual no haya escritores de imaginación poderosa, no quiere decir que no haya posibilidad de inventar. Hace veinte años, ninguno hubiera pensado que en la Física pudiera aparece una teoría nueva como la de la relatividad.

«Usted mismo, con relación al teatro, supone que es muy difícil el inventar nuevos argumentos —dice el ensayista».

«Es verdad» —contesto yo—; pero el teatro no es un arte puro: es un arte mixto que está condicionado por el público, por los cómicos, por las bambalinas, por el carpintero, por el sastre y por una porción de cosas más. Una obra de teatro que se escriba sin la obligación de ser representada, puede tener, naturalmente, la misma originalidad que cualquiera otra literaria.

La dificultad de inventar

Para mí en la novela y en todo el arte literario, lo difícil es inventar; más que nada, inventar personajes que tengan vida y que no sean necesarios, sentimentalmente por algo. La imaginación, la fantasía, en la mayoría de los hombres, constituye un filón tan pobre, que cuando se encuentra una veta abundante produce asombro y deja maravillado.

El estilo y la composición de un libro tienen importancia, claro es; pero como son cosas que se pueden mejorar a fuerza de trabajo y de estudio, no dan esa impresión fuerte y sugestiva de la creación fantástica. Por la invención son grandes Cervantes, Shakespeare, Defoe y los demás novelistas y dramaturgos que han dejado tipos inmortales. Los mismos escritores célebres del siglo XIX no han tenido esta suerte, y Balzac, Dickens, Tolstoi y Dostoievski, sea porque el ambiente no les haya dado posibilidades, sea por otra causa, no han podido crear tipos sintéticos, esquemas necesarios en nuestra vida sentimental, sino personajes subalternos.

Claro que esto no lo podemos decir más que muy aproximadamente, porque no sabemos el aire que tomarán los tipos de la literatura moderna cuando pasen cien o doscientos años sobre ellos; quizá se agranden, quizá se achiquen y se esfumen. No podemos predecirlo.

Novela permeable y novela impermeable

Suponemos que hay una novela permeable, algo como la melodía larga, y otra impermeable y bien limitada, como la melodía con ritmo muy marcado. Un burlón diría que la novela impermeable es para los días de lluvia y la otra para los días de sol; pero el chiste, fácil y de aire callejero, no nos impresiona.

La ventaja de la impenetrabilidad, de la impermeabilidad, con relación al ambiente verdadero de la vida, se compensa en la novela con el peligro del anquilosamiento, de la sequedad y de la muerte.

Es lo que ocurre con una maceta: la maceta porosa se confunde, en parte, con la naturaleza de alrededor; su superficie se llena de musgos y de líquenes, la tierra que está dentro y lo que vive en ella se nutre, respira, experimenta las influencias atmosféricas; en cambio, en el jarrón, en el búcaro vidriado, la planta y su tierra están bien aisladas, pero no hay movimientos de dentro afuera, ni al contrario; no hay ósmosis y endósmosis y la planta corre el peligro, por la pobreza cósmica, de ir al raquitismo y a la muerte.

En otro sentido, algo semejante ocurre con el jardín clásico y con el romántico: si el jardinero del jardín clásico exagera la tendencia a la simetría y a la unidad, hace un jardín de piedras, de jarrones, de estatuas, en donde la Naturaleza apenas se presenta más que tímidamente y enmascarada; en cambio, si el jardinero del jardín romántico exagera la naturalidad, hace perder fácilmente el carácter al jardín para convertirlo en un trozo de bosque o de selva.

La limitación está bien, pero siempre que no nos dé la impresión de una fatalidad o de un determinismo inexorable. Si llega a esto, entonces la limitación es trágica, y en nuestra época, de un trágico impertinente y grotesco.

Que un señorito de Santander tenga dificultades, por la diferencia de clases, para casarse con la hija de un pescador, está bien; pero que estos impedimentos, como en una novela de Pereda, sean tan terribles para cortar los amores y hacer de dos personas dos seres desgraciados, es un tanto ridículo.

Al fin y al cabo, el mundo es un poco más grande que Santander y que sus clases sociales, y yo supongo que el personaje de Pereda, por muy santanderino que sea, prefiera vivir con una mujer que le guste en León, en Oviedo o en Ribadeo, que no con una mujer que le parezca antipática en el mismo Santander.

La limitación me parece bien hasta llegar a gozar de las perspectivas visuales del topo, pero siempre con la esperanza de poder tener a veces el punto de vista y la mirada del águila.

Psicología de los tipos literarios

Además de la permeabilidad de mis libros, otra de las cosas que me reprochan es que la psicología de Aviraneta y de los demás personajes míos no es clara ni suficiente, ni deja huella.

Yo no sé si mis personajes tienen valor o no lo tienen, si se quedan o no en la memoria.

Supongo que no, porque habiendo habido tanto novelista célebre en el siglo XIX que no han llegado a dejar tipos claros y bien definidos, no voy a tener yo la pretensión de conseguir lo que ellos no han logrado.

Respecto a Aviraneta, ya veo que a este tipo, como creación mía, le faltan elementos importantes; por ejemplo, el sentido de lo patético. Yo podría suplirlo, al menos para el vulgo, con una simulación retórica; pero eso, en el fondo, no me satisface.

Respecto a que su psicología no sea clara y suficiente, yo pregunto: ¿Cuál es entre los tipos literarios modernos, actuales, el que tiene una psicología bien explicada?

Veamos un héroe histórico, pintado por Galdós en uno de sus Episodios. Galdós hace un tomo sobre el Empecinado. ¿Y qué es el Empecinado de Galdós? El Empecinado de Galdós es un pobre patán muy noble, muy bueno, muy valiente, que no sabe hablar; es decir, está caracterizado como un tipo de teatro, como un alcalde de aldea de género chico, por decir marchemos cuando debe decir marchamos, dir por ir, y cometer otras faltas y solecismos. La cosa no puede ser más simple ni más primaria para mí, al menos, lo interesante en el Empecinado sería lo interno, lo psicológico, el saber la evolución de su espíritu; no saber su manera de hablar, que, a pesar de lo que supone Galdós, yo me figuro que el guerrillero, como castellano viejo, hablaría bien, y probablemente, con corrección.

Pero vayamos a otros escritores que tienen fama de ser más psicólogos. ¿Qué mapa psicológico hay entre la producción novelesca moderna que pueda ponerse como modelo?

¿Quiénes son los novelistas actuales que han podido crear tipos que lleven como una vida independiente de su autor?

¿Quiénes son los que han pintado sombras que no son la proyección de sí mismos? Yo no conozco a ninguno.

Le preguntaba yo hace tiempo al doctor Simarro, en el estudio de Sorolla, pensando cándidamente que Simarro podía saber algo de esto: «¿Qué característica psicológica puede tener el héroe? ¿Qué puede haber en él de específico?». Y él contestaba: «Sólo las ideas».

Esto, para mí, era una tontería completa, porque existen, sin duda alguna, héroes en los bandos contrarios y distintos. Si puede haber un héroe de la religión y un héroe del libre pensamiento, un héroe de la Monarquía y otro de la República, es evidente que la calidad de las ideas no es lo que hace al héroe, sino una exaltación espiritual, de origen desconocido, que se puede poner en una cosa o en otra.

¿Quién ha señalado la última razón psicológica que mueve a los hombres? Yo no lo sé. ¿Quién ha marcado, aun en el muñeco del guiñol, porque esta figura odia y la otra quiere? Yo no advierto que en la literatura haya como un modelo que se pueda poner de ejemplo de psicología clara y suficiente.

Veamos los escritores de fama de ser más psicólogos, por ejemplo, Stendhal y Dostoievski.

No cabe duda que el Fabricio del Dongo, de La Cartuja de Parma, una de las novelas más elogiadas de Stendhal, suponiendo que existiera, podría hacer lo que hace y podría hacer también lo contrario de lo que hace. Las acciones de Fabricio no están motivadas claramente por su psicología. Nadie, ni el más lince, leyendo la primera parte del libro, llegará a presumir lo que va a pasar en la segunda.

Respecto a Julián Sorel, de Le Rouge et le Noir, parece más determinado.

Se sabe cuál es el proceso que dio origen a la novela de Stendhal, denominada con este título.

Un estudiante de cura llamado Berthet (en la novela, Sorel), guapo, reconcentrado, inteligente, entra de preceptor en la familia de madama de La Tour (en la novela madama Renal); le hace el amor hábilmente y va a conquistarla cuando el marido lo nota y lo echa de casa. Berthet se refugia por algún tiempo en el Seminario, y, al salir de él, entra de nuevo de preceptor de la hija del conde de Cordón, pone sus redes para seducir a la niña (en la novela Matilde de la Mole), y el padre, al saberlo, lo echa de casa. Entonces, Berthet, desesperado y roído por el despecho, viendo por otra parte que el escándalo levantado alrededor de su nombre le impide ser cura, va a la iglesia del pueblo, encuentra a madama de La Tour rezando y la mata de un pistoletazo, como Sorel, en la novela, mata a madama Renal. El argumento en sí y la psicología en conjunto del personaje ambicioso son mucho más lógicos en el proceso verdadero que en la novela de Stendhal. El tiro a la madama de La Tour, en la realidad, está muy legitimado. Es el despecho del seminarista al verse cogido, humillado, sin provenir. En la novela, no. En la novela, Sorel es un hombre que ha triunfado; es rico, poderoso, tiene una posición, ha enamorado a dos mujeres extraordinarias, de un tipo que no se puede encontrar más que rara vez, si es que alguna vez se encuentra en la vida. ¿Por qué va a tener despecho y rabia?

Antes de saber en dónde estaba inspirado Le Rouge et le Noir, siempre me produjo una sensación de cosa absurda el tiro de Sorel a madama Renal.

Se ve que Stendhal, al aprovechar el proceso Berthet y al arreglarlo a su modo, produjo una serie de contradicciones psicológicas.

Él quería hacer de su héroe el hombre inteligente, oscuro y plebeyo que triunfa sin abdicar en nada; quería que madama Renal fuese encantadora, de un encanto no corriente; que el marido fuese un imbécil, lo que dentro de las pragmáticas del romanticismo era indispensable, pero que en la vida no sucede siempre; que la señorita de La Mole fuese extraordinaria y otra porción de cosas imaginadas que no son nunca en la realidad así.

En este sentido se ve que Le Rouge et le Noir es tan sueño como puede ser un cuento de niños, y tan lejos de la perfección psicológica como una novela de caballería.

Si un novelista de tantas condiciones como Stendhal hubiera escrito otra novela, sin apartarse nada del proceso Berthet, haciéndole al héroe fracasado en sus amores y en su carrera, se hubiera dicho: «¡Qué pesimismo! La vida no es así».

Si la vida es así, con raras excepciones es turbia, sin brillo. La novela quizá es la que no debe ser como la vida.

Respecto a Dostoievski, sus personajes son indudablemente claros y con una psicología claramente determinada; pero lo son así no sólo porque están construidos por un hombre genial, sino porque todos son locos e inconscientes.

En Dostoievski, lo inconsciente domina y lo inconsciente es más instintivo, más fatal y más lógico que lo racional. Así llegaríamos a una solución, a primera vista absurda, pero que no lo es, y que consistiría en afirmar que los personajes de psicología más clara y mejor determinada son los inconscientes y los locos. Los héroes antiguos clásicos, Aquiles, Ulises o Eneas, eran indudablemente sanos, limitados y mediocres; los héroes modernos, en cambio, desde Don Quijote y Hamlet hasta Raskolnikof, son inspirados y locos. Toda la gran literatura moderna está hecha a base de perturbaciones mentales.

Esto ya lo veía Galdós; pero no basta verlo para ir por ahí y acertar; se necesita tener una fuerza espiritual, que él no tenía, y probablemente se necesita también ser un perturbado, y él era un hombre normal, casi demasiado normal.

El que tiene fuerza para ser en literatura un gran psicólogo, se hunde poco a poco en la ciénaga de la patología. Ese pantano que no tiene gran cosa que ver con la ridícula perversidad, casi siempre industrial, de los escritores eróticos, está indudablemente habitado por monstruos extraños y sugestivos. El cazador de monstruos debe ir ahí.

Yo no he pretendido nunca marchar por esos derroteros, y Aviraneta presenta, como mis demás personajes, el tipo mal determinado del hombre que es esencialmente racional; por lo tanto, reflexivo y tranquilo. No tiene, ni pretende tener, el fatalismo de lo inconsciente. Tampoco tiene por dentro ese calor de fuego de turba del horno del Norte, muy próximo a la exaltación y al misticismo, ni el crepitar de la hoguera de paja y de sarmientos del Mediodía, que brilla y no calienta.

Pocas figuras

Un poco como consecuencia del gusto por la unidad estrecha del asunto y por la novela cerrada, es el presentar en ella pocas figuras. Todo lo que sea poner muchas figuras es, naturalmente, abrir el horizonte, ensancharlo, quitar unidad a la obra. En esto se nota, creo yo, la influencia de la cultura clásica y de la medieval. Lo clásico tiende a la unidad, lo romántico a la variedad.

El arte de aire medieval es esencialmente vario; el libro, el cuadro, el poema inspirado por un espíritu gótico, tiene muchas figuras. Así ocurre en la obra de Mantegna, Fray Angélico, Brueghel, Shakespeare o el Arcipreste de Hita. En la época en que triunfa el latinismo y sus reglas, la obra tiende a la unidad, y Rafael, Racine o Voltaire buscan el hacer sus composiciones con el minimum de figuras.

Nuestro ensayista nos pone como ejemplos de unidad y de variedad, no dos tipos de novela, que esto debía haber puesto, sino dos tipos de teatro: el teatro francés y el español.

A mí, el teatro francés clásico, excepto Moliére, me aburre por su monotonía y por su afectación. Respecto al teatro español antiguo, no creo yo presente gran variedad de personajes vivos; por eso no me entusiasma. Hay, sí, variedad de intrigas, pero no de tipos. La intriga, sin sus tipos correspondientes, no es nada. Se pueden tomar de la Historia a cientos.

En nuestro teatro, el galán y la dama, el viejo y el gracioso, son siempre los mismos, que ocurra la acción en Babilonia o en Vallecas. Hay diez o doce personajes que se repiten, y estos personajes, con raras excepciones, no están vistos, ni en la realidad ni en el sueño, sino que están inventados sobre patrones conocidos.

El valor de Dostoievski

Sobre el valor de Dostoievski, al cual el ensayista toma, aunque sin gran entusiasmo, como modelo de escritor de novelas, por suponer que está dentro de sus fórmulas, no estamos tampoco de acuerdo.

El ensayista considera que la lentitud, la morosidad, el que la acción de las obras de Dostoievski ocurra en un lapso de tiempo muy corto, es uno de sus valores positivos. Yo creo que no hay tal. El valor de Dostoievski, y ello, aunque reconocido y vulgar, no deja de ser cierto, está en su mezcla de sensibilidad exquisita, de brutalidad y de sadismo, en su fantasía enfermiza, y al mismo tiempo poderosa, en que toda la vida que representa en sus novelas es íntegramente patológica por primera vez en la literatura y en que esta vida se halla alumbrada por una luz fuerte, alucinada, de epiléptico y de místico. Dostoievski echa la sonda en el espíritu de hombres mal conocidos por sus antecesores. Es un enfermo genial que hace la historia clínica de los inconscientes, de los hombres de doble personalidad, a los cuales ve mejor, porque su psicología, casi íntegramente, está dentro de lo patológico. Dostoievski es un iluminado en otro plano, pero igual que Mahoma o Santa Teresa de Jesús.

Se comprende que Dostoievski pueda ser aprovechado por los psiquiatras, porque es el hombre que ha puesto el máximo de atención en las anomalías espirituales.

Esta atención detenida, exagerada, observando y fijando con los menores detalles los movimientos de naturaleza fuertes, brutales e instintivas como la suya, tiene que dar un resultado muy sugestivo.

Que hay en él una técnica de novelista adaptada a sus condiciones, es cierto; pero es una técnica que si se pudiera separar del autor y ser empleada por otro no valdría gran cosa. Dostoievski, cuando deja su técnica novelesca y no hace más que narrar lo visto por él, como en Los recuerdos de la casa de los muertos, es tan interesante y coge al lector tanto como en sus demás libros.

Que la morosidad no es un valor, podría presentar para probarlo ejemplos de mil novelas pesadas, prolijas y malas.

El idiota y Los hermanos Karamazoff son libros voluminosos, cuya acción transcurre en pocos meses —me dicen.

—Cierto —contesto yo—. También El cocinero de Su Majestad, de Fernández y González, es una novela larguísima, que pasa en tres días; pero esto no le saca de ser un folletín mediano.

Haciendo una comparación un tanto ramplona, a la que era aficionado un amigo, diríamos que esta máquina poderosa que es la obra dostoievskiana, que nos asombra por su agilidad y por su temple, es como un automóvil que para mi contrincante tiene, naturalmente, un motor, pero que lo más trascendental en él es la carrocería; en cambio, a mí me parece lo contrario; para mí la obra del ruso tiene seguramente su carrocería, pero lo esencial en ella es la fuerza de su motor.

Cierto que mi tesis es una tesis vulgar, porque es la más admitida; pero, a pesar de su vulgaridad, me parece la más exacta.

La posibilidad de amplificar

Nuestro amigo, y en muchas materias maestro, supone que es fácil amplificar, inventar detalles para dar más cuerpo a una novela. No veo yo tal facilidad. Es decir, es fácil eso ante el profano, que no distingue muy bien la piedra del cemento armado; pero para el que ha aguzado la sensibilidad sobre este punto con la práctica del oficio, es muy difícil.

Un personaje, visto o entrevistado, no es como un concepto ideológico, que se amplía si se quiere voluntariamente. Un concepto tiene una historia filológica, espiritual y anecdótica, y una porción de derivaciones. De la coquetería, de la vanidad, del pudor o del amor propio, se puede escribir toda una biblioteca.

Tampoco un personaje es como un pueblo, que un viajero puede ver desde un auto en su vaga silueta, y un empleado que viva en él conocerlo con todas sus calles y plazuelas, con sus historias, sus chismes y sus cuentos. No.

Hay personajes que no tienen más que silueta y no hay manera de llenarla. De algunos a veces no se pueden escribir más que muy pocas líneas, y lo que se añade parece siempre vano y superfluo.

El detalle inventado y mostrenco salta a la vista como cosa muerta. Dostoievski inventa y amplifica, porque recuerda pequeños detalles como hechos de gran importancia, como un hiperestésico que es. Si no los recordara, no podría inventarlos ni amplificarlos.

Claro que hay gente que no distingue un plato de engrudo de un plato de crema, ni distinguiría un pastel hecho de serrín de otro de hojaldre, pero para esa gente está el artículo de fondo y las grandes lucubraciones de la Prensa.

El escritor puede imaginar, naturalmente, tipos e intrigas que no ha visto; pero necesita siempre el trampolín de la realidad para dar saltos maravillosos en el aire. Sin ese trampolín, aun teniendo imaginación, son imposibles los saltos mortales.

Sin base de la realidad se va al cuento fantástico de Las mil y una noches, bueno para los chicos, pero que aburre a los mayores. A los hombres nos gusta la aventura, nos parece bien ir en el barco a lo desconocido; pero nos gusta también comprobar de cuando en cuando con la sonda que hay debajo de las aguas oscuras un fondo de roca, es decir, de realidad.

La necesidad de la verdad del detalle la siente el novelista moderno hasta el punto de que todo lo que es engarce, montura, puente entre una cosa y otra, en el fondo arte literario aprendido, técnico, le fastidia. De ahí que para muchos, entre los cuales yo me cuento, sea más ameno y divertido leer las anécdotas de Chamfort que a Chateaubriand o a Flaubert.

Es más: ya dentro de la vulgaridad cotidiana, casi prefiere uno el novelista de mala técnica, ingenuo, un poco bárbaro, que no el fabricante de libros hábiles, que da la impresión de que los va elaborando con precisión en su despacho, como una máquina hace tarjetas o chocolate.

La habilidad es de lo que más cansa en literatura y en el arte.

«Es tan bruto —decía un amigo mío de un cantor—, que no sabe desafinar».

En parte tenía razón. A veces una torpeza individual divierte e interesa más que una perfección, que es de todos.

Un libro de pocas figuras y de poca acción no es fácil que se halle defendido por la observación ni por la fantasía; más bien está defendido principalmente por la retórica, por ese valor un poco ridículo de los párrafos redondos y de las palabras raras, que sugestiona a todos los papanatas de nuestra literatura, que creen con su buen cerebro lleno de fórmulas amaneradas que la palabra desconocida y el runrún del párrafo es el máximo de la originalidad y del pensamiento.

No hay observación posible real sobre dos o tres figuras que llene naturalmente un libro de trescientas páginas, como no hay historia clínica, por complicada que sea (y no pretende uno que la novela haya de ser patología), que pueda tener veinte páginas de un libro corriente.

El autor de la historia clínica larga, la llena de erudición; el novelista que con pocas figuras escribe un libro grueso, lo hace a base de retórica, que es otra forma de erudición del escritor.

La pesadez, la morosidad, el tiempo lento no pueden ser una virtud. La morosidad es antibiológica y antivital. Cuando se estudia Fisiología, se ve que en el cuerpo humano hay nervios con dos y tres y más funciones; no sé si por eso al organismo se le llama economía; lo que no se ve jamás en lo vivo es que lo que se puede hacer rápidamente se haga con lentitud, ni que lo que pueda hacer un nervio, lo hagan dos.

Con el tiempo, cuando los escritores tengan una idea psicológica del estilo y no un concepto burdo y gramatical, comprenderán que el escritor que con menos palabras pueda dar una sensación exacta es el mejor.

Además, al emplear un tipo de novela pesada y morosa, habría necesariamente que proscribir todo lo que fuera gracia e insinuación ligera.

Para un espíritu impresionable, muchas veces el insinuar, el apuntar, le basta y le sobra; en cambio, el perfilar, el redondear, le fastidia y le aburre. Cada cosa tiene un punto en su extensión y en su perfección muy difícil de saber cuál es. Una cómoda, bruñida y barnizada, está bien; una torre de piedra, bruñida y barnizada, estaría mal.

Si bastara hacer detallado para hacer bien, todo el mundo construiría maravillas.

Hay que tener también en cuenta que los que escribimos y los que leemos vivimos en una época rápida, vertiginosa, atareada, que no deja más que cortas escapadas a la meditación y al sueño.

No es sólo al novelista a quien le cuesta trabajo cerrar su novela; es al lector a quien le molesta a veces el local demasiado cerrado; de ahí que el novelista que ha sido, sobre todo, lector y que mide la capacidad y la resistencia de los demás lectores por la suya, tenga en sus libros que poner muchas ventanas al campo.

Una dama amable e inteligente me escribía desde París, no hace mucho, con motivo de Las figuras de cera, novela mía, que, dentro de lo que yo puedo hacer, se me figura que está bien, y en cuyo prólogo, cosa que ya no haré más, he tenido la candidez de decir que no me satisfacía.

Esta dama me escribía: «El último libro de usted me parece muy vago, y tengo que hacer grandes esfuerzos para entrar en él y tomar interés por tantos personajes».

—Pero, querida amiga —le hubiera dicho yo—, ¿cómo no va a resultar vago mi libro, u otro cualquiera, en un gran hotel, entre el ir y venir de la gente, el tomar el auto, el ir al restaurante, el acudir al teatro y el recibir visitas, sin poder tener un momento de recogimiento y de reposo? Todos los libros resultan vagos en medio del tráfago de la vida, y esto no es defender el mío, que, por otra parte, creo que está bien.

¿A qué político que vaya a defender su gestión en el Parlamento, a qué bolsista que marche a la Bolsa a ver una cotización de la que depende su fortuna, a qué hombre a quien le van a hacer una operación grave le entretiene una novela? A nadie. Ni tampoco le entretiene al hombre que va a ver a una mujer, ni a la mujer que va a ver al novio o la modista, ni al comerciante que va a hacer un negocio, ni al industrial que tiene encima un conflicto obrero.

El libro no es un manjar propio de morralla humana, atareada y afanosa; el libro es para el que cuenta con algún tiempo, para el que tiene calma y tranquilidad y encuentra momentos de reflexión y reposo, y hoy ¡hay tan pocas personas en estas circunstancias! Porque no basta tener dinero o una preeminencia social para no estar dentro de la morralla humana. Hay la morralla rica y la morralla pobre, y esta última es quizá la menos antipática de las dos.

Yo, en Madrid, he conocido muy pocas personas que hayan leído a Balzac, a Dickens o a Tolstoi; pero lo extraño es que en París y en Londres hay también poca gente que los haya leído íntegramente. «¡Son libros tan largos!», dice la mayoría. Hoy asusta una novela de dos o tres tomos gruesos, y las que se resisten es porque hablan con detalles de duques, de príncipes y de banqueros judíos y de toda esa quincallería social que hace las delicias de los restacueros, que creen que se traspasa algo del valor mundano al valor literario, cosa que es perfectamente falsa, porque todas las joyas, las preseas, los palacios, las duquesas y los banqueros no dan nada a la literatura.

Si a la gente actual, metida en un mecanismo constante, mecanismo que llena la vida de superficialidades y no cansa del todo, se pretende arrastrarla y encerrarla en un pequeño mundo, estático y hermético, aunque sea bello, se puede tener la seguridad de que se opondrá.

Y si la novela quisiera prescindir del público, no sólo del de hoy, sino del posible de mañana, y volver sobre sí misma, tendría el peligro de convertirse en una obra de chino, como aquellas bolas de marfil, una dentro de otra, que hacían los ciudadanos del ex Imperio celeste.

Lo lírico y la novela

Nuestro ensayista defiende la tesis, en parte cierta, de que la poesía lírica puede vivir dentro de la vida cotidiana con todos sus prestigios, lo que no le ocurre a la novela, que necesita para hacer efecto sus decoraciones y sus bastidores. En ese sentido la novela lleva sus bambalinas propias, como las llevaba en la antigüedad el poema épico.

El trozo lírico es como un surtidor que puede emerger en la plaza pública; la novela, como una caverna adornada que tiene dentro sus surtidores. Para mí la principal razón de la posible convivencia de lo lírico en la vida cotidiana, es su brevedad, es decir, su tamaño. Una poesía de Verlaine se puede recitar en un café. También una romanza se canta en la calle, pero no puede cantarse toda una ópera.

Hoy, además podría asegurarse que cuando la romanza se canta en la calle, en medio del tráfago de la vida ordinaria, es que es una canción de organillo o de guitarra.

El novelista es, sin duda, y lo ha sido siempre, un tipo de rincón, de hombre agazapado, de observador curioso. El que toma aire mundano, generalmente, es porque en el fondo vale poco y es un blufista cínico y desaprensivo.

El poeta, no; el poeta ha tenido su misión social, pero ahora no la tiene, y cuando quiere tomar el papel de divo o de profeta y llevar su estandarte con gallardía, generalmente, se convierte en un fantoche ridículo.

A mí, al menos, ese tipo de poeta civil italiano, que hace inflar de entusiasmo las narices de nuestras gentes del Mediterráneo, me da la impresión de una cosa desgraciada, grotesca, de un hierofante bufo que repite lugares comunes, manoseados y conocidos, con un aire enfático.

¿Hay una literatura noble?

Nuestro amigo, un poco enemigo ideológico, habla luego con fruición de que hay una literatura noble; pero ¿qué quiere decir eso de literatura noble?, ¿literatura de aristócratas?, ¿literatura de sentimientos ejemplares?, ¿literatura de señores y no de esclavos en sentido nietzscheano? Al usar la palabra noble sentimos la impresión de que nos están dando un cambiazo de prestidigitador.

Indudablemente, él y yo debemos emplear la palabra noble en distinta acepción. Yo supongo al principio que él, al decir noble, expresa un concepto, no sólo literario, sino moral; pero al mismo tiempo sospecho luego que el ensayista da a la palabra noble un sentido de algo puramente formal, algo relacionado con la corrección de maneras. Con este último concepto yo no puedo decir, por ejemplo: El Empecinado era un carácter noble o Hamlet es un noble espíritu. Tendríamos que ponernos de acuerdo de antemano en lo que significa la palabra noble para entendernos. Cuando los duques se burlan de Don Quijote, ¿quién representa allí la nobleza? ¿Don Quijote o los aristócratas? Si la nobleza es el espíritu de lealtad y de sacrificio por el ideal, indudablemente Don Quijote; si la nobleza es sólo un perfeccionamiento de formas y de manera exteriores, los duques.

Siempre sería de desear que cuando nos hablan de nobleza nos dijeran con exactitud a qué se refieren, si a la elevación del espíritu o a la catalogación de las familias en los distintos almanaques de Gotha.

Estrechar el horizonte

Al mismo tiempo que expongo mis reparos a las teorías de mi compañero, pienso yo qué configuración podría dar a mi nuevo libro de seguir las prácticas preconizadas por el ensayista. Imagino nuevas soluciones novelescas, pero todas me parecen pobres. Al pensar en estrechar el horizonte de mi futura obra, esta no sale ganando nada y la idea de la limitación me ahoga de antemano. Es una especie de poda que me produce disgusto.

Aun pudiéndolo hacer, ¿para qué producir una obra lamida y manoseada, como el que tiene la esperanza de llevar un cuadrito a la escalera de un museo o una página estudiada para una antología? Ya antes de emplear el procedimiento, el resultado me parece tan miserable y tan precario, que voy comprendiendo que una disciplina así no me sirve para nada.

En bueno o en malo, yo me figuro tener algo de ese goticismo del autor medieval que necesita para sus obras un horizonte abierto, muchas figuras y mucha libertad para satisfacer su aspiración vaga hacia lo limitado.

Yo supongo que hay una técnica en la novela; pero no una sola, sino muchas: una para la novela erótica, otra para la dramática, otra para la humorística. Supongo también que habrá una técnica para la novela que a mí me gusta y que quizá con el tiempo yo la llegue a encontrar.

Los oficios sin metro

Hace tiempo trabajaba en mi casa un carpintero madrileño, llamado Joaquín, que vivía en la calle de Magallanes, cerca de los cementerios abandonados próximos a la Dehesa de la Villa. Este carpintero sabía de su oficio y de otros oficios una cantidad tal de palabras técnicas, que a mí me maravillaba. Yo, de tener influencia, le hubiera enviado a la Academia Española para confeccionar el diccionario. Un día Joaquín, en una obra, estaba discutiendo con unos cuantos cocineros, pinches, pasteleros y confiteros acerca de la superioridad de unas profesiones sobre otras, y el carpintero, en el calor de la discusión, dijo: «A mí un oficio en el que no se emplea el metro, no me parece oficio ni ».

Me chocó la frase y me pareció que Joaquín tenía razón. Un oficio en el cual no se emplea el metro es un oficio sin exactitud y sin seguridad.

Ahora hay que reconocer que el oficio de novelista no tiene metro. Estamos en esto a la altura de los cocineros, de los salchicheros y de los pasteleros, y no nos parecemos nada a los relojeros, a los agrimensores, a los mecánicos, ni siquiera a los poetas, que tienen también un metro, aunque este no sea igual a la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre.

Huérfanos de metro estábamos y seguiremos estándolo, probablemente, durante toda la eternidad.

Lo único que sabemos es que para hacer novelas se necesita ser novelista, y que aún eso no basta.

La impasibilidad y la no intervención

En cierta técnica de novela francesa, estilo Flaubert, se pone como dogma que el autor debe ser sereno, impasible, que no debe tener simpatía ni antipatía por sus personajes.

¿Son esta serenidad y esta impasibilidad reales? Yo creo que no. Me parece muy difícil que lo que se inventa con pasión y con entusiasmo sea indiferente. Se podrá fingir la indiferencia, pero nada más.

Una condición curiosa de Dostoievski, y que no creo que tampoco dependa de su técnica, es la inseguridad que manifiesta en la simpatía o antipatía por sus personajes. Tan pronto uno de sus personajes le parece simpático como antipático, lo que da la impresión de que el autor es extraño a sus tipos y que ellos se desenvuelven por sí solos. Este resultado, que es, en último término, de gran valor artístico, no me figuro que sea deliberado, sino más bien una consecuencia de un desdoblamiento mental, por un lado, y de otro, de premura de tiempo.

Pensando como puede pensar un latino, y un latino normal, es imposible no tener simpatía o antipatía deliberada por los tipos inventados o vistos.

También se asegura que el autor no debe hablar nunca por su voz, sino por la de sus personajes.

Esto se da como indiscutible; ¿pero no hablaron con su propia voz, interrumpiendo sus textos, Cervantes y Fielding, Dickens y Dostoievski? ¿No interrumpía Carlyle la historia con sus magníficos sermones? ¿Por qué no ha de haber un género en que el autor hable al público como el voceador de las figuras de cera en su barraca?

Algunos suponen que esto no puede ser, porque la novela se ha perfeccionado mucho desde entonces. ¡Qué candidez!

El fondo sentimental del escritor

El escritor, sobre todo el novelista, tiene un fondo sentimental que forma el sedimento de su personalidad. Esta palabra sentimental se puede emplear en un sentido peyorativo de afectación de sensibilidad, de sensiblería; yo no la empleo aquí en este sentido.

En ese fondo sentimental del escritor han quedado y han fermentado sus buenos o malos instintos, sus recuerdos, sus éxitos, sus fracasos. De ese fondo el novelista vive; llega una época en que se nota cómo ese caudal, bueno o malo, se va mermando, agotando, y el escritor se hace fotográfico y turista. Entonces va a buscar algo que contar, porque se ha acostumbrado al oficio de contador; pero ese algo ya no está en él y lo tiene que coger de fuera.

Hay escritores que han tenido un fondo sentimental muy grande: Dickens, Dostoievski; otros lo han tenido escaso, como Flaubert, Galdós y el mismo France.

Algunos, como, por ejemplo, Zola, han sido desde el principio fotográficos y de aire turista, evidentemente muy en grande.

Todos los novelistas, aun los más humildes, tienen ese sedimento aprovechable, que es en parte como la arcilla con la que construyen sus muñecos, y en parte como la tela con la que hacen las bambalinas de sus escenarios.

Respecto a mí, yo he notado que mi fondo sentimental se formó en un periodo relativamente corto de la infancia y de la primera juventud, un tiempo que abarcó un par de lustros, desde los diez o doce hasta los veintidós o veintitrés años. En ese tiempo todo fue para mí trascendental: las personas, las ideas, las cosas, el aburrimiento; todo se me quedó grabado de una manera fuerte, áspera e indeleble. Avanzando luego en la vida, la sensibilidad se me calmó y se me embotó pronto, y mis emociones tomaron el aire de sensaciones pasajeras y más amables, de turista.

Ahora mismo, al cabo de treinta años de pasada la juventud, cuando trato de buscar en mí algo sentimental que vibre con fuerza, tengo que rebañar en los recuerdos de aquella época lejana de turbulencia. Lo actual tiene ya desde hace mucho tiempo en mi espíritu aire de archivo de fotógrafo, de ficha fría con cierto carácter pintoresco o burlón. Esto es el agotamiento, la decadencia. Yo creo que ese fondo sentimental, que en uno está unido a su infancia o a su juventud, en otro a su país, en otro a sus amores, a sus estudios o a sus peligros, es lo que le da carácter al novelista, lo que le hace ser lo que es.

¿Qué influencia puede tener la técnica de la novela, tan desconocida, tan vaga, tan poco eficiente en ese fondo turbio formado por mil elementos oscuros, la mayoría inconscientes, de la vida pasada? Yo creo que poca o ninguna.

El acento es todo en el escritor, y ese acento viene del fondo de su naturaleza. El manantial de agua sulfurosa no olerá nunca como la marisma; allá donde haya fermentaciones, la atmósfera será fétida, y en el prado lleno de flores olorosas, el ambiente vendrá embalsamado.

La más sabia de las alquimias no podrá convertir nunca la emanación pútrida en un aroma embriagador, y todas las fórmulas y las recetas para ello serán inútiles.

El arte de construir

Alguno dirá: «Esto puede ser cierto; los materiales serán distintos, pero hay un arte de construir con ladrillo, con adobes o con piedras».

En la novela apenas hay arte de construir. En la literatura todos los géneros tienen una arquitectura más definida que la novela; un soneto, como un discurso, tiene reglas; un drama sin arquitectura, sin argumento, no es posible; un cuento no se lo imagina uno sin composición; una novela es posible sin argumento sin arquitectura y sin composición.

Esto no quiere decir que no haya novelas que se puedan llamar parnasianas; las hay; a mí no me interesan gran cosa, pero las hay.

Cada tipo de novela tiene su clase de esqueleto, su forma de armazón, y algunas se caracterizan precisamente por no tenerlo, porque no son biológicamente un animal vertebrado, sino invertebrado.

La novela, en general, es como la corriente de la Historia: no tiene ni principio ni fin; empieza y acaba donde se quiera. Algo parecido le ocurría al poema épico. A Don Quijote y a La Odisea, al Romancero o a Pickwick, sus respectivos autores podían lo mismo añadirles que quitarles capítulos.

Claro que hay gente hábil que sabe poner diques a esa corriente de la Historia, detenerla y embalsarla y hacer estanques como el del Retiro. A algunos les agrada esa limitación; a otros nos cansa y nos fastidia.

¿Cómo ponernos de acuerdo los parnasianos y los no parnasianos, los partidarios de lo limitado y de lo concreto con los entusiastas de lo indefinido y de lo vago?

Es el instinto, que nos impulsa a unos a un extremo y a los otros al contrario.

Obligaciones de un libro correcto

Como yo no rechazo la posibilidad de hacer una novela bien cortada, como un chaquet de sastre a la moda, pienso en las exigencias que tendría el género si pretendiese hacer de La nave de los locos un libro correcto, ponderado y casi parnasiano.

Lo primero que me molesta al pensar en meter mi novela en la férula estrecha de una amistad, es tener que reducir el número de personajes, el hacer una selección de los tipos vistos y pensados y no dar entrada más que aquellos de buen aspecto.

Tendría uno que poner en su barraca un cartel parecido al que solía haber hace años en algunos bailes de Valencia: «No se admiten caballeros con manta». Tengo yo pocas condiciones para bastonero de baile o para señor de la burguesía que quiere reunir una tertulia de gente distinguida. Me parece que todos mis tipos, un poco irregulares y tabernarios (es la calificación que han merecido mis personajes de un reverendo padre jesuita), reclaman su puesto en mi tablado. ¡Qué se va a hacer! Entre mis muchos defectos, según un amigo, tengo yo el de ser anarquista e igualitario y no saber distinguir de jerarquías.

Alocución a mis muñecos

Al reanudar el viaje con mis amigos en el auto he supuesto que todos los tipos míos, medio vistos, medio pensados, observan las vacilaciones de mi espíritu un poco cariacontecidos. Así que, para tranquilizarlos, mientras el paisaje y el mar sombrío corren por delante de mis ojos, he murmurado:

—Queridos hijos espirituales: todos entraréis, si no en el reino de los cielos, en mi pequeña barraca; todos pasaréis adelante, los buenos y los malos, los imaginados y los soñados; los de manta y los de chaquet con trencilla, los bien construidos y los deformes, los muñecos y las figuras de cera. Los más humildes tendrán su sitio al lado de los más arrogantes. Nos reiremos de los retóricos y de las gentes a la moda, de los aristócratas y de los demócratas, de los exquisitos y de los parnasianos, de los jóvenes sociólogos y de los que hacen caligrafía literaria. Seremos antialmanaquegothistas y antirrastacueros. Saltaremos por encima de las tres unidades clásicas a la torera; el autor tomará la palabra cuando le parezca, oportuna o inoportunamente; cantaremos unas veces el Tantum ergo y otras el Ça ira; haremos todas las extravagancias y nos permitiremos todas las libertades.

Así termina el prólogo del presente volumen de las Memorias de un hombre de acción, Memorias que han llegado al tomo XV, y que a esta altura presentan ya oscuridad tan grande, que no sabemos quién es el autor verdadero de los cinco o seis que se citan como tales en el transcurso de tan larguísima obra.