III · Pío Baroja y Benito Pérez Galdós

La novela histórica, cuando en 1913 publicó Pío Baroja el primer volumen de las Memorias de un hombre de acción, había recorrido tanto en España como en los restantes países de Europa un largo e irregular camino. Desde que en 1814 Walter Scott publicó su Waverley, la novela histórica había pasado por etapas muy diversas en su valoración, tales como la de dictar una manera de hacer, por otra de tener una aceptación con cierto despego, hasta ser rechazada de una manera terminante.

Gyorgy Lukács ha estudiado con intensidad en su trabajo La novela histórica el proceso de este tipo de novela y las diferencias que existen entre novela histórica y drama histórico[40]. En España, este género literario tuvo, durante todo el siglo XIX, un desarrollo importante, así como una incidencia destacada del novelista escocés[41]. Nombres como Ramón López Soler, Larra, Espronceda, José García Villalta, Juan Cortada, Enrique Gil y Carrasco, escribieron un cuerpo de obra dentro de lo que entendemos por este género, que vino a jugar un papel importante dentro del movimiento romántico. Con el triunfo del Romanticismo se exaltó la conciencia nacional, a la par que se mitificaba la individualidad del héroe. La política empapó la sangre que corría por los espíritus románticos inclinándolos hacia la Historia, fuente inagotable de ejemplos que merecían ser sacados a un primer plano, a la vez que servían como soporte de ideologías. Y las consecuencias nos son bien conocidas: la poesía volvió su mirada al Romancero, el drama romántico se nutrió de mil gestas brillantes, la novela se alzó sobre las leyendas y las versiones más o menos irreales que se guardaban en los libros de historia. Y al mismo tiempo, los sucesos contemporáneos, con sus conquistas y sus héroes, reclamaban la atención de este nuevo género que, por mantener lazos de parentesco con el folletín y por su enorme difusión, era un canto de sirenas al que difícilmente pudieron escapar los escritores de este momento. El conde de España, Cabrera, Zumalacárregui, el Empecinado, Mina, el Trapense, Chico, y otras mil figuras contemporáneas poblaron un sinnúmero de novelas de este tipo.

Pero dejemos aquí estas notas introductorias y veamos cómo Pío Baroja, según sus propias confesiones, fue un buen aficionado a la lectura de este tipo de novelas. No en vano nos dice en cierta ocasión:

Varias personas inteligentes, que lean, por ejemplo, a Burns, a Byron, a Walter Scott y a Dickens, se forman una idea de Inglaterra, probablemente más próxima a la realidad que leyendo las obras de los historiadores del país[42].

Baroja siempre consideró en un plano destacado al novelista histórico que acertaba a mostrar la esencia de un pueblo en unas determinadas circunstancias temporales[43].

Pero reparemos sólo en una de suma importancia, como ya hemos dicho en las primeras páginas de este trabajo. Baroja, según nos dice en varias ocasiones, leyó con gran atención Guerra y paz de Tolstoi, y de ella sacó numerosas enseñanzas sobre el problema del enfrentamiento con el pasado. Tolstoi, como él haría más tarde, rechazó una y otra vez la visión que ofrecían los historiadores de la campaña de Napoleón en Rusia. El historiador contemporáneo de los sucesos que da testimonio para el novelista ruso no tiene la suficiente perspectiva para ofrecer una visión completa: «Hoy está bien clara para nosotros la causa que en 1812 motivó la pérdida del Ejército francés[44]». Estas causas, según Tolstoi, no estuvieron claras ni para los mismos rusos que en múltiples ocasiones actuaron equivocadamente. Las causas que dan los historiadores son siempre parciales y motivadas por el empeño de justificar unas acciones, no de explicarlas. Esta explicación sólo la puede encontrar el novelista, el artista, que analiza en toda su profundidad una serie de acciones que parecen independientes, pero que están tremendamente ligadas entre sí.

Atraer a Napoleón a las profundidades del país no fue el resultado de un plan, sino el resultado del juego más complicado de las intrigas, las ambiciones y los deseos de aquellos que participaban en la guerra y que no podían adivinar que precisamente aquello había de ser la salvación de Rusia. Todo ocurrió por casualidad[45].

El novelista ha de explicar las fuerzas que rigen la casualidad. Tolstoi, que no se consideró contemporáneo ni historiador de los hechos que analizó, sí se creyó novelista con derecho a decir que era más exacto y verdadero que los historiadores, igual que se manifestó Baroja. Tolstoi puso de manifiesto, siempre que pudo, el valor de los hechos de las personas de escasa consideración social, pero que en un momento determinado pueden alcanzar mayor relieve. Baroja, como ya hemos visto, otorga un gran valor a lo que, con términos unamunianos, llamamos intrahistoria:

La negativa de Napoleón de retirar sus tropas detrás del Vístula y restituir el ducado de Oldenburg tiene para nosotros el mismo valor que el deseo o la desgana del primer cabo francés que se reenganchó, porque si no hubiera querido reanudar el servicio militar y dos o tres mil cabos y soldados hubieran imitado su actitud, hubiera habido muchos menos hombres en el ejército de Napoleón y la guerra no hubiera llegado a declararse[46].

Baroja, sin duda, al igual que antes lo habían hecho Galdós y Unamuno, aprendió bien la lección de Tolstoi, que supo como nadie recoger la nueva visión del pasado y del papel de la historia que había surgido por obra y gracia de la novela histórica. Es suficiente constatar, solamente en unos aspectos, como hemos hecho, la considerable influencia de Tolstoi en la manera de novelar el pasado y de entender la historia de Baroja, dejando aparte consideraciones fundamentales como la importancia del pueblo como factor de la historia, por más que hubo escritores, entre ellos Galdós y Unamuno, que con anterioridad se hicieron eco de ello y lo desarrollaron en su obra. En 1912, Pérez Galdós publicó el Episodio nacional número cuarenta y seis titulado Cánovas, con el que puso fin, obligado por la ceguera y por la depresión psicológica en que se encontraba sumido, a esta serie de novelas históricas. Un año después, como sabemos, comenzó Baroja a publicar las Memorias de un hombre de acción.

Pío Baroja rechazó en varias ocasiones toda relación tanto de continuador como de imitador de Pérez Galdós, aunque, sin embargo, no es difícil que podamos constatar que su obra histórica es en gran parte una consciente réplica de los Episodios nacionales.

Baroja, al igual que Valle-Inclán y Unamuno, no pudo eludir la presencia constante de la obra de Pérez Galdós. Era un monolito que asomaba en el ambiente y con el que tropezó una y otra vez. Baroja, sin embargo, rechazó cuantas veces pudo la figura humana de don Benito:

Yo, aunque conocí a Pérez Galdós, no tuve gran entusiasmo ni por el escritor ni por la persona. Era, indudablemente, un novelista hábil y fecundo, pero no un gran hombre. No había en él más posibilidad de heroísmo. Nadie tiene la culpa de eso: ni los demás, ni él[47],

e igual opinó, con estilete más o menos afilado, sobre su obra:

En uno de los Episodios de Galdós se pinta a Regato, sin duda por su apellido, como un doble gato. Esto es un puro infantilismo, y depende en gran parte de la idea que tenía Galdós de que escribía para un público de buenos burgueses, un poco lerdos e incapaces de mirar un libro y de tener una idea propia sobre algo, en lo cual quizá tuviera razón[48],

y en La caverna del humorismo uno de los personajes, hablando de los humoristas españoles, dice:

Ahora han pasado unos años, y viene Galdós con sus hogares madrileños burgueses, sus tertulias, las salas con cómodas pesadas, con un Niño Jesús encima y cuadros dibujados con pelo. Es el amor por la vida un poco mediocre y trivial, el entusiasmo por los giros de las conversaciones kilométricas, las genuflexiones de los empleados de palacio o de los políticos, los donjuanes de las tiendas de telas, el discurso del frailecito amigo de la casa y el regalo del tarro de dulce de la monjita de la familia[49]….

Baroja no ocultó nunca cierto desdén, lo que no quiere decir que negara su importancia, hacia Pérez Galdós. Cuantas veces se ocupó de él desde el plano de la crítica histórico-literaria, procuró romper un mito que entonces se aceptaba como tal, y que para él, profundo conocedor de la literatura española del siglo XIX, era una equivocación: me refiero a lo que se creyó que era una innovación poco menos que revolucionaria: escribir novela histórico-contemporánea.

No hay tal innovación. Antes que él habían escrito novelas históricas Espronceda, Larra, Patricio de la Escosura, Cánovas, Trueba, Navarro Villoslada, Bécquer y otros muchos a la manera de Walter Scott. Cierto que casi todos estos autores habían escrito relaciones de tiempos remotos; pero se habían hecho también novelas histórico-contemporáneas de las guerras carlistas y de las conspiraciones liberales, por Ayguals de Izco, Villegas y por otros muchos autores de escasa importancia, hoy desconocidos por la generalidad que tomaron como personajes de sus novelas de Cabrera a Zurbano, a María Cristina, al conde de España, a sor Patrocinio y hasta a mi pariente Aviraneta, a quien yo he intentado sacar del olvido en mis últimos libros[50].

Baroja hizo hincapié en poner de relieve una serie de cualidades de la novela de Pérez Galdós que para él eran claros defectos, así como el no haber investigado, limitándose sólo a hacer historia sobre los datos encontrados en los libros y haber levantado sus personajes sobre elementos externos.

De aquí que, para una mejor comprensión de la obra histórica de ambos escritores, convenga que comparemos una larga serie de puntos y analicemos sus diferencias y coincidencias. El propio Baroja, en sus Memorias, apunta una serie de distinciones entre su obra y la de Pérez Galdós:

Galdós ha ido a la historia por afición a ella; yo he ido a la historia por curiosidad hacia un tipo; Galdós ha buscado los momentos más brillantes para historiarlos; yo he insistido en los que me ha dado el protagonista. El criterio histórico es también distinto: Galdós pinta a España como un feudo aparte; yo la presento muy unida a los movimientos liberales y reaccionarios de Francia; Galdós da la impresión de que la España de la guerra de la Independencia está muy lejos de la actual; yo casi encuentro la misma de hoy, sobre todo en el campo. Como investigador, Galdós ha hecho poco o nada: ha tomado la historia hecha en los libros; en este sentido, yo he trabajado algo más; he buscado en los archivos y he recorrido los lugares de acción de mis novelas, intentando reconstruir lo pasado. Artísticamente, la obra de Galdós parece una colección de cuadros de caballete de toques hábiles y de colores brillantes; la mía podría recordar grabados en madera hechos con más paciencia y más tosquedad[51].

A lo que debemos añadir por nuestra parte algunos aspectos más y estudiarlos comparativamente.

En primer lugar tenemos el distinto enfoque en cuanto al héroe, y su consiguiente repercusión en la técnica narrativa, Baroja se vio seducido por un personaje, don Eugenio Aviraneta, lejano pariente suyo, figura histórica difusa, que se encuadraba perfectamente en el concepto que le animaba para adentrarse en el pasado, en todos esos caminos sombríos por los que apenas si alguien se había atrevido a adentrarse y que para él, como había sucedido en las novelas de su primera época, era lo que atraía con mayor fuerza su atención. Y sobre la vida de este personaje levantó el complejo tinglado de las Memorias de un hombre de acción, en las que historió la vida española de la primera mitad del siglo XIX. Galdós, por el contrario, se apoyó en varios héroes de ficción, creados, en parte, en función de las exigencias que requería el periodo que iba a historiar. Así, para la primera serie se apoyó en Gabriel Araceli, personaje-idea que, nacido en la pobreza, y por su esfuerzo y tesón, logra ascender hasta los más altos puestos de la sociedad. Gabriel Araceli es el pueblo, la exaltación del pueblo que lucha y vence y en el que hasta las derrotas son derrotas gloriosas, pero visto desde la perspectiva de la mentalidad de la clase media española del siglo XIX, como muy bien ha sabido ver Antonio Regalado[52]. Galdós se sintió obligado en la segunda serie a efectuar cambios sustanciales respecto a la primera. Por un lado, quiso liberarse del atosigamiento a que él mismo se obligó al escoger la forma de memorias, unas veces siguiendo a la novela picaresca y otras parodiándola, y, por otro lado, crear un solo héroe. En la segunda serie inventó dos personajes: Salvador Monsalud, como protagonista, y Carlos Garrote, como antagonista, con los que, con gran habilidad, puso en práctica una técnica que se ajustaba perfectamente a las exigencias del periodo que iba a novelar y en el que el pueblo, unido antes contra el enemigo común, se fraccionó en dos partes y luchó en guerra fratricida. En la tercera serie, que noveló el periodo comprendido desde comienzos de la primera guerra carlista, en 1834, hasta la boda de Isabel II, en 1846, y que vino a cerrar aproximadamente la época que noveló Baroja, destaca el personaje Fernando Calpena, que decayó en importancia, dejando muchas veces su lugar a otros personajes, y, si apuramos, al pueblo como tal, aunque esto se evidenció mucho más aún en la cuarta serie. Son dos maneras completamente distintas de componer una estructura literaria e histórica: Pérez Galdós escogió la que aparentemente ofrecía más posibilidades de libertad de movimiento e inventó un personaje que lo pudo mover como un peón por los caminos que quiso. Baroja, por el contrario, fue hacia un personaje que le iba a llevar a unos lugares; pero, por obra y gracia de su arte, supo liberarse de las cortapisas que podía suponer este encasillamiento y obrar con desenfado en una zona de sombra de la gran historia que todavía permanecía inédita.

El personaje de Pérez Galdós coincidió en la fecha y lugar en que se iban a producir los acontecimientos: Trafalgar, El Escorial y un abortado golpe de Estado entre los salones y pasillos del palacio, Aranjuez en la noche del 19 de marzo, el 2 de mayo en Madrid, Bailén, la llegada de Napoleón, Zaragoza, por hablar sólo de la primera serie. Galdós llevó los personajes de un lugar en que había sucedido un acontecimiento a otro en que iba a ocurrir otro. Baroja siguió a su personaje a los lugares donde suceden los acontecimientos, a donde a veces lo que sucede es cotidiano, y a donde si ocurre algo importante no puede participar en ello, como en el levantamiento de Riego. Galdós se fija en el suceso, Baroja en sus aledaños, lo que no es óbice para que en muchos casos profundice con intensidad. Son dos maneras completamente distintas de entender la vida: Pérez Galdós tenía mirada de hombre de ciudad, era hombre de su época y como tal lo esencial de la vida estaba radicado en la urbe, en sus tertulias, en sus ateneos, en sus parlamentos, en sus periódicos, mientras que Baroja creyó que lo genuinamente español estaba en el hombre del pueblo, en el que se enfrentaba a la naturaleza. Pérez Galdós era un centralista que miraba al campo como algo que dependía de la ciudad. Baroja era un regionalista que pensaba que la ciudad se alimenta del campo.

Muy distintos eran también los sentimientos de ambos escritores frente al paisaje tanto urbano como natural; así vemos el distinto enfoque del final del siglo XVIII, punto de arranque de ambas obras, que Pérez Galdós centra en el Madrid de Goya, de Godoy, de las majas, mientras que Baroja lo sitúa en pequeños centros urbanos del País Vasco, que son los primeros en recibir el influjo de las ideas renovadoras de Francia. Para Pérez Galdós, Madrid es el centro de donde fluye la vida, mientras que para Baroja, Madrid es el lugar donde se paraliza lo mejor de los hombres de España, hasta el punto de que muchos de sus personajes apenas pueden vivir mucho tiempo allí cuando por circunstancias acuden a ella. Pérez Galdós midió siempre la sociedad española por Madrid; Baroja, que no ignoró el papel de catalizador que desempeñó Madrid en la vida española, le otorgó un papel secundario. En el primero, el pulso del estado político lo daba Madrid, como en los meses anteriores a la entrada del duque de Angulema en 1823, mientras que Baroja prefiere sentirlo en Aranda de Duero o en Cuenca.

Una sensible diferencia de comprensión de la historia es la clave que canaliza por sendas tan distintas la manera de enfrentarse con el pasado. Pérez Galdós comenzó a novelar el siglo XIX español desde fuera, basándose en elementos externos casi exclusivamente, y buena prueba de ello son las dos primeras series de los Episodios nacionales. Más tarde, por influencia de Tolstoi y la literatura de la regeneración, que se hizo bien patente en la tercera serie, sobre todo en Mendizábal, y más agudizada aún, por influjo de Zola y Unamuno, y el sentimiento de socialismo romántico hacia el que evolucionó en la cuarta y quinta series. Baroja, por el contrario, huyó desde el primer momento de todo lo externo para someterse a una búsqueda de resultados sin tanto relieve, pero lleno de hondura y de realidad cotidiana, que para él eran más esenciales. El periodo constitucional comprendido entre los años 1814 y 1820 fue visto por Pérez Galdós desde la lucha y enfrentamiento de los partidos políticos y las intrigas de la Corte; Baroja, desde el otro polo, se dedicó a estudiar las maniobras y los trabajos desarrollados en su mayoría en la clandestinidad por las sociedades secretas y conspiraciones como la del Triángulo. En la obra de Pérez Galdós hay una constante de referencias históricas que sitúan la acción en cada momento, una gran profusión de fechas y datos precisan las peripecias de los actores en el punto y hora históricos; en las Memorias de un hombre de acción apenas si encontramos los datos suficientes para determinar el momento del pasado escogido, viéndose obligado el lector a un constante trabajo de señalización por leves insinuaciones o por las referencias que otorgan los cuadros costumbristas que en buena parte sirven de soporte ambiental. Según Pérez Galdós, los españoles de esos días conocían con premiosidad los resultados de las grandes victorias impulsando el esfuerzo colectivo hacia la victoria; según Baroja, las noticias, por ejemplo, entre los guerrilleros, llegaban muy de tarde en tarde, y eso cuando llegaban, imprimiendo así a la lucha de aquellos hombres reunidos por el destino bajo una misma voz de mando, un carácter muy distinto, mucho más individualista, menos colectivo, y mucho más real, donde el heroísmo desesperado se mezclaba con la congoja y el miedo, no sólo de ser muerto, sino de matar desde la defensa de un enebro o de un pino al hombre al que se apuntaba. Pérez Galdós informa cumplidamente del final de los sucesos que van a tener un nombre en la historia; Baroja apenas si repara en ellos. Mientras en Vergara, Espartero habla con voz que podía ser oída por todos los soldados, como refiere Pérez Galdós, Baroja prefiere conocer la situación y los desmanes de las bandas carlistas en su desesperada huida hacia la frontera. Los personajes del primero estuvieron en Bailén, los del segundo en los pinares de Soria.

Pérez Galdós huyó, de intento, de todo personaje que pudiera resultarle complicado e indeterminado; Baroja se fijó con preferencia en estos, a veces con el solo fin de resaltar la incertidumbre de su carácter. Pérez Galdós huyó de personajes como Aviraneta, Chico, el conde de España, Regato… y son los fantasmas que cruzan los pasillos de los Episodios nacionales. Baroja centró su atención en estos hombres, y cuando tomó a los más definidos logró que quedasen diluidos, fuera de la caracterización que de ellos se tenía. Hablando de la psicología de los personajes, nos dice en sus Memorias:

Yo no he pretendido nunca marchar por esos derroteros, y Aviraneta presenta, como mis demás personajes, el tipo mal determinado, que es esencialmente racional, por lo tanto, reflexivo y tranquilo. No tiene, ni pretende tener, el fatalismo de los inconscientes. Tampoco tiene por dentro ese calor del horno del norte, muy próximo a la exaltación y al misticismo, ni el crepitar de la hoguera de paja y de sarmientos del Mediodía, que brilla y no calienta[53].

El retrato que hace Pérez Galdós de Aviraneta puede quedar como modelo de su manera de entrever a estos personajes:

Este señor Aviraneta fue el que después adquirió celebridad fingiéndose carlista para penetrar en los círculos familiares de la gente facciosa y enredarla en intrigas mil, sembrando entre ellas discordias, sospechas y recelos, hasta que precipitó la defección de Maroto, preparando el Convenio de Vergara y la ruina de las facciones. Admirablemente dotado para estas empresas, era aquel hombre un colosal genio de la intriga y un histrión inimitable para el gigantesco escenario de los partidos. Las circunstancias y el tiempo hicieron de él un gran intrigante; otra época y otro lugar hubieran hecho de él quizá el primer diplomático del siglo. Ya desde 1829 venía metido en oscuros enredos y misteriosos trabajos; por lo general, su maquinación era doble, su juego combinado. Probablemente, en la época de este encuentro que con él tenemos durante el invierno de 1833, las incomprensibles diabluras de este juglar político constituían también una labor fina y doble, es decir, revolver los partidos en provecho del Ministerio, y vender el Ministerio a los partidos[54]….

Pocas molestias tuvo Pérez Galdós con este hombre oscuro que, como otros de psicología imposible de determinar, habría de obsesionar al novelista vasco.

Para Pérez Galdós, el conde de España tiene interés en su actuación durante la guerra de la Independencia y su comportamiento hasta el año 1833, es decir, durante su mandato de capitán general en Cataluña; para Baroja este periodo de su vida es solamente el preludio de su última época, en la que su psicopatía llegó a unos extremos insospechados, además de que su figura alcanzó entonces un lugar de confluencia de las diversas tendencias carlistas, que en gran parte explican las maniobras de don Carlos, Arias Teijeiro, Cabrera… después del Concordato de Vergara. Qué distintas son las siluetas de este personaje trazadas en La batalla de Arapiles y la que encontramos en Humano enigma y La senda dolorosa. También podría añadirse que Pérez Galdós vio a los personajes históricos con los prejuicios propios que animaron su ideología política. La mentalidad de la burguesía liberal-conservadora de la Restauración, basada en la paz y el orden, que alimentaron en buena parte los Episodios, le hizo ser parcial a la hora de enjuiciar a aquellos hombres. Baroja, que mantuvo siempre su independencia política, se enfrentó con los personajes históricos apoyándose en los elementos puramente humanos, dejándose llevar hacia ellos por la simpatía o antipatía que le merecían, según los iba conociendo.

Son dos maneras completamente diferentes de hacer que se comprenden perfectamente tanto si nos atenemos a la psicología de cada uno de los escritores como si nos fijamos en las fuentes que utilizaron. Ya hemos visto que Baroja manejó tantas fuentes como le fue posible conocer, fuesen de la ideología que fueran. En Pérez Galdós no ocurre lo mismo. Hinterhaüser, al hablar de este punto, dice que

es de decisiva importancia el hecho de que todas las fuentes —ciertas o probables— de Galdós proceden del campo liberal, con una sola excepción: la biografía de Zumalacárregui, por Zugasti[55]….

Y si añadimos la intención de educación política de tendencia liberal que anegaba el espíritu del escritor canario, preocupación que en ningún momento animó el pulso de Baroja, comprenderemos perfectamente la distinta fisonomía de los personajes históricos en una y otra obra.

Otro aspecto diferencial que anteriormente hemos dejado apuntado con palabras del propio Baroja es el de las relaciones internacionales. Es una constante en la obra del autor de Zalacaín la preocupación por mostrar hasta qué punto Francia e Inglaterra, y en un segundo plano otras naciones europeas, han ejercido una influencia decisiva sobre España, tanto ideológica como materialmente. Para Baroja hay un oleaje ideológico constante de Europa hacia España que en gran parte es introducido por los viajeros que llegan, como muchos de sus personajes, hacen continuas salidas de la península, manifestándose también en los lugares fronterizos que hacen de rompeolas, lugares que en su obra ocupan un puesto destacado. Desde la introducción de las ideas enciclopedistas, pasando por los efectos de la Revolución francesa, las ideas liberales y hasta los movimientos socialistas y anarquistas están estudiados a lo largo de su obra. E igual sucede con las presiones diplomáticas que son vistas por Baroja tanto en las cancillerías como en los confidentes encargados de realizar comisiones clandestinas. Por último, Baroja señala las ayudas y préstamos, en su mayoría en condiciones de usura, que las Bancas de Londres y París hicieron a los liberales y carlistas jugando con los intereses patrióticos de ambos bandos. Galdós, por el contrario, apenas si se ocupa de esto hasta que estudia los acontecimientos de la Revolución de septiembre. Para Galdós, como dice Baroja, España durante la primera parte del siglo XIX fue un feudo separado de Europa.

Muchos otros aspectos podríamos estudiar comparativamente en la obra de estos dos novelistas, como la rigurosa cronología observada por Pérez Galdós y la falta de esta en Baroja.

Eran dos maneras bien diferenciadas de ver una realidad, que correspondían plenamente a la personalidad de cada uno de ellos y a la perspectiva histórica desde la que la observaron. Pérez Galdós, hombre de su tiempo, cuando España hacía aguas por los cuatro costados, comenzó su relato con una derrota gloriosa del pueblo; Baroja, por el contrario, inició la suya relatando una victoria anónima de los guerrilleros. Pérez Galdós dio a los Episodios el carácter de enseñanza de la doctrina política liberal; Baroja, independiente en cuanto a filiación política se refiere, ofreció una visión personal y ajustada del pasado español. Pérez Galdós supo ver al pueblo sobre el individuo; Baroja, anarquista literario, acertó en las acciones colectivas al juzgar la función del individuo y su papel muchas veces desconcertante.

Pérez Galdós se dejó guiar de su liberalismo romántico y exaltado, fiel reflejo de un optimismo en la naturaleza del hombre y de una esperanza en el progreso de la sociedad. Baroja, que historió sin hacer profesión de fe alguna, imbuído de un pesimismo doloroso, no ocultó ni menguó su severidad a la hora de mostrar sus dudas ante el comportamiento del hombre en su avance hacia la perfección. Para él, fuera de las particularidades propias de cada época, la naturaleza del hombre permanece igual dominada por sus instintos y deseos, parecidos siempre en el fondo, aunque no en la forma. También en las Memorias de un hombre de acción esta concepción pesimista de la naturaleza humana está presente en cada página.

Como hemos dicho al principio del presente capítulo, estamos ante dos posturas extrañas entre sí, pero que, lejos de repelerse, se complementan y en muchos aspectos se ultiman.