I · Pío Baroja y la Historia

Uno de los personajes de Pío Baroja, José Larrañaga, que ha sido identificado en numerosos aspectos con su creador, nos dice:

hay que tener en cuenta que si el hecho más agradable del presente no se puede recordar, se reduce casi a nada. Nuestra vida es historia, no sólo nuestros hechos exteriores, sino nuestra personalidad interior. Todos nos imitamos a nosotros mismos. Somos unos plagiarios de nuestro Yo. Si se nos borrara de nuestra mente la historia de nuestra personalidad, no sabríamos en cada caso ni qué decir. En cambio, tal como somos, tenemos preparadas nuestras respuestas, en palabras o en acción, a todo lo que nos solicita desde fuera. Hemos tomado una postura espiritual y material, queriendo o sin querer, y eso somos[1].

Estamos ante una de las manifestaciones más claras de nuestro novelista por la que entendemos que el hombre, para serlo, antes que nada es un ser histórico aunque condicionado por esa compleja facultad que llamamos memoria. Es el hombre, como individuo y como miembro de una colectividad, el que es historia, después, en otro nivel, como un producto arbitrario y subjetivo, por más que con pretensiones de ciencia, queda la Historia. De aquí que no pueda extrañarnos que incluso en algunas de sus novelas de la serie histórica Memorias de un hombre de acción titulada Las mascaradas sangrientas, en un rasgo de humor también, no se recate en decir que estamos ante una obra «quizá más antihistórica que histórica[2]». Y sin embargo…

Lo que sucede es otra cosa, pues su planteamiento no pasa de ser un guiño de ojos que comprende perfectamente el lector a poco avisado que esté. En La caverna del humorismo, después de decirnos que no hay diferencia entre la historia y la novela, y que así como Chateaubriand o Flaubert han logrado convertir la novela en una obra seria de construcción y de técnica, otros, como Carlyle, han conseguido hacer historia como una novela fantástica y caprichosa, apunta varias clases de historiadores y de historia que son, en primer lugar, la de los especialistas y profesores de las universidades; aquí «las grandes causas, la Providencia, el progreso, la concepción materialista de la historia, son los grandes motores que arrastran» ridiculizando a continuación esta postura diciendo que

la historia universal es el campo de las maniobras de estas tendencias teleológicas. El derecho es para esta gente el Sancta Sanctorum de su conciencia. Todos los hombres tenemos los mismos derechos… (…) Para estos historiadores sociólogos y jurisconsultos, el detalle es cosa que no vale, no tiene importancia. La cuestión es hacer paréntesis, divisiones y subdivisiones y poner nombres[3]. Por otra parte están los que escriben una historia integral, en la que se mezclan la cultura, la religión, el arte, la economía, las ciencias, las costumbres,… que «suele ser un bazar con un aire industrial bastante desagradable[4]». También está la historia que se limita a enumerar una lista de batallas, conquistas y nombres de reyes, todo ello aderezado con una cadeneta de fechas que por sí solas no indican ni aclaran nada. Y por último, la historia escrita por el no profesional, en la que los contrastes y las pequeñas causas aparecen sirviendo de motivo a hechos que marcan una fecha.

Aquí tenemos el fundamento del antihistoricismo de Baroja, que pregonó a los cuatro vientos y que contrapuso a su propia manera hecha desde un plano no profesional. Azorín, en un artículo titulado «Baroja, historiador[5]», afirma que la concepción histórica del novelista es semejante a la que Vigny expuso en el prólogo de su novela Cinq-Mars, que en síntesis queda reducida a que «la verdad del arte es más verdadera que la verdad real». Baroja confirmó esta concepción en escritos teóricos y novelas, cuando oímos por boca de Leguía que «El Quijote da más impresión de la España de su tiempo que ninguna obra de los historiadores nuestros. Y lo mismo pasa a La Celestina y a El gran Tacaño[6]». Para Baroja, el libro histórico siempre está en un segundo plano respecto al libro de ficción realista en cuanto a testimonio de época, ya que, por mucho que se quiera, la historia es una rama de la literatura que está sometida a la inseguridad de los datos, a la ignorancia de las causas de los hechos y a las tendencias políticas y filosóficas que corren por el mundo[7].

Íntimamente ligado a lo expuesto está el problema de cómo supone Baroja que hay que enfrentarse con el hecho histórico. Demasiado bien sabía que el escritor que trata de evocar el pasado puede seguir dos caminos distintos, cuyos resultados serían, por un lado, reparando en los hechos que por el significado que reciben o por las consecuencias que se le atribuyen, pasan a ser considerados como grandes sucesos, o bien, fijándose en aquellos hechos que se presentan con trivialidad, quedando fuera de la consideración general aunque en un plano más profundo.

Baroja cree que es más auténtico, más real, más notorio, valiéndose de un procedimiento impresionista, evocar la vida por aquello que parece que hace que se escape constantemente de entre las manos, y que para él era parte de su esencia. Esta realidad palpitante de vida solamente la puede historiar el artista que tiene el poder de hacer que esas acciones aparentemente mínimas y sin brillo vuelvan a bullir nuevamente aunque sólo sea fugazmente.

Pío Baroja, al declararse antihistórico, no hacía más que mostrar una serie de negaciones y repulsas de la historia académica, en la que no quiso que alguien pudiera encasillarle.

El pensamiento de Baroja respecto a la concepción de la historia, como han señalado Laín Entralgo y Maravall, es semejante al concepto de intrahistoria de Unamuno, por entenderla más auténtica y cercana a la realidad y a la vida. Lo importante para él era el hecho que se distinguía del suceso. Lo intrahistórico con sus elementos oscuros, personales, versátiles, casuales…, que forman la esencia y razón de lo vital, bien distinto del acontecimiento que figura como algo a lo que se ha llegado después de salvar una larga serie de obstáculos y del que, a partir del mismo, la vida continúa con arreglo a las consecuencias que de él se derivan. Baroja, ante lo cotidiano, los acontecimientos y las ideas y conceptos optó por dar preferencia a los hechos de la vida diaria.

Por otro lado, hemos de tener presente que Baroja consideraba que «lo individual es la única realidad en la naturaleza y en la vida[8]». Para nuestro novelista la humanidad está compuesta de individuos, de solitarios, y de una masa amorfa que vive

en el artificio de una armonía moral que no existe más que en la imaginación de esos sacerdotes ridículos del optimismo que predican sobre las columnas de los periódicos[9]. Estas dos fuerzas, lo individual, que inventa, que es original, que perturba… opuesto a una masa que no comprende lo individual, ante lo que siente miedo, y que procura por todos los medios posibles esfumarlo todo en un ambiente vulgar en el que los hombres son iguales en sus gustos y reacciones. El individuo está luchando contra esa gran fuerza laminadora que es la masa, y luchando, no por imponerse, sino por conservar su libertad contra el fatalismo que le cerca maniatándole.

Baroja ve la historia de la humanidad compuesta por un sinnúmero de etapas en las que el individuo y la masa han estado enfrentándose con una perpetua victoria incompleta de la masa sobre el individuo.

Baroja se mantiene en una postura menos intelectualizada que Unamuno, aunque algunos críticos hayan creído que se encuentran en un plano semejante. Lo que hace Baroja es creer que un acontecimiento histórico, si se estudia a fondo y llega a desmenuzarse, puede aparecer como una serie de hechos intrahistóricos en los que la casualidad, o si queremos el destino, ha jugado también su papel.

Azorín, que está muy cerca del pensamiento de Baroja en este punto, al hacer la crítica de El escuadrón de Brigante, novela en la que se nos describe la guerra, en su mayor parte, es un estado de cosas oscuro, opaco, sin relieve…, un estado de cosas que Baroja nos procura en esta novela, por la que comprobamos que es «ahora y no antes cuando vemos en realidad, escueta y descarnadamente, “cómo fue la guerra de la Independencia”»[10]..

Lo que busca Baroja en la serie de novelas históricas es la realidad que fue y se perdió en el tiempo y que sólo puede ser encontrada por la sensación de realidad que es capaz de procurar el arte. Íntimamente relacionado con este entendimiento de cómo se ha de historiar o cómo se ha de novelar la historia, está la concepción que tiene Baroja de la novela. Para él, la novela no es un género concreto y bien perfilado. La novela es un género indefinido, multiforme, protéico, en formación, en fermentación…, que lo abarca todo; desde el libro psicológico hasta el filosófico, el aventurero, el utópico, el épico,… Él nos lo dice así: «Si hay un género literario sin metro, es la novela».

En el prólogo de La nave de los locos respondió a José Ortega y Gasset que con dogmatismo había expuesto la tesis de que la novela debía ser cerrada, de pocos personajes, impenetrable, de técnica acabada,… En aquel texto, a la vez que defendía su personal manera de novelar, Baroja exponía las excelencias de la novela permeable, porosa, abierta, ilimitada…, porque, entre otras razones, cree que la novela, más que un juego o un experimento intelectual de mayor o menor habilidad, es el resultado de haber sabido manifestar una intimidad sobre la vida que gira o ha girado en torno a ella.

Baroja se considera siempre incapacitado para componer una novela de la misma manera que se puede imaginar y llevar a cabo una jugada de ajedrez, tal como lo habían hecho un Conan Doyle, un Edgar Allan Poe…; la novela es para él, ante todo, algo muy ligero e indeterminado en lo que cuenta saber enfrentarse y ver la realidad que fluye y, por otro lado, que es presentada como el fruto de imaginación capaz de levantar una trama. La vida muestra constantemente un desafío a que sea tomada tal como es y pueda ser trasplantada a unas hojas de papel. «La vida no da casi nunca consecuencias lógicas[11]». Este trabajo sólo lo puede realizar el novelista que tiene su existencia proyectada sobre la vida con sus sorpresas y sus quiebros insospechados, por más que muchas veces sean previsibles. Baroja sabe que la obra literaria siempre será un reflejo de la realidad. «El realismo es una tendencia en literatura; pero el realismo no es la realidad absoluta[12]».

Nuestro novelista no piensa ni pretende que sus novelas atrapen y expliquen la vida en su totalidad, porque esto es irrealizable; se contenta con tomar lo esencial de ella, que a veces, y con frecuencia, parece algo nimio y de una nula trascendencia. Pero la vida está ahí y el novelista que intenta reflejarla debe tomar las soluciones que le ofrece. El novelista tiene que captar todo lo que le rodea para después volcar en un libro lo que su personalidad selecciona, y no puede ver la vida conforme a unos prejuicios porque ha de mantenerse solo, fuera de toda escuela estética y toda doctrina moral.

La novela será el producto de la mayor o menor visión del novelista y de su personalidad al proyectarla conforme a la forma que le es propia. Baroja defiende una postura impresionista de novelar insinuando reacciones y apuntando detalles. De aquí que muchas de sus novelas parezcan incompletas; como si no estuvieran acabadas, e, incluso, como si no tuvieran principio ni fin, dando la impresión de que se ha dejado llevar por sucesos o por temas que le piden un mayor desarrollo, constituyendo trilogías, que muchas veces podrían llegar más lejos.

Por tanto, esta concepción de la novela, tan personal y tan poco amiga de las preceptivas, y enfocada solamente hacia la vida, tiene una aplicación fácil para el que quiere hacer historia, al intentar siempre mantenerse sobre un fondo de época a la vez que se ciñe a unos acontecimientos y a unos hechos ocurridos que por su carácter menor de sucesos poco brillantes merecieron quedar en la oscuridad, pero todos de gran importancia para el historiador. Para Baroja, el novelista y el historiador han de tener en cuenta la espontaneidad de la vida, porque para él, el hombre se escapa por su personalidad a un determinismo rígido y completo como algunos suponen. Y, por otro lado, el historiador es un «hombre que pretende ver en lo que es, con sus ojos, no lo ve como los demás; siempre le da un carácter propio a su visión, mejor o peor[13]». El hombre que pretende y puede ver en la esencia, es una entelequia que no se puede dar.

A mí me interesa —como decía Stendhal— ver en lo que es. Saber distinguir la realidad del mito, saber señalar los caracteres de la realidad[14]….

El hombre sólo puede pretender ver en lo que es, sabiendo que corre un gran riesgo de equivocarse, porque el hombre es siempre un enigma para sí mismo, y de una sinceridad muy relativa incluso para su conciencia, porque constantemente está envuelto en velos y marañas que le crea el instinto vital. Por desgracia,

el hombre es una máscara no sólo para los demás, sino para sí mismo. No hay manera de averiguar claramente en dónde empieza su realidad y en dónde acaban sus ficciones.

En páginas anteriores hemos hecho referencia al desenfado con que se vengó Baroja de la historia académica, a lo que habría de añadirse su opinión sobre la filosofía de la historia[15], por más que sea imposible hacerlo en las presentes páginas.

Un aspecto que sí ha de merecer nuestra atención ahora es el conocimiento y valoración que Pío Baroja tenía de la novela histórica, pues bien sabemos de su afición a este género. Baroja leyó con gusto y detenimiento las novelas que transcurrían en la época inmediatamente anterior a la propia vida de Walter Scott, y supo comprender lo que representaba el interés por investigar los orígenes de la sociedad en que había nacido. Baroja leyó el folletín histórico y supo sacar el fruto de toda aquella imaginación desplegada en función de unos efectos sentimentales. Baroja leyó a Dostoievski y apreció en sus personajes un desdoblamiento psicológico que es producto de una deformación de visión y que estaba perfectamente conjuntado con el momento histórico que les determinaban. Vio también que Balzac había tenido perfecta conciencia histórica al escribir su Comedia humana, pues una descripción histórica fechada y en la que sus personajes aparecen ligados, por no decir determinados, a varios momentos de la historia lo demuestra, … Baroja había leído a Stendhal y había sabido ver las relaciones que guardaban los personajes históricos con sus personajes de ficción y, además, este mismo autor, supo enseñarle mejor que nadie que los personajes inventados, para tener consistencia y mentalidad de su época, tenían que hacer referencia constante y obligada a unos hechos históricos comprobables. Stendhal supo, pues, mostrarle la importancia de la verdad del detalle histórico. Baroja tuvo presente lo que era evidente en Tolstoi, quien, sobre todo en Guerra y paz, había deslindado claramente el valor y posibilidades de las novelas históricas, y que, como ahora hacía él, había desestimado, por partidistas e infantiles, muchas de las opiniones de los historiadores que habían tratado de explicar el acontecimiento que conmovió a Europa en los primeros años del siglo XIX. Tolstoi da una explicación de la historia que está muy próxima a la de Baroja en su postura antihistoricista. Cuando Tolstoi dice que

para nosotros, que no somos ni contemporáneos ni historiadores, para nosotros que nos hemos entregado a investigaciones de carácter histórico y que, por consiguiente, contemplamos los hechos con un criterio de independencia y sin ofuscación, las causas de estos hechos nos parecen incalculables[16].

Tolstoi le enseñó a ser novelista histórico fuera del fatalismo indispensable en toda ciencia histórica. Y por último, nos toca destacar también la presencia de Galdós que, con sus Episodios Nacionales, ponía frente a Baroja una muralla retadora ante la que debía doblegarse, ignorándola, o, por el contrario, replicándola. Baroja se decidió por esto último, y como veremos más adelante, con sus Memorias de un hombre de acción supo darle una réplica bastante lineal a su obra.

Pero que en un momento dado Pío Baroja se convirtiese en novelista histórico no hemos de verlo como un resultado que nace de forma espontánea. Desde sus primeros pasos como novelista dio muestras más que suficientes de su preocupación por el pasado, aunque no por un pasado remoto que no podría jamás llegar a entrever, pues «no me bastarían todos los documentos que pudiera reunir para darme cuenta aproximada de cómo era un hombre de lejanas centurias». De ahí que Baroja considere que son errores fundamentales libros como Salambó de Flaubert, o Los mártires de Chateaubriand o Quo vadis? de Sienckiewicz, … y no las novelas de Walter Scott, Stendhal, Dickens, … de carácter histórico cercano al tiempo en que vivieron.

Tampoco es un error, sino, por el contrario, un gran acierto Guerra y Paz, de Tolstoi, porque Tolstoi pudo comprender a los rusos de la campaña de Napoleón casi por impresión directa sin tener que recurrir a versiones amaneradas y manoseadas, convertidas en lugares comunes por largos años de retórica[17]….

Baroja rechazó siempre novelar la vida de épocas pretéritas, pues aparte de las dificultades de tipo erudito, existía la de la comprensión del hombre:

Y encuentro que en una época cercana se puede suponer, imaginar o inventar la manera de ser psicológica de los hombres que vivieron en ella. En cambio, el modo de ser de los hombres de hace doscientos, quinientos o más años a mí, al menos, se me escapa[18].

El tiempo, en estas proporciones, más que la condición humana, hacía que junto al obligado cambio de costumbres, de usos, de condiciones de vida,… no se pudiese llegar a comprender la mentalidad y el comportamiento de aquellos hombres. De aquí que estos dos frenos, uno intuitivo y otro erudito, juntamente con su intención de novelar el presente, hicieron que Baroja se proyectara sobre la España contemporánea y, al mismo tiempo, se fuera adentrando en el pasado con timidez y calculados pasos.

El pasado era una acción humana que fue en el tiempo y que a cada instante se alejaba más y más, evaporándose y diluyéndose, haciéndose más difícil de atrapar y comprender, a la vez que un bien convencional.

Pero el pasado, sólo como pasado, era antipático para Baroja, como dice una vez más en el prólogo de La dama errante de la edición de 1914. Sin embargo, debido a su innato sentido crítico, a su romanticismo más o menos velado, a su tendencia contemplativa y estudiosa y, sobre todo, al factor psicológico que le impulsaba constantemente a buscar las raíces que explicaban el presente, así como a estudiar y salvar del olvido todo lo que se perdía ganado por el tiempo, encontró abundante agua de donde beber en el pasado, en la historia, en la tradición.

Pero conviene que perfilemos este factor psicológico, motor de su historicismo, que en Baroja es el que le lleva a interesarse por un tiempo en el que encuentra constantes referencias al mundo en que había crecido y del mundo más o menos fabuloso de que había oído hablar en su niñez y juventud. Sin Aviraneta, porque era pariente suyo, no tendríamos su visión histórica de la primera mitad del siglo XIX español, sin los tíos de su abuela que llevaron a su casa cajas de té, muebles de madera de alcanfor después de sus viajes a Oriente, no tendríamos ni Shanti Andía, ni Chimista. Otra cosa muy distinta es que no le gustase el pasado de España y también que sufriera una sensación de fracaso al intentar acercarse a un pasado que se le mostraba como el mito de un carácter verdadero, fuerte y duro.

El tema del pasado lo encontramos en novelas como Camino de perfección o El mayorazgo de Labraz, pero es en 1905, después de haber publicado La lucha por la vida, cuando Baroja decide dejar suelta su fantasía por el pasado escribiendo La feria de los discretos, donde, siguiendo las correrías de su personaje Quintín, un pretendido hombre de acción, nos conduce a Córdoba en los años anteriores a la revolución de 1868, y en la que no faltan personajes históricos como el bandolero José María Pacheco[19]. Más adelante, en Los últimos románticos y Las tragedias grotescas, conocemos la época del romanticismo madrileño y el exilio en París de numerosos españoles, así como una referencia a las vicisitudes de la capital francesa durante la Comune de 1871.

Otro tanto sucede con La dama errante, en que un acontecimiento, como fue el atentado ocurrido en la calle Mayor de Madrid contra los reyes de España el 31 de mayo de 1906, da pie a un estudio de un momento histórico. Baroja, como confesaba en el prólogo citado de esta novela, tenía plena conciencia de historiador, llegando a decir:

Dados estos antecedentes, es muy lógico que un hombre que sienta así tenga que tomar sus asuntos no de la Biblia, ni de los romanceros, ni de las leyendas, sino de los sucesos del día, de lo que se ve, de lo que se oye, de lo que dicen los periódicos. El que lea mis libros y esté enterado de la vida española actual, notará que casi todos los acontecimientos importantes de hace quince o veinte años a esta parte aparecen en mis novelas[20].

Como vemos, la producción novelística de Baroja tiene un fuerte carácter de testimonio de su época y de explicación de los antecedentes que la determinaron. Baroja mostraba el presente, pero con regularidad cedía un paso atrás, de tal forma que, cuando en 1913 comenzó a publicar las Memorias de un hombre de acción, ya había dado su personal visión de la segunda parte del siglo XIX español en los más diversos aspectos: así, en la trilogía titulada El pasado vemos el final de la época romántica y la caída del trono de Isabel II a la vez que conocemos el nacimiento en el París de la belle époque de la doctrina comunista y de los forcejeos de los anarquistas. En La lucha por la vida nos conduce por los estratos de la sociedad madrileña postgaldosiana enfebrecida por el anarquismo. En El árbol de la ciencia presenta la España del desastre colonial. En los libros de El mar nos hace conocer la vida de los marinos vascos en la época en que comenzaba la industrialización del mar…

En 1913 inició un nuevo salto atrás, después de tropezar con un personaje que le captó desde el primer momento, al lanzarse a la aventura de novelar la historia de la España contemporánea desde su inicio, desde la guerra de la Independencia hasta 1834. Pero, igual que antes, en que el estudio del presente no le había impedido tender su mirada al pasado, ahora, cuando el pasado era la clave de sus preocupaciones, volvió una y otra vez al presente. Y así en Las horas solitarias hallamos un amplio reportaje sobre su época, en La selva oscura tropezamos con la España de los turbulentos años anteriores a la última guerra civil. En El cabo de las tormentas nos describe la sublevación del capitán Galán en Jaca… junto a noticias de los sindicalistas de Barcelona en los días del gobierno de Martínez Anido, la proclamación de la segunda República Española en Madrid,… Y en los años de su vejez tenemos la novela Los saturnarios, que permanece inédita, donde se nos describen los días inmediatamente anteriores a la guerra civil de 1936.

Y por último hemos de recordar El caballero de Erlaiz, por la que volvemos a la vida de los días del antiguo régimen en las ciudades del País Vasco, como Vergara, Azcoitia, Azpeitia; con los Altuna, con los profesores enciclopedistas de Oñate y Vergara, con los Esparan,… dentro del movimiento que llevó a la creación de la Sociedad de Amigos del País…

Azorín, en su libro Madrid, que nos informa cumplidamente del ambiente y primeros balbuceos de los hombres que con el tiempo serían reunidos bajo la etiqueta de generación del 98, dice:

La Historia nos tenía captados. Nos diéramos de ello cuenta o no nos diéramos. Para los resultados finales ha sido lo mismo. Baroja ha escrito una extensa Historia de España contemporánea. Maeztu acopiaba quizá entonces los libros invisibles con que había de tejer su teoría histórica de la hispanidad. En cuanto a mí, el tiempo en concreto, es decir la Historia, me ha servido de trampolín para saltar al tiempo en abstracto. La generación de 1898 es una generación histórica[21].