9

LA espada, la espada de los Misterios ha desaparecido… Mirad ahora el cáliz, mirad todo lo de la Regalía Sagrada… se ha ido, se ha ido, nos ha sido arrebatado…

El grito despertó a Morgana, pero cuando se acercó de puntillas hasta la puerta del cuarto donde dormía Cuervo, sola y callada como siempre, encontró dormidas a las mujeres que la atendían; no lo habían oído.

—Pero si todo está en silencio, señora —le dijeron—. ¿Estáis segura de que no fue un mal sueño?

—Si fue un mal sueño, también lo tuvo la sacerdotisa Cuervo —replicó Morgana, observando las caras despreocupadas de las muchachas. Cada año que pasaba, las doncellas de la Casa parecían más jóvenes y más aniñadas. ¿Cómo confiar las cosas sagradas a niñas de pechos incipientes?

Una vez más, el terrible grito resonó en todo Avalón, causando alarma por doquier. Pero cuando Morgana exclamó: «Otra vez, ¿lo oísteis?», ellas volvieron a mirarla con desconcierto, diciendo:

—¿Soñáis ahora con los ojos abiertos, señora?

Morgana cayó entonces en la cuenta de que ese alarido de terror y pena no había sido un sonido real.

—Entraré a verla —dijo.

Cuervo estaba incorporada en la cama, con la cabellera suelta en gran desaliño y los ojos enloquecidos de terror; por un momento Morgana pensó que, realmente, su mente había captado algún mal sueño. Pero Cuervo negó con la cabeza; ya estaba completamente despierta y sobria. Aspiró muy hondo, esforzándose por hablar, por superar sus años de silencio.

Por fin, temblando de pies a cabeza, dijo:

—Lo vi… lo vi… traición, Morgana, dentro de los lugar sagrados de la misma Avalón. No pude verle la cara, pero tenía en la mano la gran espada Escalibur.

Morgana alargó una mano para tranquilizarla, diciendo:

—Cuando salga el sol miraremos dentro del espejo. No te molestes en hablar, querida.

Cuervo aún temblaba. A la luz vacilante de la antorcha Morgana vio su mano arrugada, cubierta por las manchas oscuras de la edad, y los dedos de Cuervo, cuerdas retorcidas en torno a los huesos estrechos. «Somos dos ancianas —pensó— nosotras, que llegamos doncellas para atender a Viviana. Ah Diosa, cómo pasan los años…».

—Pero ahora tengo que hablar —susurró su compañera—. He guardado silencio demasiado tiempo… Guardé silencio aun temiendo que sucediera esto. Escucha el tronar… y la lluvia. Viene tormenta; la tempestad estallará sobre Avalón y la barrerá… inundación y oscuridad sobre la tierra…

—¡Calla, querida, calla! —susurró Morgana, abrazando a la mujer estremecida; se preguntaba si le habría fallado la mente, si todo era una ilusión, un delirio de la fiebre. No había truenos ni lluvia; la luna refulgía sobre Avalón y los huertos, blancos de flores bajo sus rayos—. No tengas miedo. Me quedaré aquí, contigo, y por la mañana miraremos dentro del espejo para ver si hay algo de realidad en todo esto.

Cuervo esbozó una sonrisa triste. Luego apagó la antorcha; en la súbita oscuridad Morgana pudo ver, por las ranuras de la madera, un súbito fulgor de relámpagos en la distancia. Silencio; luego, muy lejano, un trueno grave.

—No sueño, Morgana. Vendrá tormenta y tengo miedo. Tú eres más valerosa que yo. Has vivido en el mundo y conoces las penas de verdad. Pero ahora quizá deba romper el silencio para siempre… y tengo miedo…

Morgana se acostó a su lado, extendiendo la manta sobre ambas, y la cogió en sus brazos para calmar sus temblores. Mientras oía la respiración de su compañera recordó la noche en que llevara a Nimue: Cuervo había ido entonces a ella, para darle la bienvenida a Avalón. «¿Por qué me parece ahora que, de todos los amores que he conocido, éste es el más auténtico?». Pero se limitó a estrecharla con suavidad, reconfortándola. Después de largo rato las sobresaltó un gran redoblar de truenos.

—¿Ves? —susurró Cuervo.

—Calla, querida; es sólo una tormenta.

Y mientras lo decía se desató una lluvia torrencial: un viento frío entró en la habitación, ahogando las palabras. Morgana quedó en silencio, con los dedos enlazados a los de Cuervo. «Es sólo una tormenta», pensaba. Pero el terror de su amiga se le estaba contagiando; también ella se estremeció.

«Una tempestad que surgirá del Cielo para estrellarse contra Camelot, acabando con los años de paz que Arturo trajo a esta tierra».

Trató de convocar la videncia, pero los truenos parecían sofocar los pensamientos; sólo pudo estarse quieta junto a Cuervo, repitiéndose una y otra vez: «Es sólo una tempestad: lluvia, viento y truenos. No es la ira de la Diosa».

Después de largo rato pasó la tormenta. Morgana despertó a un mundo renovado, el cielo pálido y sin nubes, el agua destellando en cada hoja y en cada brizna de hierba, como si alguien hubiera sumergido el mundo en lluvia sin sacudirlo ni secarlo. Si de verdad la tormenta de Cuervo iba a estallar sobre Camelot, ¿dejaría al mundo así de bello a su paso? No, no lo creía.

Cuervo, al despertar, la miró con los ojos dilatados por el miedo.

—Iremos de inmediato en busca de Niniana —le dijo Morgana, serena y práctica como siempre—. Luego, al espejo, antes de que salga el sol. Si la ira de la Diosa está a punto de descender sobre nosotros, es preciso saber cómo y por qué.

Cuervo hizo un gesto de asentimiento. Pero cuando estaban ya vestidas y a punto de salir le tocó el brazo.

—Ve por Niniana —susurró—. Yo traeré… a Nimue. También forma parte de esto.

Por un momento Morgana, sorprendida, estuvo a punto de protestar. Luego echó una mirada al cielo claro de Levante y echó a andar. Tal vez Cuervo había visto, en el mal sueño de la profecía, el motivo por el que Nimue había sido llevada a la isla y mantenida en reclusión. Mientras cruzaba el huerto mojado, callada y sola, vio que no todo era bella calma: el viento había destrozado las flores, formando una capa blanca, como de nieve; ese otoño habría poca fruta. «Podemos arar el suelo y plantar la semilla, pero la cosecha sólo depende del favor de la Diosa… ¿Por qué me preocupo, pues? Será como ella desee».

Niniana, arrancada al sueño, la miró como si la creyera loca. «¡No es una verdadera sacerdotisa!», pensó Morgana; «Merlín dijo la verdad: la escogieron sólo por ser pariente de Taliesin. Tal vez haya llegado el momento de ocupar mi puesto, dejando de fingir que es la Dama de Avalón». No quería ofender a Niniana ni parecer deseosa de poder. Pero ninguna sacerdotisa escogida por la Diosa habría podido seguir durmiendo tras el grito de Cuervo. Sin embargo, esa mujer había pasado por las duras pruebas sacerdotales sin que la Diosa la rechazara; ¿qué papel le tenía destinado?

—Os digo, Niniana, que lo he visto, y también Cuervo. Tenemos que mirar dentro del espejo antes del amanecer.

—No doy mucha fe a esas cosas —musitó la Dama—. Lo que deba ser, será. Pero si es preciso os acompañaré.

Mudas, como manchas negras en el mundo blanco y acuoso, marcharon hacia el estanque. Morgana veía de soslayo la forma alta y silente de Cuervo, velada, y a Nimue, llena de flores pálidas como la mañana. La belleza de la muchacha era asombrosa; ni Ginebra en plena juventud había sido tan hermosa. Sintió una punzada de celos y angustia. «Yo no recibí ese don de la Diosa a cambio de todo lo que debí sacrificar».

—Nimue es doncella —observó Niniana—. Es ella quien tiene que mirar en el espejo.

Las cuatro siluetas oscuras se reflejaban en la superficie clara del estanque, contra el pálido fondo del cielo, donde algunas vetas rosas anunciaban el amanecer. Nimue se acercó a la orilla, separándose la cabellera rubia con ambas manos. Morgana vio en su mente la superficie de un cuenco de plata y la cara hipnótica de Viviana.

—¿Qué deseáis que vea, madre? —preguntó Nimue, en voz baja y vacilante.

Morgana esperó a que Cuervo hablara, pero sólo hubo silencio. Por fin dijo:

—Si Avalón ha sido violada y víctima de traición. ¿Qué ha sido de la Regalía Sagrada?

Silencio. Sólo unos gorjeos en los árboles y el sonido del agua al caer del canal que formaba ese estanque. Más abajo, en la pendiente, se veían los parches blancos de los huertos malogrados; muy arriba, las siluetas pálidas de las piedras que circundaban el Tozal.

Silencio. Por fin Nimue se removió, susurrando:

—No puedo verle la cara.

Y el estanque onduló, y Morgana creyó ver una forma encorvada que se movía lentamente y con dificultad… el cuarto a donde ella había acompañado a Viviana y a Taliesin, el día en que pusieron a Escalibur en manos de Arturo. Oyó la voz imponente de Merlín: «No… tocar la Regalía Sagrada sin preparación equivale a la muerte…». Pero él tenía derecho: era Merlín de Britania. Retiró de su escondrijo la lanza, el cáliz y el plato y los ocultó bajo su manto; luego salió para cruzar el lago hacia el lugar donde Escalibur relumbraba en la oscuridad. La Regalía Sagrada ya estaba reunida.

—¡Merlín! —susurró Niniana—. Pero ¿por qué?

Morgana sintió la cara rígida.

—Una vez me habló de esto. Dijo que Avalón estaba ya fuera del mundo y que los objetos sagrados tenían que estar dentro del mundo, al servicio del hombre y de los dioses, comoquiera que se les llamara.

—Va a profanarlos —se acaloró la Dama—. Pero ¿por qué?

En el silencio Morgana oyó el cántico de los monjes. Luego la luz del sol tocó el espejo, y al fulgor del sol naciente fue como si el mundo ardiera a la luz de una cruz en llamas. Cerró los ojos, cubriéndose la cara con las manos.

—Déjalos ir, Morgana —susurró Cuervo—. La diosa cuidará de lo suyo.

Una vez más Morgana oyó el cántico de los monjes: Kirie eleison, Christe eleison… «Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad…». La Regalía Sagrada sólo era un conjunto de símbolos. Si la Diosa había permitido que sucediera aquello era una señal de que Avalón ya no los necesitaba, de que tenían que pasar al mundo para estar al servicio de la humanidad.

La cruz en llamas seguía ardiendo ante sus ojos; se los cubrió, apartando la cara.

—Ni siquiera yo puedo abrogar el voto de Merlín. Pronunció un solemne juramento y celebró el gran matrimonio con la tierra en nombre del rey; ahora es perjuro y su vida está condenada. Pero antes de ajustar cuentas con el traidor tengo que ocuparme de la traición. La Regalía tiene que regresar a Avalón, aunque deba traerla con mis manos. Al amanecer partiré hacia Camelot.

Y de pronto un susurro de Nimue le reveló su plan completo:

—¿Tengo que ir yo también? ¿Me corresponde vengar a la Diosa?

Ella, Morgana, tenía que ocuparse de la Regalía Sagrada, que había sido puesta bajo su cuidado. Pero Nimue sería el instrumento del castigo para el traidor.

Kevin no conocía a Nimue, pues vivía recluida. Y como sucede siempre cuando la Diosa descarga su furia, serían las propias fortalezas mal defendidas de Merlín las que lo llevarían a su castigo.

Con los puños apretados, dijo lentamente:

—Irás a Camelot, Nimue. Eres prima de Ginebra e hija de Lanzarote. Rogarás a la reina que te permita vivir entre sus damas, sin decir a nadie, ni siquiera al rey Arturo, que has morado en Avalón. Si es preciso, finge que te has convertido al cristianismo. Allí conocerás al Merlín. Tiene una gran debilidad: cree que las mujeres lo desdeñan por ser feo y cojo. Por la mujer que no le tenga miedo ni repugnancia, por la que le devuelva la virilidad que quiere y teme, hará cualquier cosa, hasta dar la vida. —Miró directamente a los ojos asustados de la muchacha—. Lo seducirás para llevarlo a tu lecho, Nimue. Lo atarás a ti con un hechizo tal que será tu esclavo en cuerpo y alma.

—¿Y luego qué? —preguntó trémula—. ¿Tengo que matarlo?

Morgana iba a responder, pero Niniana se le adelantó.

—La muerte que pudieras darle sería demasiado rápida para un traidor como él. Tienes que traerlo a Avalón bajo un encantamiento, Nimue. Aquí recibirá la muerte maldita de los traidores, en el robledal.

Morgana recordó, estremecida, cuál era ese destino: lo despellejarían vivo y lo encerrarían en el hueco del roble, luego se cerraría la abertura con adobe de zarzas, dejando el espacio mínimo para que no le faltara aliento, a fin de que no muriera muy pronto. Inclinó la cabeza, tratando de disimular su temor. El reflejo cegador había desaparecido del agua; el cielo goteaba nubes pálidas. Niniana dijo:

—Aquí hemos terminado. Venid, madre…

Pero Morgana se desprendió.

—No, no hemos terminado. Yo también tengo que ir a Camelot. Tengo que saber qué uso ha dado el traidor a la Regalía Sagrada. —Y suspiró; había albergado la esperanza de no abandonar jamás las costas de Avalón, pero no había quien pudiera hacer su parte.

Cuervo alargó la mano. Temblaba tanto que parecía a punto de caer. Su voz malograda era sólo un murmullo lejano y cascado, como el viento entre las ramas secas.

—Yo también debo ir. Es mi sino: no podré descansar con los que me han precedido en el territorio encantado. Iré contigo, Morgana.

—No, no, Cuervo —protestó Morgana—. ¡Tú no! —En cincuenta años su compañera no había puesto un pie fuera de Avalón; ¡no podría sobrevivir al viaje! Pero nada pudo quebrar su decisión; aunque trémula de terror, fue inflexible: había visto su destino y tenía que acompañar a Morgana a cualquier precio.

—Pero no iré a Camelot como lo haría Niniana, con la pompa de las sacerdotisas —argumentó—. Iré disfrazada de anciana campesina, como solía hacerlo Viviana.

Cuervo negó con la cabeza, diciendo:

—Cualquier camino que tú puedas recorrer, también yo lo recorreré.

Morgana aún sentía un miedo mortal, no por sí misma, sino por su amiga. Pero aceptó y ambas se dispusieron a partir. Más tarde salieron de Avalón por las sendas secretas: Nimue, con la pompa correspondiente a una prima de la reina, por las carreteras principales; Morgana y Cuervo, a pie, envueltas en sombríos harapos de mendigas, por caminos secundarios.

Cuervo era más fuerte de lo que Morgana pensaba; a veces parecía ser la más fuerte de las dos. Mendigaban restos de comida a la puerta de las granjas o robaban algún trozo de pan arrojado a los perros. Una vez durmieron en una aldea desierta; otra, bajo un almiar. Y en esa última noche Cuervo habló por primera vez en todo el viaje.

—Morgana —dijo. Estaban acostadas codo a codo, envueltas en sus capas, bajo la sombra de la paja—. Mañana es Pascua en Camelot; tenemos que estar allí al amanecer.

Habría querido preguntarle por qué, pero sabía que Cuervo sólo podría darle una respuesta: que lo había visto en su sino.

—Entonces partiremos antes del alba. Estamos apenas a una hora de marcha. Si me lo hubieras dicho antes, habríamos continuado caminando y ahora dormiríamos a la sombra de Camelot.

—No pude —murmuró Cuervo. Y sollozó en la oscuridad—. ¡Tengo tanto miedo!

Morgana replicó bruscamente:

—¡Te dije que tenías que quedarte en Avalón!

—Pero tenía que trabajar para la Diosa —susurró su compañera—. He pasado todos estos años al amparo de Avalón; ahora nuestra Madre me lo exige todo a cambio de la seguridad que me dio. Pero tengo miedo, mucho miedo. Abrázame.

Morgana la estrechó con fuerza, meciéndola como a una criatura. Entraron juntas en un gran silencio, tocándose, juntos los cuerpos en una especie de frenesí. Morgana sintió que el mundo se estremecía en un extraño ritmo sacramental, en la tiniebla del lado oscuro de la luna: de mujer a mujer, afirmaban la vida a la sombra de la muerte, y la Diosa, en el silencio, les respondía.

Por fin se aquietaron los sollozos de Cuervo. Yacía inmóvil como un cadáver. Morgana pensó, mientras su corazón aminoraba el ritmo: «Tengo que dejarla ir, aun a las sombras de la muerte, si ésa es la voluntad de la Diosa».

Y no pudo siquiera llorar.

En el tumulto que reinaba en las puertas de Camelot, esa mañana nadie prestó la menor atención a dos campesinas ya entradas en años Morgana estaba habituada a aquello; Cuervo, que hasta entonces había vivido recluida, se puso blanca como un hueso y trató de ocultarse bajo su chal harapiento. Morgana también se mantenía envuelta en el chal; alguien podía reconocerla, pese a los mechones blancos y el atuendo de aldeana.

Un boyero que cruzaba el patio con un ternero tropezó con Cuervo y, ante su expresión consternada, la maldijo. Morgana se apresuró a decir:

—Mi hermana es sordomuda.

El hombre mudó el semblante.

—Ah, pobre… Mirad, arriba están ofreciendo una buena comida a todos, en la parte baja del salón real. Podéis entrar por esa puerta para observarlos cuando entren. Para hoy el rey ha planeado algo grande con uno de sus curas. ¿Venís de lejos, que no conocéis la costumbre? Bueno, nunca se sienta al festín sin ofrecer alguna gran maravilla. Y hemos sabido que hoy habrá algo realmente portentoso.

«No lo dudo», pensó Morgana, desdeñosa. Pero se limitó a darle las gracias, en el rudo dialecto campesino que estaba utilizando y se llevó a Cuervo hacia el salón, que se estaba llenando rápidamente. La generosidad del rey en días festivos era bien conocida; para muchos sería la mejor comida del año. El aire olía a carne asada, era el comentario goloso de quienes se empujaban a su alrededor. En Morgana solo despertaba nauseas, después de echar un vistazo a la cara demudada de Cuervo, decidió retirarse.

«No tendría que haberla traído. Cuando haya hecho lo que debo, ¿cómo haré para huir a Avalón con ella en estas condiciones?».

Encontró un rincón donde podrían verlo todo sin llamar la atención. En el extremo elevado del salón se veía la gran mesa redonda casi legendaria en los alrededores, con el estrado para la pareja real y los nombres de los caballeros pintados sobre los sitios de costumbre. En las paredes pendían coloridos estandartes. Después de pasar años en la austeridad de Avalón, todo aquello le pareció estridente y vulgar.

Después de un largo rato se produjo una conmoción; sonaron las trompetas y por la muchedumbre corrió un murmullo. Al ver que Cay abría las grandes puertas, Morgana se echó atrás: ¡él la reconocería con cualquier disfraz! Pero no tenía motivos para mirar en esa dirección.

¿Cuántos años había pasado en la serena deriva de Avalón? No tenía ni idea. Pero Arturo parecía aún más alto y majestuoso; su pelo era tan rubio que era imposible ver si tenía vetas plateadas en los rizos cuidadosamente peinados. También Ginebra, pese a los pechos caídos bajo el complejo vestido, se mantenía erguida y esbelta como siempre.

—Mirad qué joven parece la reina —murmuró una mujer—. Sin embargo, Arturo la desposó el año que tuve a mi primer hijo… y miradme. —Estaba encorvada y sin dientes, como un arco tensado—. Dicen que la hermana del rey, esa bruja a la que llaman Morgana de las Hadas, les dio hechizos para que se conservaran jóvenes.

—Con hechizos o sin ellos —murmuró con acritud otra anciana desdentada—, si la reina Ginebra tuviera que limpiar una cuadra por la mañana y por la noche, y parir un hijo todos los años, y amamantarlo en los tiempos buenos y en los malos, poco le quedaría de esa belleza, bendita sea. Las cosas son como son, pero que me expliquen los curas por qué ella se llevó todo lo bueno de la vida y a mí me tocó la miseria.

—Deja de gruñir —dijo la primera—. Hoy te llenarás la panza y podrás ver a todos los grandes. Recuerda lo que decían los ancianos druidas: la reina Ginebra es reina porque fue buena en sus últimas existencias; tú y yo somos pobres y feas porque fuimos ignorantes. Algún día nos tocará mejor suerte, si nos portamos bien en esta vida.

—Oh, sí —gruñó la otra vieja—: curas y druidas son lo mismo. Digan lo que digan, unos nacemos en la miseria y morimos en la miseria, mientras que otros lo tienen todo al alcance de la mano.

—Pero me han dicho que no es muy feliz —comentó otra en el grupo—. Por muy reina que sea, no ha podido tener un solo hijo, mientras que yo tengo un buen muchacho para que me labre la tierra, una hija casada con el hombre de la granja vecina y otra que trabaja para las monjas en Glastonbury. En cambio ella ha tenido que adoptar al señor Galahad, el hijo de Lanzarote y su prima Elaine, como heredero de Arturo.

—Oh, sí, eso es lo que dicen —comentó una cuarta anciana—, pero nosotras sabemos que a los seis o siete años de reinado se ausentó de la corte. ¿No creéis que todos estaban contando con los dedos? La esposa de mi hijastro servía aquí, en las cocinas, y cuenta que en todas partes se comentaba que la reina pasaba las noches en cama ajena.

—Calla, anciana chismosa —dijo la primera—. Si un chambelán te oye decir eso acabarás en el estanque. Yo creo que Galahad será un buen rey, Dios dé larga vida a Arturo. ¿Y qué importa quién sea su madre? A mí me parece que es un bastardo de Arturo; los dos son rubios. Y mirad al señor Mordret: de él sí sabemos que el rey lo tuvo con no sé qué ramera.

—Yo he oído algo peor —apuntó una—: que Mordret es hijo de una bruja y que Arturo lo trajo a la corte a cambio de que le dieran cien años de vida. ¿No veis que no envejece? Debe de tener más de cincuenta años y parece de treinta.

Otra anciana profirió una palabra obscena:

—¿Qué sentido tiene todo eso? La madre de Arturo llevaba la sangre antigua de Avalón, como la señora Morgana, que era morena, y Lanzarote. Debe de ser como decían antes: que Mordret es hijo de Lanzarote y la señora Morgana. Basta con echarles una mirada. Y ella es hermosa, a su modo.

—No está entre las señoras —observó una de las mujeres.

La suegra de la fregona explicó con autoridad:

—¡Pero si riñó con Arturo y se fue al país de las hadas! Pero todo el mundo sabe que, la noche de Todos los Santos, vuela alrededor del castillo montada en una rama de avellano. Y quien la ve por casualidad queda ciego.

Morgana escondió la cara entre los harapos para sofocar la risa. Cuervo, que escuchaba, se volvió a mirarla con indignación.

Los caballeros se estaban sentando en los lugares de costumbre. Lanzarote, al hacerlo, levantó la cabeza y recorrió el salón con una mirada penetrante; por un momento, Morgana tuvo la sensación de que la estaba buscando y bajó la cabeza, estremecida. Los chambelanes comenzaron a recorrer el salón, escanciando vino a los señores y buena cerveza a los campesinos. Morgana alargó su copa y la de Cuervo.

—¡Bebe! —ordenó a su compañera—. Pareces un cadáver. Tienes que estar fuerte para lo que venga.

Cuervo se llevó la taza de madera a los labios, pero apenas pudo tragar un sorbo. Una de las mujeres preguntó:

—¿Tu hermana está enferma?

—Está asustada —explicó Morgana—. Es la primera vez que viene a la corte.

—¿Verdad que los señores y sus damas son elegantes? ¡Qué espectáculo! Y pronto nos servirán una buena comida —dijo a Cuervo—. Eh, ¿no me oyes?

—No es sorda, sino muda. Creo que entiende algo de lo que le digo, pero sólo a mí.

—Ahora que lo mencionas, sí, parece lela. —La mujer dio a Cuervo unas palmaditas en la cabeza, como si fuera un perro—. ¿Siempre fue así? Qué pena, y tú tienes que cuidarla. Eres buena mujer. A veces, la gente que tiene un hijo así lo ata a un árbol, como si fuera un animal. En cambio tú la traes a la corte. ¡Mira a ese sacerdote, con sus vestiduras de oro! Es el obispo Patricio; dicen que en su país expulsó a todas las serpientes. ¡Qué te parece! ¿Las combatiría a palos?

—Es una manera de decir que expulsó a todos los druidas —dijo Morgana—; se les llama serpientes de sabiduría.

—¿Qué sabes tú de eso? —se burló la otra—. A mí me dijeron que eran serpientes. Y de cualquier modo, la gente sabia como los druidas y los curas nunca pelean: se pone de acuerdo.

—Es muy probable —concordó Morgana, para no llamar la atención.

Detrás de Patricio había alguien con hábito de monje: una figura gibosa, encorvada, que se movía con dificultad… ¿Qué hacía Kevin en el cortejo del obispo? Su necesidad de saber se impuso al miedo de hacerse notar.

—¿Qué van a hacer? Yo pensaba que oían misa en la capilla, por la mañana.

Una de las mujeres respondió:

—Dicen que, como en la capilla entran muy pocos, hoy habrá una misa especial para todos, antes de comer. Mirad: los hombres del obispo traen un altar, con mantel blanco y todo. ¡Chist! ¡Escuchad!

Morgana creyó volverse loca de ira y desesperación. ¿Irían a profanar la Regalía Sagrada sin remedio, utilizándola en una Misa cristiana?

—Acercaos todos —dijo el prelado—, pues hoy el orden antiguo cede paso al nuevo. Cristo ha triunfado sobre los supuestos dioses, que ahora se someterán a su nombre. Pues Cristo dijo a la humanidad: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Y también: «Nadie puede llegar al Padre, salvo los que vengan en mi nombre, pues no hay otro nombre bajo el Cielo con el que podáis ser salvos». Y en prueba de ello, todas las cosas que antes estaban dedicadas a los falsos dioses serán ahora consagradas a Cristo y al servicio del Dios verdadero.

Pero Morgana no oyó más: de pronto supo lo que tenía que hacer. Tocó a Cuervo en el brazo, aún allí, en medio del salón atestado, estaban abiertas la una a la otra. «Quieren usar la Regalía Sagrada de la Diosa para convocar su Presencia… que es Una… pero lo harán en el intransigente nombre de ese Cristo que llama demonios a los demás dioses. Han profanado el cáliz con vino, en vez de llenarlo con agua pura del manantial.

»El cáliz de la Madre es el caldero de Ceridwen, del que todos los hombres se nutren. Habéis convocado a la Diosa, ¡oh, curas caprichosos!, pero ¿os enfrentaríais a ella si se presentara?».

Morgana unió las manos en la invocación más ferviente de su vida: «Soy tu sacerdotisa, ¡oh, Madre! ¡Úsame según tu voluntad, te lo imploro!».

Experimentó el ímpetu descendiente del poder; sintió que se hacía más y más alta, como si esa potencia corriera por su cuerpo y su alma, colmándola. Ya no percibía las manos de Cuervo, que la sostenían en alto, llenándola como al cáliz con el vino sagrado de la Santa Presencia.

Avanzó. Patricio, atónito, retrocedió ante ella. No sentía ningún temor, aun sabiendo que tocar sin preparación la Regalía Sagrada significaba la muerte. En un remoto rincón de la conciencia, se preguntó cómo habría hecho Kevin para preparar al obispo. ¿Acaso había revelado también ese secreto? Entonces tuvo la certeza de que toda su vida había sido una preparación para ese momento en que, como si fuera la misma Diosa, levantaría el cáliz entre las manos.

Después algunos dirían que vieron a una doncella vestida de refulgente blancura llevando el cáliz por todo el salón; otros, que un gran viento invadió el ambiente, y el son de muchas arpas. Morgana sólo supo que, al levantar la copa entre las manos, la vio brillar como una piedra preciosa, un rubí, un corazón vivo que palpitara entre sus manos… Avanzó hacia el obispo, que cayo de rodillas ante ella, y le susurró:

—Bebe. Ésta es la Santa Presencia.

Patricio bebió. Morgana se preguntó por un momento que era lo que él veía. Pero lo dejó atrás para continuar caminando, o el cáliz se movió arrastrándola consigo. Oyó el ruido de muchas alas que se agitaban ante ella y percibió un aroma dulce que no era de incienso ni de perfume… El cáliz, dirían algunos después, era invisible; según otros, refulgía como una gran estrella, cegando a cuantos lo miraran… Cada uno de los presentes en el salón encontró su plato lleno de la comida que más le gustaba; más adelante Morgana oiría ese comentario una y otra vez; de ese modo supo que había tenido en las manos el caldero de Ceridwen. Pero otros de los relatos no tenían explicación; ella tampoco la necesitaba: «Es la Diosa, que obra según su voluntad».

Cuando llegó frente a Lanzarote lo oyó susurrar, sobrecogido:

—¿Sois vos, madre, o estoy soñando? —Y le acercó la copa a los labios, desbordante de ternura; en ese momento era la madre de todos.

Hasta Arturo se arrodilló ante ella, en tanto el cáliz pasaba brevemente por sus labios.

«Soy todas las cosas; virgen y madre, la que da vida y muerte. Ignoradme y pagad las consecuencias, vosotros, los que convocáis otros nombres. Sabed que soy Una».

De todos los presentes en el gran salón sólo Nimue la reconoció, atónita; ella también había aprendido a identificar a la Diosa, cualquiera que fuese la forma que adoptara.

—Tú también, hija mía —le susurró con infinita compasión. Y Nimue se arrodilló para beber, y Morgana sintió en ella una oleada de lascivia y venganza, y pensó: «Sí, esto también forma parte de mí».

Morgana vaciló, pero la fuerza de Cuervo volvió a levantarla. Y continuó su ronda por el gran salón; hombres y mujeres se arrodillaban para beber, y por ella corrían dulzura y bienaventuranza en tanto caminaba como llevada por grandes alas… Y entonces apareció ante ella el rostro de Mordret.

«No soy tu madre, soy la Madre de Todos…».

Galahad estaba pálido, sobrecogido. Gareth, Gawaine, Lucano, Bedivere, Palomides, Cay… Los viejos caballeros, todos ellos, y muchos a los que no conocía. E incluso los que habían abandonado este mundo llegaban a comulgar con ellos ante la mesa redonda: Héctor, Lot, el joven Tristán, al que mató Marco en un ataque de celos; Lionel, Bors, Balin y Balan de la mano, otra vez hermanos más allá de las puertas de la muerte. Todos los que se habían reunido en torno de la mesa redonda, en el pasado y en el presente, estaban reunidos en aquel momento, ante los sabios ojos de Taliesin. Y allí estaba Kevin, arrodillado ante ella, con el cáliz en los labios…

«Incluso a ti. Hoy os perdono a todos. Lo que ha de venir aún no es visible…».

Por fin se llevó el cáliz a los labios para beber ella también. El agua del Pozo Sagrado le supo dulce. Y entonces vio que los demás estaban comiendo y bebiendo, y cuando mordió un trozo de pan fue como la delicada torta de avena y miel que le amasaba Igraine en su infancia.

Dejó la copa en el altar, donde refulgió como una estrella.

«¡Ahora! Ahora, Cuervo, la gran magia. La copa, el plato y la lanza tienen que desaparecer de este mundo para siempre, volver sanos y salvos a Avalón, donde no vuelvan a ser tocados ni profanados por ningún mortal. Que nunca más sean utilizados para nuestra magia entre las piedras del círculo, pues han sido profanados en un altar cristiano. Pero tampoco los usarán los sacerdotes de un Dios que niega cualquier otra verdad».

Sintió el contacto de Cuervo, manos que aferraban las suyas, las de Cuervo y otras… Y en el salón las grandes alas parecieron agitarse por última vez. Un gran viento atravesó la habitación y desapareció. La sala se llenó de blanca luz diurna. El altar estaba desnudo; el mantel blanco, arrugado y vacío. Morgana vio la palidez aterrorizada del obispo Patricio.

—Dios nos ha visitado —susurró—. Hoy hemos bebido el vino de la vida en el Santo Grial.

Gawaine se levantó de un salto.

—Pero ¿quién ha robado el cáliz sagrado? —gritó—. ¡Lo hemos visto velado! ¡Juro que iré en su busca para devolverlo a esta corte! Y a esa búsqueda dedicaré doce meses y un día, hasta que vea con más claridad que aquí…

«Tenía que ser Gawaine —pensó Morgana—, siempre el primero en enfrentarse a lo desconocido». Galahad se levantó, pálido y radiante de entusiasmo.

—¿Doce meses, señor Gawaine? Juro que dedicaré el resto de mi vida, si es necesario, hasta que vea el Grial ante mí.

Arturo alzó una mano, tratando de hablar, pero la fiebre se había apoderado de los caballeros. Todos se comprometían a gritos, hablando al mismo tiempo. «Ahora no hay causa más cara a sus corazones —pensó Morgana—. Las guerras terminaron y creen que esto los unirá en el antiguo fervor. Pero en cambio los esparcirá a los cuatro vientos. La Diosa obra según su voluntad».

Mordret se había levantado para hablar, pero Morgana sólo vio a Cuervo, caída en el suelo. A su alrededor las ancianas campesinas seguían hablando sobre los delicados alimentos y bebidas que habían saboreado bajo el hechizo del caldero, pero Cuervo yacía silenciosa, pálida como la muerte. Y Morgana, al inclinarse junto a ella, supo que el peso de la gran magia había sido demasiado para aquella mujer aterrorizada. Había resistido con firmeza, volcando todas sus energías para fortalecer generosamente a Morgana, hasta que la copa desapareció rumbo a Avalón; entonces, perdida la fuerza, la vida se le fue con la copa. La estrechó contra sí, enloquecida de pena y desesperación.

«La he matado también a ella. En verdad acabo de matar al último ser que amaba. Madre, Diosa, ¿por qué no fui yo? Ya no tengo nada por que vivir, nadie a quien amar. Y Cuervo nunca hizo daño a nadie…».

Nimue bajó del estrado, donde estaba junto a la reina, para hablar dulcemente con Merlín. Arturo dialogaba con Lanzarote; con la cara bañada en lágrimas, ambos se abrazaron como no lo hacían desde la juventud. Luego el rey bajó para avanzar entre sus súbditos.

—¿Va todo bien, pueblo mío?

No le hablaban más que del mágico festín, pero cuando estuvo cerca alguien gritó:

—Aquí ha muerto una anciana sordomuda, mi señor Arturo. La impresión fue demasiado fuerte para ella.

Arturo se aproximó. Cuervo yacía sin vida en brazos de Morgana, que no levantó la cabeza. ¿La reconocería con un grito, con una acusación de brujería?

Su voz sonó suave y familiar, pero lejana.

—¿Era tu hermana, buena mujer? Lamento que haya sucedido en plena fiesta, pero Dios se la ha llevado en un momento de bienaventuranza, en brazos de su ángel. ¿Quieres que sea sepultada aquí? Si lo deseas, descansará en el patio de la iglesia.

Las mujeres del grupo ahogaron una exclamación; Morgana comprendió que, en verdad, era lo más caritativo que podía ofrecer, pero respondió que no, sin descubrirse la cabeza. Y luego, sin poder resistirse, le miró a los ojos.

Ambos habían cambiado mucho. Morgana estaba vieja y abrumada. Pero tampoco Arturo era ya el joven Macho rey.

Jamás sabría si Arturo la reconoció. Sus miradas se cruzaron un momento. Luego él dijo con suavidad:

—¿Prefieres llevarla a tu casa? Como desees, madre. Di a mis mozos de cuadra que te den un caballo. Muéstrales esto.

Y le puso un anillo en la mano. Morgana inclinó la cabeza, cerrando con fuerza los ojos para contener las lágrimas. Cuando volvió a abrirlos Arturo ya no estaba.

—Oye, te ayudaré a cargarla —dijo una de las mujeres.

Luego se ofreció otra, y entre todas sacaron del salón el liviano cuerpo de Cuervo. Morgana se volvió a contemplar el salón de la mesa redonda, sabiendo que jamás volvería a pisar Camelot.

Había cumplido su misión y tenía que regresar a Avalón. Pero regresaría sola. En adelante estaría siempre sola.