8

DIEZ días más tarde, el rey Arturo partió hacia Tintagel, acompañado por su hermana y el esposo de ésta, Uriens de Gales.

Morgana había tenido tiempo de resolver lo que haría. En la víspera encontró un momento para hablar a solas con Accolon.

—Espérame en la orilla del lago; cuida de que no te vean Arturo ni Uriens.

Le ofreció la mano como despedida, pero Accolon la estrechó contra sí para besarla una y otra vez.

—¡No puedo dejarte ir al peligro de este modo, señora!

Por un momento Morgana se recostó contra él. Estaba muy cansada de ser siempre fuerte, atenta a que las cosas marcharan siempre como era debido. ¡No podía permitir que sospechara su debilidad!

—No hay remedio, amado. De lo contrario no habría más solución que la muerte. Y no puedes subir al trono llevando en las manos la sangre de tu padre.

—¿Y Arturo?

—Tampoco quiero hacerle daño —aseguró Morgana, serena—. No voy a hacerle matar. Pero morará durante tres días y tres noches en el país de las hadas; cuando regrese habrán pasado cinco años o más, su reinado será una leyenda y el peligro del mando sacerdotal habrá pasado.

—Pero si de algún modo logra salir…

A Morgana le tembló la voz.

—«¿Qué será del Macho rey cuando el ciervo joven haya crecido?». Arturo correrá la suerte que los hados decreten. Y tu tendrás su espada.

«Traición», pensó, mientras cabalgaba con los demás en la lúgubre mañana. Una leve neblina se desprendía del Lago. Aún tenía náuseas y el movimiento del caballo las empeoraba. No recordaba haber estado tan descompuesta al gestar a Gwydion… No: Mordret, aunque quizá decidiera reinar con su nombre. Y cuando Kevin viera los hechos consumados, sin duda él también apoyaría al nuevo rey de Avalón.

La niebla se estaba espesando; eso le simplificaría las cosas. Estremecida, se ciñó la capa. Tenía que actuar ya, de lo contrario, al rodear el Lago, girarían hacia el sur, rumbo a Cornualles. La bruma era ya tan densa que apenas distinguía las siluetas de los tres soldados que marchaban delante; al volverse en la montura vio que los tres de la retaguardia eran igualmente borrosos. Pero un trecho del camino se veía con claridad.

Alargó las manos, empinándose en la silla, y susurró las palabras del hechizo que nunca se había atrevido a usar. Tuvo un momento de puro terror, aun sabiendo que era sólo el frío de la pérdida de energía. Uriens se estremeció.

—Nunca he visto niebla como ésta —dijo, quejumbroso—. Vamos a perdernos y acabaremos pasando la noche en las orillas del Lago. Sería mejor refugiarnos en la abadía de Glastonbury.

—No estamos perdidos —replicó Morgana. La niebla era tan densa que apenas veía el suelo bajo los cascos del animal—. Conozco cada paso del camino. Podemos pasar la noche en un sitio que conozco, cerca de la orilla, y continuar el viaje por la mañana.

—No podemos haber llegado tan lejos —objetó Arturo—. Oigo las campanas de Glastonbury tocando el Ángelus.

—En la niebla los sonidos llegan lejos —explicó Morgana—, más aún con una niebla tan densa. Confiad en mí. Arturo.

Él le sonrió cariñosamente.

—Siempre he confiado en vos, querida hermana.

Oh, sí, desde el día en que Igraine lo pusiera en sus brazos para que lo cuidara y le secara las lágrimas… Morgana, impaciente, endureció el corazón; eso había sucedido hacía toda una vida.

«¿Qué será del Macho rey cuando el ciervo joven haya crecido?».

Así era la naturaleza; no se podía enmendar en aras de los sentimientos. Arturo tendría que enfrentarse a su destino sin la protección de la vaina. No levantaría una mano contra el hijo de su madre y el padre de su hijo, pero podía retirarle los hechizos que había puesto sobre él. Y entonces correría la suerte que la Diosa quisiera.

La mágica bruma se había espesado tanto que Morgana apenas veía el caballo de Uriens. De entre la niebla surgió su rostro, enfadado y mohíno.

—¿Estás segura de saber adónde nos llevas, Morgana? Nunca he pasado por aquí, lo juraría. No conozco la curva de esa colina.

—Te aseguro que conozco cada paso del camino, con niebla o sin ella. —A sus pies distinguió el curioso grupo de arbustos, inalterados desde que tratara inútilmente de entrar a Avalón. «Que no suenen las campanas de la iglesia mientras busco la entrada, Diosa —rezó para sus adentros—, no vaya todo a desvanecerse de nuevo en la neblina, sin permitirnos llegar a ese país…».

—Por aquí —dijo, clavando los talones a su caballo—. Seguidme, Arturo.

Y se adentró velozmente en la bruma, sabiendo que no podrían seguir su paso con tan poca luz. Detrás de ella se oyó la maldición de Uriens, su voz fastidiada, y la de Arturo tranquilizando a su caballo. La niebla había empezado a ralear. De pronto se encontraron a plena luz del día, entre los árboles. Un resplandor verde y claro penetraba desde arriba, aunque no se veía el sol. Arturo lanzó una exclamación de sorpresa.

Del bosque salieron dos hombres.

—¡Arturo, mi señor! —saludaron claramente—. ¡Es un placer recibiros aquí!

El rey sofrenó inmediatamente su caballo, antes de que los atropellara.

—¿Quiénes sois y cómo sabéis mi nombre? —inquirió—. ¿Y qué lugar es éste?

—Caramba, mi señor, es el castillo de Chariot. Nuestra reina siempre ha deseado recibiros como huésped.

Arturo parecía confuso.

—Ignoraba que hubiera un castillo en esta zona. Tenemos que habernos alejado más de lo que pensábamos.

Uriens parecía desconfiar, pero Morgana vio que sobre Arturo caía el familiar hechizo de las tierras de las hadas. No encontraba necesidad de cuestionar nada; como en los sueños, lo que sucedía era aceptado, simplemente. Pero ella tenía que conservar el tino.

—Reina Morgana —dijo uno de los hombres, con esa belleza morena que los asemejaba a versiones oníricas de las gentes pequeñas de Avalón—, nuestra reina os espera con alegría. Y vos, mi señor Arturo, participaréis de nuestro festín.

—Después de tanto viajar en la niebla será grato sentarme a un festín —respondió Arturo, cordialmente. Y dejó que el hombre condujera su caballo por el bosque—. ¿Conocéis a la reina de estas tierras, Morgana?

—La conozco desde que era joven. —«Se burló de mí… Y se ofreció a criar a mi hijo en el mundo de las hadas».

—Me sorprende que nunca viniera a Camelot para ofrecer su fidelidad —comentó Arturo, ceñudo—. No recuerdo, pero me parece haber oído hablar de un castillo de Chariot hace muchísimo tiempo. —Luego descartó el tema—. De cualquier modo, estas gentes parecen amistosas. Transmite mis cumplidos a la reina, Morgana. Sin duda la veré en el festín.

—Sin duda —confirmó ella, mientras los hombres se lo llevaban.

«Tengo que conservar la cabeza; usaré el latir de mi corazón para medir el tiempo sin dejarme llevar; de lo contrario me enredaré en mis embrujos». Y se preparó para el encuentro con la reina.

No había cambiado; era siempre la misma mujer alta, con cierto parecido a Viviana, como si ambas fueran consanguíneas. Y como tal la abrazó.

—¿Qué te trae por propia voluntad a nuestras costas, Morgana de las Hadas? —preguntó—. Aquí está tu caballero; una de mis damas lo encontró vagando por los juncos del lago, sin poder orientarse en la bruma.

Hizo un gesto y Accolon apareció allí. Cuando aferró la mano de Morgana, ella lo sintió sólido y real… No obstante ignoraba si estaban bajo techo o a la intemperie, si el trono de vidrio de la reina estaba dentro de un bosque magnífico o en un gran salón abovedado.

Accolon se arrodilló ante el trono y la reina le cogió una mano; las serpientes parecieron moverse por sus brazos hasta quedar en la palma de la reina, que jugó distraídamente con ellas.

—Has escogido bien, Morgana —dijo—. No creo que éste vaya a traicionarme. Mirad: Arturo ha cenado bien y allí descansa.

Y señaló un muro, que pareció abrirse de par en par. En la pálida luz, Morgana vio a Arturo dormido, con un brazo bajo la cabeza y el otro cruzado sobre una joven de cabellera oscura; podría haber sido una hija de la reina… o la misma Morgana.

—Pensará que eras tú, por supuesto, y que esto es un sueño enviado por el maligno —dijo la reina, sonriente—. Tanto se ha alejado de nosotros que se avergonzará de haber cumplido su más caro deseo. ¿No lo sabías, mi querida Morgana?

Y creyó oír la voz acariciante de Viviana. Pero era la reina quien decía:

—Así duerme el rey, en los brazos de la que amará hasta su muerte. ¿Y cuando despierte? ¿Le quitarás Escalibur? ¿Lo arrojarás desnudo a la costa, para que te busque siempre entre las brumas?

Morgana recordó súbitamente el esqueleto de un caballo bajo los árboles del pueblo de las hadas.

—No, eso no —dijo, estremecida.

—Entonces permanecerá aquí, pero si es tan devoto como dices y se le ocurre decir las oraciones que lo apartarán de la ilusión, ésta se desvanecerá. Entonces pedirá su caballo y su espada. ¿Qué hemos de hacer, señora?

Accolon dijo, ceñudo:

—Yo tendré la espada. Si puede quitármela, que lo haga.

La doncella de pelo oscuro se acercó a ellos, llevando a Escalibur en su vaina.

—Se la quité mientras dormía —dijo—, y con ella me llamó por vuestro nombre.

Morgana tocó la empuñadura enjoyada.

—Piénsalo bien, hija —advirtió la reina—: ¿no sería mejor devolver inmediatamente la Regalía Sagrada a Avalón, y que Accolon se abra paso hacia el trono con una espada común?

Morgana se estremeció. Aquel lugar, fuera lo que fuese, estaba muy oscuro. Y Arturo ¿yacía dormido a sus pies o estaba a gran distancia? Pero fue Accolon quien alargó la mano para coger el acero.

—Yo cogeré a Escalibur y su vaina —dijo.

Morgana se arrodilló a sus pies para ceñírsela a la cintura.

—Que así sea, amado. Úsala con más fidelidad que aquél para quien hice esta vaina.

—No permita la Diosa que os falle, aunque muera por no hacerlo —susurró Accolon, con voz trémula de emoción. Y la puso de pie para besarla. Fue como si permanecieran abrazados hasta que la sombra de la noche se esfumó. La sonrisa dulce y burlona de la reina parecía envolverles.

—Cuando Arturo pida su espada recibirá una… y algo parecido a la vaina, aunque ésa no le ahorrará una sola gota de sangre. Entrégala a mis herreros —ordenó a la doncella.

Morgana la miró como en sueños. ¿Había soñado, acaso, que ceñía esa espada a la cintura de Accolon? La reina ya no estaba; tampoco la damisela. Y al parecer ella y Accolon yacían solos en un gran bosque, en mitad de las hogueras de Beltane, y él la cogió en sus brazos: sacerdote y sacerdotisa, y luego fueron sólo hombre y mujer, y el tiempo pareció detenerse, en tanto su cuerpo se fundía con el de él como si no tuviera nervios, huesos ni voluntad, y su beso fue como fuego y hielo en los labios… «El Macho rey lo desafiará. Es preciso que lo prepare».

Pero ¿cómo podía ser que tuviera esos signos pintados en el cuerpo desnudo, y que sus carnes fueran jóvenes y tiernas? ¿Por qué sintió un dolor desgarrador cuando él la poseyó, como si Accolon desgarrara otra vez el himen que ella había entregado al Astado tanto tiempo atrás? Él se apartó un poco, exhausto; apenas sabía quién era: si el pelo que le rozaba la cara tenía brillos dorados o era oscuro. Y entonces supo que, si en verdad lo deseaba, el tiempo volvería, girando sobre sí mismo. Podría salir de la cueva con Arturo, aquella mañana, y utilizar su poder para atarlo a ella para siempre, sin que todo lo demás hubiera existido.

Pero oyó que Arturo clamaba por su espada y gritaba contra esos encantamientos. Muy pequeño, muy lejos, como si lo viera desde el aire, lo vio despertar y comprendió que en aquellas manos estaba el destino de todos, pasado y futuro. Si lograba enfrentarse a lo que había sucedido entre ellos, si la llamaba por su nombre y le imploraba que lo siguiera, si admitía que sólo a ella había amado durante todos aquellos años, sin que ninguna otra se hubiera interpuesto…

«Entonces Lanzarote tendría a Ginebra y yo sería reina en Avalón… pero reina con un niño por consorte, y él caería a su vez ante el Macho rey…».

Esta vez Arturo no se apartaría de ella, horrorizado, ni ella lo arrojaría de sí con lágrimas infantiles. Por un momento el mundo pareció esperar, entre ecos, las palabras de Arturo.

Cuando habló, su voz resonó como un toque de difuntos por todo el mundo de las hadas; la misma trama del mundo pareció temblar. Cayó el peso de los años.

—Jesús y la Virgen me protejan de todo mal —clamó—. ¡Éste es algún perverso encantamiento forjado por mi hermana y sus brujerías! ¡Traedme mi espada!

Morgana sintió un desgarro en el corazón y tendió la mano hacia Accolon. Una vez más creyó verle en la frente la sombra de la cornamenta; una vez más llevaba a Escalibur ceñida a la cintura.

—Mira —dijo con voz serena—: le llevan una espada que no es como Escalibur; los herreros de las hadas la han forjado esta noche. Si puedes, deja que se vaya. Si no puedes… bueno, haz lo que sea preciso, amado mío. Que la Diosa te acompañe. Estaré esperando en Camelot tu llegada triunfal.

Y lo despidió con un beso.

Hasta ese momento no había sido plenamente consciente, uno de ellos tenía que morir, el hermano o el amante. «Cualquiera que sea el resultado de este día —pensó—, no volveré a tener un momento de felicidad, puesto que uno de los que amo debe morir».

Arturo y Accolon habían ido hacia donde Morgana no podía seguirlos. Aún tenía que pensar en Uriens. Por un momento pensó abandonarlo en el reino de las hadas. Vagaría satisfecho por los bosques y los salones encantados hasta su muerte… «No: ya hubo demasiada muerte», pensó. Y concentró sus pensamientos en Uriens, que dormía y soñaba. Al acercarse se incorporó, alegremente borracho y aturdido.

—Este vino es demasiado fuerte para mí —dijo—. ¿Dónde has estado, querida, y dónde está Arturo?

—Arturo se nos ha adelantado —respondió Morgana con suavidad—. Ven, querido esposo; tenemos que regresar a Camelot.

Tal era el encantamiento del país de las hadas que él no hizo preguntas. Les llevaron los caballos y aquella gente alta y hermosa los acompañó hasta cierto lugar. Allí uno de ellos dijo:

—Desde aquí podréis hallar la salida.

—¡Qué pronto se ha ido el sol! —se quejó Uriens, en tanto una bruma gris de niebla y lluvia se condensaba súbitamente en torno a ellos—. ¿Cuánto tiempo pasamos en el país de la reina, Morgana? Tengo la sensación de haber estado enfermo de fiebres o vagando en un hechizo…

Ella no respondió. También Uriens tenía que haber retozado con las hadas, ¿y por qué no? Poco le importaba a ella cómo se divirtiera, mientras la dejara en paz.

Un agudo ataque de náuseas le recordó el embarazo que pesaba sobre ella. Justamente ahora, cuando todos estarían pendientes de su palabra, cuando Gwydion iba a asumir el trono y Accolon sería rey… Justamente ahora estaría descompuesta, pesada, grotesca. Y, además, era demasiado mayor para alumbrar sin riesgos. ¿Sería demasiado tarde para buscar las hierbas que la libraran de ese niño no deseado? Sin embargo, si daba un niño a Accolon estando en el trono, ¡cuánto más la apreciaría como consorte! ¿Podía sacrificar ese ascendiente sobre él?

«Un niño que pudiera conservar y tener en mis brazos, un bebé para amar…». Gwydion le había sido arrebatado; Uwaine tenía nueve años cuando aprendió a llamarla madre. Era un dolor agudo y una dulzura más allá del amor, tirándole del cuerpo: las ganas de tener otro hijo. Pero la razón le decía que, a su edad, no era posible sobrevivir al parto. No obstante, no soportaba la idea de que muriera antes de nacer.

«Ya tengo las manos manchadas por la sangre de alguien que amo… Ah, Diosa, ¿por qué me sometes a esta prueba?». Y creyó ver el rostro cambiante de la Diosa: ya como reina del pueblo de las hadas, ya como Cuervo, ya como la Gran Cerda que había arrancado la vida a Avalloch. Y comprendió que estaba al borde del delirio y la locura.

«Lo decidiré más tarde. Ahora mi deber es llevar a Uriens a Camelot». Se preguntó cuánto tiempo habrían pasado en el mundo de las hadas. No más de una luna, probablemente; de lo contrario el niño habría hecho sentir más su presencia. Tal vez sólo unos días. No tan pocos que Ginebra se extrañara de verlos regresar tan pronto, no tantos que no fuera posible hacer lo que era menester.

Llegaron a Camelot a media mañana. Afortunadamente, Ginebra no estaba a la vista. Cuando Cay preguntó por Arturo, Morgana mintió sin vacilar un momento, diciéndole que se había visto demorado en Tintagel. «Si soy capaz de matar, mentir no es tan gran pecado», pensó, distraída.

Llevó a Uriens a su cuarto, pues el anciano parecía muy cansado y confuso. «Ya está demasiado viejo para reinar. La muerte de Avalloch lo afectó más de lo que yo pensaba».

—Acuéstate y descansa, esposo —dijo.

Pero Uriens se quejó.

—Tendría que partir hacia Gales. Accolon es demasiado joven para reinar solo. ¡Mi pueblo me necesita!

—Puede prescindir de ti un día más. Entonces estarás más fuerte.

—Mi ausencia ya dura demasiado —se inquietó Uriens—. ¿Y por qué no fuimos a Tintagel? ¡No recuerdo por qué regresados, Morgana! ¿Estuvimos realmente en un país donde el sol nunca se ponía?

—Creo que lo soñaste —musitó Morgana—. ¿Por qué no duermes un poco? Puedo mandar que te traigan algo de comer. Me parece que esta mañana no desayunaste.

El olor de la comida, cuando la llevaron, volvió a darle náuseas. Se apartó rápidamente, tratando de disimular, pero Uriens la había visto.

—¿Qué pasa, Morgana?

—Nada —replicó enfadada—. Come y descansa.

Uriens le sonrió, alargando una mano para atraerla hacia la cama.

—No olvides que he tenido otras esposas. Sé lo que es una mujer grávida. —Obviamente, estaba encantado—. ¡Después de tantos años, Morgana! ¡Esto es maravilloso! He perdido a un hijo, pero tendré otro. Si es varón, ¿lo llamaremos Avalloch querida mía?

Morgana hizo una mueca.

—Olvidas lo anciana que soy —dijo, pétrea la cara—. No es probable que retenga esta criatura por el tiempo suficiente.

—Pero te cuidaremos bien —adujo Uriens—. Tienes que consultar a las parteras de la reina. Si el viaje conlleva riesgo de aborto, te quedarás aquí hasta que nazca la criatura.

«¿Qué te hace pensar que es tuyo, anciano? Es hijo de Accolon, seguro». Pero no pudo descartar el súbito miedo de que fuera, en verdad, hijo de Uriens: el hijo de un anciano, débil y deforme. Un hijo de Accolon sería sano y fuerte, pero casi había dejado atrás la edad de procrear; ¿no tendría un monstruo?

No, no había esperanzas. De algún modo tenía que conseguir las hierbas. Tendría que recurrir a las parteras de la corte; tal vez pudiera sobornar a alguna para que mantuviera la boca cerrada. Le contaría lo difícil que había sido el alumbramiento de Gwydion y su miedo de tener otro hijo a su edad. Y en su bolsa tenía algunas hierbas que, mezcladas con una tercera, inofensiva por sí sola, causarían el efecto deseado. Pero tenía que hacerlo en secreto, porque Uriens no se lo perdonaría jamás… Oh, ¿qué importaba? Cuando el asunto surgiera a la luz ella reinaría junto a Accolon, y Uriens, en Gales, muerto o en el infierno.

Salió de puntillas, dejando al anciano dormido. Busco a una de las parteras de la reina y le pidió esa tercera hierba. Luego, en su cuarto, preparó la poción sobre el fuego. Sabía que la descomposición sería terrible, pero no había remedio. Bebió con una mueca la pócima, amarga como la hiel; luego lavo la taza y la guardó.

¡Si al menos hubiera podido saber lo que estaba sucediendo en el país de las hadas, ver cómo se desenvolvía su amante con Escalibur! Pese a las náuseas, estaba demasiado nerviosa para tenderse junto a Uriens; tenía miedo de las imágenes de muerte y sangre que la atormentarían cuando cerrara los ojos.

Después de un rato cogió la rueca y bajó al salón de la reina, donde las mujeres estarían hilando y tejiendo. Nunca había perdido su aversión por el hilado, pero si la abría a la videncia, al menos podría saber qué era de sus dos hombres amados.

Ginebra la recibió con un abrazo glacial y la invitó a sentarse cerca del fuego.

—¿En qué estáis trabajando? —preguntó Morgana, examinando su fina labor.

La reina lo extendió orgullosamente.

—Es un tapiz para el altar. Aquí está la Virgen María, y el ángel que viene a anunciarle el nacimiento del Hijo… y aquí está José, muy asombrado, anciano y de barbas largas.

Ginebra continuó hablando, con la ingenuidad de una niña. Morgana, al borde de la histeria, cogió un puñado de lana cardada y comenzó a operar el huso. El movimiento le daba náuseas. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que sobrevinieran los desgarradores efectos de la droga? El cuarto olía a cerrado, sofocante como la existencia de esas mujeres, siempre hilando, tejiendo y cosiendo…

El huso giraba y giraba; la bobina descendía hacia el suelo, mientras retorcía delicadamente la hebra. Y de igual modo iba hilando la vida de los hombres. «Desde que el hombre viene al mundo tejemos su ropa infantil y, por fin, tejemos su mortaja. Sin nosotras, ¡qué desnuda sería su vida!».

Le pareció que, tal como en el reino de las hadas había visto dormir a Arturo por una gran abertura en la pared, así ahora se haría un gran espacio, y mientras la bobina descendía al suelo, la hebra iba hilando la cara de Arturo, que vagaba espada en mano…, y ahora giraba hacia Accolon, que blandía a Escalibur… Ah, estaban combatiendo, ya no podía verles la cara ni oír las palabras que intercambiaban.

Con qué fogosidad combatían… y a Morgana, que los contemplaba mientras el huso giraba y giraba, le extrañó no oír el entrechocar de las grandes espadas… Arturo descargó un mandoble, pero Accolon lo paró con el escudo y tan sólo recibió una herida en la pierna, y la herida no sangró. Arturo recibió un tajo en el hombro, por el que súbitamente se derramó la sangre; le vio sobresaltado, temeroso, y llevó una mano hacia la vaina como para tranquilizarse, pero era la vaina falsa la que ondulaba ante la vista de Morgana. Ahora los dos estaban mortalmente trabados en combate, con las espadas cruzadas a la altura del pomo. Accolon acometió con fiereza y la falsa Escalibur de Arturo, hecha por encantamientos en una sola noche, se partió muy cerca de la empuñadura. Arturo giró desesperadamente para esquivar el mandoble mortal y dio un violento puntapié. Accolon se dobló en dos, atormentado, y el rey le arrebató la verdadera Escalibur para arrojarla tan lejos como pudo. Luego saltó sobre el caído y le arrancó la vaina. En cuanto la tuvo en la mano, la herida de su hombro dejó de sangrar. En cambio, del muslo de Accolon brotó un chorro de sangre.

Un dolor insoportable atravesó todo el cuerpo de Morgana doblándola con su peso…

—¡Morgana! —exclamó ásperamente su tía. Luego clamó—: ¡La reina Morgana está enferma! ¡Venid a atenderla!

—¡Morgana! —gritó Ginebra—. ¿Qué pasa?

La visión había desaparecido. Por mucho que lo intentara ya no veía a los dos hombres: no sabía cuál había vencido, cuál de los dos yacía muerto; era como si una gran cortina oscura se hubiera cerrado sobre ellos con el doblar de las campanas. En el último instante de la visión había visto dos literas que se llevaban a los heridos a la abadía de Glastonbury, donde no podía seguirlos. Se aferró a los bordes de la silla mientras Ginebra se acercaba con una de sus damas, que se arrodilló para sostenerle la cabeza.

—¡Tienes la túnica empapada de sangre! No es una hemorragia normal.

—No —susurró Morgana, con la boca seca por la descomposición—; estaba embarazada y he perdido al niño. Uriens se enfadará conmigo…

Una de las mujeres, rolliza y saludable, más o menos de su misma edad, chasqueó la lengua:

—¿Conque su señoría de Gales se enfadará? Bueno, bueno, ¿y quién lo ha nombrado Dios? Tendríais que haber mantenido a ese viejo cabrón fuera de vuestro lecho, señora; a vuestra edad los abortos son peligrosos. ¡Ese viejo libertino tendría que avergonzarse de arriesgaros así! ¿Y es él quien va a enfadarse?

Ginebra, olvidando su hostilidad, acompañó a su cuñada, frotándole las manos mientras se la llevaban, toda compasión.

—Oh, pobre Morgana, qué cosa tan triste, ahora que tenías otra vez esperanzas… Demasiado bien sé lo terrible que es, pobre hermana —repetía. Y cuando vomitó le sostuvo la cabeza trémula—. He mandado por Broca, que es la más hábil de nuestras parteras. Ella te atenderá, pobre Morgana.

La solidaridad de Ginebra acabaría por sofocarla. La desgarraban dolores repetidos y torturadores, como si una espada atravesara sus entrañas; aun así, peor había sido el nacimiento de Gwydion. Entre arcadas y escalofríos, trató de aferrarse a la conciencia. Era demasiado pronto para que la droga hubiera hecho efecto; tal vez había estado ya a punto de abortar. Broca la examinó y, después de olfatear el vómito, enarcó las cejas con aire sapiente.

—Tendríais que haber puesto más cuidado, señora —musitó—; esas drogas pueden envenenaros. Tengo una poción que habría causado el mismo efecto con más celeridad y menos daño. No os preocupéis, no diré nada a Uriens. No le hará mal ignorar esto, si tiene tan poco tino para hacer un hijo con una mujer de vuestra edad.

Morgana se dejó llevar por la náusea. Comprendió que estaba peor de lo que pensaba cuando Ginebra le preguntó si no se decidía a hablar con un cura. Cerró los ojos y negó con la cabeza, callada y rebelde, sin que le importara ya vivir o morir. «Si Accolon tiene que ir a las sombras, que lo haga con el espíritu de su hijo para que lo asista», pensó, con lágrimas en la cara. Desde lejos le llegó la voz de la anciana Broca:

—Sí, se acabó. Lo siento, majestad, pero sabéis tan bien como yo que ya no está en edad de tener hijos. Sí, mi señor, pasad a verla. —La voz se cargó de aspereza—. Los hombres nunca piensan en lo que hacen, en la carnicería que nos cuesta su placer a las mujeres. No, era demasiado pronto para saber si iba a ser varón.

—Morgana, queridísima, mírame —rogó Uriens—. Siento mucho que estés enferma, pero no sufras, querida. Aún tengo dos hijos varones. No te culpo.

—Ah, no, qué bien —exclamó la anciana partera con virulencia—. Será mejor que no le habléis de culpa, majestad; todavía está muy débil y enferma. Haremos poner otra cama aquí para que duerma en paz hasta que se reponga. Veamos… —Morgana sintió un consolador brazo de mujer bajo la cabeza; le acercaron a los labios una reconfortante bebida caliente—. Bebed, querida; tiene miel y remedios para impedir que sigáis sangrando. Sé que tenéis náuseas, pero tratad de beberlo como una niña buena…

Morgana tragó la bebida agridulce, con la vista borrosa por las lágrimas. Por un momento le pareció que era otra vez una niña, que Igraine la consolaba.

—Madre… —dijo. Y mientras hablaba supo que era el delirio, que ya no era niña ni doncella, sino una mujer anciana, demasiado anciana para encontrarse yaciendo así, tan cerca de la muerte.

—No, majestad, no sabéis lo que decís… Bueno, bueno querida, quedaos tranquila y tratad de dormir. Os hemos puesto ladrillos calientes en los pies; enseguida entraréis en calor.

Aliviada, Morgana flotó hacia el sueño. Ahora volvía a ser niña en Avalón, en la Casa de las doncellas, y Viviana le decía algo que no lograba recordar, algo sobre la Diosa que hila la vida de los hombres. Y le entregaba un huso para que hilara pero la hebra salía enredada y llena de nudos. Por fin Viviana le dijo, enfadada: «Dame eso…». Le entregó el huso y las hebras desiguales, pero ya no era Viviana, sino la Diosa, amenazante la cara, y ella era muy pequeña, muy pequeña.

Recobró la conciencia uno o dos días después, con la cabeza despejada, pero con un vacío dolorido en el cuerpo. Apoyó las manos sobre el vientre, pensando: «Podría haberme ahorrado el sufrimiento; debí comprender que, de cualquier modo, iba a abortar. Bueno, lo hecho, hecho está; ahora tengo que prepararme para la noticia de que Arturo ha muerto. Tengo que pensar qué haré cuando regrese Accolon. Ginebra ingresará en un monasterio; si desea ir con Lanzarote a la baja Britania, no los detendré…».

Se levantó para vestirse y embellecerse.

—Tendrías que quedarte en cama, Morgana; todavía estás muy pálida —dijo Uriens.

—No. Se avecinan noticias extrañas, esposo, y tenemos que prepararnos para recibirlas. —Y continuó trenzándose la cabellera con piedras preciosas y cintas escarlata.

Uriens, delante de la ventana, dijo:

—Mira: los caballeros están haciendo ejercicios militares. Creo que Uwaine es el mejor jinete. ¿Verdad que cabalga tan bien como Gawaine, querida? Y el que va a su lado es Galahad. No llores por la criatura perdida, Morgana. Para Uwaine siempre serás su madre. Cuando nos casamos te dije que nunca te reprocharía la esterilidad. Me habría gustado tener otro hijo, pero si no ha de ser… bueno, no hay nada que lamentar. —Le cogió tímidamente la mano—. Tal vez sea mejor así; no me di cuenta de lo cerca que estaba de perderte.

En la ventana, con el brazo de Uriens rodeándole la cintura, sintió al mismo tiempo repugnancia y gratitud por su bondad. No tenía por qué saber jamás que el niño había sido de Accolon. Que se enorgulleciera de poder engendrar a su edad.

—Mira —dijo Uriens estirando el cuello para ver mejor—, ¿qué es lo que entra por la puerta?

Un jinete, acompañando a un monje de hábito oscuro montado en una mula, y un caballo que cargaba un cuerpo.

—Ven —dijo Morgana, tirándole de la mano—. Tenemos que bajar.

Pálida y silenciosa, salió con él al patio, sintiéndose alta e imponente como corresponde a una reina.

El tiempo pareció detenerse, como si estuvieran otra vez en el país de las hadas. ¿Por qué no llegaba Arturo con ellos, si había salido vencedor? Pero si el cadáver era de Arturo, ¿dónde estaba la ceremonia y la pompa que caracterizan la muerte de un rey? Uriens alargó un brazo para sostenerla, pero Morgana, rechazándolo, se aferró al marco de la puerta. El monje echó el capuchón atrás, diciendo:

—¿Sois la reina Morgana de Gales?

—Sí —contestó.

—Traigo un mensaje para vos. Vuestro hermano Arturo yace herido en Glastonbury, atendido por las hermanas del convento, pero se repondrá. Y os envía esto como regalo. —Señaló con la mano la silueta amortajada a lomos del caballo—. Y me encomendó deciros que la espada Escalibur y la vaina están en su poder.

Mientras hablaba apartó el paño mortuorio que cubría el cadáver. Morgana vio los ojos de Accolon, ciegamente clavados en el cielo, y sintió que todas las energías de su cuerpo se le escurrían como agua.

Uriens lanzó un tremendo grito y cayó sobre el cuerpo de su hijo. Uwaine se abrió paso entre el gentío que rodeaba los peldaños, a tiempo para sujetarlo.

—¡Padre, padre querido! ¡Ah, buen Dios, Accolon! —exclamó, dando un paso hacia el caballo que cargaba el cadáver—. Gawaine, hermano, dadle el brazo. Tengo que atender a mi madre. Se desmaya…

—No —dijo Morgana—. No.

Oyó su voz como un eco, sin saber siquiera qué trataba de negar. Quería correr hacia Accolon, arrojarse sobre él, gritar de dolor y desesperación, pero Uwaine la sujetaba con fuerza.

Ginebra apareció en la escalinata; alguien, en susurros, le explicó la situación. Entonces bajó para observar a Accolon.

—Murió en rebelión contra el gran rey —dijo claramente—. ¡Que no haya ritos cristianos para él! ¡Que su cuerpo sea arrojado a los cuervos y su cabeza, colgada en la muralla, como corresponde a los traidores!

—¡No! ¡Ah, no! —gritó Uriens, gemebundo—. Os lo ruego, os lo imploro, reina Ginebra. Sabéis que soy uno de vuestros súbditos más leales. Y mi pobre muchacho ya ha pagado por su crimen. Os lo ruego, señora, por Jesús que también murió entre dos ladrones… Tened la misericordia que él habría tenido.

Ginebra parecía no oír.

—¿Cómo está mi señor Arturo?

—Se está recuperando, señora, pero ha perdido mucha sangre —dijo el monje desconocido—. Pero os manda decir que no temáis. Se repondrá.

Ginebra suspiró.

—Rey Uriens —dijo—: por nuestro buen caballero Uwaine haré lo que deseas. Que el cuerpo de Accolon sea llevado a la capilla con toda la pompa.

Morgana recobró la voz para protestar:

—¡No, Ginebra! Enterradlo decentemente, si vuestro buen corazón lo permite. Pero que no haya ritos cristianos; él no lo era. Uriens está tan apesadumbrado que no sabe lo que dice.

—Callad, madre —protestó Uwaine, apretándole el hombro—. Por mi bien y el de mi padre, no causéis más escándalo. Si Accolon no servía a Cristo, tanto más necesita la misericordia de Dios contra la muerte de traidor que tendría que haber recibido.

Morgana quiso protestar, pero la voz no la obedecía. Dejó que el joven la llevara dentro, pero una vez allí se desprendió de su brazo para caminar sola. Se sentía helada y sin vida. Parecían haber pasado unas cuantas horas desde que yaciera en brazos de Accolon, en el país de las hadas. Ahora se encontraba hundida hasta las rodillas en una marea implacable que le arrebataba todo otra vez, y el mundo se llenaba con las miradas acusadoras de Uwaine y su padre.

—Sí, sé que fuisteis vos quien planeó esta traición —dijo Uwaine—. Pero no siento piedad por Accolon, que se dejó conducir al mal por una mujer. Tened la decencia de no envolver más a mi padre en vuestras malvadas maquinaciones contra nuestro rey. —Después de echarle una mirada fulminante se volvió hacia Uriens, que se aferraba a un mueble, como aturdido; lo sentó en una silla y se arrodilló para besarle la mano—. Querido padre, aún estoy yo a vuestro lado…

—Oh, mi hijo, mi hijo… —gritó Uriens, desesperado.

—Descansad, padre. Tenéis que ser fuerte. Pero ahora dejadme atender a mi madre, que también está enferma.

—¡De madre la tratas! —clamó el anciano, irguiéndose para mirar a Morgana con ira implacable—. ¡No quiero oírte jamás llamar madre a esa mujer abominable! ¡A ella, que con sus brujerías indujo a mi buen hijo a rebelarse contra su rey! Y ahora pienso que también fue su maligna hechicería la que causó la muerte de Avalloch… Sí, y la de ese otro hijo que habría tenido que darme. ¡Tres hijos míos ha enviado a la muerte! Cuida que no trate de seducirte, llevándote a la muerte y a la destrucción. ¡No, no es tu madre!

—¡Padre! ¡Señor! —protestó Uwaine. Y ofreció una mano a Morgana—. Perdonadlo; no sabe lo que dice. Ambos estáis enloquecidos de dolor. En el nombre de Dios, os ruego que tengáis calma. Demasiado pesar hemos sufrido ya en este día.

Pero Morgana apenas lo oía. Ese hombre, ese esposo que ella no había querido, era lo único que quedaba entre la ruina de sus planes. Tendría que haberlo dejado morir en el país de las hadas, pero allí estaba, chocheando en la plenitud de su inútil vejez. Accolon había muerto: Accolon, el que trataba de recuperar todo lo que su padre había traicionado, todo lo que Arturo había traicionado… y ahora sólo quedaba ese anciano chocho.

Cogió bruscamente de su cinturón la hoz de Avalón y, apartando los brazos de Uwaine, que intentaba retenerla, se lanzó hacia delante con la daga en alto. Apenas sabía lo que pensaba hacer.

Un puño de hierro le sujetó la muñeca, arrancándole la hoz.

—No. Soltad… ¡Madre! —suplicó Uwaine—. ¿Estáis endemoniada? Mirad, madre, es sólo mi padre… Ah, Dios, ¿no tendréis un poco de piedad por su dolor? No sabe lo que dice. Yo tampoco os acuso. Madre, madre, escuchad, dadme esa daga…

Por fin, las exclamaciones repetidas, el amor y la angustia de la voz, atravesaron la bruma que nublaba los ojos y la mente de Morgana. Se dejó arrebatar el pequeño puñal. Como si lo viera desde mil leguas de distancia, notó que tenía un corte sangrante en los dedos. Uwaine también se había cortado.

—Querido padre, perdonadla —suplicó el joven, inclinándose hacia Uriens, que estaba pálido como la muerte—. Está afligida; también amaba a mi hermano. Y recordad lo enferma que ha estado. Permitid, madre, que os haga llevar de nuevo a la cama. Coged, coged esto. —Le puso la hoz de nuevo en la mano—. Sé que era de vuestra madre tutelar. Ah, pobre madre…

Morgana sintió las lágrimas calientes de Uwaine en su frente. Ella también habría querido llorar, dejar correr todo el dolor, la terrible desesperación. Uriens también sollozaba, pero ella estaba fría, sin una lágrima. Todo cuanto veía adoptaba forma gigantesca y amenazadora, pero también muy lejana.

Las mujeres alzaron su cuerpo rígido para llevarla a la cama; le quitaron la corona y la túnica que se había puesto para celebrar su triunfo, pero ya no importaba. Mucho rato después volvió en sí; lavada y con una camisa limpia, descansaba junto a Uriens, con una de sus mujeres dormitando en un banquillo. Se incorporó para contemplar al anciano; dormía con la cara demacrada, enrojecida por el llanto. Fue como observar a un extraño.

La había tratado bien, sí. «Pero todo eso ha quedado atrás, mi obra en sus tierras está hecha. Jamás volveré a verlo mientras viva».

Accolon había muerto y sus planes fracasado. Arturo aún tenía la espada Escalibur y la vaina encantada que lo protegía; puesto que su amante había fallado en la tarea, ella misma tendría que ser la mano de Avalón que lo derribara.

Con movimientos tan silenciosos que no habrían despertado a un pájaro dormido, se puso la ropa y ató la daga de Avalón a su cintura. Dejando allí los finos vestidos y las joyas que Uriens le había dado, se envolvió en su más sencilla túnica, no muy diferente de las que usaban las sacerdotisas. Buscó su bolsa de hierbas y medicinas; en la oscuridad, al tacto, se pintó en la frente la luna oscura. Luego, cubierta con la capa de una criada, bajó la escalera sin hacer ruido.

Desde la capilla llegaban los cánticos que Uwaine había organizado para su hermano. Ya no importaba: Accolon era libre. Ya nada importaba, salvo recuperar la espada de Avalón. Morgana volvió la espalda a la capilla. Algún día hallaría tiempo para llorarlo; ahora tenía que cumplir donde él había fracasado.

Fue a la cuadra en busca de su caballo y logró ensillarlo con mano torpe. Mareada como estaba, casi no pudo subir a la montura. Por un momento se tambaleó y pensó que iba a caer. Luego susurró una orden al caballo, que partió al trote. Desde el pie de la colina se volvió para echar una última mirada a Camelot.

«Sólo volveré aquí una vez en mi vida. Y entonces ya no existirá un Camelot al que pueda volver». Y mientras susurraba las palabras se preguntó qué significaban.

Pese a haber ido a Avalón con frecuencia, sólo una vez había pisado la isla de los Sacerdotes. La abadía de Glastonbury era un destino más extraño para Morgana que el cruce de las brumas hacia las tierras ocultas. Allí había un remero, al que entregó una moneda para que la llevara al otro lado del lago.

A aquella hora, poco antes del amanecer, el aire era fresco y límpido. Las campanas sonaban con claridad; Morgana vio una larga fila de siluetas vestidas de gris que avanzaban lentamente hacia la iglesia: los hermanos, que se levantaban temprano para rezar y cantar sus himnos. Durante un momento Morgana oyó en silencio: allí estaban sepultadas su madre y Viviana. Por un momento las lágrimas le quemaron los ojos. «Dejadlo estar. Que haya paz entre vosotros, hijos». Parecía ser la voz olvidada de Igraine la que así le murmuraba.

Todas las siluetas grises estaban ya dentro de la iglesia. A cierta distancia de la abadía vivían las monjas, bajo el voto de ser vírgenes del Cristo hasta su muerte. Morgana no creía, como algunas de sus compañeras de Avalón, que monjes y monjas se limitaran a fingir castidad para impresionar a los campesinos, mientras se permitían todos los caprichos tras las puertas cerradas de los monasterios. Eso le habría parecido despreciable; la hipocresía era repugnante. Pero la idea de que una fuerza presuntamente divina prefiriera la infecundidad a la fructificación… era una terrible traición contra las mismas fuerzas que daban vida al mundo.

Volvió la espalda a las campanas para caminar sigilosamente hacia la casa de huéspedes, proyectando la mente, invocando la videncia para que la condujera hacia Arturo.

En la casa de huéspedes había tres mujeres: una dormitaba junto a la puerta; otra revolvía una cacerola de gachas en la cocina, en la parte trasera; había una tercera a la puerta del cuarto donde ella percibía, muy vagamente, la presencia de Arturo, profundamente dormido. Una de ellas se levantó para atenderla, preguntando en un susurro:

—¿Quién sois y por qué venís a estas horas?

—Soy la reina Morgana de Gales del norte y Cornualles —respondió, en voz baja y autoritaria—. He venido para ver a mi hermano. ¿Osaríais prohibírmelo?

Mirándola a los ojos, movió la mano en el más simple de los hechizos que le habían enseñado para dominar; la mujer se echó atrás, sin poder hablar ni detenerla. Más tarde hablaría de encantamientos y de miedos, pero no había sido más que el simple imperio de una voluntad poderosa sobre otra que se había entregado deliberadamente a la sumisión.

Dentro de la habitación ardía una luz tenue que le permitió ver a Arturo: ojeroso, con la barba crecida y el pelo rubio oscurecido por el sudor. La vaina yacía a los pies de la cama, como si él, anticipándose a sus intenciones, la mantuviera a su alcance y en la mano sostenía el pomo de Escalibur.

«De algún modo su mente le avisó», pensó Morgana consternada. Arturo también tenía el don de la videncia; aunque no se pareciera al pueblo moreno de Britania, descendía de la antigua estirpe real de Avalón y había podido llegar a sus pensamientos. Morgana comprendió que, si intentaba coger la espada, él despertaría… para matarla. No se hacía ilusiones al respecto. Aunque se creyera buen cristiano, por alguna mística razón, Escalibur se había enredado con el espíritu mismo de su reinado. De otro modo no habría tenido inconveniente en devolverla a Avalón y hacerse fabricar otra mejor. Pero Escalibur se había convertido para él en el símbolo visible y último de lo que él era como rey.

Morgana posó la mano en su daga; tenía filo de navaja. Si era preciso, podía moverse con tanta velocidad como una serpiente al ataque. Si cortaba la gran arteria del cuello, Arturo moriría antes de poder lanzar un grito.

No sería la primera vez que matara. Había enviado a Avalloch a la muerte sin vacilación. Apenas tres días antes había acabado con el inofensivo niño que llevaba en el vientre. El que dormía ante ella era, sin duda, el peor traidor. Un solo golpe, silencioso y veloz… Ah, pero ése era el niño que Igraine le había puesto en los brazos, su primer amor, el padre de su hijo, el Astado, el rey…

«¡Ataca, necia! ¡Para eso has venido!».

«No. Basta de muerte. Nacimos de un mismo vientre. No podría enfrentarme a mi madre en el Más Allá manchada con la sangre de mi hermano». Por un momento, sabiendo que estaba en el límite mismo de la locura, oyó la voz impaciente de Igraine: «¡Te dije que cuidaras del niño, Morgana!».

Arturo pareció moverse en sueños, como si también hubiera oído aquella voz. Morgana envainó nuevamente la daga y alargó la mano hacia la vaina. A ella tenía derecho: la había bordado con sus propias manos, suyos eran los hechizos bordados en ella.

Escondió la vaina bajo su capa y salió deprisa hacia la barca. Mientras el hombre la llevaba a remo, sintió un escozor en la piel y creyó ver, como una sombra, la barca de Avalón. En la orilla opuesta la rodearon los tripulantes de la barca de Avalón. Deprisa, deprisa, tenía que llegar a Avalón… Pero estaba amaneciendo y la sombra de la iglesia se extendía sobre el agua. De pronto el sol inundó el paisaje y el resonar de las campanas llegó a todas partes. Morgana quedo paralizada; en medio de ese clamor no podía convocar las brumas ni pronunciar el ensalmo.

—¿Podéis llevarme a Avalón? —preguntó a uno de los hombres—. ¡Pronto!

—No puedo, señora. Cada vez se hace más difícil sin una sacerdotisa que pronuncie el conjuro. Y aun así, al amanecer, al mediodía y al ocaso, cuando las campanas llaman a oración, no hay manera de cruzar las brumas. Ahora no. A estas horas el hechizo ya no abre el camino; pero si esperamos a que las campanas callen tal vez podamos regresar.

Morgana se preguntó por qué sucedía aquello. Estaba relacionado con el hecho de que el mundo fuera como los hombres creían que era. Año tras año, a lo largo de tres o cuatro generaciones, las mentes humanas se habían encallecido en la creencia de que había un solo Dios, un solo mundo, una sola manera de describir la realidad, de que cuanto se opusiera a esa singularidad tema que ser malo, demoníaco, y de que el sonido de sus campanas y la sombra de sus iglesias mantendría lejos ese mar. Y cuanto más gente lo creía, más era así. Y Avalón se reducía a un sueño a la deriva en otro mundo, casi inaccesible.

Oh, sí, aún podía convocar las brumas… pero no bajo esa sombra, con el tañido de las campanas. Estaban atrapados en la orilla del lago. Y entonces vio que de la isla de los Sacerdotes partía una barca en su busca. Arturo había descubierto la falta de su vaina. Ahora la perseguirían.

Bien, que la siguieran. Había otros modos de entrar en Avalón pese a la sombra de la iglesia. Montó rápidamente para cabalgar por la orilla del lago, describiendo un círculo; así llegaría a un lugar por donde se podían cruzar las brumas, al menos en verano, por detrás del Tozal.

Sabía que los hombrecillos morenos corrían detrás de su caballo; eran capaces de hacerlo durante medio día, en caso necesario. Pero ya se oía el golpeteo de los cascos. Arturo llegaba pisándole los talones con caballeros armados. Clavó los talones a su caballo, pero era un palafrén, no apto para la carrera.

Bajó de la silla, con la vaina en la mano.

—Dispersaos —susurró a los hombres.

Uno por uno parecieron fundirse con los árboles y las nieblas; nadie les vería si ellos no querían ser hallados. Morgana aferró la vaina y echó a correr por la orilla del lago. En la mente oía la voz de Arturo, percibía su cólera.

Él tenía Escalibur; su mente la percibía como un gran fulgor, la prenda sagrada de Avalón. Pero jamás recuperaría la vaina. La cogió con ambas manos para hacerla girar sobre su cabeza y la arrojó con todas sus fuerzas lago adentro; allí la vio hundirse en las aguas profundas, insondables. Ninguna mano humana podría recobrarla; allí quedaría hasta que se pudriera el material, hasta que el último de los hechizos bordados en ella desapareciera.

Arturo la perseguía a caballo, desnuda la Escalibur en la mano… Pero ella y su escolta habían desaparecido. Morgana se recogió en silencio, fundiéndose con las sombras y los árboles; mientras permaneciera inmóvil, cubierta por el silencio de la sacerdotisa, ningún mortal podría ver siquiera su sombra.

Arturo gritó su nombre.

—¡Morgana! ¡Morgana!

La llamó por tercera vez, pero hasta las sombras permanecieron quietas. Por fin se cansó de andar en círculos, confundido, y llamó a su escolta. Lo encontraron tambaleándose en la montura, con los vendajes empapándose lentamente de sangre, y se lo llevaron por donde habían llegado.

Entonces Morgana levantó la mano y una vez más regresaron al mundo los sonidos normales del viento, las aves y los árboles.

HABLA MORGANA…

En años posteriores oí contar que robé la vaina por medio de brujerías, que Arturo me persiguió con cien jinetes y que yo también iba rodeada por un centenar de caballeros del pueblo de las hadas, y cuando Arturo iba a alcanzarme me convertí en un círculo de piedras, junto con mis hombres. Algún día, sin duda, añadirán que después pedí mi carro tirado por dragones alados para volar al reino de las hadas. Pero no fue así. No fue más que eso: la gente pequeña sabe esconderse en los bosques, confundiéndose con los árboles y las sombras, y aquel día yo era uno de ellos, como me habían enseñado en Avalón. Cuando los caballeros se llevaron a Arturo, casi desvanecido por la larga persecución y el frío sufrido en la herida, me despedí de los hombres de Avalón y continué hasta Tintagel. Pero al llegar ya no me importaba lo que hicieran en Camelot, pues estaba muy enferma. Aún ignoro qué me aquejaba; sólo sé que se fue el verano y que las hojas empezaron a caer mientras yacía en mi cama, atendida por las criadas que había encontrado allí, sin que me interesara volver a levantarme. Tenía un poco de fiebre, un cansancio tan grande que no me decidía a incorporarme ni a comer, una pesadez de ánimo tal que poco me importaba vivir o morir. Mis criadas (a una o dos las recordaba de mi infancia) creían que estaba hechizada. Y bien pudiera ser. Marco de Cornualles me rindió tributo. «La estrella de Arturo va en ascenso —pensé—; sin duda cree que he venido por mandato suyo y no quiere enemistarse con él, ni siquiera por estas tierras que considera suyas. Hace un año quizá le habría prometido una parte, a cambio de que mandara a un grupo de insurrectos contra Arturo». Pero muerto Accolon ya nada importaba. Escalibur seguía en poder de Arturo. Si la Diosa deseaba otra cosa tendría que quitársela ella misma, pues yo había fracasado y ya no era su sacerdotisa. Creo que era lo que más dolía: haber fracasado sin que ella me hubiera tendido una mano para ayudarme a imponer su voluntad. Arturo, los curas y el traidor Kevin habían sido más fuertes que la magia de Avalón. Ya no quedaba nadie. Ya no quedaba nadie, nadie. Lloraba sin cesar por Accolon y por el niño cuya vida había cesado al comenzar. Lloraba también por Arturo, convertido en mi enemigo e, inexplicablemente, también por Uriens y por mi vida en Gales, la única paz que había conocido. Había perdido o entregado a la muerte a todos mis seres amados: Igraine, Viviana, Accolon, Arturo. Lanzarote y Ginebra me temían y me odiaban, y también Uwaine, que había sido como un hijo. A nadie le importaba que yo viviera o muriera. Tampoco a mí. Ya había caído la última hoja, se iniciaban las temibles tempestades del invierno, cuando una de mis mujeres vino a decir que un hombre deseaba verme. —¿En esta época del año? —Miré por la ventana, la lluvia incesante que caía del cielo, tan gris y lóbrego como el interior de mi mente. ¿Qué viajero osaba venir con aquel tiempo, luchando con las tormentas y la oscuridad? Quienquiera que fuese, no me interesaba—. Dile que la duquesa de Cornualles no recibe a nadie. Que se vaya. —¿Con la lluvia y en una noche como ésta, señora? Me sorprendió que la mujer protestara; casi todas me temían, creyéndome hechicera, y yo se lo dejaba creer. Pero la mujer tenía razón: Tintagel nunca había negado su hospitalidad. —Dale la hospitalidad que corresponda a su rango —dije—, comida y lecho. Pero dile que estoy enferma y que no puedo recibirlo. La criada se fue. Mientras contemplaba la tormenta, traté de regresar al apacible vacío donde ahora me sentía más a gusto. Pero muy poco después la puerta volvió a abrirse. Me incorporé sobresaltada, trémula de ira, la primera emoción que me permitía sentir en varias semanas. —No te he llamado ni te ordené que regresaras —dije a la mujer—. ¿Qué atrevimiento es éste? —Se me ha dado un mensaje para vos, señora —replicó—. Y no osé negarme, viniendo de quien venía. Él dijo: «No apelo a la duquesa de Cornualles, sino a la Dama de Avalón, que no puede negar audiencia al Merlín, si éste pide audiencia y consejo». Contra mi voluntad, aquello me intrigó. ¿Merlín? ¿Acaso Kevin no se había aliado con Arturo y los cristianos, traicionando a Avalón? Pero tal vez era otro hombre el que ahora ostentaba ese cargo… Y entonces pensé en mi hijo Gwydion, o Mordret… Quizás era él quien lo ocupaba, pues sólo él podía considerarme todavía Dama de Avalón. Tras un largo silencio resolví: —Dile que le recibiré… Pero así no. Manda a alguien para que me vista. Sabía que estaba demasiado débil para hacerlo sola, pero no quería recibir a nadie de aquel modo, enferma, débil y en mi alcoba. La sacerdotisa de Avalón se las compondría para estar ante Merlín, aunque trajera la sentencia de muerte por todos mis fracasos. ¡Seguía siendo Morgana! Logré levantarme para que me pusieran el vestido y los zapatos, me trenzaran el pelo y lo cubrieran con el velo de sacerdotisa. Hasta repinté el símbolo de la luna en mi frente; me temblaban las manos y estaba tan débil que me arrastré por la empinada escalera aferrada del brazo de la mujer. Pero Merlín no tenía que ver mi fragilidad. En el salón habían encendido el fuego; humeaba un poco, como siempre en días de lluvia. A través del humo sólo pude ver una silueta de hombre sentada junto al hogar, de espaldas a mi, envuelta en un manto gris. Pero a su lado se erguía un arpa inconfundible: por Mi señora reconocí al dueño. Kevin tenía el pelo completamente blanco, pero cuando entré irguió el cuerpo giboso. —Conque os hacéis llamar Merlín de Britania, aunque sólo servís a Arturo y desafiáis la voluntad de Avalón —dije. —Ya no sé qué título darme —replicó Kevin en voz baja—, salvo el de criado de quienes sirven a los dioses, que son todos Uno. —¿Y a qué venís? —Tampoco lo sé —dijo la voz melodiosa que yo tanto había amado—, como no sea a pagar una deuda contraída cuando estas colinas aún no existían, querida. Y entonces levantó la voz para llamar a la criada: —¡Tu señora está enferma! ¡Llévala a un asiento! Una bruma gris parecía ondular en torno a mí. Cuando se despejó me encontré sentada junto al fuego, frente a Kevin. La mujer había desaparecido. —Pobre Morgana, pobre niña —dijo. Y por primera vez desde que la muerte de Accolon me convirtiera en piedra sentí que podía llorar. Y apreté los dientes para contener el llanto, pues si derramaba una sola lágrima no podría cesar hasta fundirme en un lago. —No soy una niña, arpista Kevin —dije, apretando los dientes—, y por falsedad habéis llegado a mi presencia. Decid lo que tengáis para decir y seguid vuestro camino. —Dama de Avalón… —No lo soy. —En nuestro último encuentro había apartado de mí a ese hombre, gritándole que era un traidor. Ya no parecía importar, puesto que yo también había traicionado a Avalón. ¿Cómo podía juzgarlo? —¿Qué sois, pues? —inquirió en voz baja—. Cuervo es ya anciana y lleva años en silencio. Niniana jamás tendrá poder para gobernar. Allí se os necesita. —La última vez que hablamos —le interrumpí— dijisteis que los días de Avalón habían terminado. ¿Por qué sentar a alguien en el sitial de Viviana, salvo a una criatura mal preparada para ese alto cargo, a la espera del día en que Avalón se esfume para siempre entre las brumas? —Sentía en la garganta una ardiente amargura—. Puesto que habéis cambiado Avalón por el estandarte de Arturo, ¿no será más fácil vuestra tarea si nadie reina allí, salvo una vetusta profetisa y una joven sin poder? —Niniana es el amor de Gwydion y creación suya —observó Kevin—. Y se me ocurre que allí necesitan vuestra voz y vuestras manos. Aunque Avalón esté condenado a desaparecer en la niebla, ¿os negaríais a ir con ella? Nunca os tuve por cobarde, Morgana. —Y clavó sus ojos en los míos—. En este exilio moriréis de dolor. Aparté la cara, diciendo: —Para eso vine. —Y por primera vez comprendí que, en verdad, había ido hasta allí para morir—. Todo lo que he intentado está en ruinas. He fallado, he fallado. Vuestro es el triunfo Merlín: Arturo ha vencido. Kevin negó con la cabeza. —Ah, no, querida, no es triunfo. Sólo hago lo que los dioses me han encomendado. También vos. Por cierto, si vuestro destino es presenciar el fin del mundo que hemos conocido, mi muy amada, que ese destino nos encuentre a cada uno en su sitio, cumpliendo con lo que nuestro Dios nos ha ordenado. A mí me corresponde convocaros a Avalón, Morgana, no sé por qué. Mi tarea sería más sencilla si allí sólo estuviera Niniana, pero vuestro sitio está en Avalón y el mío, donde los dioses decreten. Y en Avalón hallaréis cura. —Cura —dije despectivamente—. No me interesa. Kevin me miró con tristeza. «Mi muy amada», me había llamado. Sentí entonces que sólo él me conocía tal como era. Ante todos los demás, aun ante Arturo, había lucido una cara diferente, tratando siempre de fingirme distinta y mejor de lo que era. Sólo para Kevin era Morgana, simplemente. Siempre había pensado que el amor era otra cosa: el ardor que me inspiraran Lanzarote y Accolon. Por Kevin había sentido poco más que una compasión distante, amistad, tibieza; lo que le había dado no parecía gran cosa. Sin embargo… sin embargo, sólo él acudía a mí, sólo a él le importaba que no muriera allí de pena. Pero ¿cómo se atrevía a irrumpir en mi paz, ahora que yo casi había alcanzado esa total quietud que está más allá de la vida? —No —dije, volviéndole la espalda. Si aceptaba vivir, volver a Avalón, tendría que entrar nuevamente en una lucha a muerte con Arturo, a quien amaba; tendría que ver a Lanzarote aún encerrado en la prisión de amor de Ginebra. No. Allí tenía silencio y paz. No tardaría mucho tiempo en pasar a una paz aún más profunda. El mareo próximo a la muerte se acercaba cada vez más. Y Kevin, el traidor, ¿me haría regresar? —No —dije otra vez. Y me cubrí la cara con las manos—. Déjame en paz, arpista Kevin. He venido aquí para morir. Déjame ya. No se movió ni dijo nada. Permanecí muy quieta, con el velo sobre la cara. Después de un rato se iría, sin duda. Y yo seguiría en mi asiento hasta que las mujeres me cargaran hasta el lecho, y ya no volvería a levantarme. Y entonces, en el silencio, oí el suave sonido del arpa. Kevin tocaba. Después de un momento cantó. Yo conocía una parte de la balada: la del antiguo bardo Orfeo, que sometía a las bestias con su música. Pero él continuó cantando otra parte, un misterio que yo nunca había oído. Contaba que Orfeo, al perder a su amada, había descendido al Otro mundo para rescatarla. Su voz, hablaba desde el alma…, y oí que mi voz rogaba: —No trates de rescatarme. En estas tierras eternas todo está en paz, no hay dolor ni lucha; aquí puedo olvidar tanto el amor como el pesar. La habitación se borró a mi alrededor. Ya no sentía el olor del humo, el aliento glacial de la lluvia tras la ventana; ya no tenía conciencia de mi cuerpo, enfermo y mareado. Me pareció estar en un jardín, lleno de flores sin perfume y de paz eterna, donde sólo el son distante del arpa rompía el silencio, a desgana. Y el arpa cantaba para mí, sin que lo deseara. Hablaba del viento de Avalón, de las flores del manzanar, del aroma a manzanas maduras. Me traía la frescura de la niebla sobre el lago, la carrera de los ciervos en el bosque, los brazos de Lanzarote rodeándome. Volví a sentir en el regazo a mi hijo, su pelo suave contra la cara… ¿O era Arturo que se aferraba a mí, tocándome la mejilla con sus manecitas? Una vez más, Viviana me tocó la frente en el gesto de la bendición y los vientos se arremolinaron en la oscuridad del eclipse, mientras la voz de Accolon pronunciaba mi nombre. Y ya no era sólo el son del arpa, sino las voces de los muertos y los vivos, que me gritaban: «Regresa, la vida te llama con todo su placer y su dolor…». Y entonces de la voz del instrumento surgió una nota nueva. —Soy yo quien te llama, Morgana de Avalón, sacerdotisa de la Madre… Levanté la cabeza; ya no veía el cuerpo contrahecho de Kevin y sus facciones dolientes; su lugar estaba ocupado por Alguien, alto y magnífico, glorioso de sol el rostro; en sus manos, el Arpa y el Arco. Contuve el aliento ante el Dios, mientras la voz cantaba: «Vuelve a la vida, regresa a mí…». Me esforcé por apartar la mirada. —No es el Dios quien puede darme órdenes, sino la Diosa. —Pero la Diosa eres tú —dijo la voz familiar, en el silencio de la eternidad— y soy yo quien te llama. Y por un momento, como en las aguas serenas del espejo de Avalón, me vi ataviada y coronada con la alta diadema de la Señora de la Vida. —Pero ya soy anciana. Ya no pertenezco a la vida, sino a la muerte —susurré. Y en el silencio surgieron repentinamente, en los labios del Dios, las palabras rituales tantas veces oídas: —Ella será vieja y joven según le plazca… —Y en el reflejo mi cara volvió a ser joven y bella. Aun anciana y yerma, la vida palpitaba en mí como en la tierra y la Dama. Di un paso; luego otro; trepaba, trepaba para salir de la oscuridad, siguiendo las notas lejanas del arpa que me hablaba de las verdes colinas de Avalón, de las aguas de vida… Y me encontré con las manos extendidas hacia Kevin… Y él dejó delicadamente el arpa y me sostuvo en los brazos, medio desmayada. Por un momento me quemaron las manos refulgentes del Dios…, pero era sólo la voz dulce, musical, medio burlona de Kevin la que decía: —No puedo sosteneros, Morgana, como bien sabéis. —Y me instaló delicadamente en mi silla—. ¿Desde cuándo no coméis? —No lo recuerdo —confesé. De pronto cobré conciencia de mi mortal debilidad. Kevin llamó a la criada y dijo, con la voz suave y autoritaria del druida y el sanador: —Trae a tu señora un poco de pan y leche caliente con miel. Cuando regresó, Kevin mojó el pan en la leche y me lo fue dando. —Basta —dijo—. Habéis ayunado demasiado tiempo. Pero antes de dormir beberéis un poco más de leche con un huevo batido. Tal vez pasado mañana estéis en condiciones de viajar. Y de pronto me eché a llorar. Lloraba, al fin, por Accolon, amortajado; por Arturo, que ahora me odiaba; por Elaine, que había sido mi amiga; por Viviana, en su tumba cristiana; por él y por mí. Por mí, que había tenido que pasar por todas esas cosas. Y Kevin dijo otra vez: «Pobre Morgana, pobre niña», y me estrechó contra su pecho huesudo. Lloré y lloré hasta quedar en silencio, entonces llamó a mis criadas para que me acostaran. Y por primera vez en muchos días, dormí. Y dos días después partí hacia Avalón.

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Recuerdo poco de ese viaje al norte, enferma de cuerpo y mente. Ni siquiera me extrañó que Kevin no me acompañara hasta el lago. Llegué a sus orillas en el ocaso, cuando las aguas parecen tornarse carmesíes y el cielo es como un incendio; entre esas llamas apareció la barca, cubierta de colgaduras negras, con los remos silenciosos como un sueño. Por un momento me pareció que era la Barca sagrada de ese mar sin orillas del que no puedo hablar, y que la silueta oscura de la proa era Ella, como si de algún modo yo franqueara el vacío entre la tierra y el cielo… pero no sé si fue real o no. Luego las brumas cayeron sobre nosotros y sentí, en el fondo del alma, ese cambio indicativo de que, una vez más, estaba en mi hogar. Niniana me recibió en la orilla con un abrazo, no como a la desconocida que sólo había visto dos veces, sino como recibe una hija a su madre después de no verla durante muchos años. Luego me llevó a la casa que había ocupado Viviana. Esta vez me atendió personalmente; me acostó en el cuarto interior y me dio agua del Pozo Sagrado. Al probarla supe que, aunque la curación sería larga, no estaba fuera de mi alcance. Ya había conocido bastante del poder; me alegraba desprenderme de las cargas mundanas, dejarlas en manos de otros y permitir que mis hermanas me cuidaran. Poco a poco, en el silencio de Avalón, fui recobrando mis fuerzas. Allí pude llorar por Accolon, no ya por el fin de mis planes y esperanzas. Ahora comprendía que todo había sido una locura: yo no era reina, sino sacerdotisa de Avalón. Pero lloré por ese breve y amargo verano de nuestro amor, y por la criatura que no había llegado a nacer, y sufrí porque hubiera sido mi mano la que la enviara a las sombras. Fue una larga temporada de duelo; a veces me preguntaba si alguna vez me libraría de él. Pero al fin pude recordar los días de amor sin que el dolor interminable ascendiera en forma de lágrimas desde el fondo de mi ser. No hay pesar como el recuerdo del amor que se ha ido para siempre. Pero un día comprendí que el tiempo del luto había terminado; mi amante y mi hijo estaban en la otra orilla; yo, viva y en Avalón. Y tenía como misión ser allí la Dama. No sé cuántos años viví en Avalón antes del final. Sólo recuerdo que flotaba en una paz vasta e innominada, entre el gozo y el pesar, conociendo sólo la serenidad y las pequeñas tareas de todos los días. Niniana estaba siempre a mi lado. También Nimue, que se había convertido en una doncella alta y rubia, silenciosa, tan bella como Elaine cuando nos conocimos. Se convirtió en la hija que nunca tuve. Todos los días venía a mí y yo le enseñaba todo aquello que había aprendido de Viviana en los primeros años que pasara en Avalón. En aquellos últimos días llegaban a Avalón, en gran número, quienes habían visto el Santo Espino en su primera floración para los seguidores de Cristo, escapando de los asoladores vientos de la persecución y el prejuicio. Patricio había establecido nuevas formas de culto, una visión del mundo donde no había lugar para la belleza y el misterio de las cosas naturales. De esos cristianos fugitivos que llegaban a nosotros aprendí, por fin, algo sobre el Nazareno, ese lujo de carpintero que alcanzara en vida la divinidad y predicara la tolerancia. Así comprendí que mi pelea no era contra él, sino contra la estrechez de miras de sus necios curas. No sé si pasaron tres años, o cinco o diez, antes del final. Los susurros del mundo exterior me llegaban como sombras, como ecos de las campanas que a veces se oían en nuestras costas. Supe de la muerte de Uriens, pero no lo lloré: para mí estaba muerto desde hacía muchos años. Espero que, al final, encontrase algún consuelo para sus dolores; para mí había sido tan bueno como le fue posible, y por eso lo dejé en paz. De vez en cuando me llegaban rumores de las hazañas de Arturo y sus caballeros, pero en la serenidad de Avalón aquello parecía no tener importancia, como si fueran leyendas antiguas que hubiera oído mucho antes, en la infancia. Y una primavera, cuando los manzanos de Avalón empezaban a blanquear con los primeros capullos, Cuervo rompió el silencio con un grito. Mi mente, por fuerza, volvió a las cosas mundanas que habría querido dejar atrás para siempre.