OR mucho que Morgause visitara Camelot, nunca se cansaba de todo aquel boato. En la iglesia se sentó junto a Morgana. Galahad estaba arrodillado junto a Arturo y Ginebra, pálido, serio y radiante de entusiasmo.
El obispo Patricio había llegado de Glastonbury para celebrar personalmente la misa de Pentecostés y allí estaba, con sus vestiduras blancas, entonando: «A vos ofrecemos este pan, el cuerpo de…». Morgause sofocó un bostezo. Las ceremonias cristianas no eran tan interesantes como los ritos de Avalón, pero desde los catorce años pensaba que todos los dioses y todas las religiones eran el juego de cada ser humano con su mente, sin relación alguna con la vida real. Aun así, cuando iba a Camelot asistía a misa para complacer a Ginebra; después de todo, era su anfitriona, gran reina y pariente cercana. Como todos los de la familia real, se adelantó para recibir la comunión. Morgana fue la única que no lo hizo, la muy necia. Así no sólo se distanciaba de la gente común, sino que los más devotos de la casa real la tildaban de bruja, hechicera y cosas peores. Y después de todo, ¿qué importaba? Cualquier religión daba igual. El rey Uriens, en cambio, tenía más sentido de lo conveniente, aunque no fuera más religioso que el gato de Ginebra.
Pero cuando llegó el momento de la oración final, que incluía una plegaria por los muertos, se descubrió lagrimeando. Echaba de menos a Lot, con su cínica alegría y su lealtad; después de todo, le había dado cuatro hermosos hijos varones. Dos de ellos estaban allí. Gawaine, cerca de Arturo, como siempre; Gareth, junto a su joven amigo Uwaine, el hijastro de Morgana. Nunca habría creído a su sobrina capaz de tan sincero amor maternal.
Con un susurro de telas y repiquetear de espadas envainadas, la gente se levantó para salir al atrio. Ginebra, aunque algo ojerosa, estaba muy bella con las largas trenzas doradas sobre los hombros. Arturo también estaba espléndido; Escalibur pendía de su costado con la vieja vaina de terciopelo rojo. Ginebra habría podido bordarle una más bonita.
Galahad se arrodilló ante el rey. Arturo cogió una buena espada de manos de Gawaine y le dijo:
—Esto es para ti, mi querido sobrino e hijo adoptivo.
Gawaine la sujetó a la fina cintura del muchacho, que levantó la cara con una sonrisa juvenil, diciendo con claridad:
—Os doy las gracias, mi rey. Quiera Dios que sólo la utilice para serviros.
Arturo le puso las manos en la cabeza.
—Te recibo de buen grado entre mis caballeros. Galahad, y en la orden de la caballería. Sé siempre justo y fiel; sirve al trono y a la causa del bien.
Y levantó al muchacho con un abrazo y un beso. Ginebra también lo besó. Luego el grupo real salió hacia el enorme patio, seguido por los demás.
Morgause se descubrió caminando entre Morgana y Gwydion; los seguían Uriens, Accolon y Uwaine. El patio había sido decorado con estacas verdes adornadas con cintas y estandartes. Lanzarote abrazó a Galahad y le entregó un sencillo escudo blanco.
—¿Lanzarote va a combatir? —preguntó Morgause.
—Creo que no —respondió Accolon—. Ha ganado tantas veces que hoy será el árbitro de las justas. Entre nosotros, ya no es tan joven y no conviene a su dignidad que algún joven lo desmonte. Dicen que Gareth y Lamorak lo han derrotado más de una vez.
Morgause sonrió:
—Admiro a Lamorak por no haberse jactado de esa victoria. ¡Son pocos los que no se ufanarían de haber vencido a Lanzarote, aunque sólo fuera en un juego!
—No —corrigió Morgana en voz baja—. Creo que la mayoría de los jóvenes lamentaría que su héroe ya no fuera el rey de las justas.
Gwydion rió entre dientes.
—¿Pensáis que los ciervos jóvenes se abstendrían de desafiar al Macho rey?
—Yo no lo haría —confirmó Uwaine—. Todos los caballeros de esta corte aman a Lanzarote y no lo avergonzarían en Pentecostés. No sé si sería capaz de vencerlo, pero por lo que a mí concierne puede seguir siendo el campeón mientras viva.
—Desafiadlo, algún día —propuso Accolon, riendo—. Yo lo hice y me quitó la vanidad en un momento. A pesar de sus años conserva toda la habilidad y la fuerza. —Después de instalar a Morgana y a su padre en los asientos que les estaban reservados, dijo—: Con vuestra licencia, quiero ir a inscribirme antes de que sea demasiado tarde.
—Y yo. —Uwaine se volvió hacia Morgana—. No tengo señora, madre. ¿Me daríais una para llevar a las justas?
Con una sonrisa indulgente, Morgana le dio una cinta de su manga, que él se ató al brazo, diciendo:
—Voy a desafiar a Gawaine.
Gwydion esbozó su encantadora sonrisa:
—Caramba, señora, haríais bien en retirarle vuestro favor antes de que os deshonre.
Morgana rió, radiante. Morgause, que la observaba, se dijo: «Uwaine es mucho más hijo suyo que Gwydion; pero Accolon es mucho más que eso, está a la vista. ¿Lo sabe el anciano rey y no le importa?».
Lamorak se acercaba; aunque había muchas señoras hermosas, se inclinó ante Morgause frente a toda Camelot.
—¿Me daríais una prenda para llevar al combate, mi señora?
—Con gusto, querido. —Le dio la rosa del ramillete que le adornaba el seno, consciente de que su joven caballero era uno de los más apuestos entre los presentes.
—Parece que tenéis encantado a Lamorak —comentó Morgana.
Morgause se ruborizó un poco.
—¿Creéis que necesito de encantamientos, sobrina?
—Tendría que haber usado otra palabra —rió Morgana—. En general, los jóvenes sólo buscan una cara hermosa.
—También vos tenéis a Accolon tan cautivado que no busca mujeres más jóvenes ni más hermosas. No os lo reprocho, querida. Os casaron contra vuestra voluntad con alguien que podía ser vuestro abuelo.
Su sobrina se encogió de hombros.
—A veces creo que Uriens lo sabe. Tal vez se alegra de que haya escogido a un amante que no me induzca a abandonarlo.
Algo vacilante, pues nunca le había preguntado nada personal desde el nacimiento de Gwydion, Morgause dijo:
—¿Qué opináis de Gwydion?
—Me asusta. Pero sería difícil resistirse a su encanto.
—¿Qué esperabais? Tiene la belleza de Lanzarote y vuestro poder mental. Además, es ambicioso.
—Es extraño, pero conocéis a mi hijo mejor que yo.
Había mucha amargura en esas palabras. Morgause contuvo su impulso de replicar con aspereza y le dio una palmadita en la mano.
—Oh, querida, en cuanto un hijo varón abandona el regazo, cualquiera lo conoce mejor que su madre. ¡Yo misma, lo confieso francamente, no entiendo a Gwydion!
La única respuesta de Morgana fue una sonrisa intranquila. Luego se volvió hacia el espectáculo, que ya estaba comenzando con las ridículas cabriolas de los bufones.
Uno de los heraldos anunció que la primera justa sería entre el señor Lanzarote del Lago, campeón de la reina, y el señor Gawaine de Lothian y las Islas, por el rey. Hubo aplausos tumultuosos al aparecer el primero, aún tan apuesto.
«Sí —pensó Morgause, que observaba la cara de su sobrina—, todavía lo ama, aunque ella misma no lo sepa».
El combate parecía una danza compleja, sin que ninguno de los dos tuviera la menor ventaja. Por fin ambos bajaron sus espadas y, después de hacer una reverencia al rey, se abrazaron. Los aplausos y los vítores fueron imparciales, sin el menor favoritismo por nadie.
Siguieron los números ecuestres: exhibiciones y domas. Luego, justas a caballo; aunque las espadas estaban embotadas, podían desmontar a un jinete y causarle una grave caída. Un joven caballero se fracturó una pierna y fue retirado. Fue la única lesión grave. Al terminar, Ginebra repartió premios y Arturo llamó a Morgana para que hiciera lo propio.
Accolon había ganado uno de equitación; cuando se arrodilló ante Morgana para recibirlo, Morgause quedó atónita al oír, en algún punto de las gradas, un murmullo de desaprobación leve, pero perceptible:
—¡Bruja! ¡Ramera!
Morgana enrojeció, pero sus manos no vacilaron al entregar la copa. Arturo ordenó en voz baja a uno de sus mayordomos:
—¡Averigua quién fue!
Pero Morgause comprendió que, entre semejante multitud, la voz jamás sería reconocida.
Al empezar la segunda mitad de los juegos, su sobrina volvió al asiento, pálida y furiosa.
—No os preocupéis —dijo Morgause—. ¿Qué creéis que dicen de mí cuando las cosechas son pobres o cuando alguien recibe su castigo?
—¿Pensáis que me importa lo que esa chusma piense de mí? —replicó Morgana, desdeñosa, fingiendo indiferencia—. En mi país soy muy apreciada.
La segunda parte comenzó con una exhibición de lucha entre sajones. Eran hombres grandes y velludos, que gruñían y forcejeaban entre gritos roncos. Morgause se inclinó hacia delante, disfrutando desvergonzadamente la exhibición de fuerza masculina; Morgana, en cambio, apartó los ojos con remilgado disgusto.
—¡Oh, vamos, sobrina! Os estáis volviendo tan pacata como la reina. Creo que van a iniciar el torneo. ¡Mirad! ¿Ése no es Gwydion? ¿Qué está haciendo?
Gwydion había saltado al campo. Apartando al heraldo que corría hacia él, clamó con voz potente y clara:
—¡Rey Arturo!
Morgana se echó atrás, pálida como la muerte, aferrada a la barandilla con ambas manos. ¿Qué pretendía el muchacho? ¿Iba a hacer una escena ante toda la corte, exigiendo ser reconocido por su padre?
Arturo se levantó. También parecía intranquilo, pero su voz resonó con claridad.
—¿Sí, sobrino?
—Me han dicho que, en estos juegos, es costumbre permitir un desafío, si el rey está dispuesto. ¡Pido que el señor Lanzarote se enfrente conmigo en combate singular!
Morgause recordó haber oído decir a Lanzarote que esos desafíos eran la cruz de su existencia. Todos los caballeros jóvenes querían vencer al campeón de la reina. La voz de Arturo sonó grave.
—Es la costumbre, pero no puedo responder por Lanzarote. Tienes que desafiarlo directamente y atenerte a su respuesta.
—¡Oh, maldito muchacho! —exclamó Morgause—. No tenía idea de que planeara esto.
Pero Morgana tuvo la sensación de que no le disgustaba mucho, después de todo.
Se había levantado viento; el polvo del campo atenuaba el resplandor de la arcilla blanca y seca. Gwydion cruzo hacia el banco que ocupaba el caballero del lago. Morgause no oyó lo que se decían, pero Gwydion se volvió para gritar, enfadado:
—¡Señores! ¡Siempre se dijo que el deber de un campeón es enfrentarse a todos los desafíos! Exijo, señor, que Lanzarote se mida conmigo o que me ceda su alto puesto. ¿Lo retiene por su habilidad con las armas o por algún otro motivo, mi señor Arturo?
Morgause exclamó:
—¡Lástima que vuestro hijo ya no esté en edad de recibir un buen rapapolvo, Morgana!
—¿Por qué culparlo a él? —replicó su sobrina—. ¿Por qué no a Ginebra por poner a su esposo en situación tan vulnerable? Todo el reino sabe que se inclina por Lanzarote, pero nadie grita «bruja» ni «ramera» cuando se presenta ante su pueblo.
Pero Lanzarote ya se había levantado para acercarse a Gwydion; llevó la mano enguantada hacia atrás y le cruzó la boca con una fuerte bofetada.
—Ahora sí me habéis dado motivos para castigaros por esa lengua insolente, joven Gwydion. ¡Veamos quién se niega a combatir!
—Para eso he venido —dijo el joven, impertérrito, pese al hilo de sangre que le corría por la cara—. Incluso voy a concederos la primera sangre, señor Lanzarote. Es adecuado que un hombre de vuestra edad tenga alguna ventaja.
Hubo un considerable murmullo en las gradas mientras los dos caballeros desenvainaban la espada y dedicaban al rey la reverencia ritual que daba comienzo al duelo. Luego, ya con las caras cubiertas por el yelmo, alzaron el acero. Eran casi de la misma estatura; la única diferencia entre ambos estaba en los petos: el de Lanzarote, viejo y maltrecho; el de Gwydion, casi nuevo y sin mácula. Después de describir un lento círculo, ambos acometieron. Morgause notó que Lanzarote estaba midiendo al joven; por fin, le atestó un fuerte mandoble. Gwydion lo paró con el escudo, pero la fuerza era tanta que se tambaleó, perdido el equilibrio, y cayó de espaldas al suelo. Cuando trató de levantarse, Lanzarote dejó la espada a un lado para ayudarle, en un gesto de buena voluntad.
Gwydion señaló el hilo de sangre que corría por la muñeca de su adversario, delatando el pequeño corte que había logrado hacerle. Su voz fue claramente audible.
—Vuestra fue la primera sangre, señor; la segunda, mía. ¿Lo decidimos con una caída más?
Hubo una pequeña tempestad de siseos desaprobatorios; en los combates de prueba, como los adversarios combatían con armas afiladas, la primera sangre señalaba el fin del encuentro.
El rey Arturo se levantó.
—¡Esto no es un duelo, sino una fiesta! Continuad si queréis, pero os advierto que, si se produce alguna herida seria, ambos me infligiréis la más grave afrenta.
Le hicieron una reverencia y se apartaron, buscando la ventaja; cuando volvieron a trabarse en lucha, Morgause ahogó una exclamación: parecía que en cualquier momento uno u otro pasaría bajo el escudo para causar una herida mortal. Uno de ellos cayó de rodillas… Una lluvia de mandobles contra la adarga, las espadas cruzadas, inmóviles, y uno de ellos cada vez más cerca del suelo…
Ginebra se levantó, gritando:
—¡No voy a permitir que esto continúe!
Arturo arrojó su bastón al campo; la costumbre indicaba que, a ese gesto, el combate cesara inmediatamente. Pero los hombres no lo vieron y los mariscales tuvieron que separarlos. Gwydion se quitó el casco, fresco y sonriente. Lanzarote necesitó la ayuda de su escudero para levantarse; estaba sudoroso y jadeante, con la cara ensangrentada. Hubo un clamor de abucheos, hasta entre los otros caballeros; Gwydion no había fortalecido su popularidad al abochornar al héroe del pueblo. Pero se inclinó ante él.
—Me siento honrado, señor Lanzarote. Llegué a esta corte como desconocido, sin ser siquiera uno de los caballeros de Arturo, y tengo que agradeceros esta lección de esgrima. —Su sonrisa reflejaba exactamente la de Lanzarote—. Gracias, señor.
El caballero del lago logró esbozar su antigua sonrisa, que exageró el parecido entre ellos casi hasta lo caricaturesco.
—Combatisteis con mucha bravura, Gwydion.
—En ese caso —dijo el joven, arrodillándose ante él en el polvo—, os ruego que me arméis caballero, señor.
Morgause contuvo la respiración. Su sobrina parecía tallada en piedra. Pero entre los sajones hubo un estallido de vítores.
—¡Consejo astuto, en verdad! Sagaz, sagaz… ¿Cómo van ahora a rechazarte, muchacho, si has combatido tan bien con su campeón?
Lanzarote echó una mirada al rey; parecía paralizado, pero después de un momento asintió. El escudero llevó una espada que su señor ciñó a la cintura de Gwydion.
—Blandidla siempre al servicio de vuestro rey y de la causa justa —dijo, ya muy serio.
La expresión burlona y desafiante había desaparecido del rostro de Gwydion, ahora era grave y dulce. Morgause notó que le temblaban los labios y sintió súbita compasión por él: por su condición de bastardo nunca reconocido, estaba allí más fuera de lugar de lo que hubiera estado nunca el mismo Lanzarote. ¿Quién podía criticarle la triquiñuela con la que había obligado a sus parientes a fijarse en él? «Tendríamos que haberlo traído a la corte mucho antes —pensó—, para que Arturo lo reconociera en privado, ya que no podía hacerlo en público. Está mal que un hijo del rey se vea obligado a esto».
Lanzarote apoyó las manos en la frente del joven.
—Os confiero el honor de ser caballero de la mesa redonda, con permiso de nuestro rey. Servidle siempre. Y ya que habéis ganado este honor más por astucia que por fuerza bruta, os llamaréis entre nosotros, no Gwydion, sino Mordret. Levantaos, señor Mordret, y ocupad vuestro lugar entre los caballeros de Arturo.
Gwydion, ahora Mordret, se levantó para devolver con calor el abrazo del caballero. Parecía profundamente conmovido, casi como si no oyera los vítores y los aplausos.
—He conquistado el premio del día —dijo con voz quebrada—, quienquiera que sea declarado vencedor en estos juegos, mi señor Lanzarote.
—No —dijo Morgana en voz baja, junto a su tía—, no lo entiendo. Eso es lo último que habría esperado.
Hubo una larga pausa antes de que los caballeros formaran para el combate final. Morgause bajó al campo para reunirse con algunos de los jóvenes; entre ellos estaba Gareth, cuya cabeza sobresalía por encima de las demás. Parecía estar hablando con Lanzarote pero, al acercarse, descubrió que estaba frente a Gwydion. Su voz sonaba colérica; ella sólo captó las últimas palabras.
—¿… qué daño te ha hecho? ¿Por qué tenías que ridiculizarlo ante todos?
El otro se echó a reír.
—Si nuestro primo necesita protección en un campo lleno de amigos, que Dios lo ayude cuando caiga entre sajones o nórdicos. Y después de tantos años, hermano, ¿sólo piensas en regañarme por haber incomodado a quien quieres bien?
Gareth, riendo, lo encerró en un enorme abrazo.
—Sigues siendo el mismo temerario. ¿Cómo se te ocurrió hacerlo? Arturo te habría armado caballero si se lo hubieras pedido.
Morgause recordó que su hijo no sabía toda la verdad sobre los orígenes de Gwydion; sin duda sólo se refería a su parentesco con Morgana.
—No lo dudo —dijo Gwydion—. También lo habría hecho contigo por Gawaine, pero tú no escogiste ese camino, hermano. —Rió entre dientes—. Creo que Lanzarote me debe algo por todos estos años de andar por el mundo llevando su cara.
Gareth se encogió de hombros.
—Bueno, como no parece guardarte rencor, supongo que yo también tengo que perdonarte. Ya has visto lo grande que es su corazón.
—Sí —reconoció el menor, delicadamente—, es tan… —al levantar la cabeza vio a Morgause—. Madre, ¿qué hacéis aquí? ¿En qué puedo serviros?
—Sólo vine a saludar a Gareth, que no me ha dirigido la palabra en todo el día —dijo ella. El gigante se inclinó para besarle la mano—. ¿Con qué bando lucharás?
—Junto a Gawaine, con los hombres del rey, como siempre —respondió su hijo—. Tienes caballo para participar, ¿verdad, Gwydion? ¿Combatirás junto al rey? Podemos hacerte un lugar.
Gwydion respondió con una de sus enigmáticas sonrisas.
—Ya que Lanzarote me ha hecho caballero, supongo que tendría que combatir junto a él y Accolon, en el bando de Avalón. Pero no voy a participar, Gareth.
—¿Por qué? —inquirió éste—. Es lo que se espera de los caballeros recién armados. Galahad va a participar. ¿Qué pensarán de ti? Que eres cobarde y rehuyes el combate.
—He luchado en los ejércitos de Arturo lo suficiente para que no me importe lo que digan. Pero si quieres, puedes decir que mi caballo está cojo y que no quiero empeorar su lesión. Es una excusa honorable.
—Puedo prestarte uno —adujo Gareth, desconcertado—. Si lo que buscas es una excusa, está bien. Pero ¿por qué, Gwydion? ¿O tengo que llamarte Mordret?
—Puedes llamarme como gustes, hermano.
—¿Quieres decirme por qué eludes el combate, Gwydion?
—Sólo a ti puedo permitirte decir eso —replicó el joven—. Pero te lo diré, ya que quieres saberlo: es por tu bien, hermano.
Gareth frunció el entrecejo.
—Dios, ¿qué quieres decir?
—Dios no me interesa mucho. —Gwydion bajó la vista suelo—. Como ya sabes… tengo el don de la videncia.
—Sí, ¿y qué? ¿Soñaste acaso que yo caería ante tu lanza?
—No bromees.
Morgause sintió que se le helaba la sangre en las venas al ver la mirada que Gwydion clavaba en su hijo. Éste tragó saliva, como si se le cerrara la garganta ante esas palabras.
—Me pareció verte… Estabas moribundo. Yo me arrodillaba a tu lado y no me hablabas… Y entonces supe que era por culpa mía que yacías sin vida.
Gareth lanzó un silbido sordo. Pero luego descargó una palmada en el hombro de su hermano adoptivo.
—Es que yo no tengo mucha fe en los sueños y en las visiones, muchacho. Y del destino nadie escapa. ¿No te enseñaron eso en Avalón?
—Sí —reconoció Gwydion, delicadamente—. Y si cayeras en combate, aunque fuera por mi culpa, sería obra del destino… Pero no quiero tentarlo por juego, hermano. Hoy no combatiré, y que digan lo que gusten.
Gareth aún parecía inquieto, pero besó la mano a su madre y se alejó. Morgause quiso preguntar a Gwydion qué había visto, pero él estaba ceñudo y cabizbajo.
Para Morgause la última batalla sería siempre algo borroso; el sol comenzaba a producirle dolor de cabeza y estaba deseando que aquello terminara. Además, tenía hambre y desde lejos llegaba el olor de la carne asándose en los fosos.
Galahad recibió el premio por el bando de Lanzarote, según lo indicaba la costumbre para el caballero que hubiera sido armado ese día. Repartidos los premios menores, los caballeros se refrescaron con cubos de agua y fueron a ponerse ropa limpia, mientras las señoras se arreglaban en un cuarto puesto a su disposición.
—¿Qué opináis? ¿Os parece que Lanzarote se ha ganado un enemigo? —preguntó Morgause a Morgana.
—Creo que no —respondió su sobrina—. ¿No visteis cómo se abrazaban?
—Parecían padre e hijo. ¡Ojalá lo fueran!
Pero la cara de Morgana parecía de piedra.
—Han pasado muchos años para hablar de eso, tía.
Ante aquella calma glacial, Morgause sólo pudo decir:
—¿Queréis que os ayude con las trenzas? —Mientras la peinaba comentó—: Mordret… Bueno, hoy ha demostrado que los sajones lo bautizaron bien. Se ha ganado un sitio por valor y descaro, en vez de exigirlo de Arturo por parentesco. Pero ignoraba que fuera tan buen combatiente. ¡Se las compuso para ser la nota brillante del día! Aunque Galahad haya ganado el premio, nadie hablará más que de la osadía de Mordret.
Una de las damas de la reina se acercó a ellas.
—Ignoraba que tuvierais un hijo, señora Morgana.
—Yo era muy joven cuando nació —dijo sin alterarse—. Morgause lo ha criado. Yo misma casi lo había olvidado.
—Debéis de estar muy orgullosa de él. ¡Y qué apuesto! Tanto como el mismo Lanzarote —comentó la mujer, con ojos brillantes.
—¿Verdad que sí? —El tono de Morgana era muy cortés; sólo su tía, que la conocía bien, supo que estaba enfadada—. Creo que el parecido los incomoda a ambos. Pero Lanzarote y yo somos primos hermanos; cuando éramos niños, me parecía más a él que a Arturo. Nuestra madre era alta y pelirroja, como la reina Morgause, pero la señora Viviana descendía del antiguo pueblo de Avalón.
—¿Y quién es el padre? —preguntó la mujer.
Morgana apretó los puños, pero respondió con una sonrisa benévola.
—Es hijo de Beltane; el Dios reclama a todos los niños engendrados en los bosques. No olvidéis que fui discípula de la Dama del Lago.
La mujer trató de ser cortés.
—¿Allí todavía se mantienen los ritos antiguos?
—Y la Diosa permita que continúen hasta el fin del mundo.
Tal como esperaba, eso acalló a la mujer. Morgana le volvió la espalda para dirigirse a su tía.
—¿Estáis lista, señora? Bajemos al salón. —Y al salir del cuarto dejó escapar un largo suspiro de exasperación y alivio—. ¡Tontas chismosas! ¿No tienen otra cosa que hacer?
—Probablemente no —respondió Morgause—. Sus muy cristianos padres y maridos se aseguran de que no tengan otra cosa en que ocupar la mente.
Las puertas del gran salón estaban cerradas, para que todos entraran al mismo tiempo.
—De año en año, Arturo aumenta la pompa —comento Morgause—. Ahora, gran procesión de entrada, supongo.
—¿Qué esperabais? Ahora que no hay guerras tiene que apelar a la imaginación de su pueblo; he oído que fue un consejo de Merlín. —Sonrió de verdad, por primera vez en todo e día—. Incluso Arturo sabe que no puede retener a los suyos solo con una misa y un festín. Si no hay ninguna maravilla a la vista, no dudo que el rey y Merlín prepararán alguna. ¡Lástima que no pudieran demorar el eclipse hasta hoy!
—¿Se vio en Gales? —preguntó Morgause—. Mi gente se asustó. Y las necias de Ginebra debieron de chillar como si fuera el fin del mundo.
—Ginebra tiene pasión por rodearse de necias. Pero ella no lo es, aunque le guste parecerlo. No me explico como las tolera.
—Tendríais que ser más paciente —advirtió la tía—. Me extraña que no hayáis aprendido mejor el oficio de reina, después de vivir tanto tiempo junto a Uriens. Una mujer siempre depende de la buena voluntad de otras mujeres. ¿No lo aprendisteis en Avalón?
—Las mujeres de Avalón no son necias.
Pero Morgause la conocía lo suficiente para saber que su enfado disimulaba la soledad y el sufrimiento.
—¿Por qué no volvéis allí, sobrina?
Morgana inclinó la cabeza, sabiendo que ese tono amable podía hacerla romper en llanto.
—Todavía no ha llegado el momento. Se me ha ordenado permanecer junto a Uriens.
—¿Y Accolon?
—Oh, bueno, con Accolon. Debí prever que me lo reprocharíais.
—Nadie menos que yo —dijo Morgause—. Pero Uriens no vivirá mucho tiempo.
La voz de Morgana fue tan glacial como su cara.
—Eso creía yo el día en que nos casaron, hace años. Puede vivir tanto como el mismo Taliesin, que murió con más de noventa años.
Arturo y Ginebra avanzaban lentamente hacia la vanguardia de la fila; él, resplandeciente con sus vestiduras blancas; ella, a su lado, exquisita con sus níveas sedas y sus joyas. Las grandes puertas se abrieron de par en par y ambos entraron. Luego, Morgana, con su esposo y los hijos de éste; Morgause y los suyos, Lanzarote y su familia y, finalmente, los demás caballeros, que fueron ocupando sus puestos ante la mesa redonda.
Algunos años atrás un artesano había escrito, en oro y carmesí, el nombre de cada compañero encima de su asiento acostumbrado. Esta vez el asiento más próximo al del rey, reservado durante todo ese tiempo para su heredero, llevaba el nombre de Galahad. Pero Morgause apenas reparó en eso. Pues en los grandes tronos que tenían que ocupar Arturo y Ginebra se habían colgado dos estandartes blancos con feas caricaturas: una, de un caballero encima de dos testas coronadas, que se parecían endiabladamente a Arturo y Ginebra; la otra era una pintura lasciva que hizo enrojecer a la misma Morgause, que no era precisamente mojigata. Representaba a una mujer menuda y morena, completamente desnuda, abrazada por un enorme diablo cornudo; en torno a ella, un grupo de hombres desnudos aceptaba extrañas y repugnantes atenciones sexuales.
Ginebra lanzó un grito agudo.
—¡Dios y la Virgen nos protejan!
Arturo se detuvo en seco y tronó hacia los sirvientes:
—¿Cómo sucedió este… esta…? —A falta de palabras, señaló con la mano los dibujos—. ¿Esto?
—Señor… —tartamudeó el chambelán—, no estaban aquí cuando terminamos de decorar el salón; todo estaba en orden, hasta las flores ante el asiento de la reina.
—¿Quién fue el último en entrar aquí?
Cay se adelantó cojeando.
—Yo, hermano y señor. Vine a asegurarme de que todo estuviera en orden. Y juro por Dios que encontré todo listo para homenajear a mi rey y a su señora. Si descubro al sucio perro que puso esto aquí le retorceré el pescuezo. —Y movió las manos como si estuviera sacrificando a un pollo.
—¡Atiende a tu señora! —ordenó Arturo, bruscamente.
Entre el parloteo de las mujeres, Ginebra empezaba a derrumbarse, desvanecida. Morgana la mantuvo en pie, diciéndole en voz baja:
—¡No les des esta satisfacción, Ginebra! Eres la reina. ¿Qué te importa lo que algún idiota pueda haber garabateado en un estandarte? ¡Domínate!
Ginebra lloraba.
—¿Cómo pueden…, cómo pudieron…, quién puede odiarme tanto?
—Nadie puede vivir sin ofender a algún estúpido —dijo Morgana.
Y la ayudó a llegar a su asiento. Pero allí estaba todavía el más lascivo de los estandartes; la reina retrocedió como si hubiera tocado algo repugnante. Morgana lo arrojó al suelo y ordenó a una de las criadas que llenara una copa.
—No permitas que te altere, Ginebra. Supongo que ése está destinado a mí. Se dice que me acuesto con demonios. ¿Y qué me importa?
Arturo ordenó:
—Sacad esta basura de aquí, quemadla y traed incienso para quitar el hedor del mal.
Los lacayos corrieron a obedecer, mientras Cay prometía:
—Ya averiguaremos quién lo hizo. Debió de ser algún sirviente que despedí. Traed el vino, hombres, y brindaremos por el castigo del cerdo que trató de hacer fracasar nuestro festín. ¡Bebed por el rey Arturo y su señora!
Se elevaron tenues vítores, que se convirtieron en un auténtico grito de aprecio cuando la real pareja se inclinó ante los presentes. Luego los invitados tomaron asiento y Arturo dijo:
—Ahora haced pasar a los peticionarios.
Después de atender cuatro o cinco peticiones menores se llevaron las carnes, mientras tanto acróbatas y malabaristas entretenían a los comensales; un hombre hizo magia, sacando pájaros y huevos de los lugares más inesperados. Morgause, viendo ya serena a Ginebra, se preguntó si atraparían alguna vez al autor de los dibujos. Que uno retratara a Morgana como ramera era malo, pero el otro era peor: representaba a Lanzarote pisoteando al rey y a su consorte. La humillación recibida por el campeón de la reina podría haber sido borrada por su galante actitud hacia el joven Gwydion… No, Mordret. Pero alguien, sin duda, detestaba la obvia inclinación de Ginebra hacia su caballero.
La reina sonrió al oír los cuernos fuera del salón, como si algo la complaciera. Las puertas se abrieron de par en par; resonaron otra vez los toscos cuernos. Luego tres corpulentos sajones, vestidos de pieles y cueros, con grandes espadas, cascos con cuernos y coronas de oro en la cabeza, entraron a grandes pasos, cada uno seguido por su cortejo.
—Mi señor Arturo —anunció uno de ellos—: soy Adelric, señor de Kent y Anglia, y éstos son reyes hermanos. Venimos a pedir que nos permitáis rendiros tributo, cristianísimo rey, y firmar con vos y vuestra corte un tratado definitivo.
—Lot debe de estar revolviéndose en la tumba —comentó Morgause—, pero Viviana estaría complacida.
Morgana no respondió.
El obispo Patricio se levantó para acercarse a los reyes sajones y les dio la bienvenida. Luego dijo a Arturo:
—Esto me da un gran júbilo, mi señor, después de tan largas guerras. Os insto a recibir a estos hombres como reyes vasallos y a tomarles juramento, en señal de que todos los monarcas cristianos deberían ser hermanos.
Morgana, mortalmente pálida, quiso levantarse para hablar, pero Uriens le clavó una mirada ceñuda y ella volvió a sentarse a su lado. Morgause comentó con naturalidad:
—Recuerdo un tiempo en que los obispos se negaban a cristianizar a estos bárbaros por no encontrárselos en el Paraíso. Claro que han pasado treinta años.
—Desde que asumí el trono —dijo Arturo—, he deseado poner fin a las guerras que han asolado esta tierra. Llevamos muchos años cohabitando en paz, señor obispo. Y ahora os doy la bienvenida a mi corte, buenos señores.
Otro de los sajones dijo:
—Tenemos por costumbre jurar sobre un acero. ¿Podemos pronunciar nuestro juramento sobre la cruz de vuestra espada, señor Arturo, como señal de que nos reunimos como reyes cristianos bajo el Dios único que impera sobre todos?
—Sea —otorgó Arturo en voz baja.
Y descendió del estrado para acercarse a ellos. A la luz de las antorchas y los candiles, Escalibur centelleó como un relámpago al salir de la vaina. Cuando Arturo la sostuvo verticalmente ante sí, una gran sombra ondulante, la sombra de una cruz, cayó a lo largo del salón. Los reyes se arrodillaron.
Ginebra parecía complacida; Galahad estaba arrebolado de gozo. Morgana, en cambio, se había puesto pálida de ira. Su tía la oyó susurrar a Uriens:
—¡Cómo osa dar tales usos a la sagrada espada de los druidas! ¡Como sacerdotisa de Avalón no pudo presenciar esto en silencio!
Quiso levantarse, pero su esposo la sujetó por la muñeca. Aunque anciano, era un guerrero y ella, una mujer menuda. Por un momento Morgause temió que sus huesos frágiles se quebraran, pero Morgana no lanzó un solo gemido. Con los dientes apretados, logró liberar su muñeca y dijo, en voz lo bastante alta para que llegara a Ginebra:
—Viviana murió sin completar su obra. Y yo he permanecido ociosa mientras Arturo caía en manos de los curas.
—Señora —dijo Accolon, inclinándose hacia ella—, ni siquiera vos podéis perturbar este santo día. Harían con vos lo que los romanos hicieron con los druidas. Discutid en privado con Arturo y hacedle esos reproches, si es preciso; no dudo que Merlín os ayudará.
Morgana bajó la vista y se mordió los labios.
Arturo estaba abrazando a los reyes sajones, uno a uno; luego los sentó cerca del trono y les hizo llevar presentes. Morgause se cogió una torta pegajosa de miel para ponerla entre los labios apretados de su sobrina.
—Sois demasiado afecta al ayuno. Morgana —dijo—. ¡Comed! Estáis pálida. Vais a desmayaros en vuestro asiento.
—No es el hambre lo que me demuda —replicó.
Pero comió la torta y bebió un poco de vino. Morgause notó que le temblaban las manos. En una muñeca se veían oscuras moraduras dejadas por los dedos de Uriens.
Luego se levantó y dijo en voz baja a su marido:
—No te preocupes, amadísimo esposo. No diré nada que pueda ofenderte, ni tampoco a nuestro rey. —Y se volvió hacia Arturo para añadir en voz alta—: ¡Hermano y señor mío! ¿Puedo solicitaros un favor?
—Mi hermana, la esposa de mi leal súbdito, el rey Uriens, puede pedir lo que desee —respondió Arturo con simpatía.
—Hasta el último de vuestros súbditos puede solicitar audiencia, señor. Eso os pido.
Arturo enarcó las cejas, pero adoptó su mismo tono formal.
—Esta noche, antes de acostarme, os recibiré en mi alcoba; podéis venir con vuestro esposo, si queréis.
«Me gustaría ser mosca para presenciar esa audiencia», pensó Morgause.