A víspera de Pentecostés Arturo y su reina pidieron a los huéspedes con quienes tenían lazos familiares que cenaran en privado con ellos. Al día siguiente se celebraría el habitual gran banquete para los caballeros y reyes menores, pero Ginebra se dijo, mientras se vestía con esmero, que aquélla era la peor prueba. Tiempo atrás había aceptado lo inevitable; mientras Galahad fue sólo un rubio niño que se criaba en las tierras del rey Pelinor, le resultaba casi placentero pensar que un hijo de Lanzarote y su prima Elaine (ahora muerta de parto) era un buen heredero del trono. Pero ahora lo veía como reproche viviente para la reina envejecida que había vivido sin fructificar.
—Estás inquieta —observó Arturo, mientras ella se ponía la corona—. Lo siento, Ginebra; me pareció que ésta era una buena manera de conocer al muchacho que va a heredar mi trono. ¿Quieres que les diga que estás enferma? Puedes conocerlo en otro momento.
Ginebra apretó los labios.
—Tanto da ahora como más tarde.
Arturo le estrechó la mano.
—Lanzarote ya no viene a menudo. Será grato volver a verlo.
—Eso me extraña. ¿No le odias?
Arturo sonrió con intranquilidad.
—Entonces éramos mucho más jóvenes. Es como si hubiera sucedido en otro mundo. Lanzarote no es más que mi más querido y viejo amigo, casi un hermano.
—También Cay —observó Ginebra—, y su hijo Arturo es uno de tus caballeros más leales. Se me ocurre que sería mejor heredero que Galahad.
—El joven Arturo es buen hombre y caballero de confianza, pero Cay no tiene sangre real. —Vaciló un momento; no habían tocado el tema desde aquel Pentecostés tan horrible—. He sabido que el otro muchacho, el hijo de Morgana, está en Avalón.
Ginebra levantó una mano como para evitar un golpe.
—¡No!
—Lo dispondré todo de manera que no lo veas nunca —prometió Arturo, sin mirarla—. Pero lleva sangre real; es preciso hacer algo por él.
—Oh, sí los sacerdotes lo permitieran, supongo que le proclamarías heredero.
—Hay quienes se extrañarán de que no lo haga. ¿Prefieres que trate de dar explicaciones?
—Entonces tendrías que mantenerlo lejos de la corte —señaló Ginebra, mientras pensaba: «¡Qué dura suena mi voz cuando me enfado!»—. ¿Qué lugar tiene en esta corte alguien educado en Avalón para druida?
Arturo apuntó, seco:
—Los que se guían por Avalón también son súbditos míos, Ginebra. Antes de Pentecostés siempre se festejó el solsticio de verano, aunque ahora las fogatas sólo se encienden en Avalón.
Ginebra iba a decir algo, pero calló. El tiempo de los druidas parecía ya tan remoto como el de los romanos. Incluso el mismo Kevin era más conocido en la corte como arpista que como Merlín de Britania; los curas no le respetaban como a Taliesin, aunque Arturo lo consultaba sobre las cuestiones de leyes y costumbres antiguas que no se podían eludir.
—Si ésta no fuera una reunión estrictamente familiar, ordenaría al Merlín que tocara para nosotros.
Arturo sonrió.
—Si quieres puedo rogarle que nos haga el honor, pero música como la suya no se ordena.
Ginebra le devolvió la sonrisa, diciendo:
—Conque el rey ruega al súbdito, en vez de ser a la inversa.
—En todo tiene que haber equilibrio. Es una de las cosas que he aprendido durante mi reinado… Bien, mi señora, los huéspedes nos esperan.
Cuando iban hacia la puerta, el chambelán se acercó para hablar en voz baja con Arturo. Éste se volvió hacia Ginebra.
—Tendremos más huéspedes a la mesa. Gawaine manda decir que ha venido su madre con Lamorak, su consorte. Y el rey Uriens con Morgana y sus hijos.
—Entonces será realmente una fiesta familiar.
—Bueno, querida, los invitados se han reunido en el salón pequeño. ¿Bajamos?
El gran salón de la mesa redonda era dominio de Arturo: un lugar masculino, donde se reunían guerreros y reyes. Pero era en el salón pequeño donde Ginebra se sentía más reina. Cada vez veía menos; al principio, aunque aún había mucha luz, sólo vio colores: los vestidos de las señoras y las alegres túnicas que usaban los hombres bajo techo. La silueta inmensa, con melena pajiza, era Gawaine, que se acercaba para hacer una reverencia al rey y estrecharlo luego en un abrazo de oso. Lo seguía Gareth, más modesto. Cay se acercó para palmear al joven en el hombro y le preguntó por su prole; la señora Leonor acababa de tener al octavo o noveno hijo y aún guardaba cama en el castillo del norte. Gareth seguía siendo apuesto; con los años se acentuaba su parecido con Arturo y Gawaine. Otro hombre fue a abrazarlo: esbelto, de oscuro pelo rizado, ya con vetas grises. Ginebra se mordió los labios: Lanzarote no cambiaba con los años, salvo para tornarse más gallardo.
Uriens, en cambio, no tenía esa mágica inmunidad al tiempo. Por fin parecía realmente viejo; tenía el pelo completamente blanco, aunque se mantenía erguido y fuerte. Le oyó explicar que se acababa de reponer de una fiebre pulmonar y que en primavera había enterrado a su primogénito, atacado por un cerdo salvaje. Arturo comentó:
—¿Conque algún día serás rey de Gales del norte, Accolon? Bueno, así sea.
Uriens iba a inclinarse hacia la mano de Ginebra, pero ella le dio un beso en la mejilla. El anciano llevaba un bonito manto verde y pardo.
—Nuestra reina parece cada vez más joven —dijo, sonriendo de buen humor—. Cualquiera diría que moráis en el país de las hadas, señora.
Ella se echó a reír.
—Entonces tendría que pintarme arrugas en la cara, no vayan los sacerdotes a pensar que he aprendido cosas indignas de una cristiana. ¡Vaya, Morgana! —Por una vez podía saludar a su cuñada con una broma—. Pareces más joven que yo, aunque sé que eres mayor. ¿Qué magia es ésa?
—No hay magia —respondió Morgana, con voz grave y musical—. Sólo que en mi país, tan lejos del mundo, tengo poco en que ocupar la mente y siento que el tiempo no pasa.
Cuando Ginebra la miró mejor, vio en su cara los pequeños rastros de los años: su tez seguía siendo suave, pero había pequeñas arrugas en torno a los ojos y tenía pequeñas bolsas bajo los párpados.
Lanzarote saludó primero a Morgana. Ginebra no esperaba sentirse desgarrada por esa rabiosa pasión de celos. «Elaine ha muerto…, y Uriens es tan anciano que difícilmente vivirá hasta la próxima Navidad». Oyó el cumplido risueño del caballero y la dulce risa de su cuñada. «Pero no mira a Lanzarote como enamorada… Sus ojos buscan al príncipe Accolon, que también es apuesto». Y Ginebra sintió una punzada de escandalizada desaprobación.
—Tendríamos que sentarnos a la mesa —dijo, haciendo señas a Cay—. Galahad tendrá que retirarse a medianoche para velar sus armas; quizá quiera descansar antes un poco, para no adormilarse.
—No voy a adormilarme, señora —aseguró el joven.
Ginebra volvió a sentir aquel dolor. ¡Cuánto le habría gustado que el bello mozo fuera hijo suyo! Era alto y de anchas espaldas, a diferencia de Lanzarote; su cara limpia parecía relucir de serena felicidad.
—Esto es muy nuevo para mí. Camelot es tan bella que no parece real. —Galahad se inclinó cortésmente ante Morgana—. Os recuerdo, señora. Vinisteis para llevaros a Nimue y mi madre lloraba. ¿Está bien mi hermana, señora?
—Hace algunos años que no la veo —respondió—, pero si no estuviera bien me habrían informado.
—Sólo recuerdo que me enfadé con vos por decirme que estaba errado en todo.
—Sin duda tu madre os dijo que yo era una maligna hechicera. —Morgana sonrió. «Ufana como un gato», pensó Ginebra.
—¿Y lo sois, señora? —preguntó el muchacho sin rodeos.
—Bueno, vuestra madre tenía motivos para creerlo. Ahora que se ha ido puedo decirlo. ¿Sabíais, Lanzarote, que Elaine me imploró un ensalmo para atraer vuestras miradas?
Él la miró con la cara tensa de dolor.
—¿Por qué bromear sobre días tan lejanos, prima?
—Oh, pero si no bromeo. —Durante un momento Morgana alzó los ojos hacia los de Ginebra—. Me pareció que era hora de impedir que siguierais rompiendo corazones en Britania y la Galia. Por eso amañé esa boda. Y no lo lamento, pues ahora tenéis un hermoso hijo que heredará el reino de mi hermano. Si no me hubiera entrometido, a estas horas aún estaríais soltero y destrozándonos el corazón a todas. ¿Verdad, Ginebra? —Añadió con audacia.
«Lo sabía, pero no esperaba que lo confesara tan abiertamente». Ginebra aprovechó el privilegio real de cambiar de tema.
—¿Cómo está mi pequeña tocaya? —preguntó.
—La hemos prometido en matrimonio al hijo de Lionel —respondió Lanzarote—. Algún día será reina de la baja Britania. Por ahora sólo tiene nueve años, de modo que la boda tendrá que esperar seis más.
—¿Y tu hija mayor? —preguntó Arturo.
—Está en un convento, sire.
—¿Eso es lo que Elaine os dijo? —preguntó Morgana, con otro destello malicioso en la mirada—. Está en Avalón, en la Casa de vuestra madre. Lanzarote. ¿No lo sabíais?
—Es lo mismo —replicó él, pacíficamente—. En la Casa de las doncellas, las sacerdotisas viven en castidad y oración, como las monjas de la Santa Iglesia, y sirven a Dios a su modo. —Se volvió rápidamente hacia la reina Morgause, que se acercaba—. Caramba, tía, no puedo decir que el tiempo no nos haya cambiado, pero en verdad a vos os trata con bondad.
Morgause era una mujer alta y corpulenta; conservaba el pelo rojo y abundante sobre la vasta extensión de seda verde. Ginebra le abrió los brazos, diciendo:
—¡Cuánto te pareces a Igraine, reina Morgause! Yo la amaba mucho y aún pienso en ella con frecuencia.
—En mi juventud eso me habría enloquecido de celos, Ginebra; me enfurecía que mi hermana fuera más hermosa y amable que yo. Ahora me alegra parecerme a ella.
Y abrazó a Morgana, quien se perdió entre sus brazos. «¿Cómo he podido tenerle miedo?», se dijo Ginebra, al verlo. «Morgana es insignificante, reina de un país sin importancia». Su cuñada vestía de lana oscura, sin más adorno que un collar de plata al cuello y un brazalete del mismo metal en los brazos. Una trenza de pelo oscuro y denso le rodeaba la cabeza.
Arturo se acercó para abrazar a su hermana y a su tía. Ginebra cogió de la mano al joven Galahad.
—Te sentarás a mi lado, sobrino. —«Ah, sí, éste es el hijo que yo tendría que haber tenido con Lanzarote… o con Arturo». Y mientras se sentaban añadió—: Ahora que conoces mejor a tu padre, ¿has descubierto que no es un santo, como decía tu madre, sino un hombre muy digno de amor?
—¿Y qué otra cosa es un santo? —observó Galahad, con ojos refulgentes—. Dichoso el hombre que tiene a su padre por héroe.
—Espero, pues, que lo consideres siempre un héroe sin mácula.
Ginebra lo había sentado entre ella y su esposo, como corresponde al heredero del reino. Arturo instaló en el otro lado a Morgause; después, a Gawaine, con su amigo y protegido Uwaine.
En la mesa vecina estaban Morgana y su esposo con otros invitados, pero Ginebra no llegaba a verlos con claridad; alargó el cuello, entornando los ojos para ver mejor, y de pronto se preguntó si su antiguo miedo a los espacios abiertos no era consecuencia de su miopía. ¿Acaso sentía miedo del mundo porque no llegaba a verlo?
—¿Invitaste a Kevin? —preguntó a su esposo.
—Sí, pero mandó decir que no podría estar presente. Invité también al obispo Patricio, pero guarda la vigilia de Pentecostés en la iglesia; te espera allí a medianoche, Galahad. No exijo de mis caballeros que sean religiosos, pero sí que sean buenas personas.
Lanzarote comentó:
—Ojalá estos jóvenes puedan vivir en un mundo donde resulte más fácil ser bueno. —Y Ginebra tuvo la sensación de que lo decía con tristeza—. En ninguna parte se come tan bien como en vuestra mesa, mi reina.
—Demasiado bien —dijo alegremente Arturo, palpándose el vientre—. Y mañana, en Pentecostés, otro festín. ¡No sé cómo se las compone!
Ginebra se encendió de orgullo.
—Ya están asándose los terneros. Mi señor Uriens, no te veo comer carne.
El anciano negó con la cabeza.
—Uno de esos alones, quizá. Desde que murió mi hijo he jurado no volver a probar la carne de cerdo.
—¿Y tu reina comparte ese voto? —observó Arturo—. Parece que Morgana esté ayunando. ¡No me extraña que estés tan delgada, hermana!
—No comer carnes rojas no es privación para mí.
—¿Conservas tu dulce voz, hermana? Puesto que Kevin no ha podido venir, quizá quieras cantar o tocar.
—Si me lo hubierais dicho antes no habría comido tanto. Ahora no puedo cantar. Tal vez más tarde.
—¿Y tú, Lanzarote? —preguntó Arturo.
El caballero, con un encogimiento de hombros, pidió por señas la lira.
—Siempre dije que no me gustaba la música sajona, pero el año pasado, mientras vivía entre ellos, oí esta canción y lloré al escucharla. A mi manera, he tratado de traducirla a nuestra lengua. Es para vos, mi rey —añadió, abandonando el asiento para coger la pequeña arpa—, pues habla de la pena que sentía al morar lejos de la corte y de mi señor.
Empezó a tocar una melodía suave y plañidera; aunque sus dedos no eran tan hábiles como los de Merlín, la triste canción tenía un poder que los acalló gradualmente a todos.
¿Qué dolor se compara al dolor del que solo está?
Antes moraba junto al rey que tanto amo,
pero hoy tengo el corazón vacío.
Ginebra inclinó la cabeza para disimular las lágrimas. Arturo se había cubierto los ojos con las manos. Morgana tenía la mirada perdida en el vacío y la cara surcada de lágrimas. El rey rodeó la mesa para abrazar a Lanzarote, diciendo con voz vacilante:
—Pero ya estás otra vez con tu amigo y señor, Galahad.
Un antiguo rencor apuñaló el corazón de Ginebra. «Su amor por mí nunca fue sino parte de su amor por Arturo», pensó, cerrando los ojos para no verlos abrazados.
—Ha sido muy bello —comentó Morgause delicadamente—. ¿Quién habría pensado que los brutales sajones podían componer así?
Una voz, muy parecida a la de Lanzarote, dijo delicadamente:
—Entre los sajones no hay sólo guerreros, sino también músicos y poetas, mi señora.
Ginebra se volvió. Quien hablaba era un joven esbelto, de pelo negro y ropa oscura, apenas un borrón ante sus ojos. Arturo le pidió por señas que se adelantara.
—Hay en esta reunión familiar alguien a quien no conozco; eso no está bien. ¿Reina Morgause…?
Ella se levantó.
—Quería presentároslo antes de pasar a la mesa, rey mío. Pero estabais hablando con viejos amigos. He aquí al hijo de Morgana, que se crió en mi corte: Gwydion.
El joven se adelantó con una reverencia.
—Rey Arturo —dijo, con voz cálida, que era como un eco de la de Lanzarote. Por un momento Ginebra sintió un júbilo embriagador: no podía ser hijo de Arturo, sino de Lanzarote, sin duda. Luego recordó que su campeón era hijo de Viviana, la tía de Morgana.
El rey lo abrazó y dijo, con voz tan trémula que no se oyó a tres pasos de distancia:
—El hijo de mi amada hermana será recibido en mi corte como si fuera mío. Ven a mi lado. Gwydion.
Ginebra miró a Morgana. Tenía manchas carmesíes en la mejilla y se mordisqueaba el labio inferior. Obviamente, Morgause no la había preparado para ver la presentación del muchacho a su padre… No: al rey. Probablemente no tenía idea de quién era su padre, aunque si se había mirado al espejo, sin duda se creía hijo de Lanzarote.
En realidad, no era un muchacho, sino un hombre; ya debía de tener casi veinticinco años.
—Tu primo, Galahad —presentó Arturo.
El joven le tendió impulsivamente la mano.
—Vuestro parentesco con el rey es más estrecho que el mío, primo; tenéis más derecho que yo a ocupar mi puesto —dijo, con juvenil espontaneidad—. Me maravilla que no me odiéis.
Gwydion sonrió.
—¿Cómo sabéis que no os odio, primo?
Ginebra dio un respingo; luego lo vio sonreír. Era hijo de Morgana, sin duda; tenía la misma sonrisa felina. Galahad parpadeó, pero acabó por llegar a la conclusión que la pregunta era una broma. La reina podía seguir sus transparentes pensamientos: «¿Será hijo de mi padre, un bastardo habido de la reina Morgana?». Parecía apenado como el cachorro a quien se ha rechazado un juguetón ofrecimiento de amistad.
—No, primo —dijo Gwydion—: lo que estáis pensando no es cierto.
Y hasta tenía la sonrisa deslumbrante y repentina de Lanzarote; su cara, muy sombría, adquiría un fulgor apabullante, como transformada por un rayo de sol.
Galahad dijo, a la defensiva:
—Yo no estaba…, no dije…
—No —reconoció Gwydion, amablemente—: no dijisteis nada, pero lo que pensabais es muy obvio: lo mismo que han de estar pensando todos los presentes. —Alzó un poco la voz—. En Avalón, primo, la estirpe se hereda por vía materna. Yo pertenezco a la antigua realeza de Avalón; con eso me basta. Claro que, como casi todos, me gustaría saber quién fue mi padre. No podría contar cuántos han señalado mi parecido con el señor Lanzarote, pero de todos los hombres de este reino que pudieron haberme engendrado, sé que él no fue. Por eso tengo que informaros de que el nuestro es sólo un parecido de familia. No somos hermanos, Galahad, sino primos.
Galahad parecía confundido.
—No me habría molestado que fuéramos hermanos, Gwydion.
—Pero en ese caso el heredero del rey habría sido yo —apuntó el otro, sonriente. Y Ginebra tuvo la súbita impresión de que disfrutaba con la incomodidad de los presentes. En ese toque de maldad se parecía a Morgana.
Ésta dijo, con esa voz grave que se oía con claridad sin ser potente:
—Tampoco a mí me habría disgustado que Lanzarote fuera tu padre, Gwydion.
Uriens intervino:
—Creo que cualquiera estaría orgulloso de un hijo así, joven Gwydion. Es vuestro padre quien ha salido perdiendo al no reclamaros, quienquiera que sea.
—Oh, no lo creo —replicó el joven.
Y Ginebra, al percibir el fugaz desvío de su mirada hacia Arturo, pensó: «Aunque por algún motivo niegue saber quién es su padre, está mintiendo». Sin saber por qué, eso la inquietó. Pero mucho peor habría sido que se enfrentara a Arturo para inquirir por qué, siendo su hijo, no era también su heredero. ¡Avalón, maldito lugar! ¿Por qué no se hundía en el mar de una vez para siempre?
—Pero esta noche el homenajeado es Galahad —advirtió Gwydion— y yo le estoy robando atención. ¿Vais a velar vuestras armas, primo?
El muchacho hizo un gesto afirmativo:
—Como es costumbre entre los caballeros de Arturo.
—¿Preferiríais que os armara vuestro padre, Galahad? —preguntó el rey.
Éste inclinó la cabeza.
—Es mi señor quien tiene que decidirlo. Pero me parece que el título de caballero proviene de Dios y poco importa quién lo otorgue.
Arturo asintió lentamente.
—Comprendo lo que queréis decir, muchacho. Lo mismo sucede con el rey: cuando jura gobernar a su pueblo, no lo hace ante éste, sino ante Dios.
—O ante la Diosa —apuntó Morgana—, símbolo de la tierra sobre la que ha de reinar.
Miraba directamente a Arturo, que desvió los ojos. Ginebra se mordió los labios: así recordaba a Arturo que había jurado lealtad a Avalón… ¡Maldita mujer! Pero aquello había pasado, Arturo era un rey cristiano y sobre él no había más autoridad que la de Dios.
—Todos rezaremos por ti, Galahad —dijo—, para que seas un buen caballero y, algún día, un buen rey.
—Al pronunciar vuestros votos, Galahad —añadió Gwydion—, en cierto modo estaréis consumando el sagrado matrimonio con la tierra que celebraban los reyes de antaño aunque no seáis sometido a tan dura prueba.
El rubor subió a la cara del muchacho.
—Mi señor Arturo llegó al trono ya probado en la batalla primo; esa prueba ya no es posible.
—Yo podría buscar otra —musitó Morgana—. Y si vais a reinar tanto sobre Avalón como sobre las tierras cristianas, algún día tendréis que pasar también por eso, Galahad.
Éste afirmó los labios.
—Esperemos que ese día esté muy lejos. Viviréis por muchos años, mi señor, y entonces los pueblos paganos habrán desaparecido.
—Confío en que no. —Accolon hablaba por primera vez—. Los bosques sagrados siguen en pie y en ellos se adora a la Diosa, como desde los comienzos del mundo.
Galahad dio un respingo.
—¡Pero vivimos en un país cristiano! El obispo Patricio me dijo que todos los bosques sagrados habían sido talados.
—No es así —afirmó Accolon—, ni lo será mientras vivamos mi padre y yo.
Morgana abrió la boca para hablar, pero Ginebra notó que Accolon le tocaba la muñeca. Ella le sonrió y no dijo nada. Fue Gwydion quien añadió:
—Ni en Avalón, mientras viva la Diosa. Los reyes pasan, pero la Diosa perdurará por siempre.
«¡Qué pena que este apuesto joven sea pagano! —pensó Ginebra—. Bueno, Galahad es un joven piadoso y será buen rey cristiano». Pero mientras se consolaba con ese pensamiento la recorrió un vago escalofrío. Como si los pensamientos de su esposa lo hubieran perturbado, Arturo se inclinó hacia Gwydion con expresión preocupada.
—¿Vienes a la corte para unirte a mis caballeros, Gwydion? No tengo que decirte que el hijo de mi hermana es bienvenido.
—Admito que para eso lo traje —intervino Morgause—, pero ignoraba que ésta fuera la gran ceremonia de Galahad. No quiero restar lustre a esta ocasión. Será en cualquier otro momento.
—No me molestaría compartir la vigilia y los votos con mi primo —aseguró el muchacho, ingenuamente.
Gwydion se echó a reír.
—Sois demasiado generoso, pariente, pero no conocéis el oficio de rey. Si Arturo nos armara a ambos al mismo tiempo, siendo yo mayor y más parecido a Lanzarote, vuestra ceremonia quedaría empañada. La mía no, ciertamente. Y otra cosa: no tengo la intención de velar mis armas en una iglesia cristiana. Soy de Avalón. Si Arturo quiere admitirme entre sus caballeros tal como soy, bien. Si no, lo mismo da.
Uriens levantó los brazos nudosos para enseñar las descoloridas serpientes.
—Yo me siento a la mesa redonda sin haber pronunciado los votos cristianos, hijastro.
—También yo —añadió Gawaine—. En aquellos tiempos ganábamos el título combatiendo, sin necesidad de ceremonias.
—Yo mismo tendría reparos en pronunciar esos votos —se sumó Lanzarote—, pecador como soy. Pero pertenezco a Arturo en la vida y en la muerte, y él lo sabe.
Arturo le sonrió con profundo afecto.
—Vos y Gawaine sois los pilares de mi reinado. Si os perdiera a alguno, creo que mi trono caería desde lo alto de Camelot.
Una puerta se abrió en el extremo del salón, dando paso a un sacerdote acompañado de dos hombres jóvenes, todos vestidos de blanco. Galahad se levantó deprisa.
—Con vuestra licencia, mi señor.
Arturo también se levantó para abrazarlo.
—Dios te bendiga. Ve a guardar tu vigilia.
El joven se volvió para abrazar a su padre. Ginebra le dio la mano a besar.
—Dadme vuestra bendición, señora.
—Siempre, Galahad.
Y Arturo añadió:
—Te acompañaremos un trecho.
—Me hacéis un gran honor, rey mío. ¿Hubo vigilia cuando fuisteis coronado?
—La hubo, por cierto —dijo Morgana, sonriente—, pero fue muy diferente.
• • •
Mientras todo el grupo caminaba hacia la iglesia, Gwydion aminoró el paso hasta quedar junto a Morgana. Ella levantó los ojos; no tenía la estatura de los Pendragones, pero a su lado parecía alto.
—No esperaba verte aquí, Gwydion.
—Nadie aquí me esperaba, señora.
—Supe que combatiste en la guerra entre los aliados sajones. Ignoraba que fueras guerrero.
Gwydion se encogió de hombros.
—No habéis tenido muchas oportunidades de conocerme.
Abruptamente, sin pensar, Morgana preguntó:
—¿Me odias por haberte abandonado, hijo mío?
Él vaciló.
—Quizá…, durante un tiempo, cuando era muy joven —dijo al fin—. Pero soy hijo de la Diosa y, al no contar con padres terrenales, me vi obligado a serlo de verdad. Ya no os guardo rencor, Dama del Lago.
Por un momento el sendero se volvió borroso ante los ojos de Morgana; era como si el joven Lanzarote estuviera a su lado. Su hijo la sostuvo delicadamente.
—Tened cuidado. El camino no es muy llano.
—¿Cómo está todo en Avalón? —preguntó Morgana.
—Niniana está bien. Con los demás mantengo ahora pocos vínculos.
—¿Has visto allí a la hermana de Galahad, la doncella Nimue? —Frunció el entrecejo, tratando de calcular qué edad tendría la niña: catorce, al menos; era casi una mujer.
—No la conozco —dijo Gwydion—. La anciana sacerdotisa de los oráculos, Cuervo, la mantiene en silencio y reclusión. Nadie puede ver su rostro.
«¿Por qué será?». Morgana sintió un brusco escalofrío, pero se limitó a preguntar:
—¿Cómo está Cuervo? ¿Bien?
—Supongo que sí —dijo Gwydion—, aunque la última vez que la vi en los ritos parecía más anciana que los mismos robles. Sin embargo, mantiene la voz dulce y joven. Pero nunca he hablado con ella en privado.
—No lo ha hecho casi nadie, Gwydion. Yo pasé allí doce años y apenas oí su voz cinco o seis veces. —Para no pensar en Avalón, Morgana añadió, tratando de que su tono fuera normal—: ¿Así que has combatido junto a los sajones?
—Sí, en la Britania gala. Pasé un tiempo en la corte de Lionel. Me creía hijo de Lanzarote y no hice nada por desmentirlo. A Lanzarote no le vendrá mal que lo crean capaz de engendrar uno o dos bastardos. Y los sajones me dieron un apodo: Mordret; en su idioma significa algo así como «consejo mortal» o «consejo maligno»… ¡Y no creo que fuera un cumplido!
—No hace falta mucho para ser más astuto que los sajones —comentó Morgana—. Pero dime: ¿qué te impulsó a venir antes de lo que yo había decidido?
Gwydion se encogió de hombros.
—Quise ver a mi rival.
Morgana echó un vistazo temeroso alrededor.
—¡No lo digas en voz alta!
—No tengo motivos para temer a Galahad —dijo serenamente—. No creo que viva lo suficiente para ocupar el trono.
—¿Eso es videncia?
—No necesito de la videncia para saber que se requiere de alguien más fuerte para el trono del Pendragón. Pero si eso os tranquiliza, señora, os juro por el Pozo Sagrado que Galahad no morirá a mis manos. Ni a las vuestras —añadió un instante después, al ver que Morgana se estremecía—. Si la Diosa no lo quiere en el trono de la nueva Avalón, creo que podemos dejarlo por su cuenta.
Apoyó la mano sobre la de Morgana; pese a lo suave del contacto, ella volvió a estremecerse.
—Venid —dijo. A Morgana su voz le sonó tan compasiva como la de un cura al dar la absolución—. Acompañemos a mi primo. No es justo que alguien le estropee este gran momento. Tal vez no tenga muchos más.