3

EN el bosque había un lugar donde el arroyo se ensanchaba entre las rocas, formando un estanque profundo. Allí se sentó Morgana, en una piedra plana, con Accolon a su lado. Allí no los vería nadie; sólo la gente pequeña, que nunca traicionaría a su reina.

—Querido, todos estos años que hemos pasado trabajando juntos… Dime, Accolon, ¿qué supones que estamos haciendo?

—Me he conformado con saber que tenías un objetivo, señora. Si hubieras buscado sólo un amante… —Le buscó la mano—. Había otros más adecuados que yo para ese juego. Se me ha ocurrido que no querías solamente restaurar aquí los ritos antiguos. —Tocó las serpientes enroscadas en sus muñecas—. Ahora pienso, sin saber por qué, que éstas me atan a esta tierra, para sufrir y quizá para morir, si fuera necesario.

«Lo he usado tan implacablemente como Viviana a mí», pensó Morgana.

Accolon continuó:

—Cuando me las tatuaron pensé que tal vez la Diosa me reclamara para ese antiguo sacrificio ya nunca practicado. Con el correr de los años me convencí de que era una fantasía juvenil. Pero si tengo que morir…

Su voz se esfumó como las ondas del estanque. Sólo se oía el chirriar de un insecto en la hierba. Morgana no pronunció ni una palabra, aunque percibía el temor de Accolon. Tendría que pasar las barreras del miedo sin ayuda, como todos los que se enfrentaban a la prueba definitiva. Y para afrontarla tenía que estar de acuerdo en hacerlo.

Por fin preguntó:

—¿Se me exige que entregue la vida, señora? Pensé que se requería un sacrificio de sangre, cuando Avalloch cayó presa de ella…

Morgana lo vio apretar los dientes y tragar saliva con dificultad. No dijo nada; aunque el corazón le estallaba de piedad lo endureció. Avalloch había sido un sacrificio de sangre, era cierto, pero su muerte no libraba a su hermano de la obligación de enfrentarse a la propia.

Accolon dejó escapar el aliento en un suspiro.

—Así sea. No faltaré a mi juramento. Dime la voluntad de la Diosa, señora.

Entonces, por fin, Morgana le estrechó la mano.

—No creo que sea morir lo que se te exige, y mucho menos en el altar del sacrificio. Pero es necesaria una prueba que nunca está muy lejos de la muerte. ¿Te tranquilizaría saber que yo también me enfrenté a ella? Y aquí estoy. Dime: ¿has prestado juramento de fidelidad a Arturo?

—No formo parte de sus caballeros —respondió Accolon—, aunque he combatido voluntariamente entre sus hombres.

Morgana se alegró de saberlo.

—Escucha, querido: Arturo ha traicionado dos veces a Avalón, y sólo desde Avalón puede un hombre reinar sobre este país. He tratado, una y otra vez, de recordar a Arturo su juramento. Pero se niega a escucharme. Y en su orgullo retiene la espada de la Regalía Sagrada, con la vaina mágica que confeccioné para él.

Vio que Accolon palidecía.

—¿De verdad tienes la intención de derrocar a Arturo?

—No, a menos que siga negándose a cumplir con su juramento. Le daré todas las oportunidades de hacerlo. Y su hijo aún no está maduro para el desafío. No eres un niño, Accolon, y no has aprendido el oficio de druida, sino el de rey, a pesar de esto. —Apoyó un dedo en las serpientes que le rodeaban las muñecas—. Dime, Accolon de Gales: si todos los recursos fallan, ¿serás el campeón de Avalón y desafiarás al traidor para exigirle la espada que retiene indignamente?

El joven aspiró hondo.

—¿Desafiar a Arturo? Con razón me preguntabas, Morgana, si estaba dispuesto a morir. Pero hablas en acertijos; ignoraba que Arturo tuviera un hijo.

—Su hijo es vástago de Avalón y de las fogatas primaverales —aclaró Morgana—. Escucha y te lo contaré todo.

En silencio, Accolon la escuchó relatar la consagración de Arturo en la isla del Dragón y lo que había sucedido después.

—Gwydion ha pasado sus pruebas —dijo Morgana—, pero es joven e inexperto. Nadie pensó que Arturo faltaría a su juramento. Él también era muy joven cuando se consagró, pero entonces Uther estaba moribundo y todos buscaban un rey de la estirpe de Avalón. Ahora Arturo está en su momento de mayor renombre; Gwydion no podría desafiar su derecho al trono, ni aun respaldado por todos los poderes de Avalón.

—¿Y por qué piensas que yo podría desafiarlo y quitarle la Escalibur sin que sus hombres me mataran inmediatamente? —preguntó Accolon—. No va a ninguna parte sin custodia.

—Es cierto, pero no es necesario que lo desafíes en este mundo. Existen otros, y en uno de ellos puedes quitarle la espada y la vaina mágica. Una vez desarmado, no es más que un hombre cualquiera. Sus caballeros suelen hacerlo en sus juegos de guerra. Sin su espada. Arturo es presa fácil. Y una vez que haya muerto…

Tuvo que interrumpirse para afirmar la voz, sabiendo que incurría en la maldición de quienes matan a alguno de su misma sangre.

—Una vez que Arturo haya muerto —repitió al fin, con firmeza—, yo soy la más próxima al trono. Gobernaré como Dama de Avalón y tú, como mi consorte y duque de guerra. Es cierto que, llegado el momento, también serás desafiado y derribado como Macho rey…, pero hasta que llegue ese día reinarás a mi lado.

Accolon suspiró.

—Nunca soñé con ser rey. Pero si tú me lo ordenas, señora… Debo hacer la voluntad de la Diosa… y la tuya. Aun así, desafiar a Arturo por su espada…

—Te ayudaré. ¿Para qué si no se me adiestró durante tantos años en el arte de la magia? ¿Para qué si no he hecho de ti mi sacerdote? Y existe alguien más poderoso que nos ayudará a ambos en tu prueba.

—¿Hablas de los reinos mágicos? —preguntó él, casi en un susurro—. No te comprendo.

«No me sorprende. Yo misma no sé lo que voy a hacer ni lo que estoy diciendo», pensó Morgana. Pero reconoció la extraña niebla que surgía en su mente: era el estado en que se hacía patente el poder de la magia. «Ahora tengo que confiar en la Diosa y dejarme guiar por ella».

—Confía en mí y obedece.

Se levantó para caminar por el bosque, a paso silencioso, buscando… ¿qué buscaba? Preguntó y su voz le sonó distante y extraña:

—¿Crecen avellanos en este bosque, Accolon?

Él respondió afirmativamente y la guió hasta un bosquecillo; en esa época del año los árboles empezaban a echar hojas y flores, pero había vástagos nuevos que se alzaban hacia la luz.

«Flores, frutos y semillas. Y todo vuelve, crece, surge a la luz y finalmente entrega su cuerpo a la custodia de la Dama. Pero ella, la que trabaja sola y en silencio en el corazón de la naturaleza, no puede obrar su magia sin la fuerza del que corre con el ciervo y, con el sol estival, activa la riqueza de su vientre». Al pie de un avellano, contempló a Accolon, su amante, su sacerdote, sabiendo que había accedido a una prueba superior a lo que ella, por sí sola, podía otorgar.

Antes de la llegada de los romanos, el bosque de avellanos había sido un lugar sagrado. En su margen había un estanque bajo tres de los árboles sagrados: un avellano, un sauce y un aliso: magia más antigua que la del roble. La superficie estaba algo oscurecida por hojas y palillos secos, pero el agua era límpida, teñida con el pardo claro del bosque. Morgana se inclinó para hundir la mano y se llevó un poco de agua a la frente y a los labios. La cara reflejada cambió ante sus ojos; entonces vio las hondas y extrañas pupilas de la mujer de aquel otro mundo; algo en ellas le causó un escalofrío de terror.

El mundo había cambiado sutilmente en torno a ellos. Morgana siempre había creído que aquel país vetusto y extraño se encontraba en las fronteras de Avalón; ahora lo encontraba allí, en las remotas colinas de Gales del norte. Sin embargo, una voz dijo en su mente: «Estoy en todas partes; allí donde el avellano se refleja en el estanque sagrado, allí estoy». Oyó que Accolon ahogaba una exclamación de sobrecogida maravilla: con ellos estaba la señora del reino de las hadas, erguida y silente, con su vestido brillante y su corona de mimbre sobre la frente.

¿Era ella quien hablaba o la Dama?

«Hay otras pruebas que no son la carrera de los ciervos…». Y de pronto resonó un cuerno, lejano y espectral, por el bosquecillo de avellanos. ¿O ya no era el bosquecillo? Las hojas se movieron, agitadas por vientos súbitos que sacudieron las ramas, haciéndolas crujir, y un estremecimiento de miedo recorrió todo el cuerpo de Morgana.

«Aquí viene…».

Se volvió lentamente, contra su voluntad. No estaban solos en el bosquecillo. Allí, entre los mundos, se encontraba él.

Jamás preguntó a Accolon qué había visto. Por su parte, sólo distinguió la sombra de la cornamenta, las hojas doradas y carmesíes en medio de un bosque glauco de yemas primaverales los ojos oscuros… Una vez había yacido con él en un bosque como ése. Pero esta vez no iba a buscarla. Su paso, leve sobre las hojas, de algún modo levantaba el viento que seguía azotando los árboles y hacía flamear su cabello y su manto. Era alto y moreno; parecía estar vestido a la vez con ricas prendas y con hojas, pero Morgana habría jurado que su piel relucía suave y desnuda ante ellos. Le vio levantar una mano esbelta; Accolon, como hechizado, avanzó lentamente, paso a paso. Y al mismo tiempo era a Accolon a quien veía coronado y ataviado con hojas y cuernos.

Morgana se sintió sacudida y castigada por el viento. En el bosque había caras y siluetas que no podía ver con claridad. La prueba no era para ella, sino para el hombre que la acompañaba. Creyó oír gritos y la llamada del cuerno; ¿había jinetes en el aire? Accolon ya no estaba a su lado. Se encontró aferrada a la corteza del avellano, con la cara escondida; no sabría nunca qué forma adoptaría la consagración de Accolon como rey; no estaba en su poder conocerlo. Había invocado los poderes del Astado por intermedio de la Dama. Accolon iba hacia donde ella no podía seguirlo.

Nunca supo cuánto tiempo pasó allí, agarrada del tronco, con la frente dolorosamente apretada a la corteza. Por fin el viento cesó y Accolon apareció a su lado. Estaban juntos, solos en el bosquecillo, y sólo se oía el clamor del trueno en un cielo oscuro y sin nubes, donde el borde del sol parecía metal fundido tras el disco tenebroso de la luna que lo eclipsaba; las estrellas ardían en una noche inexistente. Accolon la rodeó con un brazo, preguntando:

—¿Qué es, qué pasa?

—Es el eclipse —respondió Morgana, con voz más firme de lo que esperaba. Su corazón volvía a la normalidad ante el contacto de esos brazos tibios y vivos. El suelo volvía a estar firme bajo los pies; cuando bajó la vista al estanque vio fragmentos de ramas quebradas por el misterioso viento que había asolado el bosque. En algún lugar un ave se quejó de la súbita oscuridad; a sus pies, un lechoncillo rosado hozaba entre las hojas muertas. Luego la luz empezó a refulgir otra vez. Vio que Accolon observaba la sombra contra la cara del sol y dijo ásperamente:

—¡Aparta los ojos! Ahora que la oscuridad ha pasado puedes quedarte ciego.

Accolon tragó saliva y bajó los ojos hacia ella. En el pelo, revuelto por un viento que no era de este mundo, se le enredaba una hoja carmesí; Morgana se estremeció entre las yemas sin abrir del avellano.

—Se ha ido —susurró Accolon—. Y también ella… ¿O eras tú? ¿Sucedió de verdad, Morgana? ¿Algo de todo lo que pasó fue real?

Morgana vio algo en sus ojos desconcertados, algo que no tenía antes: el toque de lo no humano. Alargó la mano para quitarle del pelo la hoja de otoño y se la enseñó.

—Tú, que luces las serpientes…, ¿necesitas preguntar?

—Ah…

Vio que lo recorría un estremecimiento. Le arrebató la hoja con un gesto salvaje.

—Me pareció que volaba muy por encima del mundo, viendo cosas que nunca ha visto ningún mortal.

Luego la empujó hacia el suelo con salvaje urgencia, desgarrándole el vestido. Morgana le permitió hacer a su antojo, inmóvil y aturdida en la tierra húmeda, y lo dejó mientras él se estremecía, impulsado por una fuerza que apenas comprendía. No tenía parte en aquello; era sólo la tierra pasiva bajo la lluvia y el viento.

Luego la penumbra se alejó; las extrañas estrellas desaparecieron. Las manos de Accolon, tiernas y arrepentidas, la ayudaron a levantarse y a arreglarse el vestido. Se inclinó para besarla, tartamudeando alguna explicación, alguna excusa, pero Morgana sonrió y le cruzó los labios con los dedos.

—No, no…, basta. —El bosquecillo estaba otra vez en calma—. Tenemos que regresar, amor mío. Notarán nuestra ausencia y todo el mundo estará gritando por el eclipse, como si fuera algún extraño augurio.

Sonrió débilmente; había visto algo mucho más extraño que el eclipse. Sintió la mano de Accolon en la suya, fría y sólida.

—No sabía que tú… —susurró mientras caminaban—. Te pareces a ella, Morgana.

«Es que soy ella». Pero no lo dijo en voz alta. Se volvió a mirar su rostro amado y sonriente. Y de pronto el frío golpeó su corazón. Accolon había sido aceptado, pero eso no le aseguraba el triunfo. Sólo significaba que podía intentar la prueba final, de la cual era tan sólo el comienzo. «Ah, Diosa…, ¿cómo tendré el valor de enviarlo a enfrentarse a la muerte?».