FERRADA a la espalda de Lanzarote, con la túnica recogida por encima de las rodillas y las piernas desnudas colgando, Ginebra cerró los ojos. Galopaban en mitad de la noche y no sabía hacia dónde. Lanzarote era un extraño guerrero de rasgos duros al que ella no conocía. «En otros tiempos me habría aterrorizado viajar así, por la noche y a cielo abierto…». Pero se sentía exaltada, llena de entusiasmo. En el fondo de su mente también había dolor: pesar por el amable Gareth, que había sido como un hijo para Arturo y merecía mejor suerte que morir así; ¿sabría Lanzarote a quién había matado? Y también se apenaba por el fin de su vida con Arturo. Tras lo que había sucedido esa noche, ya no había modo de regresar. Tuvo que inclinarse hacia delante para oír a Lanzarote.
—Tendremos que detenernos pronto. El caballo tiene que descansar. Y si continuamos a la luz del día, mi cara y la tuya son conocidas en todo este paraje.
Ginebra asintió con la cabeza, sin aliento para hablar. Al cabo de un rato se adentraron en un bosquecillo, donde Lanzarote frenó al animal y la bajó de la montura. Después de abrevar al caballo, extendió su manto en el suelo para que ella se sentara.
—Aún tengo la espada de Gawaine —dijo—. Cuando era niño oía hablar de la locura del guerrero, pero no sabía que la llevábamos en la sangre. —Suspiró pesadamente—. Hay sangre en el acero. ¿A quién maté, Ginebra?
Ella no soportaba verlo tan angustiado y culpable.
—Hubo más de uno.
—Sé que herí a Gwydion… Mordret, maldito sea. Lo herí cuando aún era responsable de mis actos. —Su voz se endureció—. No creo haber tenido la suerte de matarlo, ¿verdad?
Ginebra negó con la cabeza.
—¿A quién?
No contestó. Lanzarote se inclinó para asirla por los hombros, con tanta brusquedad que ella temió por un instante al guerrero, como no había temido al amante.
—¡Dímelo, Ginebra, por el amor de Dios! ¿Maté a mi primo Gawaine?
A eso pudo responder sin vacilación:
—No. Te lo juro. A Gawaine, no.
—Pudo haber sido cualquiera —musitó Lanzarote, mirando fijamente la espada. De pronto se estremeció—. Te lo juro, Ginebra: no sabía siquiera que tuviese una espada en la mano. Golpeé a Gwydion como si hubiera sido un perro. Después, sólo recuerdo que cabalgábamos… —Y se arrodilló ante ella, trémulo—. Creo que he enloquecido otra vez, como antes.
Ginebra lo estrechó contra sí, en una pasión de salvaje ternura.
—No, no —murmuró—. Ah, no, amor mío. Yo soy la culpable de todo esto: la desgracia, el exilio.
—¿Y lo dices tú, cuando yo te he alejado de cuanto tenías?
Temeraria, Ginebra se apretó contra Lanzarote, diciendo:
—¡Ojalá lo hubieras hecho antes!
—Ah, aún no es tarde. Contigo a mi lado vuelvo a ser joven. Y tú…, nunca te he visto más hermosa, amor mío. —La acostó de espaldas en el manto, riendo con súbito abandono—. Ah, ya no hay nada que se interponga entre nosotros, nada que nos interrumpa, Ginebra, mi Ginebra…
Al dejarse abrazar, ella recordó el sol naciente y una habitación en el castillo de Meleagrant. Así volvía a ser. Y se aferró a él, como si no hubiera otra cosa en el mundo para ellos, nunca más.
Durmieron un poco, acurrucados en el manto, y despertaron todavía abrazados; el sol los buscaba por entre las ramas verdes. Lanzarote le tocó la cara, sonriendo.
—¿Sabes que nunca había despertado entre tus brazos sin miedo? Ahora soy feliz, pese a todo…
Y rió con un tono de desenfreno. Tenía la túnica arrugada y hojas en el pelo blanco y en la barba. Ginebra tocó la hojarasca en su cabello, ya medio suelto. No tenía con qué peinarse, pero lo dividió en trozos para trenzarlo y ató el extremo con una tira arrancada del borde de su falda desgarrada.
—¡Qué par de truhanes somos! —exclamó, riendo—. ¿Quién reconocería a la gran reina y al bravo Lanzarote?
—¿Te importa?
—No, amor mío. En absoluto.
Lanzarote se quitó las hojas del pelo y la barba.
—Tengo que ir en busca del caballo —dijo—. Tal vez haya por aquí alguna granja donde nos den pan y un sorbo de cerveza para ti. No tengo una sola moneda, nada de valor, salvo mi espada y esto. —Tocaba un pequeño alfiler de oro prendido a su túnica—. Al menos, por el momento, no somos mendigos. Si pudiéramos llegar al castillo de Pelinor, aún tengo allí la casa donde vivía con Elaine, criados… y oro con que pagar el pasaje del barco. ¿Vendrías conmigo a la baja Britania, Ginebra?
—A cualquier sitio —susurró ella, con voz quebrada.
Y en ese momento lo decía de corazón: a la baja Britania, a Roma, al fin del mundo, mientras pudiera estar con él para siempre. Lo atrajo de nuevo hacia sí y lo olvidó todo entre sus brazos.
Pero horas después, ya montada a su grupa, cayó en un silencio preocupado. Sí, podían cruzar el mar, sin duda. Pero cuando el relato de aquella noche se divulgara por el mundo, sobre Arturo caerían la vergüenza y el desprecio; el honor le obligaría a buscarlos dondequiera que fuesen. Además, tarde o temprano Lanzarote sabría que había matado a su amigo más querido, aparte del mismo rey, y la culpa le consumiría. Tendría que vivir con el amor y el odio desgarrándole el corazón, hasta que algún día la mente se le hiciera pedazos, y entonces caería otra vez en la demencia. Ginebra se apretó al calor de su cuerpo y lloró, con la cabeza apoyada en su espalda. Por primera vez comprendió que, de los dos, ella era la más fuerte. Y eso le partió el corazón con una espada mortífera.
Cuando se detuvieron otra vez tenía los ojos secos, pero el llanto se le había adentrado en el corazón, donde no cesaría jamás.
—No cruzaré el mar contigo, Lanzarote. No quiero desunir a los caballeros de la mesa redonda. Cuando Mordret logre su propósito, habrá disenso entre todos —dijo—, y llegará el día en que Arturo necesite a todos sus amigos. No quiero ser como la mujer de Troya, la del poema que solías contarme.
—Pero ¿qué harás?
Ginebra trató de no percibir en su voz el ápice de alivio que había tras el desconcierto y la pena.
—Llévame a la isla de Glastonbury. Allí está el convento en el que me eduqué. Allí quiero ir. Sólo diré que malas lenguas hicieron que tú y Arturo riñerais por mí. Pasado algún tiempo mandaré recado a Arturo, para que sepa dónde me encuentro y que no estoy contigo. Entonces podrá hacer honorablemente las paces contigo.
Lanzarote protestó:
—¡No! No puedo dejar que te vayas…
Pero Ginebra supo, con un vuelco en el corazón, que no le costaría persuadirlo. En el fondo, quizá deseaba que peleara por ella, que la llevara a la baja Britania por la fuerza de su voluntad y su pasión. Pero Lanzarote no era así. Y tal como era lo había amado siempre y lo amaría durante el resto de su vida.
Por fin él dejó de discutir y puso su montura rumbo a Glastonbury.
Con la sombra larga de la iglesia sobre las aguas, abordaron finalmente la embarcación que los llevaría a la isla; las campanas de la iglesia estaban tocando el Ángelus. Ginebra inclinó la cabeza para susurrar una oración: «María, Santa madre de Dios, ten piedad de mí, pecadora…».
Y durante un momento tuvo la sensación de estar bajo una luz potente, como el día que el Grial pasó por el salón. Lanzarote, sentado a proa, mantenía la cabeza gacha. No había vuelto a tocarla, de lo cual se alegraba: el solo contacto de su mano la habría debilitado en su decisión. La niebla se cernía sobre el lago; por un instante Ginebra creyó ver una sombra: una barca con velos negros y una silueta oscura en la proa… Pero no, era sólo una sombra.
La barca rozó la orilla. Lanzarote la ayudó a desembarcar.
—¿Estás segura, Ginebra?
—Estoy segura —confirmó ella, tratando de parecer más firme de lo que se sentía.
—Entonces te acompañaré hasta las puertas del convento.
Y de pronto comprendió que eso requería de Lanzarote más valor que toda la matanza llevada a cabo por ella.
La anciana abadesa la reconoció con gran asombro, pero Ginebra le contó lo que había decidido: que deseaba refugiarse allí hasta que Arturo y Lanzarote resolvieran la rencilla causada entre ellos por las malas lenguas. La abadesa le dio unas palmaditas en la mejilla, como si aún fuera la pupila de antaño.
—Puedes quedarte tanto tiempo como desees, hija mía. Para siempre, si ésa es tu voluntad. En la casa de Dios no rechazamos a nadie. Pero aquí no serás reina —le advirtió—, sino una hermana más.
Ginebra suspiró con alivio absoluto. Hasta entonces no se había percatado del gran peso que era ser reina.
—Tengo que despedirme de mi caballero, desearle buena suerte y encomendarle que resuelva su rencilla con mi esposo.
La abadesa asintió gravemente.
—En estos tiempos nuestro buen rey Arturo no puede prescindir de uno solo de sus caballeros, mucho menos del gran señor Lanzarote.
Lanzarote se paseaba, inquieto, por la antesala del convento.
—No soporto despedirme de ti aquí, Ginebra. ¡Ah, señora, amor mío!, ¿tiene que ser de este modo?
—Así debe ser —respondió Ginebra, implacable. Pero sabía que, por primera vez, actuaba sin pensar en sí misma—. Tu corazón estará siempre con Arturo, querido. A menudo pienso que nuestro único pecado no fue amarnos, sino permitir que ese amor estorbara el vuestro. —«Si todo hubiera quedado entre los tres como aquella noche de Beltane… —pensó—. El pecado no fue yacer juntos, sino que hubo tensiones y, por lo tanto, menos amor»—. Te devuelvo a Arturo con todo mi corazón. Dile en mi nombre que nunca dejé de amarlo.
Lanzarote pareció transfigurarse.
—Ahora lo sé —dijo—. Tampoco yo, y siempre sentí que te engañaba por amarle. —Habría querido darle un beso, pero en aquel lugar no era decoroso. A cambio le besó la mano—. Reza por mí, señora.
«Mi amor por ti es una plegaria —pensó Ginebra—. El amor es la única oración que conozco». Nunca lo había amado tanto como en aquel momento, al oír que las puertas del convento se cerraban, duras y definitivas. Y los muros la cercaron.
¡Qué protegida y a salvo la habían hecho sentir aquellos muros, en tiempos pasados! Ahora tendría que caminar entre ellos durante el resto de su vida. Y mientras cruzaba el claustro de las monjas sintió que se cerraban sobre ella como una trampa.
«Por mi amor —pensó—, y por amor a Dios». Y una pequeña semilla de consuelo se sembró en ella. Lanzarote iría a rezar a la iglesia donde Galahad había muerto. Quizá recordara aquel día en que, al abrirse las brumas de Avalón, ellos y Morgana se habían encontrado sumergidos hasta la rodilla en las aguas del lago. Y pensó también en Morgana con una súbita pasión de amor y ternura. «María, Santa madre de Dios, acompáñala para que algún día llegue a ti».
Los muros, los muros la volverían loca. Jamás volvería a ser libre…
No. Por su amor y por amor a Dios, aprendería a amarlos otra vez. Con las manos unidas en la oración, Ginebra caminó por el claustro hacia el recinto de las hermanas y entró allí para siempre.
HABLA MORGANA…