URANTE muchos años Ginebra había tenido la sensación de que, en presencia de los caballeros de la mesa redonda, Arturo no le pertenecía. Esa intromisión le producía resentimiento; a menudo pensaba que, de no estar rodeados por la corte, quizá podrían haber llevado una vida más feliz.
Sin embargo, durante el año de la búsqueda del Grial, empezó a comprender que, después de todo, había sido afortunada, pues con la partida de los caballeros Camelot era como una aldea de fantasmas y Arturo, el espectro que la rondaba, paseándose calladamente por el castillo desierto.
No se podía decir que la compañía de su esposo no le agradara, ahora que por fin era totalmente suyo. Pero sólo entonces llegó a entender cuánto había puesto él de sí en sus legiones y en la construcción de Camelot. La trataba siempre con generosa amabilidad, pero se habría dicho que una parte de él estaba ausente, con sus caballeros, y sólo una pequeña fracción del hombre que era estaba con ella. Ahora Ginebra se percataba de que quedaba disminuido sin la función de rey a la que había dedicado una parte tan grande de su vida. Y se avergonzaba de notarlo.
De los ausentes nunca se hablaba. Durante el año de la búsqueda vivieron tranquilos y en paz, día tras día, charlando sólo de cosas cotidianas: el pan y la carne, las frutas del huerto o el vino de las bodegas, una capa nueva o la hebilla de un zapato. Cierta vez, recorriendo con la mirada el salón desierto, Arturo dijo:
—¿No tendríamos que guardar la mesa redonda hasta que regresen, amor mío? Aun en esta gran sala deja poco espacio para moverse, y ahora que está tan vacía…
—No —dijo Ginebra rápidamente—. No, querido, déjala. Este salón fue construido para la mesa redonda. Sin ella parecería un granero abandonado.
Arturo sonrió como si la respuesta lo alegrara.
—Y cuando los caballeros regresen de la búsqueda podremos celebrar otro gran festín —dijo.
Pero luego quedó en silencio. Ginebra adivinó que se preguntaba cuántos regresarían.
Aún tenían a Cay, al anciano Lucano y a dos o tres de los caballeros que estaban envejecidos, enfermos o afectados por viejas heridas. Y Gwydion, ahora Mordret, que era como un hijo ya adulto. A menudo Ginebra, al mirarlo, pensaba: «Éste es el hijo que podría haber tenido con Lanzarote», y un calor ardoroso le recorría el cuerpo entero, cubriéndola de sudor al pensar en la noche en que el mismo Arturo la había arrojado a los brazos de su campeón. En realidad, esos calores iban y venían a menudo; jamás sabía si la habitación estaba caldeada o si provenía de su interior. Gwydion la trataba con gentileza y deferencia; la llamaba «mi señora»; a veces, tímidamente, «tía». Era como Lanzarote, pero más callado, menos despreocupado. Lanzarote tenía siempre a mano un chiste o un juego de palabras; Gwydion, en cambio, sonreía y dejaba caer una frase ingeniosa que era como un golpe o un aguijonazo. Su humor era perverso, pero ante sus chistes crueles ella no podía menos que reír.
Una noche, mientras cenaban con su reducida corte, Arturo dijo:
—Hasta el regreso de Lanzarote, sobrino, me gustaría que ocuparas su puesto como capitán de caballería.
Gwydion rió entre dientes.
—Será una tarea liviana, tío y señor: ahora quedan pocos caballos en la cuadra. Vuestros caballeros se llevaron los mejores. ¡Y quién sabe si ha de ser algún caballo el que encuentre ese buscado Grial!
—Oh, calla —protestó Ginebra—. No te burles de su búsqueda.
—¿Por qué no, tía? Hasta un viejo y maltrecho caballo de combate puede buscar, al fin, el reposo espiritual.
Arturo rió, incómodo.
—¿Necesitaremos otra vez de los caballos de guerra? Desde Monte Badon, gracias a Dios, hemos tenido paz en esta tierra.
—Exceptuando lo de Lucio —indicó Gwydion—. Y si algo he aprendido en mi vida, es que la paz nunca dura. A la costa están llegando naves con forma de dragón de las que desembarcan nórdicos salvajes. Y cuando los hombres claman por la ayuda de las legiones de Arturo, sólo se les responde que los caballeros han partido en busca de la paz espiritual. Entonces piden ayuda a los reyes sajones del sur. Pero cuando la búsqueda termine llamarán otra vez a Arturo… Y me parece que, llegado ese día, los caballos de combate pueden escasear.
—Bueno, te he dicho que tienes que ocuparte de eso —dijo Arturo. Ginebra notó que hablaba con irritación de anciano, sin la energía de antaño—. Como capitán de caballería tienes autoridad para conseguir corceles en mi nombre. Lanzarote solía tratar con comerciantes del sur.
—Y lo mismo haré yo —aseveró Gwydion—. Antes no había caballos mejores que los de España, pero ahora, tío y señor, los mejores vienen del África, según he sabido por un caballero español llamado Palomides.
—Conocí a Palomides —dijo Arturo—. Tenía una espada de acero español; en nuestro país no las hay con ese filo de navaja. Los nórdicos no tienen buenas armas.
—Pero son combatientes fogosos —señaló Gwydion—. Se dejan arrastrar por la fiebre de la batalla e incluso arrojan los escudos en mitad del combate… No, mi rey: quizá tengamos paz por un tiempo, pero ya tenemos nórdicos e irlandeses salvajes en nuestras costas. Pero la guerra con los sajones benefició a este país.
—¿Qué lo benefició? —Arturo miró al joven con estupefacción—. ¿Qué dices, sobrino?
—Cuando los romanos nos dejaron, mi señor Arturo, estábamos aislados en el fin del mundo, solos con Tribus medio salvajes. La guerra con los sajones nos obligó a comerciar con otros países y a construir nuevas ciudades. Por no mencionar la actuación de los sacerdotes, que ahora han convertido a los sajones en gente civilizada, con reyes que os rinden tributo. Sin la guerra contra los sajones, el reinado de Uther habría quedado en el olvido, como el de Máximo.
Arturo dijo con humor:
—Sin duda piensas que estos veinte años de paz han puesto en peligro a Camelot, que necesitamos más luchas para volver al mundo. Se nota que no eres guerrero, joven. ¡Yo no tengo esa visión romántica de la guerra!
Gwydion le devolvió la sonrisa.
—¿Qué os hace pensar que no soy guerrero, mi señor? Combatí contra Lucio con vuestros hombres y tuve tiempo sobrado para analizar las guerras y su valor. Sin ellas seríais menos importante que esos reyezuelos de Gales e Irlanda. ¿Quién recuerda ya a los gobernantes de Tara?
—¿Y tú crees que con Camelot podría suceder lo mismo?
—Ah, tío y rey mío, ¿queréis la sapiencia del druida o los halagos del cortesano?
Arturo se echó a reír.
—Oigamos el astuto consejo del Mordret.
—El cortesano os diría, señor, que el reinado de Arturo vivirá para siempre en el mundo. Y el druida, que todos los hombres perecen, junto con su sabiduría y sus glorias, como sucedió con la Atlántida hundida bajo las olas. Sólo perduran los dioses.
—¿Y qué diría mi sobrino y amigo?
—Vuestro sobrino —dio a la palabra el énfasis suficiente para que Ginebra percibiera que tendría que haber sido «vuestro hijo»— os diría, señor, que vivimos para el día de hoy, no para lo que la historia pueda decir de nosotros dentro de un milenio. Y así, vuestro sobrino os aconsejaría llenar vuestras cuadras, para que vuelvan a reflejar los tiempos nobles en que Arturo y sus combatientes eran temidos por todos. Que nadie diga que el rey envejece y ya no se ocupa de mantener en forma a sus hombres.
Arturo le dio una amistosa palmada en el hombro.
—Sea, querido muchacho. Confío en tu juicio. Compra los mejores caballos y ocúpate de hacerlos adiestrar.
—Para eso tendré que buscar sajones —advirtió Gwydion—. ¿Estáis dispuesto a que aprendan los secretos del combate a caballo, ahora que son nuestros aliados?
El rey puso cara de preocupación.
—Temo que tendré que dejar también eso en tus manos.
—Haré lo que pueda —prometió Gwydion—. Pero nos hemos entretenido mucho en esta conversación, mi señor, y las damas están cansadas. —Se inclinó hacia Ginebra con una sonrisa conquistadora—. ¿Queréis música? No dudo que la señora Niniana estará encantada de traer su arpa y de cantar para vos, mi rey y señor.
—Siempre me alegra oír la música de mi parienta —dijo gravemente Arturo—, si a mi señora le complace.
Ginebra hizo un gesto afirmativo a Niniana, que fue en busca de su arpa y cantó para ellos. La reina escuchó con placer; Niniana tocaba bien y su voz era melodiosa, aunque no tan pura ni tan potente como la de Morgana. Pero mientras observaba a Gwydion, que no apartaba la vista de la hija de Taliesin, pensó: «¿Por qué será que en esta corte cristiana tiene que haber siempre una de esas damiselas del lago?». Eso la preocupaba, aunque tanto Gwydion como Niniana parecían buenos cristianos e iban a misa todos los domingos. Ginebra, que tenía muy buenos recuerdos de Taliesin, había recibido con gusto a su hija entre sus damas, a petición de Gwydion, pero ahora le parecía que Niniana, sin llamar la atención, había asumido el primer puesto entre las mujeres. Arturo siempre la trataba con deferencia y a menudo le pedía que cantara. A veces, observándolos, Ginebra se preguntaba si acaso la consideraba algo más que un familiar.
Pero no, seguramente no. Si Niniana tenía un amante en la corte, con toda probabilidad era el mismo Gwydion. Aun así, le dolía el corazón al verla tan hermosa, mientras que ella envejecía: su pelo se apagaba, sus mejillas perdían el color, sus carnes cedían… Por eso, cuando Niniana recogió el instrumento para retirarse, Ginebra arrugó el entrecejo. Arturo, que se acercaba para salir con ella del salón, preguntó:
—Estás ceñuda, querida esposa. ¿Qué te molesta?
—Gwydion dijo que estabas viejo.
—Hace treinta y un años que ocupo el trono de Britania contigo a mi lado, Ginebra. ¿Hay alguien en este reino que todavía pueda considerarnos jóvenes? Tendrías que sentirte complacida de que Gwydion no me halagara con falsas palabras. Habla con franqueza y por eso lo aprecio. Ojalá…
—Ya sé —lo interrumpió Ginebra, enfadada—. Querrías poder reconocerlo como hijo, para que fuera él y no Galahad quien heredara el trono.
Arturo enrojeció.
—¿Es preciso que nos tratemos con acritud cada vez que tocamos ese tema? Los curas no lo querrían por rey. No hay más que decir.
—No puedo olvidar de quién es hijo…
—Y yo no puedo olvidar que es mi hijo —repuso Arturo delicadamente.
—No confío en Morgana. Tú mismo has descubierto que…
Viendo que Arturo endurecía la cara, comprendió que no quería hablar de la cuestión.
—Mi hijo fue criado por la reina de Lothian, cuyos hijos han sido el puntal de mi reinado. Ahora Gwydion apunta a ser como Gareth y Gawaine: los mejores de mis amigos y caballeros. Y no puedo pensar mal de él por haberse quedado conmigo mientras los demás me abandonaban por la búsqueda.
Ginebra no quería reñir con él.
—Créeme, mi señor: te amo más que a nada de esta tierra.
—Desde luego, amor mío, te creo. Como dicen los sajones: «Bienaventurado el hombre que tiene un buen amigo, una buena esposa y una buena espada». Y yo lo tengo todo, Ginebra. No era mi intención sacar a relucir viejos pesares, pero entre Morgana y yo el daño se produjo hace años. —Por una vez había pronunciado el nombre de su hermana sin una fría tensión en las facciones—. ¿No cabe agradecer que, cometido el pecado y sin manera de recuperar la inocencia, Dios me haya dado un buen hijo a cambio de ese mal? Morgana y yo no nos separamos como amigos y no sé qué ha sido de ella, pero su hijo es ahora el puntal de mi trono. ¿Tengo que desconfiar de él por la madre que lo dio a luz?
Ginebra habría querido decir: «No confío en él porque se educó en Avalón», pero calló. No obstante, cuando Arturo le preguntó delicadamente, a la puerta de su cuarto, si quería que pasaran la noche juntos, ella esquivó su mirada, diciendo:
—No… No, estoy fatigada. —Y trató de no ver su expresión de alivio. Se preguntó si acaso compartiría su lecho con Niniana o con alguna otra, pero no estaba dispuesta a rebajarse interrogando al chambelán. «Si no es conmigo, ¿qué puede importarme con quién sea?».
El año continuó hasta las tinieblas del invierno y después rumbo a la primavera. Un día Ginebra dijo, apasionadamente:
—¡Ojalá terminara esa búsqueda y los caballeros volvieran de una vez, con el Grial o sin él!
—Oh, querida, lo han jurado —observó Arturo.
Pero ese mismo día un caballero subió por el sendero de Camelot. Era Gawaine.
—¿Eres tú, primo? —Arturo lo besó en ambas mejillas—. No tenía esperanzas de verte hasta que hubiera acabado el año. ¿No juraste ir tras el Grial durante un año y un día?
—Así fue —respondió Gawaine—. Pero no falto a mi juramento. La última vez que vi el Grial fue en este mismo castillo, Arturo; es tan probable que vuelva a verlo aquí como en cualquier otro rincón del mundo. He cabalgado de un lado a otro sin saber de él. Un día se me ocurrió que podía buscarlo donde ya lo había visto: en Camelot y en la presencia de mi rey, aunque sea en el altar de la misa todos los domingos.
Arturo lo abrazó con una sonrisa. Tenía los ojos húmedos.
—Pasa, primo —dijo, simplemente—. Bienvenido a casa.
Y unos días después también regresó Gareth.
—Tuve una visión, y creo que fue Dios quien me la envió —contó durante la comida—. Soñé que veía el Grial descubierto y bello ante mí. Luego, una voz me habló desde la luz que lo rodeaba, diciendo: «Gareth, caballero de Arturo, esto es todo lo que volverás a ver del Grial en esta vida. ¿Para qué buscar nuevas glorias, cuando tu rey te necesita en Camelot?». Por eso inicié el regreso. En el camino me encontré con Lanzarote y le pedí que hiciera lo mismo.
—¿Crees que en verdad visteis el Grial? —preguntó Gwydion.
Gareth se echó a reír.
—Puede que el Grial sea sólo un sueño. Y cuando soñé con él, me ordenó cumplir con mi obligación ante mi rey y señor.
—Supongo que pronto tendremos a Lanzarote entre nosotros.
—Espero que se decida a volver —dijo Gawaine—, pues en verdad nos hace falta. Pero pronto será la Pascua; entonces podremos tenerlos a todos aquí.
Más tarde, Gareth pidió a Gwydion que llevara su arpa y cantara. A Ginebra no le habría extrañado que él dejara la música a cargo de Niniana, pero el joven llevó un instrumento que ella reconoció.
—¿Ésa no es el arpa de Morgana?
—Sí. La dejó en Camelot al partir. Mientras no venga por ella, es mía; dudo que me la niegue, puesto que no me ha dado otra cosa.
—Salvo la vida —señaló Arturo, en tono de leve reproche.
Gwydion volvió hacia él una mirada tan amarga que Ginebra se sintió muy inquieta. Su tono salvaje apenas se oía a cinco pasos de distancia.
—¿Y tengo que estarle agradecido por eso, rey y señor mío?
Antes de que Arturo pudiera decir nada, Gwydion aplicó los dedos a las cuerdas y comenzó a tocar. Pero la canción escogida escandalizó a Ginebra.
Cantó la balada del rey Pescador, que moraba en un castillo en mitad de un gran páramo; según menguaban sus energías, al envejecer el rey, así la tierra se marchitaba sin dar cosechas, hasta que un hombre más joven fuera a darle el golpe de gracia que vertería la sangre del anciano monarca sobre la tierra; entonces ésta rejuvenecía con el nuevo rey y florecía con su juventud.
—¿Eso piensas? —interpeló Arturo, molesto—. ¿Que el país donde manda un rey anciano no puede sino marchitarse?
—No, mi señor. ¿Qué haríamos sin la sapiencia de vuestros muchos años? En los tiempos de las Tribus era así: cuando el Macho rey envejecía, otro surgía del rebaño para derribarlo pero ésta es una corte cristiana y esa costumbre no existe, mi rey. Tal vez la balada del rey Pescador es sólo un símbolo de la hierba que, como dicen vuestras Escrituras, es como la carne del hombre: sólo dura una estación.
Y cantó delicadamente, pulsando las cuerdas:
Pues, ¡ay!, los días del hombre son una hoja caída.
Tú también serás olvidado,
como la flor que cayó en la hierba.
Sin embargo, así como vuelve la primavera,
así florece la tierra y la vida regresa…
—¿Eso es de las Escrituras, Gwydion? —preguntó Ginebra.
Él negó con la cabeza.
—Es un antiguo himno de los druidas. Cada religión tiene uno. Tal vez, en verdad, todas las religiones son una misma.
Arturo le preguntó en voz baja:
—¿Eres cristiano, hijo mío?
Gwydion tardó un momento en responder:
—Fui educado como druida y no rompo mis juramentos.
Y se levantó tranquilamente para salir del salón. Arturo, que lo seguía con la mirada, no abrió la boca, ni siquiera para reprobar esa falta de cortesía. Gawaine, en cambio, estaba ceñudo.
—¿Le permitiréis retirarse con tan poca ceremonia, señor?
—Oh, déjale, déjale —replicó Arturo—. Aquí todos somos parientes. No pido que me traten siempre como si estuviera en el trono. Él sabe que es hijo mío, como lo saben todos los presentes. ¿Quieres que se comporte siempre como cortesano?
Pero Gareth también lo miraba con irritación.
—Desearía, con todo mi corazón, que Galahad volviera a la corte —dijo—. Dios le dé una visión como la mía, pues lo necesitáis más que a mí, Arturo. Y si no viene pronto, yo mismo saldré en su busca.
• • •
Pocos días antes de Pentecostés, Lanzarote llegó finalmente a Camelot.
Al ver la caravana que se acercaba, Gareth había reunido a todos los hombres ante las puertas para darles la bienvenida, pero Ginebra, junto a Arturo, prestó poca atención a la reina Morgause, excepto para preguntarse a qué venía. Lanzarote se arrodilló ante su señor para darle la triste noticia. También ella percibió su dolor; siempre había sido así: lo que pesara sobre el corazón de Lanzarote era como un azote contra el suyo. Arturo hizo que se levantara para abrazarlo, con los ojos húmedos.
—Yo también he perdido, querido amigo. Será muy llorado.
Y Ginebra, sin poder soportarlo más, se adelantó para dar la mano a Lanzarote delante de todos, diciendo con voz trémula:
—Deseaba tu regreso, Lanzarote, pero lamento que sea con tan triste nueva.
Arturo dijo a sus hombres:
—Llevadlo a la capilla donde fue armado caballero. Mañana será sepultado como corresponde a mi hijo y heredero.
Al volverse se tambaleó un poco. Gwydion se apresuró a ponerle una mano bajo el brazo para darle apoyo.
Ginebra, que ahora casi nunca lloraba, sintió deseos de sollozar al ver a Lanzarote tan demacrado y dolido. ¿Qué le habría sucedido durante aquel año? ¿Una larga enfermedad, demasiado ayuno, cansancio, heridas? Nunca lo había visto tan pesaroso, ni siquiera cuando vino a hablarle de su boda con Elaine. Suspiró al ver que Arturo se apoyaba pesadamente en el brazo de Gwydion. Lanzarote le estrechó la mano, diciendo con suavidad:
—Ahora me alegro de que Arturo haya podido conocer y apreciar a su hijo. Eso aliviará su pena.
Ginebra negó con la cabeza. ¡El hijo de Morgana, heredero de Arturo! Pero ya no había remedio.
Gareth se acercó y le hizo una reverencia, diciendo:
—Señora, ha venido mi madre…
Y Ginebra recordó que no podía quedarse entre los hombres, que su lugar estaba con las damas, que no podía dedicar una palabra de consuelo a Arturo, ni siquiera a Lanzarote.
—Es un placer darte la bienvenida, reina Morgause —saludó fríamente. «Pero en verdad no es un placer; por lo que a mí concierne, ojalá te hubieras quedado en Lothian o en el infierno». Entonces vio que Arturo caminaba entre Niniana y Gwydion—. Señora Niniana —dijo, cejijunta—, creo que las mujeres ya tenemos que retirarnos. Busca un cuarto de huéspedes para la reina de Lothian y ocúpate de que lo preparen.
Gwydion pareció enfadarse, pero no había nada que decir. Mientras las damas abandonaban el patio, Ginebra se dijo que ser reina tenía sus ventajas.
Durante todo aquel día fueron llegando a la corte de Arturo guerreros y los caballeros de la mesa redonda. Ginebra estuvo atareada con los preparativos para el festín del día siguiente, en que se celebraría el funeral. El día de Pentecostés se reunirían todos los hombres que hubieran vuelto de la búsqueda. Reconoció muchas caras, pero había otras que jamás regresarían: Perceval, Bors, Lamorak… Dirigió una mirada más tierna a Morgause, sabiendo que lamentaba sinceramente la muerte de su joven amante; aunque hubiera hecho el ridículo con él, el dolor siempre es dolor. Durante la misa de funeral por Galahad, cuando el sacerdote mencionó a todos los que habían caído en la búsqueda, vio que Morgause escondía tras el velo la cara roja e hinchada por el llanto.
La noche anterior Lanzarote había velado junto al cuerpo de su hijo en la capilla, sin que Ginebra tuviera ocasión de cambiar con él algunas palabras en privado. Después de la misa, durante la comida, hizo que se sentara junto a ella y Arturo; le llenó la copa con la esperanza de que bebiera hasta la ebriedad, olvidando el duelo. Le apenaba ver su rostro arrugado, tan demacrado por el dolor y las privaciones, y los rizos blancos en tomo a la cara. Ella, que tanto lo amaba, no podía siquiera abrazarlo para llorar con él; eso parecía ahora más horrible que nunca, pero él no la miraba siquiera a los ojos.
Arturo se puso de pie para brindar por los caballeros que ya no volverían.
—Aquí, ante todos vosotros, juro que sus esposas y sus hijos no sufrirán privaciones mientras yo viva y en Camelot haya una piedra sobre otra —dijo—. Comparto vuestro pesar. El heredero de mi trono murió en la búsqueda del Grial.
Extendió una mano hacia Gwydion, que se le acercó lentamente. Parecía más joven con su sencilla túnica blanca y el pelo oscuro sujeto por una cinta dorada. Arturo dijo:
—A diferencia de otros hombres, un rey no puede permitirse largos duelos, caballeros. Os pido que lloréis conmigo por mi perdido sobrino e hijo adoptivo, que ya no podrá reinar a mi lado. Pero aunque el dolor es aún reciente, os pido que aceptéis como heredero mío a Gwydion, el señor Mordret, el hijo de mi única hermana, Morgana de Avalón. Gwydion es joven, pero ha llegado a ser uno de mis sapientes consejeros. —Alzó la copa para beber—. A tu salud, hijo, y por tu reinado, cuando el mío acabe.
El joven se arrodilló ante él.
—Que vuestro reinado sea largo, padre.
Ginebra creyó ver que parpadeaba para contener las lágrimas; entonces le tuvo más aprecio. Después de beber, los caballeros rompieron en vítores, con Gareth a la cabeza.
Pero la reina guardaba silencio. Por fin se volvió hacia Lanzarote, susurrando:
—¡Podría haber esperado! ¡Podría haber consultado a sus consejeros!
—¿No sabías de sus intenciones? —preguntó. Le cogió la mano y se la retuvo delicadamente, acariciándole los dedos, que se habían vuelto delgados y huesudos. Ginebra se sintió avergonzada y quiso retirarlos, pero Lanzarote no se lo permitió—. Arturo no tendría que haberlo hecho sin avisarte.
Y Ginebra pensó vagamente que nunca, ni por un momento, lo había oído criticar a Arturo. Él iba a besarle la mano, pero se la soltó al ver que Arturo se aproximaba con Gwydion. Los criados llevaban ya bandejas humeantes de carne, fruta fresca y pan caliente. La reina se dejó llenar el plato, pero apenas lo tocó. Sonrió al ver que, según estaba dispuesto, tenía que compartirlo con Lanzarote, tal como solían hacerlo en Pentecostés, y que Niniana estaba comiendo del plato de Arturo. La alivió un poco oír que él la llamaba «hija mía»; tal vez ya la aceptaba como posible esposa de su hijo. Para sorpresa suya, Lanzarote pareció adivinarle el pensamiento.
—¿Nuestra próxima fiesta ha de ser una boda? Yo habría pensado que el parentesco entre ellos es demasiado cercano.
—¿Importaría eso en Avalón? —preguntó Ginebra, con voz más dura de lo que pensaba.
Lanzarote se encogió de hombros.
—No lo sé. Cuando era niño me hablaron de un país lejano donde los de la casa real se casaban siempre entre hermanos, para que la sangre de los reyes no se diluyera, y esa dinastía perduró mil años.
—Paganos que no sabían de su pecado —dijo Ginebra.
Pero Gwydion no parecía haber padecido por el pecado de sus padres. No tenía motivos para dudar en casarse con la hija de Taliesin, siendo bisnieto del gran druida.
«Dios castigará a Camelot por ese pecado —pensó súbitamente—. Por el de Arturo, por el mío… y el de Lanzarote». A sus espaldas. Arturo dijo a Gwydion.
—Una vez dijiste que Galahad no viviría para ser coronado.
—También recordaréis, padre y señor mío, que dije que moriría honorablemente por la cruz que adoraba, y así fue —replicó el joven, delicadamente.
—¿Qué más prevés, hijo?
—No me lo preguntéis, señor Arturo. Los dioses son buenos al impedir que el hombre conozca su fin. Aunque lo supiera, no os lo diría.
Y Ginebra, con un súbito escalofrío, pensó: «Tal vez Dios nos ha castigado ya por nuestros pecados al enviarnos a Mordret». Pero luego quedó consternada. «¿Cómo puedo pensar eso de quien ha sido un verdadero hijo para Arturo? ¡Él no tiene la culpa!».
Observó a Lanzarote, que estaba a mil leguas de allí, perdido dentro de sí mismo, donde ella jamás podría seguirlo. Con torpeza, buscándolo del mejor modo posible, preguntó:
—¿Y no pudiste hallar el Grial?
Vio que Lanzarote atravesaba lentamente aquella larga distancia.
—Me acerqué más de lo que puede acercarse un pecador sin perecer. Pero se me salvó la vida para que dijera a la corte de Arturo que el Grial ha desaparecido para siempre de este mundo. —Volvió a guardar silencio. Luego dijo, siempre remoto—: Habría ido tras él hasta el fin del mundo, pero no se me dio oportunidad.
«¿Acaso no querías regresar por mí?», pensó Ginebra. Entonces comprendió que Lanzarote y Arturo se parecían más de lo imaginado. Ella nunca había sido para ellos más que una distracción entre guerra y búsqueda; la vida real del hombre se desarrollaba en un mundo donde el amor no tenía significado. Lanzarote había dedicado su existencia a combatir junto a Arturo; ahora, a falta de guerras, se entregaba a un gran Misterio. El Grial se interponía entre ellos, como antes Arturo y el honor de caballero.
El dolor era insoportable. Durante toda su vida Ginebra no había tenido más que eso. No resistió el impulso de estrecharle la mano, susurrando:
—Te he echado de menos.
Y se horrorizó ante el deseo que percibía en su voz. «Pensará que soy como Morgause…». Lanzarote dijo delicadamente:
—Como yo a ti, Ginebra. —Y luego, como si pudiera leer dentro de su corazón hambriento, añadió en voz baja—: Con Grial o sin él, amada mía, nada podría haberme traído, salvo tu recuerdo. Podría haber permanecido allí durante el resto de mi vida, rezando por ver nuevamente ese Misterio. Pero soy sólo un hombre.
Entonces Ginebra, comprendiendo lo que insinuaba, le estrechó la mano.
—¿Quieres que aleje a mis mujeres?
Lanzarote vaciló un instante. Ginebra sintió aquel viejo temor: ¿cómo osaba ser tan atrevida, tan falta de pudor femenino? Esos momentos eran siempre como la muerte. Luego Lanzarote le apretó los dedos, diciendo:
—Sí, amor mío.
Pero mientras lo esperaba, sola en la oscuridad, se preguntó amargamente si ese «sí» había sido como los de Arturo: un ofrecimiento hecho por pura piedad o por halagar su amor propio. Su esposo podría haber dejado de invitarla, ya que no había la menor esperanza de que ella le diera un hijo tardío, pero era demasiado bondadoso para dar pie a que las damas sonrieran a espaldas de su reina. Aun así, era como una puñalada notar que siempre parecía aliviado si ella no aceptaba. A veces le hacía entrar para que pasaran un rato charlando; le reconfortaba estar entre sus brazos, pero no le exigía más. Ahora se preguntaba si acaso no la deseaba, si la había deseado alguna vez o sólo había acudido a ella porque era la esposa que tenía que darle hijos.
«Todos elogiaban mi hermosura y me deseaban, salvo el esposo que me dieron. Y ahora, quizás, incluso Lanzarote viene a mí sólo porque la bondad le impide abandonarme». Se sintió febril y sudorosa. Mientras se lavaba con el agua fría de la jofaina se tocó los pechos caídos. «Ah, soy anciana… Sin duda le repugnará que esta carne vieja y fea le desee todavía como cuando era joven y bella».
Entonces oyó tras ella una pisada y Lanzarote la cogió en sus brazos, haciéndole olvidar los temores. Pero cuando se hubo ido, Ginebra no pudo dormir.
«No tendría que arriesgarme a esto. Pero no tengo otra cosa… Y Lanzarote tampoco». Había perdido a su hijo y a su esposa; su antigua intimidad con Arturo había desaparecido para siempre. La necesitaba; sin ella estaría completamente solo. Había regresado a la corte porque la necesitaba.
Y por eso, aunque fuera pecado, parecía un pecado mayor dejarlo sin consuelo.
«Aunque los dos nos condenemos —pensó—, jamás lo rechazaré. Dios es un Dios de amor». ¿Cómo podía, pues, condenar lo único de su vida que había nacido del amor? Y si lo hacía (pensó, aterrorizada por su blasfemia) no era el Dios que ella había adorado siempre y poco importaba lo que pudiera pensar.