13

MUY al norte, en el país de Lothian, las noticias que llegaban sobre la búsqueda del Grial eran escasas y poco fiables. Morgause esperaba el regreso de Lamorak, su joven amante. Medio año después supo que había muerto en la búsqueda. «No fue el primero, ni será el último en morir por esta monstruosa locura que lleva a los hombres en pos de lo desconocido —pensó—. Siempre he creído que las religiones y los dioses eran una forma de la locura. ¡Mira lo que han acarreado a Arturo! Y ahora se han llevado a Lamorak, todavía tan joven».

Pero él ya no estaba y, aunque lo echara de menos, no tenía por qué resignarse a la vejez y a un lecho solitario. Se observó en el viejo espejo de bronce, borró los rastros de las lágrimas y volvió a examinarse. Si bien ya no tenía la belleza madura que había deslumbrado a Lamorak, aún estaba de buen ver y conservaba todos los dientes. Además, era rica y reina de Lothian. Siempre habría hombres en el mundo, todos necios, con los que una mujer astuta podía hacer lo que le diera la gana.

De vez en cuando llegaba hasta ella alguna leyenda sobre la búsqueda, cada una más fabulosa que la anterior. Supo que Lamorak había vuelto al castillo de Pelinor, atraído por el viejo rumor de una vasija mágica que se conservaba en una cripta debajo del castillo; allí murió, gritando que el Grial flotaba ante él en las manos de una doncella, en las manos de su hermana Elaine. También llegaron nuevas de que Lanzarote estaba encarcelado en algún lugar de los viejos dominios de Héctor; estaba loco y nadie se atrevía a informar al rey Arturo. Luego se supo que, tras haber sido reconocido por Bors, su hermanastro, había recobrado el juicio y partido otra vez, ya para continuar la búsqueda, ya para volver a Camelot. Con un poco de suerte, también moriría en la búsqueda, de lo contrario, el cebo de Ginebra lo atraería nuevamente hacia Arturo y su corte.

Sólo su Gwydion permanecía sensatamente en Camelot, cerca de Arturo. ¡Ojalá Gawaine y Gareth hubieran hecho lo mismo! Pero, al menos, sus hijos habían retomado el lugar que les correspondía junto al rey.

Pero tenía otra manera de averiguar lo que estaba sucediendo. Durante muchos años había creído que las puertas de la magia y la videncia estaban cerradas para ella, exceptuando los pequeños trucos que aprendió por sí sola. Después empezó a comprender que la magia estaba allí, esperándola, sin complejas reglas y limitaciones druídicas para su uso. No tenía nada que ver con los dioses, con el bien ni con el mal; estaba simplemente allí, a disposición de quien tuviera la temeraria voluntad de utilizarla.

Aquella noche, encerrada lejos de sus criados, hizo los preparativos. El perro blanco que había llevado le inspiraba una imparcial compasión; tuvo un momento de repulsión al cortarle el cuello y recoger la sangre caliente en el cuenco, pero al fin y al cabo era su perro, tan suyo como el cerdo que podría haber sacrificado para la cena. Y en la sangre vertida había un poder más fuerte y directo que el que el sacerdocio de Avalón acumulaba con su interminable disciplina. Delante del hogar yacía una de las criadas, debidamente drogada; esta vez era una que no le era especialmente necesaria ni le merecía mayor afecto. Había aprendido la lección la última vez que lo intentó. En aquella ocasión desperdició a una buena hilandera; al menos ésta no sería una pérdida para nadie.

Los preliminares aún le inspiraban ciertos escrúpulos. La sangre que le manchaba las manos y la frente era desagradablemente pringosa, pero casi podía ver surgir de ella, como si fuera humo, finas volutas de poder mágico. La luna se había reducido en el cielo a un delgadísimo destello; la que esperaba su llamada en Camelot estaría ya preparada. En el momento exacto en que la luna entró en el cuadrante correcto, Morgause vertió el resto de la sangre en el fuego y pronunció tres veces, en voz alta:

—¡Morag! ¡Morag! ¡Morag!

La sirvienta drogada (Morgause recordó vagamente que se llamaba Becca o algo así) se movió un poco junto al fuego; sus ojos vagos adquirieron profundidad y firmeza. Por un momento, al levantarse, pareció lucir el atuendo elegante de las damas de Ginebra.

—Estoy aquí, a vuestra disposición. ¿Qué deseáis de mí reina de las Tinieblas?

—Cuéntame de la corte. ¿Qué hay de la reina?

—Está muy sola desde que Lanzarote partió, pero a menudo se hace acompañar por el joven Gwydion. Se le ha oído decir que es como el hijo que nunca tuvo. Parece haber olvidado que es hijo de la reina Morgana —dijo la muchacha, con la cuidada pronunciación de las cortesanas del sur, incongruente en una fregona de ojos vacuos y manos encallecidas.

—¿Aún le pones la pócima en el vino, a la hora de acostarse?

—No hay necesidad, mi reina. —La voz extraña parecía surgir a través de la muchacha, desde atrás—. Hace ya más de un año que la reina no tiene la menstruación. Y de cualquier modo, el rey la visita muy rara vez en su lecho.

Morgause podía olvidar el último de sus temores: que, contra todas las probabilidades, Ginebra tuviera tardíamente un hijo que pusiera en peligro la posición de Gwydion en la corte. Claro que éste no habría tenido ningún escrúpulo en poner fin a ese pequeño rival indeseable, pero era mejor no correr el riesgo: al fin y al cabo, el mismo Arturo había escapado de todas las conspiraciones de Lot hasta ser coronado.

«Esperé demasiado. Lot y yo tendríamos que haber sido reyes de este país hace muchos años. Ahora no hay quien me detenga. Viviana ya no existe y Morgana es anciana. Gwydion me hará reina. Soy la única mujer a quien escuchará».

—¿Qué hay de Mordret, Morag? ¿El rey y la reina confían en él?

Pero la voz se tornó densa y gangosa.

—No estoy segura… A menudo acompaña al rey… Una vez oí que Arturo le decía… Eh, me duele la cabeza. ¿Qué hago aquí, junto al fuego? La cocinera me va a despellejar…

Era la voz idiota de Becca. Morgause comprendió que Morag, allá en la lejana Camelot, había vuelto a hundirse en el extraño sueño en el que se comunicaba con la reina de Lothian o la reina de las hadas. Cogió el cuenco de sangre para arrojar al fuego las últimas gotas.

—¡Morag, Morag! ¡Escúchame! ¡Te lo ordeno!

—Mi reina —dijo la remota voz—, el señor Mordret tiene siempre a su lado a una damisela de la Dama del Lago. Dicen que tiene cierto parentesco con Arturo.

«Niniana, la hija de Taliesin —pensó Morgause—. Ignoraba que hubiera abandonado Avalón. Pero ¿qué razón tendría para quedarse?».

—Sir Mordret ha sido nombrado capitán de caballería en ausencia de Lanzarote. Hay rumores… Eh, el fuego, mi señora, ¿queréis incendiar todo el castillo?

Becca gimoteaba junto al hogar, frotándose los ojos. Morgause, enfurecida, le dio un salvaje empellón. La muchacha cayó al fuego, entre gritos, pero todavía estaba maniatada y no pudo apartarse de las llamas.

—¡Maldita sea! ¡Va a despertar a toda la casa!

La señora trató de sacarla, pero las llamas habían alcanzado el vestido y sus gritos horribles se le clavaban en los oídos como agujas al rojo. «Pobre muchacha —pensó, con un resto de piedad—, ya no se puede hacer nada por ella; quedaría tan quemada que no podríamos ayudarla». Sin pensar en sus propias quemaduras, apartó a la chica del fuego y, con un solo golpe, le cortó el cuello de oreja a oreja. La sangre manó sobre las llamas. Un chorro de humo se elevó por la chimenea.

Morgause sintió que la estremecía ese poder inesperado, como si se extendiera por toda la habitación, por todo el reino de Lothian, por el mundo entero… Le parecía estar suspendida, incorpórea, sobre la tierra. Nuevamente, después de años en paz, había ejércitos en marcha; en la costa oeste había barcos con forma de dragón, de los que desembarcaban hombres velludos que saqueaban e incendiaban ciudades, destruyendo monasterios, raptando a las mujeres de los conventos amurallados… Como un viento carmesí que llegaba hasta las fronteras de Camelot… No sabía con certeza si lo que veía estaba sucediendo en esos instantes o era algo por llegar.

—¡Quiero ver a mis hijos en la búsqueda del Grial! —clamó en la creciente oscuridad.

El cuarto se llenó de una lobreguez súbita, negra y densa, que olía curiosamente a quemado, mientras Morgause caía de rodillas. El humo se despejó un poco, arremolinándose en la oscuridad, como el de una olla bullente. A la luz creciente vio la cara de Gareth, el menor de sus hijos. Estaba sucio y agotado por el viaje, con la ropa harapienta, pero sonreía con su alegría de siempre. Y al aumentar la luz Morgause pudo ver lo que miraba: el rostro de Lanzarote.

Ah, Ginebra ya no se deslumbraría con él, con ese hombre enfermo y consumido, de pelo gris y marcas de locura y sufrimiento en torno a los ojos. Parecía un espantapájaros en tierra sembrada. La recorrió el viejo odio: era intolerable que el mejor de sus hijos amara y siguiera a ese hombre como cuando era niño.

—No, Gareth —oyó la voz de Lanzarote, suave en el silencio ahumado de la habitación—, ya sabes por qué no regreso a la corte. No mencionaré mi paz de espíritu ni la de la reina… Pero he jurado buscar el Grial durante un año y un día.

—¡Pero es una locura! ¿Qué demonios significa el Grial frente a las necesidades de nuestro rey? Tú y yo le juramos lealtad años antes de haber visto el Grial. Cuando pienso que Arturo, en la corte, no tiene a ninguno de sus hombres leales, salvo a los lisiados, los enfermos y los cobardes… A veces me pregunto si no habrá sido el mismo diablo quien fingió una obra divina para esparcir a los caballeros.

Lanzarote replicó en voz baja:

—Sé que aquello vino de Dios, Gareth. No trates de quitármelo. —Y por un momento la luz de la demencia volvió a centellear en sus ojos.

La voz de Gareth sonó extrañamente apagada.

—No puede ser voluntad de Dios que se malogre de este modo lo que Arturo tardó más de veinticinco años en forjar. ¿Sabes que hay nórdicos salvajes desembarcando en las costas? Y cuando los habitantes de esas tierras claman por las legiones de Arturo, no hay nadie que vaya en su ayuda. Así se están reuniendo nuevamente los ejércitos sajones, mientras Arturo permanece ocioso en Camelot y tú buscas tu alma. Lanzarote, te lo ruego: si no quieres volver a la corte, busca al menos a Galahad y haz que vuelva junto a Arturo. Si el rey envejece y su voluntad se debilita (Dios no lo permita), tal vez tu hijo deba ocupar su lugar, pues todos saben que es su hijo adoptivo y heredero.

—¿Galahad? —repitió Lanzarote, sombrío—. ¿Crees que tengo mucha influencia sobre mi hijo? Tú y los otros jurasteis buscar el Grial durante un año y un día; él dijo que le dedicaría la vida entera.

—¡No! —Gareth se inclinó desde el caballo para asir a Lanzarote por un hombro—. Por eso tienes que buscarlo y hacer que regrese a Camelot, a cualquier precio. Ah, Dios… Gwydion me inspira afecto, pero… ¿Cómo decirlo? Desconfío del poder que ese hombre tiene sobre nuestro rey. Los sajones que piden audiencia con Arturo terminan hablando con él. Y entre ellos, como bien sabes, el heredero es el hijo de la hermana.

Lanzarote dijo, con leve sonrisa:

—Así era aquí antes de que vinieran los romanos.

—¿Y no lucharás por los derechos de tu hijo?

—Es Arturo quien tiene que decir quién lo sucederá en el trono, si en verdad hemos de tener otro rey después de él. A veces pienso que, cuando Arturo desaparezca, las sombras caerán sobre esta tierra. Pero si es tu voluntad, Gareth, iré en busca de Galahad.

—Cuanto antes —lo urgió su primo.

—¿Y si no quiere venir?

—Si no quiere venir —dijo Gareth, lentamente—, quizá no sea el rey que necesitamos para suceder a Arturo. En ese caso estaremos en manos de Dios. ¡Y que Él nos ampare a todos!

Lanzarote volvió a abrazarlo.

—Todos estamos en manos de Dios, pase lo que pase. Pero te juro que buscaré a Galahad para llevarlo conmigo a Camelot.

El fulgor desapareció; el rostro de Gareth desapareció en la penumbra y, por un momento, sólo quedaron los ojos de Lanzarote, tan parecidos a los de Viviana que Morgause sintió sobre ella la mirada desaprobatoria de su hermana, como si le dijera: «¿Qué has hecho ahora, Morgause?». Luego también eso desapareció. Morgause quedó sola con el fuego, cuyo humo había perdido todo su poder, y el cadáver laxo y desangrado de la muchacha tendido frente al hogar.

¡Maldito Lanzarote, que aún podía malograrle los planes! El odio atravesó a Morgause como un dolor, un nudo en la garganta que descendía hasta el mismo vientre. Le dolía la cabeza y se sentía mortalmente descompuesta por las secuelas de la magia. Sólo quería dejarse caer allí y dormir muchas horas, pero tenía que ser fuerte, fuerte como los embrujos que había convocado: ¡era reina de Lothian, reina de las Tinieblas!

Abrió la puerta para arrojar al perro muerto en el estercolero, sin percatarse del hedor. En cuanto al cadáver de la fregona, no podía moverlo sola. Cuando iba a pedir ayuda se detuvo en seco: no podía dejarse ver así, con la cara aún manchada de sangre. Se lavó con el agua de la jofaina y se trenzó nuevamente el cabello. Las manchas del vestido no tenían remedio, pero con el fuego apagado había muy poca luz en la habitación. Por fin llamó a su chambelán, que acudió con ávida curiosidad en la cara.

—¿Qué sucede, mi reina? Oí gritos. —Alzó la lámpara y Morgause creyó verse a través de sus ojos: bella en su desaliño. «Si extendiera la mano podría hacerlo mío sobre el cadáver de la muchacha», pensó, con el extraño dolor del deseo. Pero desechó la idea; ya habría tiempo para eso.

—Sí, hemos sufrido una gran desgracia. La pobre Becca… —Señaló el cadáver—. Cayó en el fuego. Cuando quise atenderle las quemaduras, me quitó el cuchillo de la mano para cortarse el cuello. El dolor tiene que de haberla enloquecido, pobre. Mira: estoy cubierta de sangre.

El hombre, con una exclamación consternada, fue a examinar el cuerpo sin vida.

—Bueno, la pobre chica no estaba muy en sus cabales. No tendríais que haberle permitido entrar aquí, señora.

El tono de reproche perturbó a Morgause. ¿Cómo se le había ocurrido meter a ése en su cama?

—No te llamé para que juzgaras mis actos. Sácala de aquí y hazla enterrar decentemente. Que vengan mis damas. Al amanecer parto hacia Camelot.

Caía la noche; una densa llovizna hacía borroso el camino. Morgause, mojada y con frío, sintió fastidio cuando su capitán de caballería se acercó para preguntarle:

—¿Estáis segura, señora, de que no hemos errado el camino?

Hacía meses que le había echado el ojo; se llamaba Cormac; era alto y joven, de rostro aguileño, hombros anchos y muslos fuertes. Y ahora tenía la sensación de que todos los hombres eran estúpidos; habría hecho mejor dejándolo en casa y mandando el grupo ella misma. Pero había cosas que ni la reina de Lothian podía hacer.

—No reconozco ninguna de estas sendas. No obstante, por la distancia que hemos recorrido hoy, estoy segura de que estamos cerca de Camelot… a menos que hayas perdido el rumbo en la niebla y estemos viajando nuevamente hacia el norte, Cormac.

En una situación normal no le habría disgustado pasar otra noche en el camino, bajo su cómodo pabellón, con todas las comodidades y, quizás, ese joven para calentarle la cama. «Desde que descubrí la hechicería tengo a todos a mis pies, pero ya no me interesan. Es extraño que no haya buscado a nadie desde que supe de la muerte de Lamorak. ¿Estaré envejeciendo?». Horrorizada por la idea, decidió pasar la noche con Cormac… Pero antes tenían que llegar a Camelot, para defender los intereses de Gwydion y ofrecerle consejo.

—El camino tiene que estar aquí, idiota. He hecho este viaje tantas veces como dedos tengo en las dos manos. ¿Me crees necia?

—Dios no lo permita, señora. Y yo también he cabalgado a menudo por aquí. Sin embargo, me parece que nos hemos extraviado.

Morgause se atragantó con la exasperación. Repasó mentalmente el camino que había recorrido tantas veces desde Lothian, dejando la calzada romana y tomando la transitada senda que bordeaba las marismas de la isla del Dragón; luego, a lo largo del barranco, hasta encontrar el camino de Camelot, que Arturo había hecho ensanchar y empedrar hasta dejarlo tan firme como la buena vía romana.

—¡De algún modo te has pasado el camino a Camelot, idiota! Allí está el antiguo fragmento de muralla romana. No sé cómo, pero teníamos que haber llegado al desvío a Camelot hace media hora.

No había más remedio que retroceder, pero se estaba cerrando la noche. Morgause se levantó la capucha y azuzó a su caballo. En esa época del año aún tenía que quedar una hora de luz, pero sólo se veía un levísimo resplandor hacia el oeste.

—Aquí está —dijo una de sus damas—. ¿Veis ese grupo de cuatro manzanos? Un verano vine a cortar un esqueje para el huerto de la reina.

Pero no había camino: sólo un pequeño sendero que serpenteaba trepando la colina yerma, en vez de un ancho camino. Y allá arriba, aún entre la niebla, tendrían que haber estado las luces de Camelot.

—Tonterías —aseguró Morgause, con brusquedad—. De algún modo nos hemos pasado el camino. ¿O me dirás que sólo hay un grupo de cuatro manzanos en el reino de Arturo?

—Pero es aquí donde tendría que estar el camino, lo juro —gruñó Cormac.

Sin embargo, puso a toda la caravana en movimiento y continuaron avanzando, bajo una lluvia que caía como si se hubiera iniciado en los comienzos del tiempo y ya no supiera detenerse. Morgause, cansada y con frío, suspiraba por una cena caliente, ponche de vino y una cama blanda. Cuando Cormac volvió a acercarse lo interpeló con irritación:

—¿Y ahora qué, idiota? ¿Te has vuelto a pasar esa ancha carretera?

—Lo siento, mi reina, pero… Mirad: estamos otra vez donde nos detuvimos para que los caballos descansaran, después de abandonar la vía romana. Allí está el trapo con que me limpié el barro.

Morgause estalló:

—¿Qué reina ha tenido que soportar a tantos estúpidos como yo? —gritó—. ¡La segunda ciudad del país, después de Londínium, y no podemos hallarla! ¿Vamos a pasarnos la noche yendo y viniendo por esta calzada?

Al fin no hubo más remedio que encender las lámparas y retroceder nuevamente hacia el sur. Morgause se puso personalmente a la vanguardia, junto a Cormac. La niebla y la lluvia parecían apagar hasta los ecos. Por fin volvieron a encontrarse ante el fragmento de muralla romano. Cormac lanzó un juramento, pero se le notaba asustado.

—Lo siento, señora. No lo comprendo.

—¡El diablo os lleve a todos! —chilló Morgause—. ¡Nos pasaremos la noche dando vueltas y vueltas!

Pero ella también reconocía la ruina. Aspiró una larga bocanada de aire, exasperada, pero resignada.

—Quizá por la mañana haya amainado. Y si es necesario podemos regresar a la muralla romana.

—Siempre que no hayamos entrado, quién sabe cómo, en el país de las hadas —murmuró una de las mujeres, persignándose subrepticiamente.

Morgause vio su gesto, pero se limitó a decir:

—¡Basta de idioteces! No podemos continuar. Apresuraos a instalar el campamento. Por la mañana ya veremos qué hacemos.

Había pensado llamar a Cormac, tan sólo para no dar espacio al miedo que empezaba a invadirla, pero no lo hizo. Desvelada entre sus mujeres, inquieta, repasó mentalmente todos los pasos del viaje. No se oía ningún ruido en la noche, ni siquiera el croar de las ranas en los pantanos. No era posible pasar de largo una gran ciudad como Camelot, pero había desaparecido. ¿O acaso ella misma, con toda su caravana, había desaparecido en el mundo de la hechicería? Y cada vez que llegaba a ese punto se arrepentía de haber puesto a Cormac a montar guardia; con él a su lado no habría tenido esa terrorífica sensación de que el mundo estaba demencialmente desarticulado. Una y otra vez trató de dormir y se encontró con los ojos muy abiertos en la oscuridad, totalmente despierta.

En algún momento de la noche la lluvia cesó. Al romper el día, aunque por doquier se elevaba una niebla húmeda, el cielo estaba despejado. Morgause despertó de un sueño breve y nervioso; había visto a Morgana, encanecida y anciana, mirando dentro de un espejo como el suyo. Salió del pabellón para mirar colina arriba, con la esperanza de que Camelot estuviera donde tenía que estar, con la ancha carretera que llevaba hasta las torres. Pero estaban junto a las ruinas de la muralla romana, una milla más al sur, y en la colina verde, cubierta de hierbas altas, nada sobresalía.

Cabalgaron lentamente por el camino embarrado, señalado por las huellas que habían dejado por la noche, en sus idas y venidas. Un rebaño pastaba a un lado, pero cuando el capitán de Morgause quiso hablar con el pastor, el hombre se escondió tras una pared y no hubo modo de hacerlo salir.

—¿Y ésta es la paz de Arturo? —se extrañó Morgause en voz alta.

Cormac respondió con deferencia:

—Creo, señora, que aquí hay algún encantamiento. Esto no es Camelot.

—¿Y qué es, por Dios? —preguntó ella.

Pero el joven se limitó a murmurar:

—¿Qué es en verdad, por Dios?

El gimoteo asustado de una de las damas hizo que Morgause levantara nuevamente la cabeza. Por un momento fue como si Viviana hablara en su mente, diciéndole lo que ella sólo creía a medias: que Avalón se había adentrado en las brumas, que quien lo buscara sin saber el camino sólo llegaría a la isla de Glastonbury.

Podían regresar a la vía romana… Pero tenía el extraño temor de que también hubiera desaparecido, y también Lothian, dejándola sola en la faz de la tierra con ese puñado de personas. ¿Acaso Camelot y todos sus habitantes habían sido llevados al cielo de los cristianos? ¿O el mundo entero había llegado a su fin y sólo quedaban en él unos cuantos extraviados?

Pero no podían quedarse allí, contemplando el sendero vacío.

—Volveremos a la vía romana —dijo.

¿Por qué estaba todo tan callado, como si en el mundo entero sólo resonaran los cascos de sus caballos? Cuando estaban a punto de llegar al camino romano oyeron un ruido de cascos: un jinete se acercaba desde Glastonbury, a paso lento y decidido. En la niebla se distinguía una silueta oscura, seguida por un animal muy cargado. Al cabo de un momento, uno de sus hombres exclamó:

—¡Vaya, pero si es el señor Lanzarote del Lago! ¡Buenos días os dé Dios, señor!

—¡Hola! ¿Quién va? —Era, en verdad, la conocida voz de Lanzarote.

Según se acercaba, el familiar sonido del caballo y la mula parecieron liberar algo en el mundo que les rodeaba: los ladridos de unos perros, a lo lejos, rompieron el silencio sepulcral con su ruido simple y normal.

—¡La reina de Lothian! —respondió Cormac.

Lanzarote detuvo su caballo frente a ella.

—Ah, tía, no esperaba encontraros aquí. ¿Os acompañan por ventura mis primos, Gawaine o Gareth?

—No —respondió Morgause—. Viajo sola hacia Camelot. —«¡Si todavía existe!», añadió para sus adentros, irritada.

Posó una mirada atenta en la cara de Lanzarote. Parecía fatigado, con la ropa raída y no del todo limpia; su capa no era digna ni de un lacayo. «¡Ah, Lanzarote! Ginebra no te encontrará ahora tan hermoso. Yo misma ya no te invitaría a mi lecho».

Entonces él sonrió y Morgause se dijo: «A pesar de todo sigue siendo hermoso».

—¿Queréis que viajemos juntos, tía? En verdad me trae la más dolorosa misión.

—Supe que habíais partido a la búsqueda del Grial. ¿Habéis fracasado, que estáis tan cariacontecido?

—No es para hombres como yo hallar el mayor de los Misterios. Pero traigo conmigo a quien lo tuvo en sus manos. Y vengo a decir que la búsqueda ha terminado: el Grial ha desaparecido para siempre de este mundo.

En ese momento Morgause vio que la mula cargaba el cadáver cubierto de un hombre.

—¿Quién…? —susurró.

—Galahad —respondió Lanzarote, en voz baja—. Mi hijo halló el Grial. Ahora sabemos que no es posible mirarlo y sobrevivir. Ojalá hubiera sido yo, por lo menos para no llevar a mi rey una noticia tan amarga: quien tenía que sucederlo se ha ido a un mundo en el que podrá continuar eternamente esta búsqueda, sin mácula.

Morgause se estremeció. «Ahora el país quedará sin rey, gobernado por los curas que tienen a Arturo en sus manos…». Pero desechó furiosamente esas fantasías. «Galahad ha muerto. Arturo tiene que nombrar a Gwydion su sucesor».

Lanzarote miró con pesar la mula cargada, pero sólo dijo:

—¿Continuamos? Anoche no pensaba detenerme, pero la niebla era espesa y temí extraviarme. Esto parecía Avalón.

—Nosotros no pudimos hallar Camelot… —empezó Cormac.

Pero Morgause lo interrumpió, nerviosa:

—¡Basta de tonterías! En la oscuridad equivocamos el camino y pasamos la mitad de la noche yendo y viniendo. Nosotros también queremos llegar a Camelot cuanto antes, sobrino.

Uno o dos de sus hombres, que conocían a Lanzarote y a su hijo, se acercaron al cuerpo, con expresiones de solidaridad y palabras amables. El caballero del lago los escuchó a todos con expresión apesadumbrada. Luego musitó:

—Más tarde habrá tiempo para el duelo, muchachos. Dios sabe que no me urge dar esta noticia a Arturo, pero demorarla no la hará menos dura. Continuemos la marcha.

La niebla fue atenuándose con el ascenso del sol. Partieron por el mismo camino que la caravana había estado recorriendo durante horas. Muy poco después, otro sonido rompió el extraño silencio de aquella mañana espectral. Era un toque de trompeta, claro y agudo, surgido de las alturas de Camelot. Ante Morgause, junto al grupo de cuatro manzanos, se extendía la carretera construida por Arturo para sus mesnadas, ancha e inconfundible a la luz del sol.

Pareció adecuado que la primera persona a quien Morgause viera en Camelot fuera su hijo Gareth. Él se adelantó a grandes pasos para darles la voz de alto ante las grandes puertas; al reconocer a Lanzarote corrió hacia él. El caballero del lago descabalgó para estrecharlo en un gran abrazo.

—Conque eres tú, primo.

—Yo, sí. Cay ya está demasiado anciano y cojo para patrullar las murallas de Camelot. ¡Ah, en buen día regresas a Camelot, primo! Pero veo que no hallaste a Galahad.

—Lo encontré, sí —dijo Lanzarote, tristemente.

Y el rostro franco de Gareth, aún juvenil pese a la barba, se llenó de consternación al ver el contorno del cadáver bajo el sudario.

—Tengo que dar inmediatamente esta noticia a Arturo. Llévame a él, Gareth.

El joven, con la cabeza gacha, apoyó una mano en el hombro de Lanzarote.

—¡Ah, qué mala fecha para Camelot! ¡Ya decía yo que el Grial era obra de algún demonio!

Lanzarote negó con la cabeza. Morgause tuvo la sensación de que algo brillaba a través de él, como si su cuerpo fuera transparente; había un gozo oculto en su triste sonrisa.

—No, querido primo —dijo—; borra eso de tu mente para siempre. Galahad ha recibido lo que Dios quiso darle, y así nos sucederá a todos. El Señor permita que lo recibamos con tanto valor como él.

—Amén —dijo Gareth.

Y se persignó, horrorizando a su madre. Luego levantó la vista hacia ella y se sobresaltó.

—¿Sois vos, madre? Perdonad. Sois la persona a quien menos esperaba ver en compañía de Lanzarote. —Y se inclinó en un obediente besamanos—. Venid, señora. Voy a llamar a un chambelán para que os conduzca a la reina. Ella os recibirá entre sus damas mientras Lanzarote habla con el rey.

Morgause se dejó llevar, preguntándose para qué había ido. En Lothian reinaba por derecho; allí, en Camelot, sólo podía sentarse entre las damas de Ginebra y, de cuanto sucediera, sólo sabría lo que sus hijos creyeran conveniente decirle. Se dirigió al chambelán:

—Di a mi hijo Gwydion…, al señor Mordret… que ha venido su madre. Pídele que venga a verme en cuanto le sea posible.

No obstante, hundida en el abatimiento, se preguntó si Gwydion se molestaría siquiera en presentarle sus respetos como lo había hecho Gareth. Y una vez más presintió que el viaje a Camelot había sido un error.