N los lúgubres días que siguieron a la muerte de Kevin, Morgana se dijo a menudo que, en verdad, la Diosa había asumido la misión de destruir a los caballeros de la mesa redonda. Pero ¿por qué deseaba destruir también Avalón?
«Estoy envejeciendo. Cuervo ha muerto y también Nimue, que habría tenido que ser la Dama después de mí. Y la Diosa no ha designado a ninguna otra profetisa. Kevin yace sepultado dentro del roble. ¿Qué será ahora de Avalón?».
Era como si el mundo estuviera mudando de sitio; más allá de las brumas, se movía a una velocidad cada vez mayor. Ya nadie podía abrir la entrada entre las nieblas, salvo ella y una o dos de las sacerdotisas de más edad. Y a veces, cuando salía a caminar, ya no veía el sol ni la luna; así se percataba de que había cruzado las fronteras del país de las hadas, aunque muy rara vez entreveía a su gente entre los árboles y nunca a la reina.
«La Diosa vino al mundo por última vez cuando recorrió el salón de Camelot con el Grial en las manos», pensó. Y luego, confundida, se preguntó si había sido en verdad la Diosa la que lo hiciera o sólo ella y Cuervo, creando ilusiones.
«He convocado a la Diosa y la hallo dentro de mí misma».
Y Morgana supo que ya nunca podría buscar consuelo o consejo fuera de sí misma: sólo en su interior. De vez en cuando, siguiendo la costumbre de toda una vida, trataba de invocar la imagen de la Diosa para que la guiara, pero no veía nada; a veces, la cara de Igraine, joven y bella. En ocasiones, la de Viviana.
«Ellas son la Diosa. La Diosa soy yo. No hay nadie más».
Poco le interesaba mirar dentro del espejo mágico, pero de vez en vez, cuando la luna estaba en sombras, iba a beber del manantial y miraba dentro del agua. Pero sólo veía imágenes fugaces e intrigantes: los caballeros de la mesa redonda, viajando de un lado a otro, siguiendo sueños y visiones sin que ningún hallara el verdadero Grial. Algunos, olvidando la búsqueda, cabalgaban abiertamente en busca de andanzas; otros se encontraron con más aventuras de las que podían afrontar y acabaron por perecer; algunos hicieron buenas obras y otros, maldades. Uno o dos, en penetrantes visiones de fe, soñaron un Grial propio y murieron. Otros, siguiendo el mensaje de sus videncias, peregrinaron a la Tierra Santa; hubo quienes, siguiendo los vientos que soplaban por entonces en el mundo entero, se hicieron ermitaños, buscando, en cuevas y toscos refugios, una vida de silencio y penitencia…
Una o dos veces vio fugazmente una cara conocida: Mordret, en Camelot, junto a Arturo. También a Galahad, en su búsqueda del Grial, pero luego dejó de verlo y se preguntó si la búsqueda lo habría llevado a la muerte.
Y una vez reconoció a Lanzarote, medio desnudo, cubierto con pieles de animales, largo y desaliñado el pelo; corría por un bosque sin armadura ni espada, con un brillo de locura en los ojos. Había imaginado que esa búsqueda sólo podía llevarlo a la demencia y la desesperación. Volvió a buscarlo en el espejo de luna en luna, pero durante mucho tiempo no tuvo éxito. Por fin lo encontró dormido sobre paja, vestido con harapos; a su alrededor se alzaban los muros de una mazmorra. Y ya no lo vio más.
«Ah, dioses, ¿acaso él también se ha ido, como tantos de los hombres de Arturo? En verdad el Grial no fue una bendición para la corte, sino una maldición. Y así tenía que ser: una maldición contra el traidor que lo profanó. Y ahora ha desaparecido de Avalón para siempre».
Durante mucho tiempo Morgana estuvo convencida de que el Grial había sido llevado por la Diosa a los reinos divinos, para que la humanidad ya no pudiera volver a profanarlo, y se contentó con eso, pues había sido mancillado con el vino de los cristianos y ella no sabía cómo purificarlo.
Algunos rumores del mundo exterior le llegaban a través de las antiguas hermandades de sacerdotes cristianos que, en aquellos días, llegaban a Avalón huyendo de la obligada conformidad con ese nuevo sacerdocio empeñado en borrar cualquier otro que no fuera el propio. Ahora decían que aquel cáliz fue, en verdad, el que Cristo usó en la última cena, que estaba ahora en cielo y que ya no se volvería a ver en el mundo. Pero también comentaba que había sido visto en «la otra isla», Ynis Witrin, refulgente en el fondo del pozo: el mismo pozo que, en Avalón, era el sagrado espejo de la Diosa. Por eso los curas de Ynis Witrin empezaban a llamarlo «el Pozo del Cáliz».
Y cuando los ancianos sacerdotes ya llevaban un tiempo en Avalón, Morgana empezó a oír rumores de que, en ocasiones, el Grial aparecía durante un momento sobre su altar. «Será como la Diosa quiera. No lo profanarán». Pero ignoraba si estaba en verdad en la vetusta iglesia de la hermandad cristiana…, que había sido construida en el mismo sitio donde se alzaba la iglesia en la otra isla. Por eso decían que, cuando las brumas se atenuaban, la antigua hermandad de Avalón oía los cánticos de los monjes en su iglesia de Ynis Witrin. Morgana recordaba entonces el día en que las nieblas, al atenuarse, habían permitido que Ginebra pasara a Avalón.
En Avalón, el tiempo transcurría ahora de una manera extraña. Morgana ignoraba si ya había pasado el año y un día al que se comprometieran los caballeros. A veces pensaba que el mundo exterior debía de haber visto pasar varios años.
Pensaba mucho en las palabras de Kevin: «… las brumas se están cerrando sobre Avalón».
Y un día fue convocada a la orilla del lago. No necesitó de la videncia para saber quién llegaba en la barca. Lanzarote ya tenía el pelo completamente gris; estaba delgado y demacrado. Pero cuando bajó de la barca, siendo sólo una sombra de su antigua gracia, Morgana se adelantó para cogerle las manos y no encontró en su cara rastros de locura.
Cuando él la miró a los ojos tuvo la súbita sensación de ser la Morgana de antaño, cuando el templo estaba lleno de sacerdotisas y druidas, cuando Avalón no era una tierra solitaria a la deriva entre la niebla, con un puñado escaso de ancianas sacerdotisas, algunos druidas entrados en años y unos cuantos cristianos antiguos, medio olvidados.
—¿Cómo es posible que el tiempo te afecte tan poco, Morgana? —le preguntó Lanzarote—. Todo parece cambiado, aun aquí, en Avalón. Mira, ¡hasta el círculo de piedras está oculto en las brumas!
—Oh, todavía están allí —aseguró Morgana—, aunque ahora algunos nos extraviamos al buscarlas. Tal vez algún día desaparezcan por completo en la niebla, para no ser derribadas jamás por manos humanas ni por los vientos del tiempo. Ya nadie rinde culto allí; las fogatas de Beltane han dejado de encenderse incluso en Avalón, aunque dicen que todavía se celebran los ritos antiguos en Cornualles y en Gales del norte. Los del pueblo pequeño no los dejarán morir mientras sobreviva uno solo de ellos. Me sorprende que pudieras llegar hasta aquí, primo.
Lanzarote sonrió; entonces vio en sus ojos los rastros del dolor y hasta de la demencia.
—Caramba, apenas tenía conciencia de venir hacia aquí prima. Ahora la memoria me juega una mala pasada. Estuve loco, Morgana. Deseché la espada; vivía en el bosque, como un animal, y en algún momento, no sé por cuánto tiempo, estuve confinado en una extraña mazmorra.
—La vi —susurró Morgana—, pero no sabía qué significaba.
—Tampoco yo. Y todavía no lo sé. Recuerdo muy poco de aquella época. Creo que es una bendición no recordar lo que hice. No fue la primera vez; en los años que pasé con Elaine hubo momentos en que apenas tenía conciencia de lo que hacía.
—Pero ya estás bien —señaló Morgana, deprisa—. Ven a desayunar conmigo, primo. Es demasiado temprano para cualquier otra cosa, cualquiera que sea el motivo que te trajo.
Lo llevó a su vivienda; con excepción de las sacerdotisas que la atendían, Lanzarote era la primera persona que entraba allí desde hacía años. Aquella mañana había pescado del lago, que ella le sirvió con sus manos.
—Ah, qué rico —dijo él, masticando con apetito.
Morgana se preguntó cuánto tiempo llevaría sin acordarse de comer. Iba tan pulcramente peinado como de costumbre; ahora tenía el pelo completamente encanecido y retazos blancos en la barba, cuidadosamente recortada; su capa, aunque raída y gastada por los viajes, estaba bien cepillada y limpia. Viendo que ella observaba la prenda, rió un poco.
—Perdí, no sé dónde, capa, espada y armadura; tal vez me los robaran en alguna mala aventura, o quizá los desechara en mi locura. Sólo recuerdo borrosamente que un día alguien me llamó por mi nombre; era uno de los caballeros, quizá Lamorak. Yo estaba demasiado débil para viajar con él, que partía al día siguiente, pero empecé a recordar poco a poco quién era. Entonces me dieron una túnica y me permitieron sentarme a la mesa y comer con mi cuchillo, en vez de arrojarme las sobras en un cuenco de madera. —Su risa sonó trémula y nerviosa—. Creo que herí a algunos de ellos. Parece que perdí casi todo un año de mi vida; sólo recuerdo nimiedades. Lo que más me preocupaba era no darme a conocer, por no arrojar vergüenza sobre Arturo y sus caballeros. —Hizo una pausa; Morgana calculó su tormento por lo que no decía—. Bueno, lentamente recuperé las fuerzas suficientes para viajar. Lamorak me había dejado dinero para un caballo y provisiones. Pero la mayor parte de ese año está en sombras.
Cogió el pan restante para recoger decididamente los restos de pescado. Morgana le preguntó:
—¿Y qué fue de la búsqueda?
—¿Qué, en verdad? He sabido muy poco, aquí y allá, mientras viajaba por el país. Gawaine fue el primero en regresar a Camelot.
Morgana sonrió, casi contra su voluntad.
—Siempre fue inconstante en todo.
—Salvo en su lealtad a Arturo —corrigió Lanzarote—. Y mientras venía hacia aquí me encontré con Gareth.
—¡El querido Gareth! Es el mejor de los hijos de Morgause. ¿Qué te dijo?
—Dijo que había tenido una visión —musitó Lanzarote—, en la que se le ordenaba regresar a la corte y cumplir con su rey y sus tierras, sin demorarse buscando espejismos de objetos sagrados. Charló largamente conmigo, rogándome que abandonara la búsqueda del Grial para acompañarlo a Camelot.
—Me sorprende que no lo hicieras.
Lanzarote sonrió.
—También a mí, prima. Le he prometido regresar en cuanto pueda. —De pronto su expresión se tornó grave—. Gareth me dijo que ahora Mordret está siempre cerca de Arturo. Que lo mejor sería buscar a Galahad y pedirle que regresara de inmediato, pues desconfía de Mordret y su influencia sobre el rey. Lamento hablar mal de tu hijo, Morgana.
Ella comentó:
—Una vez me dijo que Galahad no viviría lo suficiente para gobernar, pero me juró que no tendría ninguna participación en su muerte.
Lanzarote parecía atribulado.
—He visto cuántas desgracias pueden acontecer en esta maldita búsqueda. Dios permita que pueda hallar a Galahad antes de que sea víctima de algo así.
Entre ellos se hizo el silencio. Morgana pensaba: «En el fondo lo sabía: por eso Mordret rechazó la búsqueda». Y cayó en la cuenta de que ya no creía que Gwydion, Mordret, llegara a reinar desde Avalón. Se preguntó cuándo había empezado a aceptarlo. Tal vez a la muerte de Accolon, puesto que la Diosa no había dado protección a su elegido.
«Galahad será rey, un rey cristiano. Y eso puede significar que mate a Gwydion. ¿Qué será del Macho rey cuando el ciervo joven haya crecido?». Pero si el tiempo de Avalón había llegado a su fin, tal vez Galahad ocupara el trono en paz, sin necesidad de matar a su rival.
Lanzarote miró hacia el rincón.
—¿Es el arpa de Viviana?
—Sí —confirmó Morgana—. La mía quedó en Tintagel pero supongo que es tuya, si la quieres, por derecho de herencia.
—Ya no toco ni tengo voluntad de hacer música, Morgana. Es tuya por derecho, como todo lo que pertenecía a mi madre.
Morgana recordó unas palabras que le habían llegado al corazón, una vida entera atrás: «Ojalá no te parecieras tanto a mi madre, Morgana». Ahora el recuerdo no encerraba dolor, sino calidez; Viviana no desaparecería por completo mientras algo sobreviviera en ella. Lanzarote agregó, a trompicones:
—Quedamos tan pocos… somos tan pocos los que recordamos los viejos tiempos de Caerleon… e incluso los de Camelot…
—Allá está Arturo —apuntó Morgana—. Y Gawaine, Gareth, Cay… y muchos más, querido. Sin duda se preguntan todos los días dónde está Lanzarote. ¿Por qué has venido aquí en vez de estar allí?
—Como dije, la mente me juega una mala pasada. Vine casi sin saberlo. Pero ya que estoy aquí, tendría que preguntar… Me dijiste que Nimue estaba en Avalón. Tendría que preguntarte qué ha sido de ella. ¿Está bien? ¿Se encuentra a gusto entre las sacerdotisas?
—Lo siento —murmuró Morgana—. Parece que sólo tengo malas noticias para daros. Nimue murió hace un año.
No diría más. Lanzarote ignoraba la traición de Merlín, la última visita de Nimue a la corte. Conocer el resto sólo serviría para entristecerlo más. Él no hizo preguntas; sólo bajó la vista, con un fuerte suspiro. Al fin dijo:
—Y la menor, la pequeña Ginebra, está casada y vive en la baja Britania. Y la búsqueda se ha tragado a Galahad. Nunca me esforcé por conocer a mis hijos. Los dejé casi enteramente en manos de Elaine, incluso al varón, pensando que eran lo único que podía darle. Cuando partimos de Camelot viajé con Galahad durante un tiempo; en esos diez días lo conocí mejor que en los dieciséis años anteriores. Tal vez sea buen rey, si sobrevive.
Miró a Morgana, casi suplicante, y ella comprendió que deseaba una respuesta tranquilizadora, pero no la tenía. Por fin le dijo:
—Si sobrevive será buen rey, pero rey cristiano. —Por un momento los sonidos de Avalón parecieron apagarse a su alrededor, como si hasta las olas del lago y el susurro de los juncos callaran para oír sus palabras—. Si sobrevive a la búsqueda del Grial, gobernará rodeado por los curas; en todo el país habrá un solo Dios y una sola religión.
—¿Tan trágico sería eso, Morgana? —preguntó Lanzarote en voz baja—. El Dios cristiano está causando un renacimiento espiritual en todo el país. ¿Es malo eso, si la humanidad ha olvidado los Misterios?
—No los ha olvidado —corrigió Morgana—: los ha encontrado demasiado difíciles. Los hombres quieren un Dios que cuide de ellos y no les exija buscar la iluminación; que los acepte tal como son, con todos sus pecados, y los borre con arrepentimiento.
Lanzarote sonrió con amargura.
—No quieren esperar a la justicia divina: la quieren ahora. Ése es el cebo que les ofrece esta nueva raza de sacerdotes.
Morgana comprendió que eso era verdad y bajó la cabeza, angustiada.
—Y como es su visión del Dios lo que da forma a la realidad, así ha de ser. La Diosa fue real mientras la humanidad le rindió homenaje y creó su forma. Ahora creará el tipo de Dios que cree desear… el Dios que merece, quizá.
Y así tenía que ser, pues la realidad era lo que el hombre veía de ella. Bajo las enseñanzas de los curas, la naturaleza pasaría a ser maligna, ajena y hostil. Los dioses antiguos, demonios, surgidos de esa parte de sí que el hombre estaba dispuesto a sacrificar o dominar, en vez de dejarse guiar por ella. Recordó algo que había leído en Gales, en los libros del sacerdote:
—Y de esa manera todos los hombres se convertirán en eunucos por el Reino de Dios. Creo que no me interesa vivir en ese mundo, Lanzarote.
El fatigado caballero negó con la cabeza, suspirando.
—Tampoco a mí, Morgana. Pero tal vez sea un mundo más sencillo que el nuestro, donde será más fácil saber qué es lo correcto. Vine en busca de Galahad porque, a pesar de ser cristiano, sería mejor rey que Mordret.
Morgana apretó los puños bajo las mangas.
—¿Viniste a buscarlo aquí, Lanzarote? Era tan débil como Elaine; jamás querría pisar este mundo de brujerías.
—Como te he dicho, ignoraba que viniera hacia aquí. Quería llegar a Ynis Witrin y a la isla de los Sacerdotes, pues me llegaron rumores de que en aquella iglesia aparece en ocasiones un mágico fulgor. Supuse que Galahad podía haber ido allí. Y otra vieja costumbre me trajo aquí.
Morgana le preguntó con seriedad, cara a cara:
—¿Qué piensas de esa búsqueda, Lanzarote?
—En verdad, prima, no lo sé. Sólo sé que, el día que vimos el Grial en Camelot, algo muy santo vino a nosotros. Por primera vez sentí que había un Misterio más allá de esta vida. Por eso inicié la búsqueda, aun pensando en parte que era una locura y mientras viajaba con Galahad su fe era como una burla de la mía. ¡El muchacho era tan puro, tan simple y bueno…! Y yo, anciano y manchado… —Lanzarote bajó la vista al suelo; Morgana vio que tragaba saliva con dificultad—. Por eso me separé de él, finalmente: para no dañar esa fe inmaculada. Fue entonces cuando la niebla y la penumbra invadieron mi mente; no sé adónde fui; me parecía que Galahad conocía todos mis pecados y me despreciaba por ellos.
Hablaba en voz alta, excitado. Por un momento Morgana vio regresar a sus ojos ese brillo insano.
—No pienses en esa época, querido —se apresuró a decir—. Ya pasó.
Lanzarote aspiró muy hondo; sus pupilas se apagaron.
—Ahora mi búsqueda es buscar a Galahad. No sé qué vio él, por qué la llamada del Grial fue tan poderosa para unos y tan débil para otros. De todos los caballeros, creo que sólo Mordret no vio nada; en todo caso, se lo reservó.
«Mi hijo se educó en Avalón; no puede haberse dejado engañar por la magia de la Diosa», pensó Morgana. Iba a explicar a Lanzarote lo que había visto, para no permitir que un hombre de Avalón confundiera aquello con un misterio cristiano, pero al percibir esa nota extraña en su voz optó por callar. La Diosa le había ofrecido una visión consoladora; no le correspondía a ella destruirla con una palabra.
Eso era lo que Ella había buscado: tras el perjurio de Arturo, la Diosa había diseminado a sus caballeros. Y la ironía final era que la más sagrada de sus visiones inspirara la leyenda más apasionada del culto cristiano. Por fin Morgana dijo, alargando una mano:
—A veces pienso que no importa lo que hagamos. Los dioses nos mueven a su antojo.
—Si yo creyera eso —replicó él—, me volvería loco de una vez por todas.
Morgana sonrió con tristeza.
—Y yo enloquecería si no lo creyera. —«Tengo que creer que nunca tuve alternativa… que no pude rehusar a la consagración del rey ni aniquilar a Mordret antes de que naciera, negarme al casamiento con Uriens, detenerme antes de causar la muerte de Avalloch…, retener a mi lado a Accolon…, ni evitar la muerte de Kevin y de Nimue…».
Lanzarote dijo:
—Morgana, no puedo creer que sea la voluntad de Dios que Arturo y su corte caigan en manos de Mordret. Llamé a la barca y vine a Avalón sin pensarlo, pero ahora creo que obré mejor de lo que pensaba. Tú, que tienes el don de la videncia, puedes mirar dentro del espejo y decirme dónde está Galahad. Estoy dispuesto a enfrentarme a su cólera, exigiéndole que abandone la búsqueda y regrese a Camelot.
El suelo pareció estremecerse bajo los pies de Morgana, como si hubiera pisado arenas movedizas. Se oyó a sí misma decir, como desde una gran distancia:
—Volverás a Camelot con tu hijo, Lanzarote… —Y se preguntó por qué el frío parecía helarle las entrañas—. Miraré en el espejo por ti, primo, pero no conozco a Galahad. Tal vez no vea nada que pueda serte útil.
—Prométeme que harás lo posible —rogó él.
—Será lo que la Diosa quiera. Ven.
Cuando el sol ya estaba alto descendieron por la colina hacia el Pozo Sagrado. Arriba graznó un cuervo, una sola vez. Lanzarote se persignó contra el mal presagio, pero Morgana levantó la vista, preguntando:
—¿Qué has dicho, hermana?
La voz de Cuervo dijo en su mente: «No temas. Mordret no matará a Galahad. Y Arturo matará a Mordret».
Morgana dijo en voz alta:
—Arturo aún será Macho rey…
Lanzarote se volvió para mirarla fijamente.
—¿Qué has dicho, Morgana?
Cuervo volvió a hablar: «Al Pozo Sagrado no: a la capilla, ahora mismo. Es el momento prefijado».
—¿Adónde vamos? —preguntó Lanzarote—. ¿Ya no recuerdo el camino hacia el Pozo?
Y Morgana, alzando la cabeza, cayó en la cuenta de que sus pasos los habían llevado, no al Pozo, sino a la pequeña capilla donde la antigua hermandad cristiana celebraba sus oficios. Según se contaba, había sido construida cuando José de Arimatea hundió su cayado en el suelo de la colina que llamaban Wearyall. Morgana alargó la mano para coger una rama del Santo Espino; la púa se le clavó hasta el hueso. Sin saber lo que hacía marcó la frente de Lanzarote con las gotas de sangre.
Él la miró con sobresalto. Morgana oyó el cántico de los sacerdotes: Kirie eleison, Christe eleison… Entró calladamente y, para su sorpresa, se arrodilló. La capilla estaba llena de bruma. A través de la niebla creía ver la otra capilla, la de Ynis Witrin, y eran dos los conjuntos de voces que cantaban… Kirie eleison… Percibía también voces femeninas. Debían de ser las monjas de Ynis Witrin, pues en la capilla de Avalón no había mujeres.
Por un momento vio a Igraine, arrodillada a su lado, y oyó su voz clara y suave, cantando: Christe eleison… El sacerdote estaba ante el altar. Y entonces le pareció que también Nimue estaba allí, suelta la cabellera dorada en la espalda, tan encantadora como Ginebra cuando vivía allí, en el convento. Pero en vez de la antigua furia de celos, Morgana la miró con purísimo amor.
Se espesó la niebla; ya casi no podía ver a Lanzarote, arrodillado junto a ella. Pero ante el altar de la otra capilla estaba Galahad, con el rostro elevado, lleno de un fulgor reflejado. Y supo que él también veía, a través de la bruma, la capilla de Avalón donde estaba el Grial.
Oyó un sonido de diminutas campanas en Ynis Witrin, y la suave voz de Taliesin, que murmuraba:
—Pues la noche en que Cristo fue traicionado, el Maestro cogió la copa y la bendijo, diciendo: «Bebed todos de este cáliz, pues es mi sangre, que será derramada por vosotros».
Vio la sombra del sacerdote que elevaba el cáliz de la comunión, pero fue la damisela del Grial, Nimue… ¿o quizás ella misma?… la que le acercó la copa a los labios. Lanzarote corrió hacia delante, gritando:
—¡Ah, la luz… la luz!
Y cayó de rodillas, cubriéndose los ojos con las manos. Luego se deslizó hacia delante hasta quedar tendido en el suelo.
Ante el contacto con el Grial, la cara ensombrecida del joven se tornó clara, sólida, real, y las brumas desaparecieron. Galahad se arrodilló para beber de la copa.
—Pues así como el vino de muchas uvas fue aplastado para hacer un solo vino, así también, cuando nos unamos en este sacrificio perfecto y sin sangre, así todos seremos Uno bajo la Gran Luz que es Infinita…
Y con el fulgor del éxtasis en la cara, el joven lanzó un suspiro de gozo absoluto y miró de lleno hacia la luz. Alargó la mano para coger el cáliz en las manos… y cayó hacia delante, hacia el suelo de la capilla. También quedó tendido allí, inmóvil.
«Tocar los objetos sagrados sin preparación equivale a la muerte…».
Morgana vio que Nimue (¿o acaso era ella misma?) cubría la cara de Galahad con un velo blanco. Luego la joven desapareció y el cáliz quedó en el altar. Era sólo el cáliz de oro de los Misterios, sin rastro de la luz ultraterrena… Morgana no tenía la certeza de que estuviera allí… La niebla lo rodeaba todo. Y Galahad yacía muerto en el suelo de la capilla de Avalón, frío e inmóvil junto a Lanzarote.
Pasó largo rato antes de que Lanzarote se moviera. Cuando levantó la cabeza, Morgana vio su rostro ensombrecido por la tragedia.
—Y yo no fui digno de seguirlo —murmuró.
—Debes llevarlo a Camelot —dijo Morgana, delicadamente—. Ha ganado la búsqueda del Grial… pero fue la última. No pudo soportar la luz.
—Tampoco yo —susurró Lanzarote—. Mira: aún tiene la luz en la cara. ¿Qué vio?
Morgana cabeceó lentamente; un escalofrío le trepaba por los brazos.
—Ni tú ni yo lo sabremos jamás, Lanzarote. Sólo sé que murió con el Grial en los labios.
Su primo contempló el altar. Los sacerdotes se habían retirado silenciosamente, dejando a Morgana sola con el difunto y el vivo. Y el cáliz, rodeado de nieblas, aún relumbraba allí.
—Sí —dijo Lanzarote, levantándose—. Y esto volverá conmigo a Camelot, para que todos sepan que la búsqueda ha terminado. Ya ningún caballero buscará lo desconocido hasta morir o enloquecer…
Dio un paso hacia el altar, pero Morgana lo rodeó con los brazos para impedírselo.
—¡No, no! No es para ti. ¡Caíste fulminado con sólo verlo! Tocar sin preparación las cosas sagradas equivale a la muerte.
—Entonces moriré por el Grial.
Pero Morgana lo retuvo con fuerza y pronto sintió que cedía.
—¿Por qué, Morgana? ¿Por qué tiene que continuar esta locura suicida?
—No —dijo ella—. La búsqueda del Grial ha terminado. Se te ha salvado para que lleves la nueva a Camelot. Pero no puedes llevar el cáliz, nadie puede sostenerlo, confinarlo. Quienes lo busquen con fe…
Oyó su voz sin saber lo que estaba a punto de decir:
—… lo hallarán siempre… aquí, más allá de las tierras mortales pero si regresara contigo a Camelot, caería en manos de los curas más intransigentes, que lo usarían como a un peón de ajedrez. Te lo ruego, Lanzarote: déjalo aquí, en Avalón. Deja que, en este nuevo mundo carente de magia, haya al menos un Misterio que los sacerdotes no puedan reducir a sus dogmas. —Las lágrimas le quebraron la voz—. En los días venideros, ellos indicarán a la humanidad qué es bueno y qué es malo, qué pensar, cómo rezar, en qué creer. No puedo ver hasta el fin. Quizá la humanidad deba pasar un tiempo de penumbra a fin de reconocer, algún día, la bendición de la luz. Pero que haya un destello de esperanza en esa penumbra, Lanzarote. Una vez el Grial fue a Camelot. Que el recuerdo de su paso por allí no sea mancillado por su cautiverio en algún altar mundano. Que el hombre tenga un Misterio, una fuente de visión para seguir.
Su voz se había ido secando hasta parecer el graznido del último cuervo. Lanzarote se inclinó profundamente ante ella.
—Morgana… ¿eres realmente Morgana? Ya no sé quién eres, qué eres. Pero lo que dices es verdad. Que el Grial permanezca eternamente en Avalón.
A un gesto de Morgana, las gentes pequeñas de Avalón levantaron el cuerpo de Galahad para llevarlo en silencio a la barca. De la mano de Lanzarote, Morgana bajó a la orilla. Allí contempló el cadáver tendido en la embarcación: por un momento le pareció que era Arturo quien yacía allí, pero luego la visión onduló hasta desaparecer, dejando sólo a Galahad, con ese misterioso fulgor de paz en la cara.
—Y vas a Camelot con tu hijo —musitó—, pero no como lo preví. Creo que la videncia es una burla: vemos lo que los dioses nos permiten, pero no sabemos qué significa. Creo que no volveré a emplear ese don, primo.
—Dios así lo quiera. —Lanzarote le estrechó las manos un instante. Luego se las besó.
—Y así nos separamos, por fin —dijo delicadamente.
Entonces, pese a lo que terminaba de decir sobre la videncia, Morgana se vio con los ojos de Lanzarote: la virgen con la que había descansado en el círculo de piedras, de la que se había alejado por miedo a la Diosa; la mujer a la que recurriera en un frenesí de deseo, tratando de borrar la culpa de su amor por Ginebra y Arturo; la mujer pálida y terrible, con la antorcha en alto, al sorprenderlo en la cama de Elaine. Y ahora, la Dama oscura y callada, ensombrecida en luces, que lo había apartado del Grial.
Le besó en la frente. No había necesidad de palabras: ambos sabían que era una despedida y una bendición. Mientras Lanzarote se apartaba lentamente para abordar la mágica embarcación, Morgana observó sus hombros caídos, el brillo del sol poniente en su pelo, ya completamente blanco, y se vio nuevamente con sus ojos.
«Yo también soy vieja…», pensó.
Ahora sabía por qué nunca había vuelto a ver a la reina de las hadas.
«Ahora yo soy la reina. No hay más Diosa que ésta, y soy yo.
»Sin embargo, más allá de esto existe ella, como está en Igraine, Viviana, Morgause, Nimue y la reina. Y ellas vivirán también en mí, como ella…
»Y dentro de Avalón viven por siempre».