L rato llegó Merlín, seguido por un criado que llevaba a Mi señora. Caminaba con dos bastones, arrastrando el cuerpo torturado. Pero sonrió a las señoras, diciendo:
—Suponed, mi reina, señora Nimue, que mi espíritu os ha hecho la reverencia cortés que mi cuerpo rebelde ya no es capaz de hacer.
La joven susurró:
—Os lo ruego, prima, invitadle a tomar asiento; no puede pasar mucho tiempo de pie.
Ginebra lo autorizó con un gesto; por una vez se alegraba de la miopía que le impedía ver con claridad el cuerpo maltrecho. Nimue tuvo un momento de temor, pensando que el criado podía ser de Avalón y reconocerla, pero era sólo un criado de la corte. ¿Cómo era posible que Morgana o la anciana Cuervo hubieran visto tan lejos en el futuro para mantenerla en reclusión, a fin de que en Avalón hubiera una sacerdotisa bien preparada a quien Merlín no conociera?
Puso otro almohadón bajo el brazo de Merlín, cuyos huesos parecían asomar por la piel. Al rozarle el codo notó que sus articulaciones quemaban. Y tuvo un momento de piedad y rebelión.
«¡Es obvio que la Diosa ya se está vengando! Este hombre ya ha sufrido mucho. Si Cristo padeció un día en la cruz, éste ha pasado toda su vida crucificado en este cuerpo deforme».
Pero otros habían sufrido por su credo sin doblegarse ni traicionar los Misterios, de modo que endureció su corazón para decir con dulzura:
—¿Tocaríais para mí, señor Merlín?
—Por vos, mi señora, me gustaría ser como aquel antiguo bardo que hacía bailar a los árboles con su música.
—¡Oh, no! —protestó Nimue, riendo—. Si vinieran a bailar aquí llenarían el salón de tierra. Dejad los árboles donde están, os lo ruego, y cantad.
Merlín acercó las manos al arpa y comenzó a tocar. Nimue, sentada en el suelo junto a él, lo miraba con atención. Él la contemplaba como un perro observa a su amo: con humilde devoción e interés absoluto. Ginebra, que siempre había sido blanco de ese intenso homenaje a la belleza, se extrañó de que la joven pudiera permanecer tan cerca de aquella fealdad.
Algo en Nimue la intrigaba, como si su concentración no fuera lo que parecía. No era el deleite del músico por la obra ajena ni la admiración ingenua de una virgen por el hombre de mundo maduro. Tampoco se trataba de una pasión súbita, cosa que habría podido entender. ¿Lascivia, simplemente? Por parte de Kevin, podría haber sido, pues la niña era hermosa, pero Ginebra no podía creer que Nimue se dejara excitar por él, después de haberse mantenido fría e inalcanzable para los más apuestos caballeros de la corte.
Desde su sitio, a los pies de Merlín, Nimue percibió que Ginebra la observaba, pero no apartó la mirada de Kevin. «En cierto modo es como si le encantara», pensó. Para sus fines tenía que tenerlo por completo a su merced, esclavo y víctima. Y una vez más tuvo que ahogar un destello de piedad: ese hombre había entregado los Misterios a la profanación y traicionado su juramento. No, tenía que morir como un perro.
El arpa quedó en silencio. Kevin dijo:
—Tengo un arpa para vos, señora, si la aceptáis. La hice con mis manos en Avalón, cuando era joven, y la he llevado conmigo mucho tiempo. Si la queréis, es vuestra.
Pese a sus protestas de que el regalo era demasiado valioso, Nimue se regocijó: sería fácil atarlo a ella teniendo un objeto que él apreciaba tanto, que había hecho con sus manos. «Él mismo, voluntariamente, ha puesto su alma en mis manos», pensó con satisfacción.
Cuando llevaron el arpa la acarició; aunque era pequeña y tosca, la madera estaba pulida de tanto descansar contra el cuerpo de Kevin y sus manos habían tocado las cuerdas con amor. En ese mismo instante se demoraban tiernamente en ellas.
Nimue probó su musicalidad; en verdad, el tono era muy dulce. Y él la había fabricado siendo muy joven, con esas manos mutiladas… Volvió a sentir una oleada de piedad y dolor. «¿Por qué no se limitó a su música, en vez de entrometerse con cuestiones de Estado?».
—Sois demasiado bueno conmigo. —Dejó que su voz temblara, con la esperanza de que él lo interpretara como pasión y no como triunfo.
Pero aún era demasiado pronto. La luna estaba en cuarto creciente; una magia tan poderosa como aquélla sólo se podía lograr en la luna nueva, ese momento en que la Dama no arroja su luz al mundo y hace conocer sus propósitos ocultos.
Para que el conjuro fuera pleno tenía que involucrar al mismo tiempo al hechizado y a la hechicera. Y Nimue supo, con un espasmo de terror, que el encantamiento actuaría también contra ella. No podía fingir pasión y deseo: era preciso que los sintiera también. El miedo le apretó el corazón al comprender que, así como Merlín estaría indefenso en sus manos, bien podía ser que ella quedara igualmente indefensa en las suyas. «¿Y yo, oh, Madre? Es un precio demasiado grande. Que no caiga sobre mí, no, no, tengo miedo…».
—Bueno, Nimue, querida —dijo Ginebra—, ahora que tienes el arpa en las manos, ¿no vas a tocar y a cantar para mí?
Nimue dejó que el cabello le cayera como una cortina sobre la cara, mirando tímidamente al Merlín:
—¿Tengo que hacerlo?
—Os lo ruego —dijo él—. Vuestra voz es melodiosa y percibo que vuestras manos arrancarán encantamientos a las cuerdas.
«Así será, si la Diosa me ayuda». Nimue aplicó los dedos al instrumento, recordando que no tenía que tocar ninguna canción de Avalón que Kevin pudiera reconocer. Comenzó con algo que había oído en la corte: una canción de taberna, no muy decorosa para una doncella. Luego, un lamento aprendido de cierto arpista del norte: el lamento de un pescador que busca las luces de su casa desde el mar. Al terminar la canción se levantó tímidamente.
—Os agradezco que me prestarais el arpa. ¿Puedo pedírosla en otra ocasión, para no perder la práctica?
—Os la regalo —dijo Kevin—. Ahora que he oído vuestra música, no podría pertenecer a nadie más. Conservadla, os lo ruego. Tengo varias.
—Sois muy amable —murmuró Nimue—. Ahora que tengo con qué hacer música, os ruego que no me privéis de la vuestra.
—Tocaré para vos cuantas veces me lo pidáis —aseveró Kevin.
Y Nimue comprendió que lo decía con el corazón. Al inclinarse para recibir el instrumento se las compuso para rozarlo, murmurando por lo bajo:
—No bastan las palabras para expresar mi gratitud. Quizá llegue el momento en que pueda manifestárosla de manera más adecuada.
El bardo la miró deslumbrado. La joven se descubrió sosteniéndole la mirada con idéntica intensidad.
«Hechizo de doble filo, ciertamente. Yo también soy víctima».
Cuando se fue, Nimue se sentó junto a Ginebra, obediente y trató de concentrarse en la tarea de hilar.
—Qué bien tocas, Nimue —comentó la reina—. No hace falta que te pregunte dónde aprendiste. Cierta vez Morgana cantó ese mismo lamento.
Nimue desvió los ojos.
—Contadme algo de Morgana. Ya no vivía en Avalón cuando llegué. Estaba casada con un rey… ¿El de Lothian?
—Gales del norte —corrigió Ginebra.
Nimue, que lo sabía perfectamente, no era del todo falsa. Para ella Morgana seguía siendo una incógnita y deseaba saber cómo la veían quienes la habían conocido en el mundo.
—Era una de mis damas —continuó la reina—. Arturo me la asignó el día que nos casamos. Se habían criado separados y él apenas la conocía.
Mientras escuchaba con atención, Nimue comprendió que había algo más bajo la antipatía de Ginebra: respeto, algo de temor y hasta ternura. «Si no fuera tan fanáticamente cristiana la habría amado», se dijo. Pero no pudo dedicar a su relato una atención plena: su mente era un torbellino.
«Tengo miedo; puedo convertirme en esclava y víctima de Merlín, en vez de ser a la inversa. ¡Diosa, eres tú quien tiene que enfrentarse a él!».
Faltaban cuatro noches para la luna llena y ya sentía la agitación de la marea de vida. Pensó en la mirada intensa de Kevin, en sus ojos mágicos y su bella voz, y comprendió que ya estaba profundamente enredada en su hechizo. El cuerpo contrahecho había dejado de provocarle repugnancia; sólo percibía la fuerza y la energía vital que de él fluían.
«Si me entrego a él con luna llena —se dijo—, las mareas de la vida estarán en su punto culminante; entonces mis propósitos serán suyos y nos fundiremos en una sola carne». Sintió como un dolor apagado el deseo de ser acariciada por esas manos sensibles, de sentir su aliento cálido contra la boca; supo que era, en parte, el eco del deseo y la frustración de Merlín; el vínculo mágico que ella había creado entre ambos exigía que también ella sufriera su tormento.
«Cuando la vida corre en plenitud, al redondearse la luna, la Diosa recibe el cuerpo de su amante».
No era del todo inconcebible. Ella era hija del campeón de la reina; Kevin, a diferencia de los sacerdotes cristianos, podía casarse y tenía un alto puesto en la corte como consejero del rey. «Podríamos ser felices… cuando llegue el plenilunio engendrará un hijo en mi vientre… y lo gestaré con alegría… él no nació monstruoso y puede tener hijos bellos…». Se interrumpió, perturbada por la magnitud de sus fantasías. No, no tenía que involucrarse tanto en el hechizo. Tenía que negarse, al menos mientras el cuarto creciente hacía de su sangre un tormento de frustración. Era preciso esperar, esperar…
Como había esperado todos aquellos años. Hay magia en ceder a la vida, como lo sabían las sacerdotisas de Avalón cuando invocaban a la Diosa ante las fogatas de Beltane. Pero hay una magia más honda que proviene de reservar ese poder, poniendo diques a la corriente; por eso los cristianos insistían en que sus religiosos vivieran en castidad y reclusión. Nimue era un recipiente cargado de poder, como la Regalía Sagrada, y todo eso estaría a su disposición para esclavizar al Merlín… Pero tenía que esperar a que la marea bajara y volviera a crecer. Durante la luna nueva tenía que tomar el otro influjo, el que proviene del otro lado de la luna… No fértil, sino estéril, una oscura magia más antigua que la vida humana.
Y Merlín sabía de esas cosas; sabía de la antigua maldición de la luna nueva y el vientre estéril. Era menester hechizarlo de tal manera que no se preguntara por qué lo rechazaba durante el plenilunio y lo buscaba cuando el influjo menguaba.
«Tengo que cegarlo de deseo hasta tal punto que olvide cuanto aprendió en Avalón». Y al mismo tiempo tenía que contener el propio y no dejarse dominar por el de él. No sería fácil.
Empezó a idear una treta. «Habladme de vuestra niñez —le diría—; contadme cómo os hicisteis esas heridas». La solidaridad sería un vínculo peligroso; sabía cómo tocarlo, con la punta de los dedos… Y supo, con desesperación, que estaba buscando la manera de acercarse, de tocarlo, no por su objetivo, sino por apetito.
«¿Podré realizar este hechizo sin que sea también mi desgracia?».
• • •
—No estuvisteis en el festín de la reina —murmuró Merlín mirándola a los ojos—. Y yo había compuesto una canción par vos. Era el plenilunio y había mucho poder en la luna, señora.
Nimue lo miró con toda intención.
—¿De veras? ¡Sé tan poco de esas cosas! ¿Sois mago, mi señor Merlín? A veces me siento indefensa, como si estuvierais lanzando vuestra magia sobre mí.
Durante el plenilunio había permanecido escondida, con la seguridad de que, si él la miraba a los ojos, podría adivinarle los pensamientos. Ahora, pasado el poder del influjo mágico, podía guardarse mejor.
—Tenéis que cantarme ahora vuestra canción.
Y se sentó a escuchar, sintiendo que todo su cuerpo se estremecía como las cuerdas del arpa. «No lo soporto, no puedo. Tengo que actuar en cuanto la luna esté en sombras». Otro ciclo y sucumbiría a la marejada de hambre y deseo que estaba acumulando entre ambos. «Y ya no podría traicionarle. Sería suya para siempre, por el resto de esta vida y más allá».
Alargó la mano para tocar las muñecas torcidas y el contacto la llenó de inquietud. Sólo pudo imaginar, por la súbita dilatación de las pupilas y la brusca inspiración, lo que había representado para Kevin.
«Cristo dijo que el arrepentimiento sincero borra cualquier pecado…». Pero el destino y las leyes del universo no se pueden apartar con tanta facilidad. Las estrellas no detienen su curso porque alguien les grite: «¡Deteneos!». Traicionar al Merlín era su destino y no se atrevía a cuestionarlo.
Kevin había dejado de tocar para cogerle delicadamente la mano. Como enajenada, Nimue le besó los dedos. «Ahora ya es demasiado tarde para echarse atrás». No: había sido demasiado tarde al inclinar la cabeza ante Morgana, aceptando la misión. Había sido demasiado tarde ya al jurar fidelidad a Avalón.
—Habladme de vos —susurró—. Quiero saberlo todo, mi señor.
—No me llaméis así. Mi nombre es Kevin.
—Kevin —repitió Nimue, con voz suave y tierna, rozándole ligeramente el brazo con los dedos.
Día tras día fue tejiendo su hechizo con miradas, contactos y susurros, en tanto la luna menguaba hacia la tiniebla. Después de aquel beso fugaz volvió a apartarse, como si se hubiera asustado. Y era cierto: nunca, en todos sus años de reclusión, se había supuesto capaz de tanta pasión. Y sabía que los hechizos la estaban acentuando en ella tanto como en él. Por fin, tentado más allá de su resistencia por el suave roce del cabello en su cara, Kevin la sujetó para estrecharla entre sus brazos. Entonces Nimue se debatió con auténtico miedo.
—No, no… No puedo… Estáis loco… Soltadme, os lo ruego, —exclamó.
El Merlín la estrechó con más fuerza, escondiendo la cara en su seno, cubriéndole de besos los pechos. Nimue rompió en ligero llanto.
—No, no… Tengo miedo, tengo miedo…
Entonces Kevin la soltó, casi aturdido, con la respiración acelerada, los ojos cerrados y las manos laxas. Después de un momento murmuró:
—Mi bien amada, mi precioso pájaro blanco, corazón mío, perdóname, perdóname…
Nimue comprendió que ahora podía usar el miedo, tan auténtico, para sus fines.
—Confié en ti —gimoteó—. Confié en ti…
—Hiciste mal —replicó Kevin, ronco—. Soy sólo un hombre y no menos que eso. —Y ella hizo una mueca de dolor ante la amargura de su tono—. Soy un hombre de carne y hueso y te amo, Nimue. Y tú juegas conmigo como con un perrillo faldero. ¿Crees que soy menos hombre por ser tullido?
Nimue le tendió las manos, sabiendo que temblaban, sabiendo que él jamás adivinaría por qué. Protegió con cautela sus pensamientos.
—Nunca lo creí. Perdóname, Kevin. Es que…, no pude evitarlo.
«Y es cierto. Todo es cierto, Madre. Pero no como él lo cree. Lo que digo no es lo que él oye».
Sin embargo, pese a toda la compasión y el deseo también experimentaba un poco de desprecio. «De otro modo no podría soportar lo que estoy haciendo. Pero es despreciable que un hombre esté tan a merced del deseo… Yo también tiemblo y me siento desgarrada… pero no me pongo a merced de mis apetitos carnales».
Para eso Morgana le había dado la clave de aquel hombre, poniéndolo por completo en sus manos. Había llegado el momento de pronunciar las palabras que consolidarían el hechizo, haciéndole suyo en cuerpo y alma, para que pudiera llevarlo a Avalón y a su destino.
«¡Finge! ¡Finge ser una de esas vírgenes temerarias de las que Ginebra está rodeada, que tienen el cerebro entre las piernas!».
—Lo siento —tartamudeó—. Sé que eres un hombre. Lamentó haberme asustado… —Y le echó una mirada de soslayo entre el largo pelo, temiendo revelar su falsedad si él la miraba a los ojos—. Yo… yo… sí, quería que me besaras, pero me asustó que fueras tan fogoso. Éste no es buen momento ni buen lugar. Alguien podría aparecer de repente y la reina se enfadaría. Siempre nos advierte que no debemos ir por ahí con hombres.
«¿Será tan necio para creerse las estupideces que balbuceo?».
—¡Pobre amada mía! —Kevin le cubrió las manos de besos contritos—. Soy una bestia. ¡Asustarte cuando te amo tanto, tanto que no puedo soportarlo! Nimue, Nimue, ¿tanto temes el enfado de la reina? No puedo… —se interrumpió para aspirar profundamente—. No puedo vivir así. ¿Preferirías que abandonara la corte? Nunca he… —Hizo otra pausa—. No puedo vivir sin ti. Si no eres mía voy a morir. ¿No te compadeces de mí, amada mía?
Nimue bajó los ojos con un largo suspiro, observando su rostro contraído, su respiración agitada. Por fin susurró:
—¿Qué puedo decirte?
—¡Di que me amas!
—Te amo. —Ella sabía que estaba hablando como hechizada—. Bien sabes que sí.
—Di que me entregarás todo tu amor, dilo… Ah, Nimue, Nimue, eres tan joven y bella… Y yo, tan contrahecho y feo… No puedo creer que me quieras. Aun ahora temo estar soñando, que sólo quieras burlarte de esta bestia tendida a tus pies como un perro…
—No —dijo. Y de inmediato, como si la intimidara su osadía, le rozó los párpados con dos besos levísimos, dos golondrinas fugaces.
—¿Vendrás a mi lecho, Nimue?
—Tengo miedo —susurró—. Podrían vernos… Y no me atrevo a ser tan ligera… Si nos descubrieran… —Frunció los labios en un mohín infantil—. Si nos descubrieran, la gente solo pensaría de ti que eres muy hombre, mientras que a mí me señalarían con el dedo, como a las rameras. —Y dejó que las lagrimas corrieran por sus mejillas, aunque en su interior todo era triunfo.
—Haría cualquier cosa por protegerte, por tranquilizarte —murmuró Kevin, con la voz trémula de sinceridad.
—Sé que los hombres gustáis de jactaros de vuestras conquistas. ¿Cómo puedo saber que no alardearás por todo Camelot de que la prima de la reina te ha concedido sus favores y su virginidad?
—Confía en mí, te lo ruego. ¿Qué prueba puedo darte de mi sinceridad? Sabes que soy tuyo en cuerpo, corazón y alma. —La retuvo entre sus manos, susurrando—: ¿Cuándo serás mía? ¿Cómo? ¿Qué puedo hacer para demostrarte que te amo por encima de todas las cosas?
Nimue vacilaba.
—No puedo llevarte a mi cama. Comparto mi cuarto con cuatro de las damas. Cualquier hombre que llegara hasta allí sería detenido por los guardias.
Kevin se inclinó otra vez para cubrirle de besos las manos.
—Jamás te causaría ese bochorno, pobre amor mío. Tengo habitación propia; es apenas un cubículo, casi una perrera, y sólo porque los hombres del rey no quieren compartir alojamiento conmigo. No sé si te animarías a ir allí.
—Tiene que haber algún modo mejor —susurró Nimue, siempre con voz suave y tierna. «Maldito seas, ¿cómo haré para sugerirlo sin dejar de fingirme inocente y estúpida?»—. No recuerdo que haya en el castillo ningún lugar donde podamos estar a salvo, pero…
Se puso de pie junto a la silla para apretarse contra él, rozándole la frente con los pechos. Kevin la rodeó con los brazos, sepultando la cara en su cuerpo, temblorosos los hombros.
—En esta época del año… las noches son tibias y llueve muy poco. ¿Te animarías a salir conmigo, Nimue?
La muchacha murmuró, tan ingenuamente como pudo:
—Por estar contigo me atrevo a cualquier cosa, amor mío.
—Entonces…, ¿esta noche?
—Oh —susurró, acobardada—, la luna brilla tanto… Nos verían. Espera unos días, hasta que no haya luna.
—Cuando la luna está en sombras… —Kevin hizo una mueca de temor.
Nimue comprendió que era el momento peligroso en que el pez, tan minuciosamente atrapado, podía escapar del anzuelo y quedar libre. En Avalón, durante la luna nueva, las sacerdotisas se recluían y toda magia quedaba en suspenso. Pero él ignoraba que Nimue provenía de Avalón. ¿Se impondría el temor, o el deseo? La muchacha se mantuvo inmóvil, moviendo ligeramente los dedos entre los de él.
—Es un momento espectral —dijo Merlín.
—Pero temo que nos vean. No sabes como se enfadaría la reina si supiera que tengo el impudor de desearte. —Se arrimó un poco más a él—. Tú y yo no necesitamos de la luna para vernos.
Kevin la estrechó con fuerza, escondiendo la cabeza entre sus pechos.
—Amor mío —susurró—, será como tú quieras, con luna o sin ella.
—¿Y después me llevarás lejos de Camelot? No quiero sufrir vergüenza.
—Adonde quieras. Lo juro… Lo juro por tu Dios, si quieres.
Nimue movió las manos entre los rizos limpios de su pelo.
—El Dios cristiano no quiere a los amantes y detesta que una mujer yazga con un hombre. Júralo por tu Dios, Kevin, por las serpientes que llevas en las muñecas.
—Lo juro —murmuró él. Y la importancia de ese voto pareció agitar el aire en torno a ellos.
«Oh, necio, has jurado tu muerte…». Nimue se estremeció, pero Kevin sólo sabía de esos pechos en los que apoyaba los labios. Como futuro amante, se tomó el privilegio de tocarlos, besarlos, apartar un poco la túnica para encerrarlos en sus manos.
—No sé cómo haré para soportar la espera —dijo.
—Tampoco yo —susurró ella. Y lo decía con todo el corazón.
«Ojalá esto hubiera terminado…».
La luna no era visible, pero su marea cambiaría dentro de tres días, exactamente dos horas después del crepúsculo; sentía su mengua como una gran enfermedad en la sangre, que le robaba la vida de las venas. Pasó la mayor parte de aquellos tres días en su alcoba, aduciendo que se encontraba mal, lo cual no distaba mucho de la verdad. Estuvo la mayor parte del tiempo a solas, con las manos en el arpa de Kevin, meditando para llenar el éter con el mágico vínculo que existía entre ambos.
Era una hora malhadada y Kevin lo sabía tan bien como ella, pero estaba tan cegado por la promesa de su amor que no le importaba.
Llegó el día en que la luna estaría en sombras; Nimue la sentía en todo el cuerpo. Se preparó una tisana de hierbas para postergar su sangre menstrual, para no disgustarle ni recordarle los tabúes de Avalón. Tenía que apartar su mente de las realidades físicas del acto; pese a toda su preparación, en verdad era la nerviosa virgen que pretendía ser. Tanto mejor: así no sería necesario fingir; sería, simplemente, la muchacha que se entrega por primera vez al hombre que ama y desea. Lo que sucediera después sería lo que la Diosa había ordenado.
No supo qué hacer para pasar el tiempo. La cháchara de las damas nunca le había parecido tan vacua e insustancial. Por la tarde, puesto que no podía concentrarse en el hilado, llevó el arpa de Kevin y cantó para ellas. A pesar de todo, hasta el más largo de los días llega a su anochecer. Lavada y perfumada, se sentó en el salón cerca de Ginebra, picando la comida, descompuesta y mareada; le repugnaban los perros bajo la mesa, la grosería de los modales. Vio a Kevin sentado entre los consejeros del rey y casi pudo sentir sus manos hambrientas en los pechos. La mirada que le dirigió era casi audible:
«Esta noche. Esta noche, amada mía. Esta noche».
«Ah, Diosa, cómo puedo hacer esto a un hombre que me ama, que ha puesto toda su alma en mis manos… Pero he jurado y tengo que respetar mi juramento; de lo contrario sería tan traidora como él».
Mientras las damas de la reina iban hacia sus habitaciones, los dos se cruzaron en el salón inferior.
—He escondido tu caballo y el mío en los bosques, más allá de la puerta —le dijo, en voz muy baja y rápida—. Después te llevaré adonde quieras.
«No imaginas dónde será». Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Sin poder dominar las lágrimas, respondió:
—Ah, Kevin… Te amo. —Y era cierto. Se había enredado hasta tal punto en el corazón de Merlín que no concebía separarse de él. El aire de la noche parecía lleno de magia.
Los demás tenían que pensar que Nimue se había ausentado con algún recado. Dijo a las damas con las que compartía el dormitorio que había prometido un remedio para el dolor de muelas a una de las mujeres y que tardaría varias horas en regresar. Luego se escabulló, abrigada con su capa más gruesa y oscura y la pequeña hoz de su iniciación en una bolsa atada a la cintura; pasara lo que pasare, Kevin no tenía que verla.
Tinieblas. No había siquiera sombras en el patio sin luna. Descubrió que temblaba al caminar con cautela, a la débil luz de las estrellas. Más allá la oscuridad se hizo más intensa; entonces oyó el murmullo apagado y ronco:
—¿Nimue?
—Soy yo, amado mío.
«¿Cuál es la falsedad mayor: faltar a mi juramento a Avalón o mentir así a Kevin? ¿Existe acaso una mentira buena?».
Cuando la cogió del brazo, el contacto de su mano caliente le hizo arder la sangre. Ahora los dos estaban profundamente enredados en la magia de la hora. Ya fuera de la puerta, descendieron la empinada cuesta que elevaba el antiguo fuerte de Camelot, sobre las colinas circundantes. En invierno aquello se convertía en un río pantanoso; ahora estaba seco, cubierto por la vegetación maloliente de las tierras húmedas; Kevin la condujo a un bosquecillo.
«Ah, Diosa, siempre supe que perdería mi doncellez en un bosquecillo… pero no sospechaba que sería con todo el embrujo de la luna nueva».
Kevin la estrechó contra sí para besarla. Todo su cuerpo parecía arder. Tendió las dos capas en la hierba y la acostó. Sus manos contrahechas temblaban tanto entre los cordones del vestido que ella misma tuvo que desatarlos.
—Me alegro de que esté oscuro —dijo él, con un hilo de voz—. De ese modo no te horrorizarás de mi cuerpo deforme.
—Nada tuyo podría asustarme, amor mío —susurró ella, alargando las manos.
En ese momento lo decía con toda sinceridad, envuelta en el hechizo que también a ella la había atrapado. A pesar de la magia, la falta de experiencia hizo que se apartara, con auténtico miedo, ante el contacto de su virilidad enhiesta. Él la calmó con besos y caricias. Nimue percibía el ardor de la marea baja, la densa lobreguez de la hora arcana. En el momento en que llegaba a su culminación lo atrajo hacia ella, sabiendo que, si se demoraba hasta que la luna nueva apareciera en el cielo, perdería gran parte de su poder.
—Nimue, Nimue —murmuró él, notando que temblaba—, pequeña mía, eres doncella… Si quieres, podemos… darnos mutuamente placer sin que yo tome tu virginidad…
Ante su ofrecimiento sintió deseos de llorar: que él, aun enloquecido por el deseo, esa cosa pesada que se retorcía entre ambos, pudiera ser tan considerado. Pero exclamó:
—¡No, no! Te deseo.
Y lo estrechó fogosamente contra ella, guiándolo con las manos. Recibió casi con gozo el dolor súbito, la sangre, la culminación del frenético deseo de Kevin, y se aferró a él, jadeando, alentándolo con exclamaciones apasionadas. En el último instante lo apartó de sí, sofocado y suplicante.
—¿Eres mío? ¡Júramelo!
—¡Lo juro! Ah, no soporto… no puedo… deja que…
—¡Espera! ¡Júralo! ¿Eres mío? ¡Dilo!
—Lo juro, lo juro por mi alma.
—Por tercera vez: eres mío.
—¡Soy tuyo! ¡Lo juro!
Y Nimue percibió su brusco espasmo de miedo al comprender lo que había sucedido. Pero ahora era prisionero de su frenesí; se movía sobre ella como desesperado, boqueando, gimiendo como en un tormento insoportable. En el momento exacto de la marea más baja, cuando la magia del hechizo descendió sobre ellos, Kevin lanzó un grito y cayó pesadamente sobre su cuerpo. Quedó inmóvil, como si estuviera muerto, y ella se estremeció. No encontraba en aquello el placer del que le habían hablado, pero sí algo más satisfactorio: un triunfo enorme. Pues el embrujo los rodeaba densamente y ella era dueña de su espíritu, su alma, su esencia. En el instante en que se invertía la marea, buscó con los dedos el esperma mezclado con la sangre de su doncellez; con eso marcó la frente de Kevin. El contacto obró el hechizo; él se incorporó, laxo y sin vida.
—Kevin —le indicó—. Monta a caballo.
Él se levantó con movimientos de plomo y se volvió hacia el caballo.
—Primero vístete —especificó Nimue.
Mecánicamente él se puso la túnica y la ciñó a la cintura, con gestos rígidos. A la luz de las estrellas Nimue vio el brillo de sus ojos: ahora sabía, bajo el dominio del embrujo, que lo había traicionado. Con la garganta anudada por la angustia y una salvaje ternura, sintió el impulso de atraerlo otra vez hacia sí, romper el hechizo, cubrirle la cara de besos y llorar por la traición de ese amor.
«Pero yo también he jurado y así lo manda el destino».
Se puso la túnica y montó. Ambos tomaron silenciosamente el camino de Avalón. Al amanecer, la barca los estaría esperando en la orilla.
Unas horas antes del alba Morgana despertó de un sueño inquieto, presintiendo que Nimue había cumplido su misión. Después de vestirse en silencio, despertó a Niniana y a las sacerdotisas que la asistían. El cortejo descendió lentamente a la orilla, con vestimentas oscuras, las cabelleras peinadas en una sola trenza y las hoces de mangos negros atadas a la cintura. En silencio, las mujeres aguardaron a que el cielo empezará a encenderse con el matiz rosado de la primera luz; entonces Morgana ordenó por señas que la barca partiera y la vio desaparecer entre la bruma.
Esperaron. La luz se hizo más fuerte. En el momento en que asomaba el sol, la barca volvió a surgir de entre la niebla Morgana vio a Nimue en la proa, alta y erguida, pero con la cara oculta por la sombra de la capucha. En el fondo de la embarcación había un bulto caído.
«¿Qué le ha hecho? ¿Lo trae muerto o embrujado?». Morgana se descubrió deseando que estuviera muerto, que se hubiera quitado la vida por desesperación o terror. Dos veces había imprecado a Kevin, tachándolo de traidor a Avalón; sobre su tercera traición no había dudas: retirar la Regalía Sagrada de su escondite. Oh, merecía la muerte, sí, incluso la muerte que sufriría esa mañana. Todos los druidas habían confirmado que tenía que morir en el robledal, sin la prontitud de la misericordia. Traición como la suya no se conocía en toda la Britania desde los tiempos de Eilan, la que había divulgado falsos oráculos para impedir que las Tribus se alzaran contra los romanos.
Dos miembros de la tripulación ayudaron al Merlín a levantarse. Iba a medio vestir, con la túnica mal puesta, ocultando apenas su desnudez. Estaba desaliñado y pálido… ¿Drogado o embrujado? Trató de caminar, pero al faltarle sus bastones se tambaleó y tuvo que aferrarse a lo que encontró a mano. Nimue permanecía inmóvil, sin mirarlo, con el rostro escondido en el manto. Pero al elevarse los primeros rayos del sol se echó la capucha atrás; en aquel momento el encantamiento abandonó a Kevin y a sus ojos asomó la conciencia: sabía dónde estaba y qué había sucedido.
Morgana vio que miraba a Nimue, parpadeando al reconocer la barca de Avalón. De pronto fue plenamente consciente de la traición; entonces bajó la cabeza, con horror y vergüenza.
Luego miró a Nimue. La muchacha estaba pálida y débil, despeinada, aunque había intentado trenzarse el pelo apresuradamente. Con labios trémulos, se apresuró a apartar la mirada.
«Ella también lo amaba —pensó Morgana—. Debí prever que un hechizo tan poderoso afectaría a quien lo utilizara».
Pero Nimue se inclinó profundamente, como lo exigía la costumbre de Avalón.
—Señora y madre —dijo, inexpresivamente—, os he traído al perjuro que entregó la Regalía Sagrada.
Morgana se adelantó para abrazarla, aunque la muchacha rehuyó el gesto.
—Celebro tu regreso a nosotras, Nimue, sacerdotisa y hermana.
Y le dio un beso en la mejilla húmeda. La angustia de Nimue era perceptible en todo su cuerpo. «Ah, Diosa, ¿esto la ha destruido a ella también? En tal caso, hemos comprado la vida de Kevin a un precio demasiado alto».
—Ya puedes irte, Nimue —añadió, compasiva—. Deja que te lleven a la Casa de las doncellas; tu misión está cumplida. No es necesario que presencies lo que ha de suceder. Has hecho tu parte y sufrido lo suficiente.
Nimue susurró:
—¿Qué será de… de él?
Morgana la estrechó con fuerza.
—Hija, hija, no tienes por qué preocuparte por eso. Has cumplido tu parte con valor y fortaleza. Con eso basta.
La muchacha contuvo el aliento como si estuviera al borde del llanto. Miró a Kevin, pero él no alzó los ojos. Por fin, temblando tanto que apenas podía caminar, se dejó llevar por dos de las sacerdotisas, a las que Morgana dijo en voz baja:
—No la atormentéis con preguntas. Dejadla en paz.
Luego se volvió hacia Kevin. Al mirarlo a los ojos la asaltó el dolor. Ese hombre había sido su amante, pero más que eso: fue el único que nunca trató de enredarla en maniobras políticas; nunca intentó utilizarla por su nacimiento ni su posición elevada; tampoco le había pedido nada, salvo amor. En Tintagel la había arrancado del infierno, presentándose a ella como el Dios. La suya bien podía ser la única amistad que hizo en toda su vida.
Forzó el paso de las palabras por el tremendo nudo de su garganta.
—Y bien, arpista Kevin, falso Merlín, Mensajero perjuro, ¿tienes algo que decir antes de enfrentarte a la condena de la Diosa?
Él negó con la cabeza.
—Nada que podáis considerar importante, Dama del Lago.
Morgana recordó, en un fogonazo de dolor, que había sido el primero en darle ese título.
—Sea. —Su cara parecía de piedra—. Llevadlo a su condena.
Kevin dio un paso vacilante entre sus captores, pero de inmediato echó la cabeza atrás, desafiante.
—No, esperad —dijo—. Creo que tengo algo que deciros Morgana de Avalón, pese a todo. Una vez os dije que mi vida era poca cosa para comprometer ante la Madre. Tenéis que saber que por Ella he obrado así.
—¿Estáis diciendo que por la Diosa entregasteis la Regalía Sagrada a los curas? —Acusó Niniana, con la voz cortante de desprecio—. ¡Entonces no sois sólo perjuro, sino también loco! ¡Llevaos a ese traidor!
Pero Morgana hizo un gesto.
—Escuchémosle.
—Es precisamente así —dijo Kevin—. Como os dije cierta vez, señora: los días de Avalón han terminado. El nazareno ha vencido; tendremos que adentrarnos más y más en las brumas, hasta no ser más que una leyenda y un sueño. ¿Queréis llevaros la Regalía Sagrada a esa tiniebla, protegiéndola cuidadosamente para el amanecer de otro día que jamás llegará? Aunque Avalón perezca, creo que los objetos sacros tienen que permanecer en el mundo, al servicio de lo divino, cualquiera que sea el nombre que se dé a los dioses. Y por lo que he hecho la Diosa se ha manifestado, al menos una vez, en ese otro mundo, de un modo que jamás será olvidado. El paso del Grial será recordado, Morgana mía, cuando vos y yo seamos sólo leyendas para contar junto al fuego. No creo que eso sea en vano. Tampoco tendríais que pensarlo vos, que llevasteis ese cáliz. Y ahora haced conmigo lo que queráis.
Morgana inclinó la cabeza. El recuerdo de ese momento de éxtasis y revelación, en que había ofrecido el Grial bajo la forma de la Diosa, la acompañaría hasta la muerte; para quienes habían experimentado esa visión la vida ya no volvería a ser la misma. Pero ahora tenía que enfrentarse a Kevin como Diosa vengadora, la Parca, la Cerda furiosa capaz de devorar a su cría, el Gran Cuervo, la Destructora…
No obstante, la Diosa había recibido mucho de él. Le tendió la mano… y se detuvo, pues bajo los dedos vio otra vez lo que había visto antes: una calavera.
«Está condenado y ve su muerte. Yo la veo también… Pero no ha de sufrir ni será torturado. Dijo la verdad: ha hecho lo que la Diosa le ordenó y yo debo hacer lo mismo».
Afirmó la voz antes de hablar. Se oyeron truenos lejanos.
—La Diosa es misericordiosa. Llevadlo al robledal, como ha sido ordenado, pero allí matadlo con celeridad, de un solo golpe. Enterradlo debajo del roble grande, que en adelante será evitado por todos los hombres. Kevin, último de los Mensajeros de la Diosa, te maldigo condenándote a olvidarlo todo, a renacer sin sacerdocio y sin iluminación; que todo lo que hayas hecho en tus vidas anteriores quede borrado; que tu alma regrese a los que sólo han nacido una vez. Cien veces volverás, arpista Kevin, siempre buscando a la Diosa sin hallarla. Pero te digo que, finalmente, si Ella quiere volverá a encontrarte.
Kevin la miró a los ojos, esbozando esa sonrisa dulce y extraña; luego dijo, casi en un susurro:
—Adiós, pues, Dama del Lago. Decid a Nimue que la amé… O tal vez se lo diga yo mismo. Pues creo que pasará mucho tiempo antes de que vos y yo nos reencontremos, Morgana.
Otra vez un trueno lejano subrayó sus palabras. Morgana, estremecida, lo vio alejarse cojeando, sin mirar atrás, apoyado en los brazos de sus custodios.
«¿Por qué me siento avergonzada? Fui misericordiosa. Podría haberlo hecho torturar. También a mí me considerarán débil y traidora por no haberlo hecho pedir a gritos la muerte… ¿Soy débil por no permitir que torturaran al hombre que una vez amé? ¿Será su muerte tan fácil que la Diosa busque venganza contra mí? Sea, aunque yo deba enfrentarme a la muerte que no ordené para él».
Y contempló las nubes de tormenta con una mueca de dolor. «Kevin ha sufrido toda la vida. No sumaré a su destino otra cosa que la muerte». En el cielo estalló un relámpago. Morgana se estremeció… ¿O era solo el viento frío que se levantaba con la tormenta? «Así perece el último de los grandes Merlines, con la tempestad que ahora se abate sobre Avalón», pensó.
Hizo un gesto hacia Niniana.
—Id a ver que mi sentencia sea cumplida al pie de la letra. Que lo maten de un solo golpe y no dejen su cuerpo sobre tierra ni siquiera una hora.
Vio que su compañera la observaba, como si todos supieran que él había sido su amante. Pero Niniana se limitó a preguntar:
—¿Y vos?
—Iré a reunirme con Nimue. Me necesita.
Pero Nimue no estaba en la Casa de las doncellas. Morgana cruzó deprisa los patios barridos por la lluvia, pero tampoco la halló en la recoleta vivienda que había ocupado con Cuervo. No estaba en el templo. Una de las sacerdotisas le dijo que Nimue había rehusado aceptar comida, vino e incluso un baño. Morgana sentía crecer en ella, con cada chasquido de los rayos, una terrible aprensión. La tempestad iba en aumento. Convocó todos los criados del templo para iniciar la búsqueda, pero entonces regresó Niniana, muy pálida, acompañada por los hombres a quienes había encomendado la ejecución de Kevin.
—¿Qué pasa? —interpeló Morgana, con voz fría—, ¿por qué no se cumplió mi sentencia?
—Fue ejecutado de un solo golpe. Dama del Lago —susurró Niniana—, pero con ese único golpe cayó un rayo que partió en dos al gran roble sagrado. Está hendido de la copa a la raíz.
Morgana sintió un nudo en la garganta. «No es tan extraño. Hay tormenta y los rayos siempre caen en el punto más alto pero que sucediera a la misma hora en que Kevin profetizaba el fin de Avalón…».
Para que no la vieran temblar, se abrazó el cuerpo con los brazos bajo el manto. ¿Cómo haría para separar ese mal presagio de la inminente destrucción de Avalón?
—El Dios ha preparado un lugar para el traidor. Enterradlo dentro de la hendidura del roble.
Todos se inclinaron en señal de aquiescencia y se alejaron, entre el tronar y el súbito repiqueteo de la lluvia. Morgana, afligida, cayó en la cuenta de que se había olvidado de Nimue. Pero una voz dentro de ella decía: «Ya es demasiado tarde».
La encontraron a mediodía, cuando salió el sol, ya pasada la tormenta. Flotaba entre los juncos del lago, con el cabello extendido en la superficie, como si fueran algas. Y Morgana, aturdida de pena, no lamentó del todo que el arpista Kevin no hubiera partido solo hacia la tierra de las sombras, más allá de la muerte.