9

EL verano en las colinas. En el jardín de la reina, el huerto se cubrió de flores rosas y blancas. Morgana, que caminaba entre los árboles, sentía en la sangre una dolorosa nostalgia al recordar la primavera de Avalón. Se acercaba el solsticio de verano; al calcularlo, Morgana se dijo, melancólica, que los efectos de media existencia vivida en Avalón empezaban a esfumarse: las mareas ya no corrían por su sangre.

«¿Por qué engañarme? No es que lo haya olvidado, sino que ya no me permito experimentarlas». Morgana se analizó desapasionadamente: túnica oscura y lujosa, las joyas de Igraine y las de su predecesora. A Uriens le gustaba verla ataviada como corresponde a una reina. «Algunos reyes matan a sus prisioneros políticos o los esclavizan en sus minas. Si al rey de Gales del norte le place cargar de alhajas a su cautiva y exhibirla a su lado bajo el título de reina, ¿por qué no?». Aun así, sentía en su plenitud el flujo del verano. Hacia abajo, en la ladera, un labriego azuzaba a su buey con exclamaciones. Era la víspera del solsticio.

El domingo un cura llevaría su procesión de antorchas alrededor de los sembrados, entonando salmos y bendiciones. Los aristócratas y los caballeros más ricos, todos cristianos, habían persuadido al pueblo de que, en un país cristiano, aquello era más decoroso que las costumbres antiguas de encender fogatas y convocar a la Diosa con el culto antiguo. No por primera vez, Morgana lamentó no ser sólo una de las sacerdotisas, sin la sangre real de Avalón.

«Aún estaría allá —pensó—, trabajando para la Dama, en vez de ser un náufrago perdido en tierra extraña…». De pronto se volvió para cruzar el jardín en flor, con la mirada baja para no ver los capullos de los manzanos.

«La primavera viene una y otra vez, y la sigue el verano con su fructificación. Pero yo sigo sola y estéril, como esas vírgenes cristianas encerradas entre los muros de los conventos». Impuso su voluntad a las lágrimas, que últimamente parecían estar siempre a punto de aflorar, y entró. Detrás de ella, el sol poniente extendió su carmesí sobre los sembrados, pero se negó a mirarlo; allí todo era gris y yermo. «Tan gris y yermo como yo».

Una de las mujeres la saludó diciendo:

—El rey ha vuelto, mi señora, y quiere veros en su alcoba.

—Sí, supongo que sí —dijo Morgana, más para sí misma que para la mujer. Un fuerte dolor de cabeza le oprimía la frente; durante un momento no pudo respirar ni caminar por la oscuridad interior del castillo que, durante todo el frío invierno, se había cerrado en torno a ella como una trampa. Reprochándose tales tonterías, apretó los dientes y entró en la alcoba de Uriens. Lo encontró a medio vestir, tendido en la cama, mientras su criado le frotaba la espalda.

—Has vuelto a fatigarte —dijo Morgana. Y evitó añadir: «Ya no tienes edad para recorrer tus tierras de ese modo».

Uriens había ido a una población cercana, para mediar en una disputa de tierras. Ahora quería que ella se sentara a su lado y escuchara lo sucedido. Morgana ocupó una silla, prestándole atención sólo a medias.

—Puedes irte, Berec —dijo a su criado—. Mi señora me traerá la ropa. —Y, cuando el hombre se fue, pidió—: ¿Me frotas los pies, Morgana? Tienes mejores manos que él.

—Claro. Pero tendrás que sentarte en la silla.

Uriens tendió las manos para que su esposa lo ayudara a levantarse. Morgana le puso un escabel bajo los pies y se arrodilló a su lado para restregar los pies flacos y encallecidos, hasta que la sangre subió a la superficie, dándoles nuevamente un aspecto de vida. Luego le masajeó los dedos torcidos con aceites de hierbas.

—Tienes que encargar a tu criado que te haga botas nuevas —le dijo—. Las viejas, con ese desgarro, te harán una llaga aquí. ¿Ves la ampolla?

—Pero las viejas me van tan bien… Y las botas nuevas son siempre duras —protestó él.

—Haz lo que gustes, señor.

—No, no, tienes razón, como siempre. Mañana ordenaré al zapatero que venga a tomarme las medidas para un par.

Mientras guardaba la redoma de aceites y le llevaba un par de viejos zapatos deformados, Morgana pensó: «¿Acaso teme que éste sea su último par de botas?». No quería pensar en lo que la muerte del rey significaría. No quería desear la muerte de alguien que sólo había tenido bondades con ella.

—¿Estás mejor así, mi señor? —preguntó, después de ponerle las zapatillas.

—Estupendo, querida, gracias. Nadie sabe cuidarme como tú.

Morgana suspiró. Tenía razón al decir que las botas nuevas también le harían daño en los pies. Tenía que dejar de cabalgar y quedarse en casa, en su sillón, pero no lo haría.

—Tendrías que dejar que Avalloch se ocupara de estos asuntos. Debe aprender a gobernar a su pueblo.

El primogénito tenía la misma edad que ella. Hacía tiempo que esperaba hacerse cargo del gobierno, pero Uriens parecía capaz de vivir eternamente.

—Cierto, cierto… Pero si no voy personalmente pensarán que su rey no se ocupa de ellos. Tal vez lo haga el próximo invierno, cuando los caminos empeoren.

—Es lo que te conviene —le advirtió ella—. Si vuelves a tener sabañones podrías perder el uso de las manos.

Uriens le sonrió con amabilidad.

—La verdad es que soy anciano, Morgana, y eso no tiene remedio. ¿Es posible que haya cerdo asado para la cena?

—Sí —confirmó ella—, y algunas cerezas tempranas. Me ocupé de eso.

—Eres un ama de casa notable, querida —dijo, cogiéndola del brazo para salir del cuarto. «Cree que es un elogio», pensó Morgana.

Los allegados de Uriens ya se habían reunido para cenar: Avalloch, su esposa Maline y los hijos de la pareja; Uwaine, larguirucho y moreno, con sus tres hermanos de leche y el sacerdote que oficiaba de preceptor; abajo, en la mesa larga, los soldados con sus esposas y los criados de más jerarquía. Cuando Morgana indicó a los criados que llevaran la comida, el hijo menor de Maline prorrumpió en gritos y reclamaciones:

—¡Abuela! ¡Quiero en la falda de la abuela! ¡Quiero comer con ella!

Su madre, una joven rubia y pálida, en avanzado estado de gestación, frunció el entrecejo:

—No, Conn; siéntate como un niño bueno y guarda silencio.

Pero el niño ya había llegado a las rodillas de Morgana, que lo alzó riendo. Maline tenía casi la misma edad que ella, pero los nietos de Uriens le tenían cariño. Estrechó al niño y cortó pedazos de cerdo para alimentarlo de su plato. Luego recortó un trozo de pan y le dio forma de cerdo.

—Aquí tienes más para comer. —Luego se dedicó a su cena.

Aún comía poca carne; tan sólo mojaba el pan en los jugos. Terminó pronto, mientras los otros seguían comiendo, y se dedicó a canturrear al pequeño acurrucado en su regazo. Al cabo de un rato se dio cuenta de que todos la estaban escuchando. Entonces calló.

—Seguid cantando, madre, por favor —dijo Uwaine.

Pero ella negó con la cabeza.

—No, estoy cansada. Escuchad… ¿Qué sucede en el patio?

Se levantó, llamando a uno de los criados para que le iluminara el trayecto hasta la puerta. Con la antorcha en alto a su espalda, vio al jinete que entraba en el amplio patio. El criado dejó su antorcha en uno de los soportes de la pared y corrió a prestarle ayuda para desmontar:

—¡Mi señor Accolon!

El joven se acercó; la capa escarlata se arremolinaba tras él como un río de sangre.

—Señora Morgana —dijo, con una profunda reverencia—. ¿O tendría que llamaros madre?

—No, por favor —protestó, impaciente—. Pasa, Accolon. Tu padre y tus hermanos se alegrarán de verte.

—¿Y vos no, señora?

Se mordió los labios, temiendo súbitamente echarse a llorar.

—Eres hijo de rey, igual que yo. No tengo que recordarte cómo se acuerdan estos enlaces. No fue decisión mía, Accolon. Mientras charlábamos, yo no tenía idea de que…

Se interrumpió. Él la observó durante un momento; luego se inclinó para besarle la mano, diciendo en voz queda, para que el criado no lo oyera.

—Pobre Morgana. Os creo, señora. Que haya paz entre nosotros, madre.

—Sólo si dejas de llamarme madre —dijo con un intento de sonrisa—. No soy tan anciana. Eso está bien para Uwaine.

Pero cuando entraron en el salón Conn volvió a llamar a gritos a su abuela. Morgana rió sin alegría y se agachó para alzarlo, sintiendo los ojos de Accolon fijos en ella. Bajó los suyos al niño que tenía en el regazo, mientras Uriens recibía a su hijo.

Accolon los saludó formalmente a todos. Luego se volvió hacia Morgana, quien dijo brevemente:

—Ahórrame las cortesías, Accolon. Tengo las manos llenas de grasa.

—Como gustéis, señora. —El joven cogió el plato que una de las criadas le ofrecía, pero no dejó de observarla mientras comía.

«Debe de estar furioso conmigo todavía. Pide mi mano por la mañana y por la noche se entera de que estoy comprometida con su padre; sin duda piensa que sucumbí a la ambición».

—No —dijo al pequeño—: si quieres quedarte en mi regazo, tienes que estarte quieto y no ensuciarme el vestido de grasa.

«Cuando nos vimos por última vez yo iba vestida de escarlata y era la hermana del gran rey, con fama de bruja. Ahora soy abuela, tengo un niño sucio en el regazo, cuido de la casa y azuzo a mi anciano esposo para que cambie de botas». Tenía aguda conciencia de cada una de sus canas, de cada arruga de su cara. «¿Qué me importa lo que Accolon piense de mí?». Pero le importaba y lo sabía; se sentía vieja, fea y poco deseable. Acalló otra vez al niño, pues Maline había pedido al recién llegado noticias de la corte.

—No hay grandes novedades —dijo Accolon—. Creo que esos tiempos han quedado atrás. En la corte de Arturo hay tranquilidad. El rey aún cumple penitencia por un pecado desconocido: no prueba el vino, ni siquiera en los grandes festines.

—Y la reina, ¿no da señales de gestar un heredero?

—No, aunque una de sus damas me dijo, antes de los juegos, que en su opinión podía estar embarazada.

Maline se volvió hacia Morgana.

—Vos conocíais bien a la reina, ¿verdad, madre?

—Sí. Y en cuanto a ese rumor… bueno, Ginebra se cree embarazada en cuanto el ciclo se le atrasa un solo día.

—El rey es necio —dijo Uriens—. Tendría que repudiarla y tomar a otra mujer que le diera un hijo. Demasiado bien recuerdo el caos que tuvimos cuando se creyó que Uther moriría sin dejar un hijo varón. Ahora habría que establecer la sucesión con firmeza.

Accolon comentó:

—Dicen que el rey ha nombrado heredero a uno de sus primos, el hijo de Lanzarote. Eso no me gusta. Lanzarote es hijo de Ban de Benwick. No queremos a un extranjero como gran rey.

—Lanzarote es hijo de la Dama de Avalón, de la antigua estirpe real —aseguró Morgana.

—¡Avalón! —repitió Maline, desdeñosa—. Éste es un país cristiano. ¿Qué importancia tiene Avalón para nosotros?

—Más de la que pensáis —señaló Accolon—. Se dice que algunos campesinos no están contentos con una corte tan cristiana; recuerdan que Arturo, antes de su coronación, juró respaldar al pueblo de Avalón.

—Así es —confirmó Morgana—; además, porta la gran espada de la Regalía Sagrada.

—Los cristianos no parecen reprochárselo. Ahora recuerdo algunas noticias de la corte: el rey sajón Edric se ha convertido al cristianismo. Se hizo bautizar en Glastonbury, con todo su cortejo, y juró fidelidad a Arturo en nombre de su pueblo.

—¿Arturo, rey de los sajones? ¡Qué maravilla! —comentó Avalloch.

—Puede que el rey case a su hija con el hijo de Lanzarote para terminar con todas estas guerras. Y allí estaba Merlín, sentado entre todos los consejeros, como si fuera muy buen cristiano.

—Ginebra debe de estar feliz —comentó Morgana—. Siempre dijo que Dios había dado a Arturo la victoria en Monte Badon por llevar el estandarte de la Virgen, para que pusiera a los sajones bajo el manto de la Iglesia.

Uriens se encogió de hombros, diciendo:

—Yo no confiaría en ningún sajón, aunque llevara mitra de obispo.

—Tampoco yo —se sumó el primogénito—, pero, al menos, mientras recen y hagan penitencia no saldrán a quemar aldeas. Por cierto, ¿qué puede estar purgando Arturo, que parece buen hombre, con una penitencia tan larga? ¿Lo sabéis vos, señora Morgana, que sois su hermana?

—Su hermana, no su confesor. —Notó que su voz sonaba seca y guardó silencio. «Conque Arturo todavía cumple penitencia y ese anciano Patricio tiene su alma en prenda. ¿Qué opinará Ginebra de esto?».

—Contadnos más de la corte —suplicó Maline—. ¿Qué ropa usa la reina?

Accolon se echó a reír.

—No sé nada de prendas femeninas. Dicen que su prima Elaine ha dado a Lanzarote una hija. ¿O fue el año pasado? Y en la corte del rey Pelinor hay un escándalo; parece que su hijo Lamorak fue a Lothian con una misión y ahora habla de casarse con la viuda de Lot, la anciana reina Morgause.

Avalloch rió entre dientes.

—Ese muchacho debe de estar loco. Morgause tiene cincuenta años, al menos.

—Cuarenta y cinco —aclaró Morgana—. Tiene diez más que yo. —Y se preguntó por qué revolvía así el puñal en su herida. «¿Quiero acaso que Accolon comprenda lo anciana que soy, abuela de esta prole?».

—Está loco, en verdad —confirmó aquél—. Canta baladas, luce la liga de la señora y tonterías por el estilo.

—Supongo que esa liga, a estas alturas, ha de servir para riendas de caballo —dijo Uriens.

Accolon negó con la cabeza.

—No. He visto a esa mujer y todavía es hermosa. La madurez le sienta bien. Pero ¿qué puede buscar ella en un muchacho inexperto como Lamorak, que no pasa de los veinte años?

—O un muchacho como él en una anciana —insistió Avalloch.

—Puede que la señora sea experta en la cama —sugirió el padre, con una risa lasciva—. Evidentemente no pudo aprender del anciano Lot, pero sin duda tuvo otros maestros.

Maline protestó, arrebolada:

—¡Por favor! ¿Os parece una conversación decorosa para una familia cristiana?

—Si no lo fuera, hija mía —aseveró Uriens—, dudo que vuestra cintura tuviera ese tamaño.

Morgana intervino con aspereza:

—Si ser cristianos significa no hablar de lo que no nos avergüenza hacer, no quiera la Diosa que yo lo sea jamás.

—Aun así —reconoció el mayor—, no está bien contar chismes sucios sobre la tía de la señora Morgana.

—La reina Morgause no tiene esposo que se ofenda y no tiene que dar explicaciones a nadie —dijo Accolon—. Sus hijos deben de estar muy satisfechos de que se contente con un amante en vez de casarse. ¿No es también duquesa de Cornualles?

—No —dijo Morgana—. Cornualles pertenecía a Igraine; supongo que ahora es mío.

De pronto la invadió la nostalgia por aquella región apenas recordada, con el lúgubre contorno del castillo bajo el cielo, sus acantilados, el ruido eterno del mar. «¡Tintagel, mi hogar! Aunque no pueda volver a Avalón, tengo una patria».

—Y según las leyes romanas —apuntó Uriens—, supongo que yo soy el duque de Cornualles por ser tu esposo, querida.

Una vez más, Morgana sintió un arrebato de cólera. «Sólo cuando yo esté muerta y enterrada», pensó. «Ojalá pudiera vivir allá sola, como Morgause en Lothian, sin responder ante nadie».

—Ahora dadme noticias de esta región —pidió el viajero—. La primavera ha llegado tarde. Veo que los labriegos acaban de empezar.

—Pero casi han terminado de arar —dijo Maline—. El domingo irán a bendecir los campos.

—Y ya han escogido a la Doncella de Primavera —intervino Uwaine—. Estuve en la aldea y vi que escogían entre las muchachas más hermosas. —Se volvió hacia Morgana—. Escogen a la más hermosa para que forme parte de la procesión cuando el sacerdote venga a bendecir los campos. Y hay bailarines… Y llevan una imagen hecha con paja de la última cosecha. Al padre Ian no le gusta, pero no sé por qué, si es tan hermosa.

El cura tosió con timidez.

—Tendría que bastar con la bendición de la Iglesia. La imagen de paja es un recuerdo de aquellos malos tiempos en que se quemaba vivos a hombres y animales para fertilizar los campos. En cuanto a la Doncella de Primavera, es un vestigio de… ¡Bueno, no mencionaré ante los niños esa costumbre pecaminosa e idólatra!

Accolon habló dirigiéndose a Morgana:

—En otros tiempos la misma reina era la Doncella de Primavera y la Señora de la Cosecha. Y realizaba la ceremonia en los campos, para darles vida y fertilidad.

—Gracias a Dios —dijo Maline, persignándose como una beata—, ahora vivimos entre hombres civilizados.

—Dudo que os invitaran a cumplir con ese papel, cuñada —dijo Accolon.

—No —opinó Uwaine, falto de tacto como todo niño—, no es tan hermosa. Pero nuestra madre sí, ¿verdad, Accolon?

Uriens se apresuró a intervenir.

—Me alegro de que mi reina te parezca hermosa, pero lo pasado, pasado está. Ya no quemamos gatos y ovejas vivas en los campos, ni esparcimos la sangre del chivo expiatorio, ni se requiere que la reina bendiga los campos de esa manera.

«No —pensó Morgana—. Ahora todo es estéril; tenemos curas con cruces que prohíben encender las fogatas de la fertilidad. Es un milagro que la Diosa no malogre las cosechas con su ira».

Poco después todos se retiraron a descansar. Morgana supervisó todas las cerraduras. Luego, con una pequeña lámpara en la mano, fue a comprobar que a Accolon se le hubiera asignado un buen lecho.

—¿Estás cómodo aquí?

—Tengo todo lo que puedo necesitar —respondió—, salvo una señora para adornar mi alcoba. Mi padre es afortunado. Y vos merecíais ser esposa de un rey, no de un segundón.

—¿Es preciso que me provoques así? —estalló Morgana—. ¡Ya te dije que no se me permitió elegir!

—¡Os habíais comprometido conmigo!

Sintió que perdía el color y apretó los labios.

—Lo hecho, hecho está, Accolon.

Y se volvió, con el candil en alto. Él dijo a sus espaldas casi en tono de amenaza:

—Esto no ha terminado, señora.

Sin responder, Morgana apretó el paso hacia la alcoba que compartía con Uriens. La doncella la esperaba para desatarle la túnica, pero la despidió. Uriens gemía, sentado en el borde de la cama.

—¡Hasta las zapatillas me dañan los pies! ¡Ah, qué delicia es acostarse!

—Que descanses, mi señor.

—No. —La atrajo hacia el colchón—. Mañana se bendecirán los campos… Y tal vez debamos de estar agradecidos por vivir en un país civilizado, donde el rey y la reina ya no tienen que copular en público para fertilizar la tierra. Pero en vísperas de esa bendición, querida señora, tal vez debamos celebrar nuestra bendición privada, en la intimidad de la alcoba. ¿Qué opinas?

Morgana suspiró. Siempre ponía un escrupuloso cuidado en no dañar el orgullo viril de su envejecido esposo, pero Accolon le había despertado un angustioso recuerdo de los años vividos en Avalón: las antorchas en lo alto del Tozal, las fogatas de Beltane, las doncellas que esperaban en los campos arados… Esa noche había tenido que soportar que un miserable cura se burlara de algo muy sagrado para ella. Y ahora el mismo Uriens parecía reducirlo a burla.

—Opino que tú y yo haríamos bien en prescindir de esa bendición. Soy anciana y estéril, y tú, como rey, tampoco puedes dar mucha vida a los campos.

Él la miró fijamente. En el año transcurrido desde la boda nunca le había oído una palabra dura. La sorpresa le impidió hacer reproches.

—Sin duda estás en lo cierto —dijo en voz baja—. Bueno, dejaremos eso para los jóvenes. Ven a la cama, Morgana.

Pero cuando la tuvo a su lado se quedó inmóvil y, pasado un momento, le rodeó los hombros con un brazo tímido. Morgana estaba arrepentida de su dureza. Sola, con frío, se mordió los labios para no llorar. Pero cuando Uriens volvió a hablarle se fingió dormida.

El solsticio de verano amaneció soleado. Morgana, que despertaba temprano, sintió que algo en ella corría henchido de estío. Mientras se vestía contempló desapasionadamente la forma dormida de su esposo.

Había sido una necia al aceptar dócilmente la propuesta de Arturo, por no abochornarlo delante de los otros reyes. Si no era capaz de conservar el trono sin la ayuda de una mujer, tal vez no merecía ocuparlo. Era un traidor a Avalón, un apóstata, y la había entregado a otro apóstata. Y ella había accedido mansamente.

De pronto algo despertó en ella, con el movimiento secreto e invisible de una criatura en el vientre, algo que le decía con toda claridad: «Si no me dejé utilizar por Viviana, a quien amaba, ¿por qué dejarme usar por Arturo? Soy reina de Gales del norte, duquesa de Cornualles y descendiente de la estirpe real de Avalón».

Uriens gruñó, incorporándose con dificultad:

—Ah, Dios mío, me duelen todos los músculos. Ayer cabalgué demasiado. ¿Me frotarías la espalda, Morgana?

Iba a espetarle, furiosa: «¡Tienes diez criados y yo no soy tu esclava, sino tu esposa!», pero se contuvo.

—Sí, por supuesto —respondió con una sonrisa. Que la creyera dócil en todo. Curar era parte del trabajo de sacerdotisa; además, le daría acceso a los planes y pensamientos de su marido. Le frotó con un bálsamo la espalda y los pies doloridos, oyendo los pequeños detalles de la disputa que había resuelto el día anterior. «Uriens sólo quiere de su reina una cara sonriente y manos amables que lo mimen. Bien, los tendrá mientras me convenga».

—Parece que tendremos un buen día para la bendición de los sembrados. Aquí nunca llueve en estas fechas —comentó—. Cuando yo era joven y pagano decían que no se podía consumar el gran matrimonio bajo la lluvia. —Rió entre dientes—. Sin embargo, recuerdo que cierta vez había llovido en los campos durante diez días; ¡la sacerdotisa y yo parecíamos dos cerdos revolcándonos en el lodo!

Morgana sonrió contra su voluntad.

—Ah, Morgana, qué buenos tiempos aquéllos. Pero ya desaparecieron para siempre. Ahora lo que la gente pide a sus reyes es dignidad.

Ella no dijo nada. Se le ocurrió que Uriens, en su juventud, habría sido lo bastante fuerte para resistir la oleada de cristianismo que se abatía sobre el país. Si Viviana hubiera luchado más… Pero ¿quién podía prever que Ginebra sería tan devota? ¿Y por qué Merlín no había hecho nada?

Si Merlín de Britania y los sabios de Avalón no habían hecho nada por evitar que aquella marea cubriera el país, barriendo con las costumbres antiguas, ¿por qué culpar a Uriens, que a fin de cuentas era un anciano y sólo quería la paz? Mientras estuviera contento no le importaría lo que ella hiciera. Morgana aún no sabía lo que iba a hacer, pero sí que sus días de callada docilidad habían terminado.

—Ojalá te hubiera conocido entonces —dijo. Y se dejó besar en la frente.

«Si me hubiera casado con él de joven, Gales del norte no se habría convertido al cristianismo. Pero aún no es tarde. Hay quienes no han olvidado que el rey aún tiene en los brazos, aunque descoloridas, las serpientes de Avalón. Y está casado con quien fue sacerdotisa de la Dama. Aquí podría haberla servido mejor que en la corte de Arturo, a la sombra de Ginebra».

Además, en aquel tiempo tuvo influencia sobre Arturo: la influencia de la primera mujer con que ejerció su virilidad. Y en su estúpido orgullo lo había dejado caer en manos de Ginebra y de los curas. Ahora, demasiado tarde ya, empezaba a comprender las intenciones de Viviana.

«Ah, qué necia fue… Él y yo pudimos haber gobernado el país… para Avalón. Ahora pertenece a los curas. Y aún porta la gran espada de los druidas. Y Merlín de Britania no le pone obstáculos. Tengo que retomar la obra que Viviana dejó incompleta. Ah, Diosa, es tanto lo que he olvidado…».

De pronto se detuvo, estremecida ante su osadía. Uriens había hecho una pausa en el relato y la miraba, interrogante.

—No dudo que hiciste lo correcto, querido esposo —se apresuró a decir, untándose las manos con bálsamo. No tenía la menor idea de lo que acababa de aprobar, pero Uriens, sonriente, continuó con su narración. Morgana volvió a dejarse llevar por sus pensamientos.

«Todavía soy sacerdotisa. Es extraño que tenga esta certeza tan súbitamente, después de tantos años, cuando Avalón ha desaparecido hasta de mis sueños». Reflexionó sobre lo que Accolon le había dicho. Elaine tenía ahora una niña. Ella no podía dar una hija a la Diosa, pero al igual que Viviana, le llevaría una adoptiva.

Ayudó a Uriens con su ropa, lo acompañó abajo y, con sus propias manos, le llevó de la cocina pan recién horneado y cerveza, e incluso le untó el pan con miel. Que la creyera la más ferviente de sus súbditos, una esposa dulce y complaciente. Algún día le serviría de mucho contar con su confianza.

—Aun en verano me duelen los huesos, Morgana. Creo que iré a Aquae Sulis para tomar los baños. ¡Aquello es asombroso! Hay estanques calientes donde uno puede remojarse hasta quitarse el cansancio de los huesos. Hace dos o tres años que no los visito, pero ahora puedo volver, pues el país está tranquilo.

—No veo por qué no —concordó ella.

—¿Me acompañarías, querida? Podemos dejar a mis hijos a cargo de todo. Te interesaría conocer aquel antiguo templo.

—Me gustaría, sí —reconoció con sinceridad—. Pero no sé si estaría bien dejar todo a cargo de tus hijos. Avalloch es necio. Accolon, aunque inteligente, es sólo un segundón y no estoy segura de que tu gente lo obedeciera. Pero estando yo aquí tu primogénito aceptaría los consejos de su hermano menor.

—Excelente idea, querida —dijo Uriens, radiante—. Contigo aquí, no vacilaré en dejarlo todo en manos de los jóvenes. Les diré que te consulten en todo.

—¿Cuándo partirás? —preguntó Morgana. No vendría nada mal que se supiera que Uriens no vacilaba en confiarle su reino.

—Quizá mañana. O tal vez hoy mismo, cuando termine la bendición. ¿Te encargarás de hacerme preparar la impedimenta?

Morgana dejó su desayuno casi intacto.

—Voy a llamar a tu criado.

Estuvo a su lado durante la larga procesión en torno a los campos; después, desde una pequeña loma, observaron las cabriolas de los bailarines. Se preguntó si alguien conocería el significado de las varas fálicas rodeadas de guirnaldas rojas y blancas, entre las que caminaba la hermosa niña de cabellera al viento, serena e indiferente. ¿Notaba alguien la incongruencia del cura que los seguía con velas y cruces, entonando plegarias en mal latín?

«Estos sacerdotes odian tanto la fertilidad y la vida que sólo de milagro sus bendiciones no dejan la tierra yerma».

Como en respuesta a su pensamiento, una voz dijo delicadamente, a su espalda:

—Me pregunto, señora, si alguien, aparte de nosotros dos, entiende lo que está viendo.

Accolon la cogió un momento del brazo, para ayudarla a cruzar un surco, y las serpientes de sus muñecas aparecieron otra vez, frescas y azules.

—El rey Uriens lo sabe y ha tratado de olvidarlo. Eso me parece una blasfemia peor que la ignorancia.

Morgana esperaba que eso lo enfureciera; casi lo había provocado. Esas manos jóvenes y viriles en el brazo la hacían sentir otra vez el fuerte apetito interior. Si Accolon decía algo amable o compasivo acabaría aullando y arrancándose los cabellos…

Pero se limitó a decir, en voz tan baja que no se oía a dos pasos:

—Tal vez a la Diosa le baste que lo sepamos vos y yo, Morgana. Mientras un solo creyente le ofrezca lo que corresponde, no fallará.

Por un momento se volvió a mirarlo, con la sensación de que el calor de aquellas manos le recorría todo el cuerpo. Súbitamente asustada, trató de apartarse. «Soy la esposa de su padre; en esta tierra cristiana estoy prohibida para él, aún más de lo que lo estaba para Arturo». Y entonces surgió en su mente un recuerdo de Avalón: uno de los druidas, impartiendo la sabiduría secreta a las jóvenes sacerdotisas: «Si queréis que el mensaje de los dioses oriente vuestra vida, buscad aquello que se repita una y otra vez. Ése es el mensaje que los dioses os envían, la lección kármica que debéis aprender en esta encarnación. Vuelve una y otra vez, hasta que lo convertís en parte del alma y del espíritu perdurable».

«¿Qué es lo que ha venido a mí una y otra vez…?».

Todos los hombres que había deseado tenían un parentesco demasiado estrecho con ella: Lanzarote era hijo de su tía y madre tutelar; Arturo, hijo de su madre; ahora, el hijo de su esposo…

«Pero son parientes demasiado cercanos sólo según las leyes cristianas que quieren tiranizar esta tierra. ¿Acaso estoy viviendo toda la tiranía de esa ley para llegar a conocer, como sacerdotisa, por qué es preciso derribarla?».

Descubrió que sus manos temblaban entre las de Accolon.

—¿En verdad creéis que la Diosa retirará su vida de esta tierra si sus habitantes no le dan lo que le deben? —dijo, tratando de ordenar sus pensamientos dispersos.

Era el tipo de comentario que hubieran podido intercambiar dos iniciados en Avalón. Morgana conocía perfectamente la respuesta: que los dioses harían su voluntad sin que les importara la opinión de los hombres. Pero Accolon dijo, con un curioso destello animal en sus dientes blancos al sonreír:

—Habrá que asegurarse de que reciba siempre lo que le corresponde, señora, no vaya a desaparecer la vida del mundo.

Sintió el corazón tan acelerado que llegó a marearse.

—Calla —dijo, inquieta—. No es buen momento ni lugar para hablar de ese modo.

—¿De verdad?

Habían llegado al límite del terreno escarpado. Delante de ellos, los bailarines enmascarados sacudían sus varas fálicas y hacían cabriolas, mientras la Doncella de Primavera intercambiaba un beso formal con cada uno de ellos. Uriens llamó a Morgana por señas, impaciente. Ella se movió rígidamente, con frío; sentía heladas las muñecas que Accolon tuvo entre sus manos un momento antes.

—A ti te corresponde repartir esto entre los bailarines que nos han entretenido, querida —dijo su esposo.

Un criado le llenó las manos de dulces y frutas confitadas; Morgana los arrojó hacia los bailarines y los espectadores, que se los disputaron entre risas y empellones. «Siempre una imitación de las ceremonias sagradas. Esto recuerda a los tiempos en que el pueblo se disputaba los trozos de carne del sacrificio. ¡Es preferible olvidar el rito a remedarlo así!». La Doncella de Primavera se le acercó, sonriente y encendida de inocente orgullo; aunque era encantadora, sus ojos carecían de profundidad y tenía las manos ensanchadas por el trabajo agrícola. Era sólo una hermosa campesina que trataba de actuar como sacerdotisa, sin idea de lo que estaba haciendo.

La muchacha se arrodilló ante ella. Morgana ignoraba lo que se esperaba de la reina, pero adoptó la postura casi olvidada de las sacerdotisas al impartir la bendición. Por un instante sintió que una conciencia antigua la poseía desde arriba, desde más allá. Apoyó las manos en la frente de la niña y sintió, por un instante, el flujo de poder que corría entre ambas. La cara estúpida se transfiguró. «La Diosa también obra en ella», se dijo. Y entonces vio a Accolon, que la miraba con sobrecogimiento y maravilla. Había visto antes esa expresión, cuando hacía descender las brumas de Avalón… Y la conciencia del poder la inundó como si de súbito hubiera renacido.

«Estoy viva otra vez. Después de tantos años vuelvo a ser una sacerdotisa. Y Accolon es quien me lo ha devuelto».

Luego se rompió la tensión del momento y la niña retrocedió a trompicones para hacer una torpe reverencia al grupo real. Uriens distribuyó monedas entre los bailarines y entregó una suma algo más importante al cura de la aldea, para que encendiera velas en su iglesia. Mientras volvían al castillo, Morgana caminaba serenamente junto a su esposo, con rostro de máscara, pero interiormente bullía de vida. Su hijastro Uwaine se acercó para caminar a su lado.

—Este año fue más bonito que de costumbre, madre. Shanna es encantadora… la Doncella de Primavera. Pero vos estabais tan hermosa al bendecirla… Parecíais la Diosa. El padre Ian dice que, en realidad, la Diosa era un demonio que vino para impedir que la gente sirviera a Cristo, pero ¿sabéis qué pienso? Que ella estaba aquí antes de que la gente oyera hablar de la Virgen Santa.

Accolon, que iba junto a ellos, dijo:

—La Diosa existía antes de Cristo. Debes servirla siempre, bajo el nombre que quieras, y bien puedes llamarla María. Pero no te aconsejo que hables mucho de esto con el padre Ian.

Habían llegado al castillo y Morgana tenía que ocuparse de la impedimenta de Uriens. En la confusión del día, dejó que su nuevo esclarecimiento se deslizara hacia el fondo de la mente, sabiendo que tendría que analizarlo más tarde con mucha seriedad.

Uriens partió después del mediodía, con sus soldados y uno o dos criados; se despidió de ella con un tierno beso y aconsejó a Avalloch que escuchara en todo a la reina y a su hermano. Uwaine estaba mohíno, pues habría querido viajar con su padre. Pero al fin todo quedó en paz y Morgana pudo sentarse a solas frente al fuego, en el salón grande, para pensar en lo acontecido durante el día.

Afuera caía el sol, en el largo crepúsculo del solsticio de verano. Morgana había cogido la rueca, pero sólo fingía hilar, pues esa tarea le disgustaba tanto como siempre; prefería trabajar el doble en el telar. No se atrevía a hilar, pues al hacerlo caía en aquel extraño trance, entre el sueño y la vigilia, y tenía miedo de lo que podía ver. Por eso ahora se limitaba a hacer girar el huso de vez en cuando, para que nadie la viera con las manos ociosas.

El cuarto se estaba oscureciendo; Morgana entornó los ojos, pensando en el rojo sol que se ponía sobre el círculo de piedras del Tozal… Por un momento la cara de Cuervo parpadeo frente a ella, callada, enigmática, y le pareció que sus labios se abrían para pronunciar su nombre. En la penumbra flotaban rostros: Elaine, con el cabello suelto a la luz de las antorchas, en el lecho de Lanzarote. Ginebra, enfadada y triunfal en la boda de Morgana; las facciones serenas de la extraña mujer de trenzas rubias, que sólo había visto en sueños; la Dama de Avalón… Cuervo otra vez, asustada, suplicante… Arturo, caminando entre sus súbditos con un cirio de penitente… Y luego, la barca de Avalón, con las colgaduras negras de los funerales, y su cara como un reflejo entre las brumas, acompañada por tres mujeres más, también vestidas de negro, y un hombre herido, pálido y quieto en su regazo…

La luz carmesí de una antorcha cruzó la habitación en penumbras; una voz dijo:

—¿Estáis tratando de hilar en la oscuridad, madre?

Confundida por la luz, Morgana dijo, irritada:

—¡Te he dicho que no me llames así!

Accolon puso la antorcha en un soporte y fue a sentarse a sus pies.

—La Diosa es Madre para todos, señora, y os reconozco como tal.

—¿Te burlas de mí? —inquirió agitada.

—No me burlo. —Accolon se arrodilló a su lado; le temblaban los labios—. Hoy vi vuestra cara. ¿Podría burlarme de eso…, con éstas? —Enseñó los brazos. Por efecto de la luz, las serpientes azules tatuadas en sus muñecas parecieron retorcerse y levantar la cabeza pintada—. Dama, Madre, Diosa… —Esos brazos le rodearon la cintura; él escondió la cabeza en el regazo, murmurando—: Vuestra cara es, para mí, la de la Diosa.

Como en un sueño, Morgana se inclinó para besarle en el cuello, entre los rizos suaves, mientras se preguntaba, asustada: «¿Qué estoy haciendo?». Cuando Accolon levantó la cabeza para besarla en los labios, cedió al beso y sintió que se abría; un estremecimiento, entre doloroso y placentero, le recorrió todo el cuerpo, despertando recuerdos. En aquel largo año lo había mantenido muerto, sin permitirle despertar para no cobrar conciencia de lo que Uriens le hacía. «Soy sacerdotisa —pensó, desafiante—; mi cuerpo me pertenece para honrarla. El pecado fue lo que hice con Uriens. Esto es auténtico y sagrado».

Las manos de Accolon temblaban sobre su cuerpo, pero cuando habló lo hizo con sereno sentido común.

—Creo que toda la gente del castillo está acostada. Sabía que me estabais esperando.

Por un momento Morgana se disgustó por su certidumbre; luego inclinó la cabeza. Durante mucho tiempo se había limitado a nadar en aguas estancadas; ahora se veía arrastrada nuevamente por la corriente de la vida y no la rechazaría.

—¿Dónde está Avalloch?

Accolon rió brevemente.

—Ha bajado a la aldea para acostarse con la Doncella de Primavera. Es una de nuestras costumbres que el cura ignora, y mi hermano no la cree incompatible con sus deberes cristianos. Me ofreció que echáramos el privilegio a suertes, pero yo sabía a quién tenía que rendir mi verdadero homenaje.

Morgana murmuró, casi como protesta:

—Avalón está tan lejos…

—Pero Ella está en todas partes —replicó él, con la cara contra su pecho.

—Que así sea —susurró Morgana, levantándose. Iba a llevarlo hacia la escalera, pero se detuvo. Allí no; en todo el castillo no había una sola cama que pudieran compartir honorablemente y a ella volvió la máxima de los druidas: «Lo que nunca fue creado por el Hombre, ¿puede ser adorado bajo un techo fabricado por manos humanas?».

Afuera, pues, hacia la noche. Cuando salieron al patio desierto, una estrella fugaz cruzó el cielo, tan veloz que por un instante los cielos parecieron oscilar, como si la tierra se moviera hacia atrás bajo sus pies. Luego desapareció, dejándolos deslumbrados. «Un augurio. La Diosa celebra mi vuelta».

—Ven —susurró, cogiendo a Accolon de la mano.

Lo condujo hacia el huerto, donde los fantasmas blancos de las flores caían en la oscuridad. Allí extendió su capa en el césped, como si fuera un círculo mágico bajo el cielo, y le alargó los brazos.

La sombra oscura de su cuerpo le ocultó el cielo y las estrellas.

HABLA MORGANA…

Mientras yacíamos juntos bajo las estrellas, en aquel solsticio de verano, supe que aquello no era una cópula, sino un acto mágico de apasionado poder; sus manos, el contacto de su cuerpo, volvían a consagrarme sacerdotisa por voluntad de lo Diosa. Ciega como estaba a todo, oí susurros alrededor y supe que no estábamos solos. Quería retenerme en sus brazos, pero me levanté, impulsada por el poder que me dominaba en esa hora. Alcé las manos sobre la cabeza y las bajé lentamente, con los ojos cerrados, conteniendo el aliento en la tensión del poder… Y sólo cuando oí su exclamación sobrecogida me aventuré a abrir los ojos. Su cuerpo estaba iluminado por el mismo resplandor que rodeaba el mío. «Está hecho y Ella está conmigo. Madre, soy indigna a tus ojos… Pero eso ha vuelto a mí». Contuve el aliento para no romper en sollozos. Un pálido rayo de luna me reveló, en el borde del huerto en el que yacíamos, el destello de unos ojos en el seto, como de animales: la gente pequeña de las colinas, sabiendo qué tramaba la Diosa allí, venía a presenciar la consumación, desconocida en aquella tierra desde que el mundo se había vuelto gris y Uriens, anciano y cristiano. Oí el eco de un murmullo reverente y respondí en una lengua de la que apenas sabía diez o doce palabras: —Hecho está. ¡Así sea! Me incliné para besar en la frente a Accolon, que aún estaba arrodillado. —Hecho está. Ve, querido. Bendito seas. De haber sido yo la mujer con la que había llegado a ese huerto, se habría quedado. Pero ante la sacerdotisa se alejó en silencio, sin cuestionar la palabra de la Diosa. Aquella noche no hubo sueño para mí. Caminé sola por los jardines hasta el amanecer. Ya sabía lo que tenía que hacer, y temblaba de terror. Tal como había renunciado, muchos años antes, a mi condición de sacerdotisa, así tendría que desandar mis pasos. Aquella noche había recibido una gracia ilimitada, pero no habría más señales ni ayuda para mí hasta que hubiera vuelto a ser sacerdotisa, sola y sin ayuda. Aún llevaba el signo descolorido en la frente, señal de su gracia, pero no me ayudaría. Contemplé las estrellas ya borrosas, sin saber si el sol me sorprendería en mi vigilia; hacía mucho tiempo que las mareas solares no corrían por mi sangre y ya no sabía hacia qué punto exacto del horizonte oriental tenía que volverme para saludar su ascenso. Ya no sabía siquiera cómo corrían las mareas de la luna con los ciclos de mi cuerpo, tanto me había alejado de las enseñanzas de Avalón. Sola, sin más que recuerdos borrosos, tenía que recordar todo lo que en otros tiempos había sido parte de mí misma. Antes del amanecer entré sin hacer ruido y busqué en la oscuridad el único objeto que tenía de Avalón: la pequeña hoz que había cogido del cadáver de Viviana, igual a la que yo portaba como sacerdotisa y que había abandonado al huir de la isla. Me la até silenciosamente a la cintura, bajo las prendas exteriores; jamás se apartaría de mi lado y conmigo sería sepultada. No volví a pintar la media luna de mi frente, en parte por Uriens, que se hubiera opuesto, y en parte porque aún no era digna de usarla. No quería que el signo fuera como las serpientes descoloridas que él tenía en los brazos, un adorno recordatorio medio olvidado de lo que había sido y ya no era. En los meses siguientes, que se fueron convirtiendo en años, una parte de mí fue como una muñeca pintada que cumplía con las tareas por él exigidas: hilar y tejer, preparar medicinas, atender a los hijos y a los nietos, escucharle, bordarle ropa fina y atenderlo en su enfermedad. Lo hacía sin pensar mucho, con la superficie de la mente y el cuerpo entumecido en la breve y desagradable posesión. Pero la hoz estaba allí y podía tocarla para reconfortarme, mientras volvía a aprender a contar las mareas del sol entre el equinoccio y el solsticio. Las contaba penosamente, con los dedos, como los niños y las novicias; pasaron años antes de que volviera a sentirlas corriendo por mi sangre, antes de saber con precisión por dónde asomarían el sol y la luna para las salutaciones que volvía aprender. Ya avanzada la noche, mientras los de la casa dormían, estudiaba las estrellas, dejando que su influencia se moviera por mi sangre según giraban en torno a mí. Me levantaba temprano y me acostaba tarde, a fin de hallar tiempo para adentrarme en las colinas, con el pretexto de buscar raíces y hierbas medicinales. Allí buscaba las antiguas líneas de fuerza, trazándolas desde piedra alzada al estanque excavado; era un trabajo agotador. Tardé años en conocer algunas de las que pasaban cerca del castillo de Uriens. Pero aun aquel primer año, mientras luchaba con la memoria debilitada, supe que mis vigilias no eran solitarias. Nunca me faltó compañía, aunque sólo viera lo mismo que aquella primera noche: el brillo de un ojo en la oscuridad, un fugaz movimiento… Rara vez se les veía, incluso allí, en las montañas remotas; vivían su existencia secreta en las colinas y los bosques desiertos donde habían huido al llegar los romanos. Pero yo sabía que estaban ahí: el pequeño pueblo que nunca la había olvidado velaba por mí. Cierta vez, adentrándome entre las colinas, encontré un círculo de piedras. No era tan grande como el que se elevaba en el Tozal de Avalón; allí las piedras me llegaban apenas al hombro y el diámetro del círculo no superaba la estatura de un hombre alto. En el centro, semienterrada en la hierba, se veía una pequeña laja de manchas descoloridas y cubierta de líquenes. La libré de hierbas y musgo para dejar allí, cuando me era posible, los alimentos que podía retirar de la cocina: un buen trozo de pan de centeno, un poco de queso o mantequilla. Y una vez encontré al llegar, en el centro mismo de las piedras, una corona de flores perfumadas, de las que crecen en la frontera del país de las hadas; una vez secas no se decoloran nunca. En la siguiente luna llena la llevé rodeándome la frente, cuando me uní con Accolon en ese encuentro solemne con el que borrábamos lo individual para ser sólo Diosa y Dios, afirmando la vida infinita del cosmos. En adelante jamás me faltó compañía más allá de mi jardín. Aunque no cometía el error de mirarlos directamente, sabía que estaban allí por si los necesitaba. No por nada me habían dado aquel viejo apodo: Morgana de las Hadas… Y ahora me reconocían como sacerdotisa y reina. El cuarto invierno, cuando la luna se hundía en el cielo, la víspera del Día de Difuntos, caminé hasta el círculo de piedras. Allí, envuelta en mi capa, temblando, en ayunas, cumplí con la vigilia; nevaba cuando me levanté para regresar a casa, pero al abandonar el círculo pisé una piedra que no estaba allí al principio; al inclinar la cabeza vi el dibujo formado con piedras blancas. Me agaché y moví una piedra para formar la siguiente serie de números mágicos: las mareas habían cambiado y ahora estábamos bajo las estrellas del invierno. Luego volví a casa, temblando, y conté que, sorprendida por la noche en las colinas, había dormido en la cabaña desierta de algún pastor. Las intensas nevadas me mantuvieron encerrada durante gran parte del invierno, pero sabía cuándo amainarían las tormentas; en el solsticio de invierno arriesgué una caminata hasta el círculo de piedras, sabiendo que estaría despejado, pues nunca había nieve dentro de los círculos mágicos. Y allí, en el centro, vi un pequeño paquete: un trozo de cuero atado con tendones. Mis dedos no vacilaron al desatarlo para dejar caer el contenido en la palma de la mano. Parecían un par de semillas secas, pero eran las diminutas setas que crecen cerca de Avalón. No sirven como alimento y hasta se las cree venenosas, pues causan vómitos, diarrea y un flujo sanguinolento; pero si se comen en ayunas y en poca cantidad pueden abrir las puertas de la videncia. Era un Don más precioso que el oro, pues no crecían en aquella región; sólo cabía imaginar lo mucho que habrían andado los del pueblo pequeño hasta hallarlas. Les dejé lo que llevaba: carne seca, frutas y un panal de miel, pero no como pago, pues el regalo era inapreciable. En aquel primer día de invierno, encerrada en mi alcoba, buscaría nuevamente la videncia a la que había renunciado. Con las puertas de la visión abiertas de tal modo, podría buscar la presencia de la misma Diosa, para implorarle que me permitiera repetir los votos. No temía ser rechazada. Era Ella quien me enviaba ese presente para que pudiera buscarla otra vez. Y me incliné hacia la tierra en agradecimiento, sabiendo que mis plegarias habían sido oídas y mi penitencia estaba cumplida.