8

TRAS separarse de Arturo y Ginebra, Morgana se echó una capa encima y salió precipitadamente, sin preocuparse de la lluvia. Caminó sola por las altas fortificaciones; al pie de la colina se amontonaban las tiendas de los caballeros, reyes menores e invitados. Pese a la lluvia, los estandartes y las banderas flameaban alegremente. Pero el cielo estaba oscuro, con densos nubarrones que casi alcanzaban a tocar la cumbre del cerro. El Espíritu Santo podría haber escogido un día mejor para descender sobre su pueblo…, y especialmente sobre Arturo.

Oh, sí, Ginebra no le daría paz hasta que se hubiera puesto en manos de los curas. ¿Y qué pasaría con el juramento hecho a Avalón?

Sin embargo, si el destino quería que Gwydion ocupara un día el trono de su padre… nadie podía escapar de su destino.

Tuvo la sensación de que, a su alrededor, el mundo se tornaba gris y extraño, como si se encontrara entre las brumas de Avalón; sentía un extraño zumbido en la cabeza.

En el aire parecía haber un terrible clamor que la ensordecía. Eran las campanas de la iglesia, llamando a misa. No podía ir a sentarse tranquilamente allí, escuchando con amable atención sólo porque las damas de la reina tenían que dar ejemplo a los demás. Los muros la sofocarían; el humo del incienso y los murmullos de los curas acabarían por enloquecerla. Era mejor quedarse allí, bajo la lluvia clara. Por fin recordó cubrirse el pelo con la capucha; las cintas del peinado ya estaban mojadas. Cuando se las quitó le mancharon los dedos de rojo; qué mal teñidas estaban, para ser tan caras.

Pero la lluvia amainaba y la gente empezaba a caminar entre las tiendas.

—Hoy no habrá justas —dijo una voz tras ella—. De lo contrario os pediría una de esas cintas que os estáis quitando para llevarla al combate como prenda de honor, señora Morgana.

Ella parpadeó, tratando de dominarse. El hombre era joven y esbelto, de pelo y ojos oscuros; tenía un aire familiar, pero no llegaba a recordarlo.

—¿No me reconocéis, señora? —le reprochó—. Sin embargo, me dijeron que, hace un año o dos, apostasteis una cinta por mí contra quienes creían invencible a Lanzarote.

Nunca había conocido el resultado de aquella apuesta.

—Claro que os recuerdo, señor Accolon; pero no olvidéis que aquella fiesta de Pentecostés concluyó con el brutal asesinato de mi madre tutelar.

De inmediato él se puso contrito.

—Perdonadme por traeros a la memoria una ocasión tan triste. Y supongo que tendremos muchas justas y combates antes de partir; ahora que no hay guerra en el país mi señor Arturo quiere asegurarse de que sus legiones aún están en condiciones de defendernos.

—¿Echáis de menos los días de batallas gloriosas?

El joven tenía una sonrisa simpática.

—Combatí en Monte Badon —dijo—. Fue mi primera batalla y estuvo a punto de ser la última. Es mejor medirse con amigos para que las señoras hermosas se entretengan y nos admiren.

Mientras charlaban se habían acercado a la iglesia; el tañido de las campanas casi ahogaba su voz, agradable y musical. Morgana se preguntó si sabría tocar la lira. De pronto volvió la espalda a las campanas.

—¿No vais a misa, señora?

Con una sonrisa, bajó los ojos hacia las muñecas de Accolon y deslizó un dedo por una de las serpientes que allí se enroscaban.

—¿Y vos?

—No sé. Quizá para ver a mis amigos… No, creo que no. Habiendo una señora con quien charlar.

Morgana dio a su voz un tinte de ironía.

—¿No teméis por vuestra alma?

—Oh, mi padre es religioso por los dos. Ahora que no tiene esposa, debe de estar estudiando el terreno para su próxima conquista, a pesar de sus años.

—¿Perdisteis a vuestra madre, señor Accolon?

—Sí, antes de ser destetado, y también a mis tres madrastras. Mi padre no necesita más herederos, pues tiene tres hijos varones, pero quiere una mujer, aunque su primogénito ya está casado y con un hijo.

—¿Fuisteis el hijo de su vejez?

—De su madurez —corrigió Accolon—. No soy tan joven. De no haber sido por la guerra me habría educado en Avalón para el sacerdocio.

—Pero conserváis las serpientes.

Él asintió.

—Y algo de aquella sabiduría, aunque no lo suficiente para mi gusto. —Y agregó con una sonrisa—: Mi padre me dijo que también buscaría esposa para mí. Lamento que no seáis hija de un hombre menos importante, señora.

Morgana sintió que enrojecía como una muchacha.

—Oh, tengo demasiada edad para vos. Y soy hermana del rey sólo por parte de madre. Mi padre fue el duque Gorlois.

Hubo un breve silencio. Luego Accolon dijo:

—En estos tiempos puede ser peligroso lucir las serpientes. Se decía que Arturo había ascendido al trono con el apoyo de Avalón, pero se ha vuelto tan cristiano…

—Cierto. —Por un momento la sofocó la ira—. Sin embargo, aún porta la espada de los druidas.

Accolon la miró con más atención.

—Y vos tenéis la media luna de Avalón.

Morgana se ruborizó. Todos habían entrado ya en la iglesia y las puertas estaban cerradas.

—La lluvia arrecia, señora Morgana. Vais a empaparos. Tenéis que entrar. Pero ¿os sentaréis a mi lado durante el festín?

Ella vaciló, sonriente. Con toda seguridad, Arturo y Ginebra no querrían su presencia en la mesa principal. Accolon seguía esperando su respuesta, con la cara expectante vuelta hacia ella. «Si yo quisiera me besaría, me imploraría el favor de una sola caricia». La certeza le curó el orgullo. Le dedicó una sonrisa deslumbrante.

—Sí, por supuesto, si podemos sentarnos lejos de vuestro padre.

Y de pronto cayó en la cuenta de que así la había mirado Arturo. «Eso es lo que Ginebra teme. Sabe lo que yo ignoraba: que si alargara la mano podría hacer que él dejara de prestarle atención, pues me ama aún más que a ella. No lo quiero sino como hermano, pero ella no lo sabe y teme que lo seduzca otra vez».

—Os lo ruego, entrad a cambiaros de ropa —amonestó severamente el joven.

Y Morgana le estrechó la mano.

—Nos veremos en el festín.

Durante toda la misa Ginebra permaneció sola, tratando de dominarse. A escondidas, sus dedos vagaban sobre el vientre; por la mañana habían yacido juntos, quizás a principios de febrero tuviera en los brazos al heredero del reino. Miró a Lanzarote, que estaba al otro lado de la iglesia, arrodillado junto a Elaine. Llena de envidia, notó que la cintura de su prima empezaba a hincharse otra vez. «Y ahora Elaine se pavonea junto al hombre que yo amé durante tanto tiempo, con el hijo que yo habría debido tener. Bueno, he de bajar la cabeza durante un tiempo; no me hará daño fingirme convencida de que ese niño heredará el trono… Ah, qué pecado, estoy llena de orgullo».

La iglesia estaba atestada, como siempre en aquella fecha. Arturo estaba pálido y callado tras haber hablado con el obispo. Arrodillada a su lado, lo encontró desconocido, mucho más desconocido que cuando compartió su cama por primera vez.

«No tendría que haber discutido con Morgana… ¿Por qué me siento culpable? La pecadora es ella. Yo estoy absuelta».

Morgana no estaba en la iglesia; sin duda no había tenido el descaro de ir a misa sabiéndose descubierta. Incestuosa, pagana, bruja, hechicera.

El oficio pareció durar una eternidad, pero al fin se impartió la bendición y la gente empezó a salir. Durante un momento se encontró con Elaine y Lanzarote, que rodeaba protectoramente a su esposa con un brazo, para que no la empujaran. Ginebra alzó la vista para no ver el vientre hinchado de su prima.

—Hacía mucho que no os veíamos en la corte —comentó.

—Ah, es que en el norte hay mucho que hacer —explicó Lanzarote.

—Confío en que no haya más dragones —intervino Arturo.

—No, a Dios gracias. —Lanzarote sonrió—. ¡Dios me perdone por haberme burlado de Pelinor cuando hablaba de ese monstruo! Pero como no quedan sajones que matar, tendremos que lanzarnos contra los dragones y los bandidos.

Elaine sonrió tímidamente a la reina.

—Mi esposo es como todos los hombres. Prefiere pelear a quedarse en casa, disfrutando de la paz que tanto les costó ganar.

Ginebra preguntó, observando su cuerpo henchido:

—¿Cuándo darás a luz? ¿Crees que será otro varón?

—Eso espero. No quiero niñas —dijo Elaine—, pero será lo que Dios quiera. ¿Dónde está Morgana, que no ha venido a la iglesia? ¿Está enferma?

Ginebra sonrió desdeñosamente.

—Ya sabes lo buena cristiana que es.

—Pero somos amigas. Por mala cristiana que sea, la amo y rezaré por ella.

«Falta le hace —pensó la reina, rencorosa—. Te casó para fastidiarme». Los dulces ojos azules de Elaine le resultaban empalagosos, falsa su voz. Si la escuchaba un momento más acabaría por estrangularla. Se disculpó para alejarse y Arturo fue tras ella.

—Esperaba que Lanzarote pasara algunas semanas con nosotros —dijo—, pero quiere partir nuevamente hacia el norte. Dijo que, si lo deseas, Elaine puede quedarse para no regresar sola estando tan cerca del parto. Tal vez Morgana eche de menos a su amiga. Bueno, resolvedlo entre mujeres. —La miró con cara triste—. El arzobispo dijo que hablaría conmigo en cuanto acabara la misa.

Quiso retenerlo, sujetarlo con las dos manos, pero las cosas ya habían ido muy lejos.

—Morgana no estaba en la iglesia —observó Arturo—. ¿Le dijiste algo, Ginebra…?

—No le he dicho una palabra para bien o para mal —respondió con voz chillona—. Y no me importa dónde esté. ¡Ojalá sea en el infierno!

Él abrió la boca. Por un momento Ginebra pensó que iba a regañarla; perversamente, deseó su ira. Pero se limitó a suspirar, con la cabeza gacha.

—Ginebra, te lo suplico, no sigas discutiendo con ella. Ya ha sufrido demasiado.

Y luego, como avergonzado de su ruego, se alejó bruscamente hacia el arzobispo.

Dentro del castillo había mucho que hacer. Todo el mundo se dedicó a saludar a los viejos amigos y a intercambiar noticias, de modo que la ausencia del rey paso casi desapercibida. Pero al fin, cuando las evocaciones se desvanecieron, los concurrentes empezaron a murmurar. La comida se enfriaba, pero no era posible dar comienzo al festín si el rey no estaba allí. Ginebra ordenó escanciar vino, cerveza y sidra, sabiendo que, cuando se sirviera la comida, casi todos estarían demasiado borrachos para percatarse de nada. Vio a Morgana sentada a cierta distancia, riendo y charlando con un joven desconocido que lucía las serpientes de Avalón en las muñecas. ¿Pensaría seducirlo con hechicerías, como a Lanzarote y al Merlín?

Cuando al fin entró Arturo, con paso lento y pesado, la invadió la aflicción; nunca lo había visto así, salvo cuando estuvo a punto de morir por una herida. De pronto comprendió que la lesión era esta vez más profunda, en el alma, y por un momento se dijo que Morgana había hecho bien en ahorrarle el conocimiento. No: ella, su devota esposa, había garantizado la salud de su alma y su posterior salvación.

Arturo había reemplazado su atuendo festivo por una túnica sencilla, sin adornos; tampoco llevaba la corona, y el pelo dorado parecía opaco y encanecido. Cuando entró, todos sus caballeros rompieron en aplausos y vítores, que aceptó con una sonrisa. Por fin alzó una mano.

—Lamento haberos hecho esperar. Perdonad, por favor, y empezad a comer.

Ocupó su lugar, suspirando. Los sirvientes comenzaron a pasar con marmitas y bandejas humeantes. Ginebra dejó que uno de los mayordomos le pusiera unos trozos de pato asado en el plato, pero sólo jugó con la comida. Al cabo de un rato se atrevió a mirar a su esposo. Pese a la abundancia de carnes, sólo tenía en el plato un trozo de pan sin mantequilla; en su copa sólo había agua.

—No comes nada.

Su sonrisa fue irónica.

—No es porque desprecie la comida. Ha de estar tan sabrosa como siempre, amor mío.

—Pero no es bueno ayunar en un día de fiesta…

Arturo hizo una mueca impaciente.

—Bueno: si quieres saberlo, el obispo dijo que no puede absolver un pecado tan grave con una penitencia común. Y como era lo que deseabas de mí, pues… —alargó las manos en un gesto de fatiga—. Aquí estoy, en la fiesta de Pentecostés, en camisa y sin atavíos, con mucho ayuno por delante. Pero te he dado el gusto, Ginebra.

Levantó su taza para beber agua, muy resuelto, y ella comprendió que no tenía que decir nada más. Pero no era eso lo que había querido. Ginebra endureció todo el cuerpo para no volver a llorar. Todas las miradas estaban fijas en ellos; ya era bastante escandaloso que el rey ayunara en su fiesta. Fuera, la lluvia golpeaba el tejado. En el salón imperaba un extraño silencio. Por fin Arturo pidió música.

—Que Morgana cante para nosotros. ¡Es mejor que ningún juglar!

«¡Morgana, Morgana, siempre Morgana!». Pero ¿qué podía hacer? Notó que su cuñada ya no llevaba el sayo de color de la mañana, sino algo oscuro y sobrio, como de monja. Sin sus cintas carmesíes no parecía tan ramera. La vio coger la lira y acercarse a la mesa del rey para cantar.

Como Arturo parecía desearlo, había cierta alegría. Cuando Morgana terminó otros cogieron la lira. Se veía mucho movimiento de mesa en mesa, charlas, cantos, brindis.

Cuando Lanzarote se acercó a ellos, Arturo lo hizo sentar a su lado, como en los viejos tiempos. Los criados llevaban grandes bandejas de dulces, frutas y pasteles. Mientras charlaban de naderías, Ginebra se sintió momentáneamente feliz; era como antes, cuando todos eran amigos y entre todos había amor. ¿Por qué no habían podido seguir así?

Al cabo de un rato Arturo se levantó, diciendo:

—Iré a hablar con los caballeros más ancianos. Todavía tengo las piernas jóvenes, mientras que ellos están muy envejecidos. Pelinor ya no podría combatir ni con el perrillo faldero de Elaine.

—Desde que nos casamos es como si ya no tuviera nada que hacer en la vida —dijo Lanzarote—. Cuando un hombre llega a esa conclusión suele tardar poco en morir. Espero que no sea el caso; amo a Pelinor y espero que nos acompañe durante mucho tiempo. —Sonrió con timidez—. Por primera vez tengo un pariente que me trata como a un hijo, y hermanos no he tenido nunca.

Arturo sonrió por primera vez desde que saliera de las habitaciones del obispo.

—¿Los primos no cuentan, Galahad?

Lanzarote le estrechó la muñeca.

—Dios no permita que olvide eso, Gwydion.

Por un momento Ginebra pensó que iban a abrazarse, pero Arturo dejó caer la mano y se levantó deprisa.

—Allí están Uriens y Marco de Cornualles. Quédate con Ginebra, Lanzarote. Que hoy sea como en los viejos tiempos.

Su primo se sentó en el banco junto a la reina. Por fin preguntó:

—¿Está enfermo?

Ginebra negó con la cabeza.

—Creo que tiene que cumplir con una penitencia y por eso está malhumorado.

—No puede haber cometido un pecado tan grave —dijo Lanzarote—, es uno de los hombres más impolutos que conozco. No merezco su amistad, Ginebra.

La miró con tanta tristeza que Ginebra estuvo a punto de sollozar. ¿Por qué no podía amarlos a ambos sin pecar? Le tocó la mano.

—¿Eres feliz con Elaine, Lanzarote?

—¿Feliz? ¿Quién es feliz? Hago lo que puedo.

Ginebra bajó los ojos, olvidando por un momento que fue su amante; sólo recordó al amigo.

—Quiero que seas feliz, de verdad.

Él le cogió la mano durante un instante.

—Lo sé, querida. No quería venir. Os amo a los dos, pero han quedado atrás los tiempos en que me conformaba con ser su capitán de caballería y… —Se le quebró la voz—. Y el campeón de la reina.

Morgana había vuelto a coger la lira y estaba cantando.

—Su voz es tan dulce como siempre —dijo Lanzarote—. Me recuerda a la de mi madre.

—Morgana está tan joven como siempre —comentó Ginebra, celosa.

—Así son los de la sangre antigua: parecen jóvenes hasta que envejecen de súbito. —Lanzarote se inclinó para tocarle la mejilla con un beso leve. Luego dijo abruptamente—: No soporto que seas desdichada.

—No creo saber lo que significa la felicidad. —«¿Cómo es posible que Morgana permanezca impasible? Lo que ha destruido mi vida y la de Arturo parece no pesarle. Ahí está, riendo y cantando, y tiene hechizado a aquel caballero de las serpientes en las muñecas».

Poco después Lanzarote la dejó para reunirse con Elaine. Cuando volvió Arturo, algunos antiguos seguidores se le acercaron para entregarle regalos y pedirle favores. Poco después se presentó Uriens de Gales del norte, ya rollizo y encanecido, pero con toda su dentadura; si era necesario aún podía ir al combate a la vanguardia de sus hombres.

—He venido a pediros un favor, Arturo —dijo—. Quiero volver a casarme y me gustaría una alianza con vuestra casa. Ya que Lot de Lothian ha muerto, os pido licencia para desposar a su viuda, Morgause.

Arturo tuvo que sofocar una risa.

—Para eso, amigo mío, tienes que pedir autorización al señor Gawaine, que ha heredado el reino. Sin duda aceptaría, pero creo que la señora está en edad de opinar y no es posible ordenarle que se case.

Ginebra tuvo una súbita inspiración: era la solución perfecta. Alargó una mano para tocar la manga de su esposo, diciendo en voz baja:

—Uriens es un aliado valioso, Arturo, por las minas galesas de hierro y plomo. Y tienes una hermana casadera.

Él la miró con sobresalto.

—¡Pero Uriens es muy viejo!

—Morgana es mayor que tú. Y como él ya tiene herederos, no le molestará que Morgana no le dé hijos.

—Eso es verdad —reconoció Arturo frunciendo el entrecejo—. Y parece una buena alianza. —Levantó la cabeza hacia Uriens, diciendo—: No puedo ordenar a la señora Morgause que vuelva a casarse, pero mi hermana, la duquesa de Cornualles, sigue soltera.

El anciano le hizo una reverencia.

—No podría aspirar a tanto, mi rey, pero si vuestra hermana quisiera ser la reina de mi país…

—No obligaré a ninguna mujer a casarse contra su voluntad —aclaró Arturo—, pero puedo consultárselo. —Llamó por señas a un paje—. Cuando la señora Morgana acabe su canción, dile que venga aquí.

Uriens la observó; el vestido oscuro hacía más clara su tez.

—Vuestra hermana es muy hermosa. Cualquier hombre se consideraría afortunado por desposarla.

Mientras volvía a su asiento, Arturo comentó:

—Lleva mucho tiempo soltera. Sin duda desea tener un hogar propio en vez de servir a otra. Y es demasiado culta para la mayoría de los jóvenes. Sólo lamento que sea tan viejo.

—Creo que será más feliz con un hombre maduro —dijo Ginebra—. No es una niña alocada.

Morgana se acercó y les hizo una reverencia. En público estaba siempre sonriente e impasible; por una vez la reina se alegró de tal actitud.

—Hermana —dijo Arturo—, he recibido una propuesta matrimonial para ti. Y después de lo sucedido esta mañana creo que tendrías que pasar un tiempo lejos de la corte.

—En verdad me alegraría alejarme de aquí, hermano.

—Bien, pues. ¿Te gustaría vivir en Gales del norte? Dicen que aquello es desolador, pero no más que Tintagel, supongo.

Para sorpresa de Ginebra, Morgana se ruborizó como una muchacha de quince años.

—No voy a fingirme sorprendida, hermano.

Arturo rió entre dientes.

—¡Vaya! El muy astuto no me dijo que había hablado contigo.

Morgana, arrebolada, jugaba con el extremo de una trenza. Ginebra se dijo que parecía mucho más joven de lo que era.

—Podéis decirle que me hará feliz vivir en Gales del norte.

Arturo apuntó delicadamente:

—¿No te molesta la diferencia de edades?

—Si a él no le molesta, a mí tampoco.

—Sea. —Y Arturo llamó por señas a Uriens, quien se acercó radiante—. Mi hermana me ha dicho que le gustaría ser la reina de Gales del norte, amigo mío. No veo obstáculos para celebrar la boda con toda prontitud, quizás el domingo.

Y alzó la copa, anunciando a todos los presentes:

—Brindemos por una alianza, amigos. Una boda entre la señora Morgana de Cornualles, mi querida hermana, y mi buen amigo el rey Uriens, de Gales del norte.

Por fin aquello empezaba a parecer un festín de Pentecostés. Se alzó una tempestad de aplausos, gritos de congratulación y aclamaciones. Morgana permanecía quieta como una piedra.

«Ha accedido; dijo que él le había hablado», pensó Ginebra. Y entonces recordó al joven que había estado flirteando con Morgana. ¿No era hijo de Uriens? Accolon: así se llamaba. ¡Pero Morgana no podía suponer que le propondría matrimonio, siendo ella mayor! Y se preguntó si su cuñada armaría un escándalo.

De pronto, con otro acceso de odio, se dijo: «¡Ahora verá lo que es ser entregada en matrimonio a quien no se ama!».

—Conque serás reina, hermana —dijo, cogiéndola de la mano—. Y yo, tu dama de honor.

Pese a esas dulces palabras, Morgana la miró a los ojos. Y Ginebra supo que no se dejaba engañar.

«Sea. Al menos ya no será preciso que nos finjamos amistad».

HABLA MORGANA…

Para ser un matrimonio destinado a terminar así, supongo que se inició muy bien. Ginebra me organizó una gran boda, teniendo en cuenta lo mucho que me odiaba: tuve seis damas de honor, de las cuales cuatro eran reinas. Arturo me dio gran parte de las joyas de mi madre y algunas del botín tomado a los sajones. Quise protestar, pero Ginebra me recordó que Uriens querría ver a su esposa bien vestida, como corresponde a una reina: con un encogimiento de hombros, me dejé ataviar como una muñeca. Una de las piezas era un collar de ámbar que recordaba haber visto en el cuello de Igraine cuando era muy niña. Ahora me pertenecía, junto con tantas otras cosas que me pareció imposible poder usarlas jamás. Lo único que solicité, retrasar la boda para mandar a buscar a Morgause, mi única parienta viva, no se me concedió. Quizá temieron que recobrara el tino y revelara que, al aceptar la alianza con Gales del norte, no pensaba en el anciano rey sino en Accolon. Estoy segura de que al menos Ginebra lo sabía. Me pregunté qué pensaría el joven de mí: tras haberlo aceptado, prácticamente, terminaba la noche comprometida en público con su padre. Pero no tuve oportunidad de preguntárselo. De cualquier modo, supongo que Accolon querría una novia de quince años. Una mujer de treinta y cuatro, según decían todos, tenía que contentarse con un viudo que la quisiera por sus vínculos familiares, por su belleza o sus posesiones o quizá como madre para sus hijos. Mis vínculos familiares no podían ser mejores. En cuanto al resto, tenía unas cuantas joyas, pero no me imaginaba madre de Accolon y de los otros vástagos del anciano. Abuela de sus nietos, tal vez. Y recordé, sorprendida, que la madre de Viviana había sido abuela antes de cumplir mi edad. En los tres días transcurridos entre Pentecostés y la boda, sólo una vez charlé a solas con Uriens. Tal vez esperaba que él me rechazara al enterarse de todo, sabiendo que esos reyes cristianos daban tanta importancia a la virginidad de la esposa. —Ya he dejado muy atrás los treinta años, Uriens —le dije—, y tampoco soy doncella. —No había manera elegante de decir algo así. Él tocó la pequeña media luna azul tatuada entre mis cejas, ya descolorida. —Fuisteis sacerdotisa de Avalón y os presentasteis doncella al Dios, ¿verdad? Asentí con la cabeza. Continuó: —En mi pueblo todavía hay quienes lo hacen y yo no me esfuerzo por prohibirlo. Los campesinos piensan que Cristo está bien para los nobles, pero prefieren a los antiguos. Accolon piensa igual, pero como los sacerdotes están asumiendo tanto poder es necesario no ofenderlos. A mí me importa poco qué Dios adore mi pueblo, siempre que haya paz en mi reino, pero en otros tiempos usé la cornamenta. Juro que jamás os haré reproches, señora Morgana. «Ah, Madre Diosa —pensé—, esto es grotesco». —Hay otra cosa que tenéis que saber: di un hijo al Astado. —He dicho que no os reprocharé nada del pasado, señora. —No comprendéis. Ese nacimiento fue tan difícil que no podré tener otro hijo. Seguramente el rey querría una novia fértil tanto como su hijo. Me dio palmaditas en la mano. Creo que para consolarme. —Tengo todos los hijos varones que necesito. «Es un anciano necio pero amable —pensé—. Si estuviera loco de deseo por mí, me daría asco. Pero la amabilidad es soportable». —¿Os entristece la ausencia de vuestro hijo, Morgana? Si queréis podemos mandar a buscarlo y criarlo en mi corte, como corresponde al hijo de la duquesa de Cornualles y reina de Gales del norte. Esa bondad me llenó los ojos de lágrimas. —Sois muy gentil —dije—, pero está bien allá, en Avalón. —Bueno, si cambiáis de opinión decídmelo. Ha de tener la edad de mi hijo menor, Uwaine. —Suponía que vuestro hijo menor era Accolon, señor. —No, no. Uwaine tiene sólo nueve años. Su madre murió al darle a luz. No creíais que un anciano como yo pudiera tener un hijo de nueve años, ¿verdad? «Oh, sí que lo creo», pensé, con una sonrisa irónica; los hombres se enorgullecen mucho de su capacidad de engendrar hijos varones, como si no fuera algo que puede hacer cualquier gato de albañal. La mujer tiene algún motivo para ese orgullo, pues al menos tiene que llevar al niño en su cuerpo durante casi un año y sufrir el alumbramiento. Pero dije, tratando de convertirlo en broma: —Recuerdo un dicho de mi país, señor: un esposo de cuarenta años puede no llegar a ser padre, pero un esposo de sesenta seguro que lo conseguirá. Lo había dicho deliberadamente. Si se hubiera ofendido por lo escabroso de la frase, habría sabido cómo tratarlo en el futuro, siempre con pudor y discreción. Pero se echó a reír con ganas. —Creo que vos y yo nos llevaremos muy bien, querida. Ya he tenido suficientes esposas jóvenes que no sabían reír. Mis hijos se ríen de mí porque volví a casarme tras el nacimiento de Uwaine, pero a decir verdad, señora Morgana, uno se habitúa a vivir en pareja; es cierto que deseaba aliarme por casamiento con vuestro hermano, pero también me siento solo. Y se me ocurre que a vos, soltera durante tanto tiempo, no os disgustará tener un hogar y un esposo, aunque no sea joven ni gallardo. Espero no haceros demasiado infeliz. Al menos no pretendía verme loca de entusiasmo por ese gran honor. Podría haberle dicho que eso no sería ningún cambio: nunca había sido realmente feliz lejos de Avalón y al menos estaría mejor sin la malevolencia de Ginebra. Me entristecía un poco no poder fingirme su leal cuñada, pues en otros tiempos habíamos sido verdaderas amigas y el cambio no estaba en mí. Nunca había querido robarle a Lanzarote, pero ¿cómo explicárselo? Nuestra primera cópula fue tal como esperaba. Me acarició y forcejeó sobre mí durante un rato, resoplando y jadeando; luego terminó súbitamente y se quedó dormido a un lado. No fue una desilusión, pues no esperaba nada mejor; tampoco me molestó acurrucarme en la curva de su brazo. A él le gustaba tenerme allí, aunque pasadas las primeras semanas rara vez me hacía el amor; a veces me retenía en sus brazos durante horas, charlando de distintas cosas; más aún, me escuchaba. A diferencia de los romanos del sur, los hombres de las Tribus nunca desdeñaban el consejo femenino. Por eso, al menos, cabía estarle agradecida. Gales del norte era un bello país, con grandes colinas y montañas, fértil en árboles y flores; el suelo era rico y sus cosechas, abundantes. Uriens había construido su castillo en uno de los mejores valles. Su hijo Avalloch, así como su esposa y sus hijos, me lo consultaban todo. Uwaine, el hijo menor, me llamaba «madre». Así llegué a imaginar lo que significaba criar a un hijo, cuidarlo y corregirlo. Uwaine era la desesperación del cura que lo instruía, pero el orgullo del maestro de armas. Por alborotador que fuera, yo le tenía mucho cariño, como a un hijo propio. Él, que no había conocido a su madre, era siempre benévolo conmigo; solía atenderme durante la cena y se sentaba a escucharme tocar la lira. Los varones de esa edad no son fáciles de controlar, pero había momentos tiernos. Tras un día de salvajismo o malhumor, venía súbitamente a sentarse a mi lado y cantaba al compás de mi arpa, o me traía flores silvestres; una o dos veces, torpe y tímido como un polluelo de cigüeña, se inclinó para rozarme la mejilla con los labios. Yo lamentaba a menudo no tener hijos propios que criar, pues en esa corte tranquila, lejos de las guerras y de los problemas del sur, había muy poco quehacer. Y entonces, un año después de mi boda con Uriens, Accolon volvió a la corte.