7

COMO todos los años, Pentecostés fue la gran festividad de Arturo. Ginebra estaba despierta desde el amanecer. Era el día en que todos los caballeros que habían combatido junto al gran rey tenían que reunirse en la corte. Y aquel año Lanzarote también estaría allí.

El año anterior había faltado. Se dijo que se encontraba en la baja Britania, respondiendo a una llamada de su padre, el rey Ban, que trataba de calmar ciertos disturbios en su reino. Pero Ginebra sabía, en el fondo, por qué había preferido mantenerse lejos.

No se trataba de que ella no pudiera perdonarle por casarse con Elaine. Eso había sido obra de Morgana, que lo deseaba para sí y habría preferido verlo en el infierno o en la tumba a verlo entre los brazos de Ginebra.

Arturo también añoraba mucho a su amigo. Aunque ocupaba su alto sitial en Camelot para administrar justicia, era obvio que recordaba siempre los días de combate y conquista; probablemente todos los hombres fueran así. Mientras combatía por dar paz al país, año tras año, hablaba de quedarse en Camelot para disfrutar de su castillo; ahora era feliz como nunca cuando podía reunir a unos cuantos de sus antiguos caballeros para charlar de aquellos malos tiempos.

Ginebra observó a Arturo, que aún dormía. Seguía siendo el más apuesto y bondadoso de todo el grupo, quizá más que el mismo Lanzarote. Después de todo, ambos llevaban la misma sangre. ¿Cómo era posible que Morgana hubiera nacido en aquella familia? Tal vez ni siquiera era humana, sino que había sido cambiada en la cuna por el maligno pueblo de las hadas para hacer maldades entre los hombres. Arturo también estaba manchado por esa educación, aunque había logrado que fuera a misa con frecuencia y se considerara cristiano. Eso tampoco agradaba a Morgana.

Pero lucharía hasta el fin para salvar el alma de Arturo, el mejor esposo. Seguramente la locura que se adueñó de ella había quedado muy atrás. Estaba bien que sintiera afecto por el primo de su esposo. ¡Si hasta se había acostado con él, al principio, por voluntad de Arturo! Pero ya se había confesado y estaba absuelta; ahora tenía que esforzarse por olvidarlo.

No obstante, aquella mañana no podía dejar de recordarlo, pues Lanzarote iría a la corte con su esposa y su hijo. Ya no era sólo pariente de su esposo, sino también suyo, puesto que estaba casado con su prima. Podría saludarlo con un beso sin que fuera pecado.

Arturo se volvió hacia ella con una sonrisa.

—Es Pentecostés, querida —dijo—. Tendremos aquí a todos nuestros parientes y amigos. Déjame ver una sonrisa.

Y la apretó contra sí para besarla, recorriéndole los pechos con los dedos.

—¿Estás segura de que no te ofende lo que vamos a hacer? —preguntó, preocupado—. No eres vieja; Dios aún podría enviarnos hijos. Pero los reyes menores me lo han exigido; como la vida nunca está asegurada, tengo que nombrar un heredero. Cuando nazca nuestro primer varón, tesoro, será como si este día no hubiera existido. Estoy seguro de que el joven Galahad no negará el trono a su primo, sino que le servirá y honrará como Gawaine lo ha hecho conmigo.

Aún podía ser, pensó Ginebra, entregándose a las caricias de su esposo. La Biblia contaba casos así y ella aún no había cumplido treinta años. Lanzarote había dicho una vez que su madre era ya mayor cuando él nació. Quizás esta vez, después de tantos años, abandonara el lecho de su marido portando, una vez más, la simiente de su hijo. Y ahora que había aprendido, no sólo a someterse como buena esposa, sino a gozar con su contacto, estaría sin duda más dispuesta a concebir y gestar…

Tres años antes había creído llevar un hijo de Lanzarote, pero algo había salido mal, sin duda fue lo mejor. Como la sangre lunar no se presentó en tres meses, dijo a una o dos de sus damas que estaba embarazada; pasados tres meses más, cuando habría tenido que sentir los primeros movimientos, resultó no ser así. Pero esta vez sería como deseaba, sin duda, Elaine no volvería a regodearse de su triunfo sobre ella. Tal vez fuera durante un tiempo la madre del heredero del rey, pero Ginebra sería la madre de su hijo.

Algo así dijo más tarde, mientras se vestían, y Arturo la miró con aire atribulado.

—¿La esposa de Lanzarote es desatenta o desdeñosa contigo Ginebra? Creía que erais buenas amigas.

—Oh, lo somos —dijo parpadeando para alejar las lagrimas—, pero las mujeres somos así, las que tienen hijos se creen mejores que las que no pueden dar un heredero a su señor.

Arturo se acercó para besarla en la nuca.

—No llores, dulzura mía. Te prefiero a cualquier otra que pudiera haberme dado diez o doce hijos.

—¿De verdad? —inquirió Ginebra, con un tono despectivo en la voz—. Sin embargo, me aceptaste sólo para recibir los cien jinetes de mi padre, como parte del negocio… Pero fui un mal negocio.

Arturo le clavó una mirada incrédula.

—¿Eso piensas, Ginebra? ¡Tú sabes que desde el primer momento en que te vi no hubo nadie que me fuera más querido! —La envolvió con los brazos y la besó en el lagrimal—. Ginebra, Ginebra, cómo puedes pensar… Eres mi amada esposa y nada en la tierra podría separarnos. Si quisiera una yegua de cría para tener hijos varones, Dios sabe que podría haber tenido varias.

—Pero no es así —dijo ella, rígida y fría entre sus brazos—. Yo estaría bien dispuesta a tomar a tu hijo bajo tutela y criarlo como heredero tuyo. Pero no me creíste digna de criar a tu hijo… Y fuiste tú quien me empujó a los brazos de Lanzarote…

—Oh, Ginebra —musitó Arturo, contrito como un niño castigado—. ¿Aún me reprochas esa vieja locura? Estaba borracho y me pareció que amabas a Lanzarote; quise darte placer.

—A veces me ha parecido que amas a Lanzarote más que a mí —dijo Ginebra, con la cara pétrea—. ¿Fue por darme placer a mí o a él, a quien amas como a nadie?

Arturo dejó caer los brazos, como herido por un aguijón.

—¿Es pecado, pues, amar a mi primo y pensar también en su placer? Es cierto que os amo a ambos…

—Las Sagradas Escrituras hablan de una ciudad que fue destruida por pecados como ése.

Arturo se quedó blanco como su camisa.

—Amo a mi primo Lanzarote con todo honor, Ginebra. Lo juraría ante el trono de Dios.

Ginebra oyó su voz, quebrada por la histeria.

—Cuando lo trajiste a nuestra cama te vi tocarlo con más amor que a mí. ¿Puedes jurar que no buscabas disimular el pecado de Sodoma?

—Estás loca, mi señora. Aquella noche de la que hablas… No sé qué viste, pero yo estaba ebrio. Creo que de tanto rezar y pensar en el pecado has perdido la cabeza, Ginebra.

—¡Ningún cristiano podría decir algo así!

—¡Ése es uno de los motivos por los que no me considero cristiano! —gritó Arturo perdiendo finalmente la paciencia—. ¡Estoy harto de tanto hablar de pecado! Si te hubiera repudiado para tomar otra mujer, como me aconsejaban…

—¡No! ¡Preferías compartirme con Lanzarote y tenerle a él también!

—Di eso otra vez y te mataré, Ginebra, aunque seas mi esposa y aunque te ame —dijo Arturo en voz muy baja.

Pero ella estaba sollozando histéricamente y no pudo contenerse.

—Me indujiste a un pecado que Dios no puede perdonar. Y ahora tu heredero es el hijo de Lanzarote. ¿Osas decir que no es a él a quien amas? ¡Nombras heredero a su hijo y no quieres darme al tuyo bajo tutela!

—Permíteme llamar a tus damas, Ginebra —dijo aspirando muy hondo—. Estás desvariando. Te juro que no tengo ningún hijo. En todo caso, algún vástago engendrado por azar en una mujer que no me conocía, puesto que ninguna ha venido a decirme que tenía un hijo mío. ¿Qué locura es esta de criar a mi heredero?

—¡Eso es mentira! —refutó colérica—. Morgana me pidió que no hablara de ello, pero hace mucho tiempo, cuando hablé de entregarme a otro hombre, puesto que tú parecías no poder engendrar, Morgana me juró que había visto a un hijo tuyo, criado bajo tutela en la corte de Lot de Lothian.

—Criado bajo tutela en Lothian… —dijo Arturo. Y de pronto se apretó el pecho, como atacado por un terrible dolor, susurrando—: ¡Ah, Dios misericordioso! Y yo nunca lo supe…

Ginebra se sintió invadida por un repentino terror.

—No, no, Arturo, Morgana es una mentirosa. Sin duda lo dijo por maldad. Fue quien tramó la boda de Lanzarote y Elaine, porque estaba celosa… Sin duda mintió para fastidiarme…

—Morgana es sacerdotisa de Avalón —dijo Arturo con voz distante—. No miente. Creo, Ginebra, que tenemos que resolver esto. Manda a buscarla.

—No, no —suplicó la reina—. Me arrepiento de haberlo dicho… Estaba fuera de mí, desvariando, como dijiste… Oh no querido esposo y señor, rey mío, me arrepiento de cada una de mis palabras. Te ruego que me perdones… Te lo ruego.

Arturo la rodeó con los brazos.

—También tú tienes que perdonarme, querida señora. Ahora comprendo que te he hecho un gran mal. Pero cuando se siembran vientos es preciso aguantar las tempestades que se recogen. —La besó en la frente con mucha suavidad—. Manda a buscar a Morgana.

—Oh, mi señor, te lo ruego… le prometí que jamás te lo diría…

—Bueno, ya has faltado a tu promesa. Te pedí que no hablaras, pero te empeñaste. Y ahora no se puede borrar lo dicho. —Se acercó a la puerta de la alcoba para llamar a su chambelán—. Di a la señora Morgana que venga cuanto antes.

Cuando el hombre se fue llamó a la doncella de Ginebra; ésta se mantuvo rígida como una piedra mientras la mujer le ponía la túnica de fiesta y le trenzaba el pelo. Luego bebió una taza de agua caliente con vino, pero tenía la garganta cerrada. Había dicho lo imperdonable.

«Pero si es cierto que esta mañana él me ha engendrado un hijo…». Y un dolor extraño le recorrió el cuerpo. ¿Acaso algo podía arraigar y crecer en tanta amargura?

Al cabo de un rato, Morgana entró en la habitación vestida de rojo oscuro y con el pelo trenzado con cintas de seda carmesí. Así, acicalada para las festividades, aparecía radiante y llena de vida. «Y yo soy sólo un árbol yermo —pensó Ginebra—; Elaine ha dado un hijo a Lanzarote; hasta Morgana, que no tiene esposo ni lo desea, tiene un fruto de sus ramerías. Arturo ha engendrado un hijo en una desconocida. Y yo…, nada».

Morgana se acercó a darle un beso; Ginebra se mantuvo rígida.

—¿Me ordenasteis venir, hermano?

—Lamento molestarte tan temprano, hermana —dijo Arturo—. Pero ahora, Ginebra, tienes que repetir lo que has dicho delante de mí y en presencia de Morgana. No quiero que en mi corte se repitan calumnias secretas.

Morgana observó rastros de lágrimas en los ojos enrojecidos de la reina.

—Tu esposa está enferma, querido hermano —dijo—. ¿Está embarazada otra vez? En cuanto a lo que haya dicho, no tiene importancia.

Viendo la frialdad con que el rey observaba a Ginebra, retrocedió un paso. Ése no era el hombre que conocía tan bien, sino el severo gran rey que se sentaba a dictar justicia.

—Ginebra —dijo—, no sólo como esposo, sino como rey, te lo ordeno: repite ante Morgana lo que has dicho a sus espaldas: que te reveló que yo tengo un hijo bajo tutela en la corte de Lothian. Di, Morgana: ¿es cierto que tengo un hijo?

En aquel momento Ginebra pensó: «Es cierto. Nunca la había visto perder su expresión serena, salvo cuando mataron a Viviana. ¿Por qué la afecta? Podría querer disimular sus andanzas, pero ¿por qué ocultar a Arturo la existencia de un hijo?».

De pronto captó un destello de la verdad y ahogó una exclamación.

—¿Quién fue? —inquirió, furiosa—. ¿Una de esas sacerdotisas de Avalón, que se revuelcan con los hombres en esos demoníacos festivales?

—No sabéis nada de Avalón —replicó Morgana, tratando de dominar la voz—. Vuestras palabras son como el viento…

Arturo la asió por el brazo.

—Morgana…, hermana…

Ella temió echarse a llorar. Tenía la boca seca y le ardían los ojos.

—Hablé de vuestro hijo… sólo para consolar a Ginebra, Arturo. Ella temía que no pudierais engendrar.

—Ojalá lo hubieras dicho para consolarme a mí —replicó él. Pero su sonrisa era sólo una mueca—. Tantos años pensando que no podía tener un hijo, siquiera para salvar a mi reino… Ahora tienes que decirme la verdad.

Morgana respiró hondo. En el mortal silencio de la habitación sólo se oía el ladrido de un perro y el chirriar de un insecto. Por fin dijo:

—En el nombre de la Diosa, Arturo, ya que así lo deseáis… Tuve un hijo del Macho rey, diez lunas después de vuestra consagración en la Isla del Dragón. Morgause lo tiene bajo tutela y me juró que no lo sabríais de sus labios. Ahora lo habéis oído de los míos. Dejémoslo así.

Arturo estaba pálido como la muerte. La estrechó entre sus brazos; temblaba y no hacía ningún esfuerzo por dominar las lágrimas.

—Ah, Morgana, Morgana, mi pobre hermana… Sabía que te había hecho un gran mal, pero nunca soñé que fuera tan grande.

—¿Significa eso que es verdad? —exclamó Ginebra—. ¿Que esta meretriz indecente que tienes por hermana es capaz de practicar su oficio de puta con su hermano?

Arturo giró sobre sus talones, sin soltar a Morgana.

—¡Calla! —ordenó, con una voz que nunca le había oído—. No digas una sola palabra contra mi hermana. ¡No fue culpa suya!

Lanzó un suspiro largo y trémulo. Ginebra tuvo tiempo de oír el eco de sus insultos.

—Mi pobre hermana —repitió—. Y has llevado esta carga sola, sin mencionar jamás mi culpa. —Se volvió nuevamente hacia la reina, diciendo con severidad—: No, Ginebra, no fue como piensas. Fue durante mi consagración. No nos reconocimos; estábamos en la oscuridad y no nos veíamos desde que yo era muy pequeño. Nos vimos sólo como la sacerdotisa de la Madre y el Astado. Cuando nos reconocimos ya era demasiado tarde, el daño estaba hecho. ¡Morgana, Morgana, tendrías que habérmelo dicho!

—¡Y sin embargo piensas sólo en ella! —gritó Ginebra—. ¡Y no en este gran pecado! ¡Con tu hermana! Dios os castigará por esto.

—Ya me ha castigado —dijo Arturo, estrechando a Morgana—. Pero el pecado fue cometido de manera involuntaria.

Su esposa tartamudeó:

—Tal vez por eso te castiga con la esterilidad. Aun ahora, si te arrepientes y haces penitencia…

Morgana se libró delicadamente de su hermano y, ante la mirada iracunda de Ginebra, le secó las lágrimas con su pañuelo, en un gesto casi distraído de madre o hermana mayor, sin la inmoralidad que ella habría querido ver.

—Pensáis excesivamente en el pecado, Ginebra —dijo—. Pecado es el deseo de hacer daño. Lo que sucedió entre Arturo y yo no debía haber pasado y ninguno de los dos lo buscó. Pero lo hecho, hecho está. La Diosa no os castigaría con la esterilidad por los pecados de otro. ¿Podéis culpar a Arturo por el hecho de no tener hijos, Ginebra?

La reina gritó:

—¡Sí! Ha pecado y Dios lo castiga. Por el incesto, por servir a esa Diosa de abominaciones y lascivia… ¡Arturo, prométeme que harás penitencia! En este día sagrado irás a confesar tu pecado al obispo y cumplirás con la penitencia que te asigne. Entonces tal vez Dios te perdone y deje de castigarnos a los dos.

Arturo, atribulado, las miraba a ambas.

—¿Penitencia? ¿Pecado? —repitió Morgana—. ¿Creéis en verdad que vuestro Dios es un anciano de mente sucia que anda curioseando en los lechos?

—Yo he confesado mis pecados, he hecho penitencia y estoy absuelta. ¡No es por mí que Dios nos castiga! Promételo. Arturo. Libérate de tus pecados y dame un hijo que pueda gobernar en Camelot después de ti.

Arturo se apoyó en la pared, cubriéndose la cara con las manos. Morgana iba a acercársele, pero Ginebra gritó:

—¡No te acerques, mujer! ¿Quieres volver a tentarlo? ¿No habéis hecho suficiente, tú y ese sucio demonio que llamas Diosa?

Morgana cerró los ojos; parecía a punto de llorar. Por fin suspiró.

—No puedo escucharos maldecir mi religión, Ginebra. Recordad que yo no maldije la vuestra. Dios es Dios, como quiera que se le llame, y siempre es bueno. Pecado es creer que puede ser cruel y vengativo. Pensad bien en lo que hicisteis antes de poner a Arturo en manos de los curas.

Y abandonó la habitación. Arturo se volvió hacia su esposa. Por fin dijo, con más suavidad que nunca:

—Amadísima…

—¿Cómo puedes llamarme así? —replicó Ginebra con amargura, volviéndole la espalda.

Arturo fue a ponerle una mano en el hombro para volverla hacia sí.

—Mi amadísima reina, ¿tanto mal te he causado?

—Aun ahora —dijo trémula—, sólo puedes pensar en el mal que le has hecho a Morgana…

—¿Tengo que alegrarme de lo que le ha sucedido a mi hermana? Te lo juro: no la reconocí hasta que el daño estuvo hecho, y entonces fue ella quien me consoló. —Abrió los brazos, indefenso—. Traté de hacer lo que me pidió: olvidarlo, recordar que había actuado en la ignorancia. Oh, supongo que fue pecado, pero yo no quise pecar.

Parecía tan desgraciado que, por un momento, Ginebra sintió la tentación de tomarlo en sus brazos para consolarlo. Pero no se movió. ¡Tan sólo insistía en que no había hecho ningún mal! ¡Sólo pensaba en esa maldita hechicera de su hermana! Llorando otra vez, furiosa, exclamó:

—¿Crees que Morgana es la única perjudicada? ¡Te casaste conmigo llevando ese gran pecado inconfeso y aún te aferras a él! Si te arrepintieras sinceramente…

—Oh, Dios mío, ¿crees acaso que no me he arrepentido? —estalló Arturo—. ¡Me he arrepentido cada vez que he visto a Morgana, a lo largo de estos doce años! ¿Valdría más, acaso, si lo expresara ante uno de esos curas que sólo quieren ejercer poder sobre el rey?

—El orgullo también es pecado —objetó Ginebra, enfadada—. ¡Humíllate para que Dios te perdone!

—Si tu Dios es así, no quiero su perdón. —Arturo apretó los puños—. Tengo que gobernar este reino, Ginebra, y no puedo hacerlo de rodillas ante un sacerdote. Además, tengo que pensar en Morgana; ya la creen hechicera, bruja, ramera. No tengo derecho a confesar un pecado que le acarreará desprecio y bochorno público.

—Morgana también tiene un alma que salvar. Y el rey tiene que dar ejemplo a su pueblo.

—No soy cura. No me interesa el alma de mi pueblo.

—¿Cómo osas decir eso? ¡Tendrías que ser el primero en piedad, así como eres el primero en valentía en el campo de batalla!

Arturo suspiró.

—¿Por qué te importa tanto, Ginebra?

—Porque no soporto pensar que irás al infierno…, y porque si te libras de tu pecado, Dios podría dejar de castigarnos con la esterilidad.

Y volvió a llorar. Arturo la abrazó para que apoyara la cabeza en su hombro, murmurando:

—¿Eso crees, reina mía?

Ginebra recordó que una vez le había hablado así, al negarse a ir al combate bajo el estandarte de la Virgen. Y entonces ella había triunfado. Movió la cabeza afirmativamente y lo oyó suspirar.

—Entonces también a ti te he hecho daño y de algún modo tengo que remediarlo. Pero no creo correcto que Morgana sufra por esto.

—¡Siempre Morgana! —exclamó Ginebra, en un acceso de cólera—. No quieres que sufra; la ves perfecta. Dime, pues, ¿es correcto que sufra yo por su pecado o por el tuyo? ¿La amas más que a mí, que me dejarás sin hijos toda la vida para mantener secreto ese pecado?

—Aunque yo haya obrado mal, Ginebra, Morgana es inocente.

—¡No es cierto! ¡Adora a esa antigua Diosa que es la serpiente del mal! A pesar de haberse criado en un hogar cristiano, se volcó a las sucias hechicerías de Avalón. Y en esta corte lleva años oyendo la palabra de Cristo. ¿No dicen que quien oiga la palabra de Cristo y no crea en él será condenado?

Sollozaba tanto que apenas podía hablar. Por fin Arturo dijo:

—¿Qué deseas de mí, Ginebra?

—Estamos en el santo día de Pentecostés, en que el espíritu de Dios descendió al hombre —indicó, secándose los ojos—. ¿Acaso piensas comulgar con este gran pecado sobre tu alma?

—Supongo…, supongo que no puedo. Si de verdad estás convencida, Ginebra, no te lo negaré. Me arrepentiré, aunque no puedo ver pecado en esto, y cumpliré con la penitencia que me imponga el obispo. —Su sonrisa era apenas una mueca—. Por tu bien espero que estés en lo cierto en cuanto a la voluntad de Dios.

Y Ginebra, mientras lo abrazaba llorando de agradecimiento, tuvo un momento de miedo abrasador. Recordó que, en casa de Meleagrant, sus oraciones no habían servido para salvarla. ¿Acaso no había jurado no volver a disimular ni arrepentirse, porque Dios, que no había recompensado su virtud, tampoco iba a castigar su pecado?

Pero Dios la había castigado, sí, quitándole a Lanzarote para entregárselo a Elaine. Estaba absuelta y Dios continuaba castigándola por el pecado de Arturo y de su hermana.

Arturo la besó en la cabeza, acariciándole el pelo. Cuando se apartó, Ginebra se sintió helada y perdida, como si no estuviera sana y salva entre muros, sino bajo el enorme cielo abierto. Quiso buscar refugio entre sus brazos, pero él se había dejado caer en una silla, exhausto, derrotado, a mil leguas de ella.

Por fin levantó la cabeza para decir, con un suspiro que parecía arrancado desde lo más hondo de su ser:

—Manda a buscar al padre Patricio.