5

EN Avalón las sacerdotisas serpeaban lentamente por la orilla cubierta de juncos, con antorchas en las manos. Tendría que haber estado entre ellas, pero algo me lo impedía… Viviana se habría enfadado conmigo por no estar allí. Pero yo parecía estar en una costa remota, sin poder pronunciar la palabra que me habría reunido con ellas…

Cuervo caminaba lentamente, arrugado el rostro pálido como yo nunca lo había visto, con un largo mechón blanco en la sien. Llevaba el pelo suelto; ¿era posible que fuera todavía virgen? Sus vestiduras blancas se movían al impulso del mismo viento que hacía flamear las antorchas. ¿Dónde estaba Viviana? ¿Y quién era la que lucía el velo y la guirnalda de la Dama?

Nunca la había visto, salvo en sueños. Las gruesas trenzas del color del trigo maduro le cubrían la frente, pero allí donde debería llevar la hoz de las sacerdotisas… ¡Ah, blasfemia! Allí pendía un crucifijo de plata. Luché contra ataduras invisibles para lanzarme a arrancar aquel objeto blasfemo, pero Kevin se interpuso entre nosotras y me sujetó con manos deformes, que se retorcían como serpientes… Y al cabo de un momento se retorcían entre mis manos… Y las serpientes me desgarraban con sus colmillos…

—¡Morgana! ¿Qué pasa? —Elaine sacudió a su compañera de lecho—. Estabas gritando en sueños.

—Kevin —murmuró, incorporándose; la cabellera suelta onduló a su alrededor como agua oscura—. No, no eras tú… Pero tenía el pelo rubio, como el tuyo, y un crucifijo…

—Fue un sueño, Morgana. ¡Despierta!

Parpadeó estremecida. Luego aspiró hondo y miró a Elaine con su habitual compostura.

—Perdón. Fue un mal sueño.

Pero en sus ojos aún había desesperación. Elaine se preguntó qué sueños perseguían a la hermana del rey; tenían que ser malignos, pues provenía de esa pecaminosa isla de brujas y hechiceros. Sin embargo, Morgana no parecía mala persona. ¿Cómo podía ser tan buena si adoraba a los demonios y rechazaba a Cristo? Le volvió la espalda, diciendo:

—Tenemos que levantarnos. Hoy regresa el rey, según anunció anoche su mensajero.

Morgana hizo un gesto de asentimiento y salió de la cama para quitarse la camisa. Su compañera desvió pudorosamente la vista (esa mujer parecía no tener vergüenza) y también comenzó a vestirse.

—Date prisa, Morgana. Tenemos que ir a la alcoba de la reina…

La otra sonrió.

—No tanta prisa. Es preciso dar tiempo a Lanzarote para que se retire. Ginebra no te agradecería que provocaras un escándalo.

—¿Cómo puedes decir semejante cosa? Después de lo que sucedió está justificado que Ginebra tenga miedo por la noche y haga dormir a su campeón ante su puerta. Y por cierto, fue una gran suerte que Lanzarote llegara a tiempo para salvarla de algo peor…

—No seas tan necia, Elaine —dijo Morgana con fatigada paciencia—. ¿Te lo has creído?

—Tú, con tu magia, debes de estar mejor enterada, por supuesto —estalló la más joven, en voz tan alta que las compañeras de cuarto volvieron la cabeza. Morgana bajó la voz.

—No quiero ningún escándalo, créeme. Ginebra es mi cuñada y Lanzarote, mi primo. Y Arturo no tendría que enfadarse con Ginebra por lo que le sucedió con Meleagrant. No fue culpa suya, pobre. Sin duda es mejor divulgar que Lanzarote llegó a tiempo para rescatarla. Pero no dudo que Ginebra contará a Arturo, aunque sea en privado, qué trato le dio Meleagrant. Yo vi cómo estaba cuando Lanzarote la trajo. Y le oí expresar su terror de que aquel demonio le hubiera sembrado un hijo.

Elaine palideció mortalmente.

—¡Pero si era su hermano! —susurró—. ¿Qué hombre podría cometer semejante pecado?

—¡Oh, Elaine, por favor, qué necia eres! ¿Eso es lo peor para ti?

—¿Y estás diciendo… que Lanzarote ha compartido su lecho en ausencia del rey?

—No me sorprende ni creo que sea la primera vez. Piensa un poco, mujer: ¿se lo reprocharías? Después de lo que le hizo Meleagrant, estaría justificado que no quisiera dejarse tocar por nadie. Por su bien me alegra que Lanzarote pueda curar esa herida. Y ahora es posible que Arturo la repudie para tener un hijo con otra.

Elaine la miró fijamente.

—Ginebra podría entrar en un convento. Una vez me dijo que nunca había sido tan feliz como en Glastonbury. ¿Pero la aceptarán si ha tenido amores con el capitán de caballería? Oh Morgana, siento vergüenza por ella.

—No tiene nada que ver contigo. ¿Qué puede importarte?

—Ginebra está casada con el gran rey —exclamó la más joven, sorprendiéndose de su arrebato—. Su esposo es el más honorable y bondadoso de los que han gobernado estas tierras ¡No tiene que buscar amor en otra parte! Y al mismo tiempo ¿cómo podría buscar a otra mujer si la reina le tiende la mano?

—Bueno, tal vez ahora ella y Lanzarote abandonen la corte. Él tiene tierras en la baja Britania.

—Pero entonces Arturo sería el hazmerreír de todos los reyes cristianos de estas islas —apuntó Elaine con astucia—. ¿Cómo van a respetarlo si permite que su esposa viva abiertamente en pecado con Lanzarote?

Morgana se encogió de hombros.

—¿Qué podemos hacer? ¿Matar a la pareja culpable?

—¡Qué manera de hablar! No, pero Lanzarote tiene que abandonar la corte. Tú, que eres su prima, ¿no puedes hacérselo comprender?

—¡Ay de mí, creo que tengo poca influencia sobre mi pariente en estos asuntos! —Y por dentro fue como si algo frío le clavara los dientes.

—Si Lanzarote se casara… —De pronto Elaine pareció recurrir a todo su valor—. ¡Si se casara conmigo! Tú sabes de hechizos, Morgana; ¿no puedes darme algo para que aparte sus ojos de Ginebra y los lleve hacia mí? Yo también soy hija de rey, y tan hermosa como ella… ¡Y al menos no estoy casada!

Morgana rió con amargura.

—Mis hechizos, Elaine, pueden ser peores que nada. ¡Pregunta a Ginebra! —De pronto se puso seria—. Pero ¿estarías dispuesta a recorrer ese camino?

—Creo que, si se casara conmigo, comprendería que soy tan digna de amor como Ginebra.

La sacerdotisa le alzó la cara por el mentón. Elaine sintió que los ojos oscuros le escrutaban el alma.

—Escucha, hija, eso no sería fácil. Has dicho que lo amas, pero el amor, para una doncella, es sólo una fantasía. ¿Sabes qué clase de hombre es? ¿Podrías soportarlo todos los años que dura un matrimonio? Si sólo quieres hacer el amor con él…, eso es fácil de conseguir. Pero cuando haya acabado el hechizo es posible que te odie por haberle engañado. ¿Y qué pasará entonces?

Elaine tartamudeó:

—Aun así… Me arriesgaría. Mi padre me ha prometido no forzar mi voluntad. Y te digo que, si no puedo casarme con Lanzarote, me encerraré en un convento el resto de mi vida. Lo juro. —Le temblaba todo el cuerpo, aunque no lloraba—. Pero ¿por qué recurro a ti? Tú también lo querrías como esposo o amante, como todas nosotras. Y la hermana del rey puede escoger.

Por un momento, Elaine creyó que su vista la engañaba, pues los fríos ojos de la hechicera parecieron llenarse de lágrimas.

—Ah, no, criatura. Lanzarote no me aceptaría aunque Arturo se lo ordenara. Créeme: él te daría muy poca felicidad.

—No creo que las mujeres encuentren mucha felicidad en el matrimonio. Pero es preciso casarse, tarde o temprano, y yo prefiero hacerlo con él. —De pronto Elaine estalló—. ¡No creo que puedas hacer esas cosas! ¿Por qué te burlas de mí? ¿Acaso tus conjuros son una patraña?

Esperaba que Morgana alzara la voz para defender su oficio, pero simplemente negó con la cabeza, suspirando.

—Los hechizos de amor me inspiran poca fe, como ya te he dicho. Sólo sirven para concentrar la voluntad de los ignorantes. La magia de Avalón es muy diferente.

—Ah, los sabios siempre dicen lo mismo —le espetó la joven, desdeñosa—. «Podría hacer esto o lo otro, pero no estaría bien torcer la voluntad de los Dioses».

Otro hondo suspiro.

—Puedo darte a Lanzarote por esposo, si eso es lo que deseas. No creo que te haga feliz, pero si eres tan sabia que no esperas dicha del matrimonio… Créeme, Elaine, nada deseo tanto como verlo bien casado y lejos de esta corte y de la reina. Pero recuerda que tú me lo pediste. Si resulta amargo, no te quejes. Y ten en cuenta que los hechizos rara vez obran como se espera.

Torció la boca en algo que no llegó a ser una sonrisa.

—Puedo darte a Lanzarote por esposo, pero a cambio te pediré algo.

—¿Qué puedo darte que aprecies, Morgana? Las joyas no te interesan.

—No quiero joyas ni riquezas —dijo la sacerdotisa—. Darás hijos a Lanzarote, pues he visto a su heredero…

Se interrumpió con un escalofrío, como cada vez que la asaltaba la videncia. Elaine abrió mucho los ojos azules «Es verdad, aunque no lo sabía hasta que hablé. Si obro dentro de la videncia no me estoy entrometiendo en lo que tendría que dejarse a la Diosa. Entonces tendré el camino despejado».

—De tu hijo varón no diré nada —continuó con voz firme—. Tiene que cumplir su destino. —Y negó con la cabeza para despejar la extraña tiniebla de la videncia—. Sólo te pido que me entregues a tu primera hija para que sea educada en Avalón.

—¿Para la hechicería?

—La madre de Lanzarote era Gran sacerdotisa de Avalón. Yo no daré ninguna hija a la Diosa. Si por obra mía das a Lanzarote el heredero que todo hombre desea, tienes que jurarme por tu Dios que me entregarás a tu hija en tutela.

La habitación pareció llenarse de un extraño silencio. Por fin Elaine dijo:

—Si las cosas acontecen así, juro en el nombre de Cristo que tendrás esa niña para Avalón.

E hizo la señal de la cruz. Morgana hizo un gesto de asentimiento.

—Y yo, a mi vez, juro que será como la hija que nunca di a la Diosa y que vengará una gran injusticia.

Elaine parpadeó.

—Una gran injusticia… ¿De qué estás hablando?

La otra se tambaleó un poco. Se había quebrado el silencio. Cobró conciencia de la lluvia en la ventana y del frío que reinaba en la alcoba.

—No lo sé —dijo, ceñuda—. Mi mente divaga. Aquí no podremos hacerlo, Elaine. Tienes que pedir licencia para visitar a tu padre. Y no dejes de invitarme para que te haga compañía. Yo me encargaré de que Lanzarote vaya también. —Aspiró muy hondo mientras recogía su túnica—. A estas horas ya ha tenido tiempo de retirarse de la alcoba real. Vamos. Ginebra nos estará esperando.

Cuando ambas entraron en el dormitorio de la reina no había señales de Lanzarote ni de otros hombres. Pero cuando Elaine estuvo fuera del alcance de su voz, Ginebra miró a Morgana a los ojos; nunca había habido en ellos tan horrible amargura.

—Me desprecias, ¿verdad, Morgana?

«Por fin ha expresado la pregunta que ha tenido en la mente durante todas estas semanas», pensó.

—No soy tu confesor, Ginebra. Eres tú la que crees en un Dios que condena el amor con quien no se está casado. —Morgana no podía soportar la angustia que reflejaba el rostro de la reina—. Ginebra, hermana, nadie te ha acusado.

Pero ella le volvió la espalda, diciendo entre dientes:

—No. Y tampoco quiero tu piedad.

«La quieras o no, es tuya», pensó Morgana, aunque no lo dijo.

—¿Estás lista para desayunar, señora? ¿Qué te gustaría comer?

«Desde que acabó la guerra cada vez actúo más como si fuera su criada», pensó. Era un juego en el que todos participaban. Arturo suponía que sus antiguos caballeros tenían que ser ahora sus ayudantes, aunque fueran reyes por derecho propio. Le molestaba que mantuviera la corte en aquel estado, asumiendo un poder que sólo correspondía a los más grandes entre los druidas y las sacerdotisas. «Arturo aún porta la espada de Avalón, pero si no respeta su juramento le será reclamada».

De pronto tuvo la sensación de que la estancia crecía a su alrededor, de que se abría como si todo estuviera muy lejos. Aún veía a Ginebra, con la boca entreabierta para hablar, pero al mismo tiempo veía a través de ella, como en el reino de las hadas. El silencio era profundo. Y en el silencio vio las paredes de un pabellón y a Arturo dormido, con Escalibur desnuda en la mano. Se inclinó hacia él; aunque no podía coger la espada, con la pequeña hoz de Viviana cortó los cordones que sujetaban la vaina a su cintura y la levantó. Entonces se encontró en las orillas de un gran lago, con el susurro de los juncos a su alrededor.

—He dicho que no, no quiero vino en el desayuno —dijo Ginebra—. Elaine podría traernos algo de leche fresca… Morgana, ¿estás mareada?

Parpadeó, mirando a la reina, y recobró la conciencia poco apoco. No, no era verdad; no galopaba como enloquecida por las orillas de un lago, con la vaina en la mano… Pero aquello se parecía a un sueño que había tenido cierta vez… Y mientras aseguraba a las otras mujeres que estaba perfectamente, mientras prometía ir personalmente en busca de leche fresca, su mente continuaba guiándola por los laberintos del sueño. Si al menos pudiera recordar qué era lo que había soñado…

Pero cuando bajó al aire fresco dejó de sentir que el mundo podría fundirse en cualquier momento con el mundo de las hadas. Le dolía la cabeza como si se la hubieran partido de golpe. Pasó todo el día cautiva del extraño hechizo de la ensoñación. Si al menos pudiera recordar… Había arrojado a Escalibur al lago, para que la reina del pueblo de las hadas no la cogiera… No, no era eso… Y su mente intentaba otra vez desenredar el hilo extraño y obsesivo de su sueño.

Pasado el mediodía oyó que los cuernos anunciaban la llegada de Arturo y la conmoción que invadía a Camelot. Corrió con las otras mujeres hacia los terraplenes, para ver al grupo real que se acercaba con los estandartes flameando. Ginebra temblaba a su lado; aunque era alta, sus manos pálidas y la fragilidad de sus hombros le daban el aspecto de una criatura débil y nerviosa, esperando ser castigada por alguna travesura imaginaria. Su mano trémula tocó la manga de Morgana.

—Hermana, ¿es preciso que mi señor lo sepa? Ya está hecho y Meleagrant ha muerto. No hay motivos para que Arturo haga la guerra a nadie. ¿Por qué no dejarle creer que mi señor Lanzarote llegó a tiempo…, a tiempo para evitar…? —Su voz era sólo un trino débil, como de niña.

—A ti te corresponde decírselo o no, hermana —dijo Morgana.

—Pero…, si lo supiera por otro…

Suspiró. ¿Por qué no lo decía claramente?

—Si Arturo oye algo que lo atribule no será de mí. Pero no podría culparte por haber sido atrapada y sometida a golpes.

Y de pronto supo qué hacía temblar a Ginebra: en el fondo de su alma creía que era culpa suya, que merecía la muerte por haberse dejado violar en vez de matarse. «Se siente culpable por lo de Meleagrant para no tener que arrepentirse de lo que ha hecho con Lanzarote…».

Ginebra seguía temblando a su lado, pese a lo cálido del sol.

—Ojalá estuviera ya aquí; así podríamos entrar. Mira, hay halcones en el cielo. Los halcones me dan miedo; siempre temo que se lancen contra mí.

—Serías un bocado demasiado grande y duro, hermana —señaló Morgana, amablemente.

Los criados estaban abriendo las grandes puertas. Héctor, aunque todavía cojeaba notoriamente por la noche pasada a la intemperie, se adelantó junto a Cay, que ya se inclinaba ante Arturo.

—Bienvenido a casa, mi rey y señor.

Arturo desmontó para abrazarlo.

—Es una bienvenida demasiado formal, tunante. ¿Todo va bien?

—Ahora sí, mi señor —dijo Héctor—. Pero una vez más tenéis motivos para dar las gracias a vuestro capitán.

—Es cierto —dijo Ginebra, adelantándose de la mano de Lanzarote—. Mi rey y señor: Lanzarote me salvó de una trampa tendida por un traidor y de un destino que ninguna cristiana tendría que sufrir.

El rey los cogió de la mano a ambos.

—Como siempre, te estoy agradecido, mi querido amigo, al igual que mi esposa. Ven. Hablaremos de esto en privado.

Y caminando entre los dos, subió la escalinata del castillo.

—Me gustaría saber qué mentiras se apresurarán a verterle en los oídos, esa casta reina y su mejor caballero.

Morgana oyó las palabras, pronunciadas por alguien entre la multitud, en voz baja y muy clara. «Tal vez la paz no es una bendición completa —pensó—. Sin guerra no hay nada que hacer en la corte, salvo divulgar todos los rumores y hasta el más ínfimo escándalo».

Pero si Lanzarote se alejaba el escándalo se acallaría. Y resolvió que, si podía hacer algo para lograr ese fin, lo haría de inmediato.

Aquella noche, durante la cena, Arturo ordenó a Morgana que llevara su arpa y les cantara.

—Hace mucho que no oigo tu música, hermana —dijo, acercándola para darle un beso, algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo.

Se sentó en un taburete cerca del trono, con el arpa a sus pies. Arturo y Ginebra estaban juntos, cogidos de la mano. Lanzarote, tendido en el suelo junto a Morgana, contemplaba el arpa, pero de vez en cuando miraba a Ginebra con un anhelo tan terrible que la estremecía.

Y mientras sus manos se movían por las cuerdas, el mundo pareció nuevamente perderse en la distancia, muy pequeño y lejano, y al mismo tiempo inmenso y extraño. Las cosas perdían su forma; el arpa semejaba a la vez un juguete y algo monstruoso, capaz de aplastarla, y ella, sentada en un trono, espiando entre sombras vagabundas, observaba a un joven de pelo oscuro con una corona estrecha en torno de la frente. Mientras lo miraba, le recorrió el cuerpo el dolor agudo del deseo; lo miró a los ojos y fue como si una mano la tocara en sus partes más íntimas, excitándole el apetito… Sus dedos vacilaron en las cuerdas, había soñado algo… Una cara borrosa, la sonrisa de un joven, no, no era Lanzarote sino otro… No, todo era sombras…

La voz clara de Ginebra se abrió paso:

—¡Atended a la señora Morgana! ¡Mi hermana se desmaya!

Sintió que los brazos de Lanzarote la sostenían y alzó la vista a sus ojos oscuros. Había sido un sueño. Se llevó la mano a la frente, confundida.

—Ha sido el humo, el humo del hogar.

—Bebed. —Lanzarote le acercó una copa a los labios.

¿Qué locura era ésa? Aunque apenas la tocaba, se sentía morir de deseo, algo que se había consumido en ella con el correr de los años.

«No me quiere, no quiere sino a la reina», pensó, contemplando el hogar apagado, con una guirnalda de laurel verde. Bebió un sorbo del vino que Lanzarote le ofrecía.

—Perdón… Todo el día me he encontrado algo mareada —dijo—. Que otro toque el arpa. Yo no puedo.

Lanzarote dijo:

—Con vuestro permiso, señores míos, cantaré yo. Ésta es una leyenda de Avalón que oí en mi infancia…

Y comenzó a entonar una antigua balada. Morgana escuchaba, aún perdida en su sueño. Le pareció que el moreno semblante de Lanzarote estaba abrumado por un terrible sufrimiento, y mientras cantaba sobre la mujer flor, Blodeuwedd, sus ojos se detuvieron durante un momento en la reina. Pero luego se volvió hacia Elaine, cortés, describiendo el cabello compuesto de bellos lirios dorados.

Morgana seguía quieta en su sitio, con la cabeza dolorida apoyada en una mano. Más tarde Gawaine trajo una flauta de su país y tocó un salvaje lamento, lleno de gritos de aves marinas. Lanzarote fue a sentarse junto a ella y le cogió la mano.

—¿Estáis ya mejor, prima?

—Oh, sí. No es la primera vez —dijo Morgana—. Es como si cayera en un sueño y viera todo a través de sombras.

—Mi madre me dijo cierta vez algo parecido. —Morgana pudo medir por eso la intensidad de su dolor y su cansancio; nunca hablaba de su madre ni de sus años en Avalón—. Creía que eso venía con la videncia, y yo mismo lo he sentido alguna vez… Ha de ser la sangre de hadas que llevamos. —Suspiró, frotándose los ojos—. Solía pincharos con eso, cuando erais joven, ¿recordáis? Os llamaba Morgana de las Hadas y os irritabais.

Asintió con la cabeza. A pesar del cansancio, de las arrugas, el toque gris en los rizos apretados, seguía siendo el hombre más hermoso y más amado que hubiera conocido.

Gawaine había cogido el arpa y estaba cantando una leyenda sajona sobre un monstruo que habitaba en un lago.

—Qué historia tan lúgubre —comentó Morgana por lo bajo.

Lanzarote sonrió.

—Casi todas las leyendas sajonas son así: guerra, sangre y héroes guerreros sin mucho en la cabeza. Supongo que son entretenidas para una velada larga junto al hogar. —Y añadió en voz casi inaudible—: Creo que no nací para quedarme sentado junto al hogar.

—¿Os gustaría salir nuevamente a combatir?

Lanzarote negó con la cabeza.

—No, pero estoy harto de la corte. —Sus ojos buscaron a Ginebra, que escuchaba a Gawaine con una sonrisa. El suspiro pareció brotar desde lo más hondo de su alma.

—Lanzarote —dijo en voz baja y urgente—, tenéis que alejaros de aquí para no acabar destruido.

—Destruido, sí, en cuerpo y alma —musitó él, con la vista clavada en el suelo.

—Es preciso, primo. Partid a alguna gesta como la de Gareth, a matar rufianes o dragones, lo que sea, pero alejaos.

Lanzarote tragó saliva.

—¿Y ella?

—Lo creáis o no, también soy amiga suya. ¿No creéis que también tiene un alma que salvar? Sería fácil culparla de todo, pero yo sé lo que es amar cuando no se puede… —Apartó la vista; un calor ardiente; no había querido decir tanto.

Cuando terminó la canción, Gawaine abandonó el arpa, diciendo:

—Después de una historia tan lúgubre necesitamos algo alegre. Una canción de amor, quizá. Eso corresponde al galante Lanzarote.

—He pasado demasiado tiempo en la corte, cantando tonadas de amor —dijo. Y se levantó para volverse hacia Arturo—. Ahora que estáis nuevamente aquí para ocuparos personalmente de todo, mi señor, os ruego que me encomendéis alguna gesta.

Arturo le sonrió.

—¿Tan pronto quieres partir? Si así lo deseas, no puedo retenerte, pero ¿adónde irías?

«Pelinor y su dragón». Morgana, con la vista baja, formo las palabras en su mente con toda la fuerza que pudo imponerles, tratando de proyectarlas hacia la mente de Arturo. Lanzarote dijo:

—Tenía pensado ir tras un dragón.

Los ojos del rey centellearon, traviesos.

—Sería buena ocasión para poner fin al dragón de Pelinor. Las leyendas crecen día a día, hasta tal punto que los hombres temen viajar a ese país. Ginebra dice que Elaine ha pedido autorización para visitar a su familia. Puedes acompañarla. Y te ordeno no regresar hasta que el dragón de Pelinor haya muerto.

—¡Ay de mí! —protestó Lanzarote, riendo—. ¿Me desterráis para siempre de vuestra corte? ¿Cómo podré matar a un dragón que es sólo un sueño?

Arturo rió entre dientes.

—Ojalá no tengas que vértelas con nada peor, amigo mío. Bueno, te encomiendo poner fin a ese monstruo, ¡aunque tengas que borrarlo de la faz de la tierra burlándote de él en una canción!

Elaine se levantó para hacer una reverencia al rey.

—Con vuestra venia, mi señor, ¿puedo pedir que la señora Morgana me acompañe también?

—Me gustaría ir con Elaine, hermano, si vuestra señora puede prescindir de mí —dijo ella—. Quisiera estudiar las hierbas y los remedios de esa región.

—Bien —dijo Arturo—, puedes ir, si lo deseas. Pero esto quedará muy solitario. —Dedicó a Lanzarote su rara y suave sonrisa—. Mi corte no es la misma cuando falta el mejor de mis caballeros. Pero no voy a reteneros contra vuestra voluntad, ni tampoco mi reina.

«Sobre eso no estoy tan segura», pensó Morgana, viendo que Ginebra se esforzaba por mantener la compostura. Arturo había estado ausente mucho tiempo y llegaba deseoso de reunirse con su esposa. ¿Le diría ella que amaba a otro o volvería a fingir mansamente en su cama?

Y por un momento extraño Morgana se vio a sí misma como si fuera la sombra de la reina. «De algún modo, su destino y el mío se han enlazado por completo». Había dado a Arturo el hijo que tanto deseaba Ginebra, y Ginebra tenía el amor de Lanzarote, por el que Morgana hubiera dado el alma.

La reina la llamó por señas.

—Tienes mal semblante, hermana. ¿Continúas descompuesta?

Asintió con la cabeza, mientras pensaba: «No tengo que odiarla. Es tan víctima como yo».

—Todavía estoy algo fatigada. Pronto iré a acostarme.

—Y mañana Elaine y tú nos robaréis a Lanzarote.

Las palabras fueron pronunciadas en tono de broma, pero Morgana pudo ver su fondo, allí donde Ginebra luchaba contra una ira y una desesperación como las suyas. Endureciendo el corazón contra ella, dijo:

—¿Lo retendríais en la corte, impidiéndole conquistar honores, hermana?

—Ni ella ni yo —intervino Arturo, ciñendo con un brazo la cintura de la reina—. Buenas noches, hermana.

Morgana los vio alejarse. Al cabo de un momento Lanzarote le apoyó una mano en el hombro, sin decir nada. En aquel momento supo que, con sólo hacer un gesto, esa noche Lanzarote sería suyo. En la desesperación de ver que su amada se reunía con su esposo, posiblemente se volcaría en Morgana.

«Y siendo tan honorable, no se negaría después a desposarme… No. Elaine podría aceptarlo en esos términos, pero yo no. Él acabaría por odiarme».

Con suavidad, retiró la mano apoyada en su hombro.

—Estoy fatigada, primo. Yo también voy a acostarme. Buenas noches, querido. —Y añadió, sabiendo que sonaba irónico—: Que duermas bien.

No dormiría. Mejor para sus planes.

Pero también ella pasó la mayor parte de la noche sin dormir, lamentando amargamente su facultad de anticipar los hechos. El orgullo, pensó tristemente, era un frío compañero de lecho.