—E sentiría más tranquilo, y creo que también mi rey y señor, si Lanzarote estuviera aquí para acompañaros —advirtió Cay—. En Pentecostés ese hombre quiso exhibir las armas delante de su señor y no quiso esperar la justicia real. Aunque sea vuestro hermano, no me gusta que vayáis allí sola con una dama y un chambelán.
—No es mi hermano —corrigió Ginebra—. Su madre fue amante del rey, pero él la abandonó al descubrirla con otro hombre. Ella aseguraba que Leodegranz era el padre de su hijo, pero él nunca lo reconoció. Si fuera honorable podría ser regente, pero no permitiré que saque provecho de una mentira.
—¿Vais a poneros en sus manos, Ginebra? —preguntó serenamente Morgana.
La reina los miró a ambos cabeceando. ¿Era posible que aquella mujer fuera siempre tan impasible?
—No confío en él, por supuesto. Pero piensa, Morgana: su reclamación se basa en el hecho de que es mi hermano. Si me ofendiera de algún modo, si no me honrara como a una hermana, esa reclamación resultaría falsa. Por eso va a recibirme como a hermana y reina, ¿comprendes?
Morgana se encogió de hombros.
—Yo no confiaría en él lo más mínimo.
—Sin duda tu hechicería te permite saber lo que podría suceder si yo actuara así.
La sacerdotisa dijo, indiferente:
—No se requiere de hechicerías para saber que un villano es un villano, ni una sabiduría sobrenatural para no poner el oro cerca de un ladrón.
Cuando Morgana decía algo, Ginebra se sentía impulsada a hacer justamente lo contrario; tenía la sensación de que la creía necia, incapaz hasta de atarse los zapatos. La verdad era que apenas se atrevía a mirarla a los ojos desde aquel malhadado Beltane del año anterior, en que le había pedido un encantamiento contra la esterilidad. Cada vez que la veía pensaba que su cuñada también tenía que recordarlo.
«Dios me castiga por comerciar con brujerías, o quizá por aquella noche pecaminosa». Y como le sucedía siempre, el recuerdo le encendió todo el cuerpo con una mezcla de placer y vergüenza. ¡Ah, era fácil atribuir aquello a la borrachera de los tres, excusarse pensando que se había hecho con el consentimiento de Arturo y hasta por su insistencia! Aun así era un grave pecado de adulterio.
Después de aquella noche apenas podían mirarse a los ojos. Él debía de despreciarla por desvergonzada y adúltera, pero ella lo deseaba con terrible desesperación. Y desde Pentecostés Lanzarote apenas iba a la corte.
—Es una pena que Lanzarote no esté aquí —dijo Cay—. ¿Quién debería acompañar a la reina en una misión de ese tipo, sino su campeón y protector?
—Si estuviera aquí habría ajustado cuentas con Meleagrant con unas palabras —apuntó Morgana—. Pero de nada sirve lamentarse. ¿Quieres que te acompañe para protegerte, Ginebra?
—¡Maldita sea! —exclamó la reina—. No soy una criatura que no pueda moverse sin niñera. Iré con el señor Lucano, mi chambelán, y llevaré a Bracea para que me vista y me peine, por si tengo que quedarme más de una noche. ¿Qué más puedo necesitar?
—Tendríais que ir con una escolta adecuada a vuestro rango. En la corte quedan algunos de los caballeros.
—Que venga Héctor, el padre adoptivo de Arturo —decidió Ginebra—. Es de alta cuna y veterano de muchas guerras.
Morgana negó con la cabeza, impaciente.
—El anciano Héctor, Lucano, que perdió un brazo en Monte Badon… Tienes que llevar una escolta de buenos combatientes que puedan protegerte, por si ese hombre tiene pensado retenerte para pedir rescate o algo peor.
Ginebra repitió pacientemente:
—Si no me trata como a una hermana, su reclamación pierde valor. ¿Y qué hombre amenazaría a su hermana?
—No sé si Meleagrant es tan buen cristiano —dijo Morgana—, pero tú lo conoces mejor que yo.
—Hablaré con él; si me parece honrado, luchador y capaz de mantener la paz en el reino, y si está dispuesto a jurar lealtad a mi señor Arturo, puede reinar en la isla. Un hombre puede ser buen rey aunque no sepa hablar con las señoras ni comportarse en los salones.
—Me maravilla que lo digas. Por el modo en que elogias a mi primo Lanzarote, se diría que nadie te parece buen caballero a menos que sea apuesto y hábil en cuestiones cortesanas.
Ginebra no estaba dispuesta a discutir con ella.
—Bueno, hermana, aprecio mucho a Gawaine, aunque tropieza con sus pies y no sabe qué decir a las mujeres. También Meleagrant podría ser un diamante en bruto; para eso voy: para juzgar por mí misma.
A la mañana siguiente la reina se puso en marcha con una escolta de seis caballeros, Héctor, el veterano Lucano, la doncella y un paje de nueve años. Desde su boda con Arturo no había visitado el hogar de su infancia. No estaba lejos: unas cuantas leguas colina abajo hasta las costas del lago. Allí esperaban dos barcas adornadas con los estandartes de su padre. Era muy arrogante por parte de Meleagrant utilizarlos sin permiso, pero quizás el hombre se consideraba sinceramente heredero de Leodegranz. Y hasta podía ser cierto.
Él mismo estaba en el embarcadero y saludó a su ilustre hermana con una reverencia; luego la condujo hacia su embarcación, la más pequeña de las dos. Ginebra nunca supo cómo fue separada de su escolta, excepto del pequeño paje.
—Los sirvientes de mi señora pueden ir en la otra barca. Aquí, yo mismo seré vuestra escolta —dijo cogiéndola del brazo.
Esa familiaridad la disgustó, pero tenía que comportarse con diplomacia y no hacerle enfadar. En el último momento, con una pasajera sensación de pánico, señaló al señor Héctor.
—Quiero a mi chambelán conmigo —insistió.
Meleagrant sonrió, con el rostro arrebolado.
—Como lo desee mi hermana y reina.
Y dejó que Héctor y Lucano subieran con ella a la embarcación menor. Mientras se afanaba en extender una manta para que ella se sentara, los remeros bogaron por el lago. Era poco profundo y estaba lleno de hierbas; en algunas estaciones se secaba. Y de Pronto Ginebra sintió un ataque del antiguo terror y se aferró al asiento con las dos manos; por un momento temió vomitar, apartándose de Meleagrant tanto como se lo permitían las dimensiones del banco. Se habría sentido más a gusto junto a Héctor, cuya presencia era serena y paternal. Reparó en la gran hacha que el gigante llevaba sujeta bajo el cinturón; era como la que había dejado junto al trono, la que Balin usó para matar a Viviana.
Meleagrant se inclinó hacia ella, asqueándola con su fuerte aliento.
—¿Mi hermana está mareada? No creo que os moleste el movimiento de la barca. Hay tanta calma…
Ginebra se apartó, luchando por dominarse. Estaba en medio del agua, con la única protección de dos ancianos, rodeada sólo de agua, hierba y un horizonte de juncos. ¿Por qué había ido? ¿Por qué no estaba en su jardín amurallado de Camelot? Allí estaba bajo el cielo abierto, sin la menor seguridad, y se encontraba enferma, desnuda y vulnerable.
—Pronto estaremos en la orilla —dijo Meleagrant—. Por si deseáis descansar antes de atender nuestro asunto, hermana, os he preparado las habitaciones de la reina…
La barca rozó la costa. Allí estaba el viejo sendero que serpenteaba hacia el castillo, y el muro donde se había sentado aquella tarde para ver a Lanzarote, que corría entre los caballos. Alargó subrepticiamente una mano para tocar la pared y, al sentirla firme y sólida, cruzó la puerta con alivio.
El viejo salón parecía más pequeño: en Caerleon y Camelot se había acostumbrado a espacios más amplios. Todo tenía un aspecto de descuido: pieles raídas y grasientas, suelos sin barrer, agrio olor a sudor. Aunque arrugó la nariz, el alivio de estar nuevamente entre muros hizo que no le importara. Luego se preguntó dónde estaría su escolta.
—¿Queréis descansar y refrescaros, hermana? ¿Os acompaño a vuestras habitaciones?
Ginebra sonrió:
—No voy a quedarme tanto tiempo como para considerarlas mías, aunque en verdad me gustaría lavarme un poco. ¿Queréis mandar por mi doncella? Si pensáis ser regente, Meleagrant, necesitáis una esposa.
—Hay tiempo para eso —contestó—. Pero os conduciré a las habitaciones que he preparado para mi reina.
Subió por la antigua escalera, que también estaba mal conservada; a Ginebra ya no le parecía tan buena idea nombrarlo regente. Sus soldados tenían un aspecto aún más rufianesco y no se veía a ninguna mujer. Empezaban a invadirla vagos reparos; quizá no había sido prudente llegar sola, no insistir en hacerse acompañar por su escolta en todo momento.
Se volvió en mitad de la escalera para decir:
—Por favor, quiero que mi chambelán me acompañe. ¡Y necesito inmediatamente a mi doncella!
—Como mi señora desee.
El hombre sonrió de oreja a oreja. Tenía los dientes muy largos, amarillos y manchados. «Es como una bestia salvaje», pensó, apretándose contra el muro, aterrorizada. Pero recurrió a cierta reserva de fortaleza interior para decir:
—Ahora mismo, por favor. Si no llamáis al señor Héctor bajaré inmediatamente al salón hasta que llegue mi doncella. No es decoroso que la reina de Arturo esté sola con un desconocido…
—¿Aunque sea su hermano? —preguntó Meleagrant.
Pero Ginebra vio que Héctor había entrado en el salón.
—¡Padre tutelar! Acompañadme, por favor. ¡Y mandad al señor Lucano en busca de mi criada!
El anciano subió lentamente tras ellos y Ginebra alargó el brazo para apoyarse en él. Meleagrant no parecía muy complacido. Cuando llegaron arriba, abrió la puerta de la alcoba que había ocupado Alienor, junto a la de Ginebra, una habitación trasera, más pequeña. El interior olía a aire viciado y húmedo. Meleagrant la empujó dentro y cerró tras ella, con un fuerte portazo. Mientras caía de rodillas, la reina oyó el ruido de la tranca al descender. Cuando pudo levantarse estaba sola en la habitación. Por más que aporreó la puerta no se oyó ningún sonido.
Morgana había acertado. ¿Habrían matado a toda su escolta, a Héctor, a Lucano? La habitación de Alienor estaba fría y húmeda; sólo quedaban unas sábanas harapientas en el gran lecho y la paja olía mal. Allí continuaba el viejo arcón tallado, pero vacío y con las tallas grasientas. El hogar estaba lleno de cenizas, como si no lo hubieran encendido en muchos años.
Ginebra llamó a la puerta y gritó hasta que le dolieron las manos y la garganta. Estaba hambrienta, exhausta y asqueada por el olor y la suciedad del ambiente. Pero la puerta no cedía. Y la ventana era demasiado pequeña para escapar; además, la distancia hasta el suelo superaba las tres varas y media. Estaba prisionera. Por la ventana sólo se veía un patio de establo, por donde se paseaba una solitaria vaca que mugía de vez en cuando.
Las horas pasaron lentamente. Ginebra tuvo que aceptar que no podría salir de allí por sus propios medios y tampoco atraer a nadie que pudiera liberarla. Sus acompañantes habían desaparecido, muertos o hechos prisioneros; en todo caso, les era imposible acudir en su auxilio. Se encontraba sola a merced de un hombre que, probablemente, la utilizaría como rehén para obtener de Arturo alguna concesión.
Probablemente, no corría peligro. Tal como había dicho Morgana, su reclamación se basaba en el hecho de ser el único hijo varón superviviente, aunque bastardo. No obstante, la aterrorizaba pensar en su sonrisa rapaz y su físico enorme. Bien podía abusar de ella o tratar de obligarla a reconocerlo como regente del país.
El día pasó con lentitud. El sol que entraba por la estrecha ventana cruzó la habitación hasta desaparecer; empezaba a caer la oscuridad. Ginebra entró en la pequeña alcoba interior que había ocupado cuando era niña. El espacio oscuro, no mayor que un armario, le pareció reconfortante y seguro, aunque estaba sucio, con la paja del lecho enmohecida. Allí se acostó, envuelta en su capa y con el pesado arcón de Alienor apoyado contra la puerta. Había descubierto que Meleagrant le inspiraba mucho miedo y sus soldados, aún más.
No le haría daño, sin duda, pues su único poder de negociación radicaba en mantenerla sana y salva. Arturo lo mataría si le hiciera el menor rasguño. Pero en su angustia se preguntó si realmente sería así. Aunque durante todos aquellos años la había tratado con bondad y amor, tal vez no lamentara liberarse de una esposa que no podía darle un hijo y que, por añadidura, estaba enamorada de otro hombre. Y Meleagrant, ¿qué planeaba? Muerta ella, nadie reclamaría el trono. Tal vez pensaba matarla o dejarla morir de hambre.
La noche pasó lentamente. Oyó ruido de hombres y caballos en el patio del establo, pero desde la ventana sólo se veían una o dos antorchas. Pese a sus gritos, nadie levantó la vista ni le prestó la menor atención. Más tarde, mientras dormitaba acosada por las pesadillas, despertó sobresaltada: había creído oír que Morgana la llamaba por su nombre. Pero estaba sola.
«Morgana, Morgana, si puedes verme con tus brujerías, di a mi señor que Meleagrant es falso, que era una trampa». Luego, pensando que Dios no se enfadaría con ella por buscar ayuda en la hechicería de su cuñada, empezó a rezar en murmullos hasta que la monotonía de sus oraciones la hizo dormir otra vez.
Entonces durmió pesadamente, sin soñar. Al despertar, con la boca seca, cayó en la cuenta de que ya era pleno día y que seguía prisionera en aquellas habitaciones desiertas y mugrientas. Tenía hambre y sed, aunque le asqueaba el olor, no sólo de la paja mohosa, sino del rincón que había tenido que usar como letrina. ¿Cuánto tiempo la retendrían?
Pasó la mañana. Ginebra ya no tenía fuerzas ni valor para rezar. ¿Era ése el castigo por su culpa, por no haber sabido apreciar lo que tenía? Aunque había sido una esposa fiel, había deseado a otro hombre. Había recurrido a los encantamientos de su cuñada.
Y aun si Morgana pudiera saberla prisionera, gracias a su magia, ¿se molestaría en ayudarla? No tenía motivos para amarla; en realidad, casi seguro que la despreciaba. ¿Había alguien a quién le importara la suerte que corriera?
Pasado el mediodía oyó, por fin, pisadas en la escalera. Se levantó de un salto para alejarse de la puerta, envolviéndose apretadamente en el manto. Quien entró fue Meleagrant. Al verlo, retrocedió aún más.
—¿Por qué me habéis hecho esto? —acusó—. ¿Dónde están mi doncella, mi paje y mi chambelán? ¿Qué ha sido de mi escolta? ¿Creéis que Arturo os permitirá gobernar esta región después de haber ofendido a su reina?
—No seréis su reina —respondió en voz baja—. Cuando haya terminado con vos ya no os querrá. En los viejos tiempos, señora, el rey de un país era el consorte de la reina; si os retengo hasta que me deis un hijo varón nadie discutirá mi derecho a gobernar.
—De mi no tendréis ningún hijo —respondió Ginebra, con una risa amarga—. Soy estéril.
—¡Bah! Os casasteis con un muchacho imberbe —replicó Meleagrant.
Y añadió algo más, una obscenidad que Ginebra no comprendió del todo.
—Arturo os matará.
—Que lo intente. Atacar una isla es más difícil de lo que creéis. Y quizá ya no le interese intentarlo, puesto que tendría que aceptaros nuevamente.
—No puedo casarme con vos —adujo ella—. Tengo marido.
—En mi reino a nadie le importará —aseveró Meleagrant—. Había mucha gente irritada por la autoridad de los curas, y yo les he librado de ellos expulsando a todos esos malditos. Gobierno según las leyes antiguas, según las cuales aquí reina vuestro hombre.
—No —susurró Ginebra, retrocediendo.
Pero Meleagrant la sujetó para acercarla.
—No eres de mi agrado —dijo brutalmente—. No me gustan las mujeres flacas, pálidas y feas. ¡Prefiero las que tienen carne sobre los huesos! Pero eres la hija del anciano Leodegranz, a menos que tu madre tuviera más agallas de las que yo le suponía. Por lo tanto…
Ginebra se debatió hasta liberar un brazo y lo golpeo con fuerza en la cara.
Él gritó, alcanzado por un codazo en la nariz, y la sacudió violentamente. Luego la golpeó en la mandíbula con el puño cerrado. Ginebra sintió que algo se rompía y notó gusto a sangre. Meleagrant la golpeó una y otra vez con los puños, mientras ella levantaba los brazos para protegerse, aterrorizada.
—¡Basta ya! —chilló Meleagrant—. Ahora aprenderás quién manda.
Y la apretó con fuerza por la cintura.
—Oh, no… No, por favor… Por favor, no me hagáis daño. Arturo os matará…
La única respuesta fue una obscenidad. Meleagrant la aferró por la muñeca para arrojarla a la paja sucia de la cama y se arrodilló junto a ella, tirando de su ropa. Ginebra se retorcía y gritaba; un golpe más la dejó inmóvil, acurrucada en un rincón de la cama.
—¡Quítate la túnica! —le ordenó.
—¡No!
Se ciñó la ropa al cuerpo, pero el hombre le retorció la muñeca mientras le desgarraba deliberadamente el vestido hasta la cintura.
—¿Te lo quitas o quieres que lo haga jirones?
Estremecida, sollozando, con dedos temblorosos, Ginebra se quitó el vestido por la cabeza. Sin duda tendría que haber luchado, pero estaba muy asustada por los golpes. Meleagrant la tiró de un empujón y le abrió las piernas con mano brusca. Ginebra apenas se resistió, asqueada por el mal aliento y el grueso cuerpo velludo, y el gran falo carnoso se clavó dolorosamente en ella, empujando y empujando hasta hacerle pensar que la partiría en dos.
—¡No te apartes así, maldita! —gritó él, embistiendo violentamente.
Ginebra gritó de dolor y recibió otro golpe. Entonces permaneció inmóvil y, entre sollozos, le permitió hacer su voluntad. Aquello pareció durar una eternidad. Por fin, sintió que él se estremecía y empujaba con torturadora fuerza. Luego se echó a un lado, mientras ella trataba de respirar y de cubrirse con su ropa.
Meleagrant se levantó, tirando del cinturón, y le hizo un gesto.
—¿No me dejaréis en libertad? —suplicó Ginebra—. Prometo… Os prometo…
—¿Para qué? —inquirió con una sonrisa feroz—. Aquí estás y aquí te quedarás. ¿Necesitas algo? ¿Una túnica para reemplazar ésa?
Ginebra se puso de pie, compungida, exhausta, avergonzada, descompuesta. Por fin dijo, trémula:
—Yo… ¿Podéis enviarme un poco de agua… y algo de comer? Y… —Ahora lloraba de vergüenza—. Y una bacinilla.
—Lo que mi señora desee —respondió Meleagrant, sarcástico. Y al salir volvió a dejarla encerrada.
Más tarde una anciana encorvada le llevó un poco de carne asada grasienta, un trozo de pan de cebada y sendas jarras de agua y cerveza. También llevaba algunas mantas y una bacinilla. Ginebra le dijo:
—Si llevas un mensaje a mi señor Arturo te daré esto.
Le enseñó la peineta de oro que se había sacado del cabello. A la anciana se le iluminó la cara, pero luego apartó la vista, asustada, y salió del cuarto caminando de lado. Ginebra volvió a estallar en lágrimas.
Por fin recobró algo de calma. Después de comer y beber, trató de lavarse un poco. Se encontraba descompuesta y dolorida, pero lo peor era la sensación de haber sido utilizada, irrevocablemente mancillada. ¿Sería cierto lo que Meleagrant decía, que Arturo no volvería a recibirla? Era posible; de ser hombre, ella no habría aceptado nada que él hubiera utilizado.
Pero eso no era justo. No tenía ninguna culpa. La habían engañado, atrapándola contra su voluntad.
«Ah, pero es tan sólo lo que merezco, por no ser una esposa fiel, por amar a otro…». Se sentía enferma de culpa y vergüenza. Pero al cabo de un rato empezó a recobrar la compostura y a analizar su problema.
Estaba en el castillo de Meleagrant, el antiguo castillo de su padre. Había sido violada y se la retenía cautiva, y aquel hombre proclamaba su intención de reinar como su consorte. Arturo no podía permitírselo; al margen de lo que pensara de ella, por su honor de gran rey tendría que declararle la guerra.
Y entonces tendría que enfrentarse a él y explicarle lo que había sucedido allí. Tal vez fuera más fácil matarse. «Tendría que haber resistido más. Arturo ha recibido grandes heridas en combate y yo…, por unos golpes dejé de pelear…». Le hubiera gustado ser hechicera, como Morgana, para convertirlo en cerdo. Pero ella no habría caído en sus manos, pues previó la trampa, y en todo caso habría usado su pequeño puñal, si no para matarlo, quizá para hacerle perder el deseo y hasta la facultad de violar.
Después de comer y beber lo que pudo, se lavó y cepilló su vestido para limpiarlo. Una vez más empezaba a oscurecer. No había esperanzas de que fueran a buscarla hasta que Meleagrant comenzara a jactarse de su obra, proclamándose consorte de la hija de Leodegranz. Sólo cuando Arturo regresara de las costas del sur comenzaría a sospechar que algo iba mal.
«¿Por qué no te escuché, Morgana? Tú me advertiste de que era un villano». Por un momento creyó ver la cara pálida y desapasionada, serena y algo burlona, con tanta claridad que se frotó los ojos. ¿Morgana, riéndose de ella? No: era un efecto de la luz; ya había desaparecido.
«Ojalá pudiera verme con su magia; tal vez enviara a alguien… Pero no, no lo haría, me odia, se reiría de mi mala suerte». De inmediato recordó que, aunque Morgana riera y se burlara, era bondadosa como nadie cuando había un problema grave. Tal vez no la odiara, después de todo.
El crepúsculo empezaba a oscurecer la habitación. Tendría que haber pedido algún tipo de luz. Iba a pasar su segunda noche prisionera y podía ser que Meleagrant regresara… La idea la aterrorizó; aún estaba dolorida por el brutal tratamiento: tenía la boca hinchada, moraduras en los hombros y, probablemente, también en la cara. Aunque cuando estaba sola podía pensar con mucha serenidad, buscando la manera de resistirse, quizá de ahuyentarlo, tenía la certeza de que, en cuanto la tocara, se acurrucaría de miedo, permitiéndole hacer su voluntad, sólo para evitar nuevos golpes.
¿Y cómo podría Arturo perdonarle que hubiera cedido como una cobarde, tras unas cuantas bofetadas? ¿Cómo podría honrarla como reina, seguir amándola, si se había dejado poseer por otro hombre?
No le había molestado con Lanzarote…, pero era su primo y su amigo más querido…
En el patio se produjo un alboroto. Ginebra se acercó a la ventana, pero sólo veía una esquina del patio, la misma vaca. En algún lugar oyó gritos, alaridos y entrechocar de armas, apagados por el grosor de los muros. Tal vez fueran sólo esos villanos de Meleagrant, que reñían allá abajo o… ¡Oh, Dios no lo quisiera! Podían estar matando a su escolta. Trató de alargar el cuello, pero no se veía nada.
Oyó un ruido y la puerta se abrió de par en par. Ginebra se volvió alarmada y vio a Meleagrant en el umbral, con la espada en la mano.
—Entrad —señaló con el acero—. Al cuarto interior. Adentro. Y ni un ruido, señora, o será peor para vos.
«¿Significa esto que han venido a rescatarme?». Parecía desesperado. Ginebra comprendió que no podría obtener ninguna información de él. Retrocedió lentamente hacia la pequeña habitación. Él la siguió con la espada en la mano. Ginebra encogió todo el cuerpo, esperando el golpe. ¿Iba a matarla o pensaba utilizarla como rehén para escapar?
Jamás conocería su plan. Súbitamente, la cabeza del hombre estalló en una lluvia de sangre y sesos. Se derrumbó con extraña lentitud, mientras Ginebra también caía, medio desmayada. Pero antes de llegar al suelo se encontró en los brazos de Lanzarote.
—Mi señora, mi reina… Ah, amada mía…
La estrechó contra sí. Y al cabo de un momento, aún medio inconsciente, Ginebra sintió que le cubría la cara de besos. No protestó. Era como un sueño. Meleagrant yacía sobre un charco de sangre, aferrado a la espada. Lanzarote tuvo que alzarla para pasar por encima del cadáver antes de poder ponerla de pie.
—¿Cómo… cómo te enteraste? —tartamudeó.
—Por Morgana —respondió—. Cuando llegué a Camelot me dijo que había tratado de detenerte hasta mi regreso. Presentía que era una trampa. Monté a caballo y vine con seis hombres. Encontré a tu escolta en los bosques, cerca de aquí; estaban todos atados y amordazados. Una vez que los puse en libertad no fue difícil. Supongo que se creía seguro.
La soltó el tiempo suficiente para ver las moraduras, el vestido desgarrado y el corte en el labio hinchado. Tocó las lesiones con dedos trémulos, diciendo:
—Ahora lamento que muriera tan rápido. Me habría gustado hacerle sufrir. Ah, pobre amor mío, mi querida, qué cruelmente has sido utilizada…
—No sabes, no sabes —susurró ella. Y volvió a sollozar, aferrándose a él—. Has venido, has venido, temía que no viniera nadie, que nadie me quisiera ya, que nadie volviera a tocarme… Ahora, con esta vergüenza…
Lanzarote la besó una y otra vez, en un frenesí de ternura.
—¿Vergüenza, tú? No, la vergüenza es suya, suya, y ya ha pagado —murmuró entre beso y beso—. Temía haberte perdido para siempre, que te hubiera matado. Pero Morgana me dijo que no, que estabas con vida.
Ginebra tuvo un momento de miedo y resentimiento. ¿Sabría Morgana cómo la habían humillado y violado? Ah, Dios, si fuera posible evitarlo… No soportaba que su cuñada lo supiera.
—¿Y el señor Héctor? ¿El señor Lucano?
—Lucano está muy bien. Héctor no es joven y ha sufrido una fuerte impresión, pero no hay motivos para pensar que no vaya a sobrevivir —dijo Lanzarote—. Debes bajar a verlos amada mía. Tienen que saber que su reina vive.
Ginebra bajó los ojos a la túnica desgarrada y se tocó la cara magullada con manos vacilantes. Su voz sonó angustiada.
—¿No puedo tomarme algo de tiempo para adecentarme? No quiero que vean…
Y no pudo continuar.
Lanzarote vaciló un momento. Luego asintió.
—Sí; que piensen que no se atrevió a insultarte. Es mejor así. Permíteme revisar las otras habitaciones. Un hombre como él no puede haber vivido aquí sin alguna mujer.
Casi no pudo soportar perderlo de vista. Se apartó del cadáver tendido en el suelo, mirándolo como si fuera el despojo de un lobo muerto por algún pastor, sin sentir siquiera asco por la sangre.
Lanzarote no tardó en volver.
—Allí hay un cuarto limpio y arcenes con ropa. Creo que era la alcoba del antiguo rey. Incluso hay un espejo.
La condujo por el pasillo hasta un cuarto que estaba limpio; en la gran cama había paja fresca, sábanas, mantas y cobertores de piel. Había un arcón tallado que le resultaba conocido; contenía tres túnicas, una de las cuales había pertenecido a Alienor; las otras eran de una mujer más alta. «De mi madre —pensó entre lágrimas—. Me extraña que mi padre no las regalara. Nunca supe qué clase de hombre era. Era sólo mi padre». Y eso le pareció tan triste que volvió a sentir deseos de llorar.
—Me pondré esto —dijo. Y esbozó una débil risa—. Siempre que pueda arreglármelas sin doncella.
Lanzarote le tocó la cara con suavidad.
—Te vestiré yo, señora.
La ayudó a quitarse el vestido. Pero contrajo la cara y la alzó en brazos tal como estaba, a medio vestir.
—Cuando pienso que ese…, ese animal te ha tenido… —dijo, escondiendo la cara en su seno—. Y yo, que te amo, apenas me atrevo a tocarte.
Y a aquello la había llevado tanta fidelidad; Dios recompensaba su virtud poniéndola en manos de Meleagrant, para que fuera maltratada y violada. Y Lanzarote, que le había ofrecido amor y ternura, haciéndose escrupulosamente a un lado para no traicionar a su primo, tenía que ser testigo de tales infamias. Se volvió para abrazarlo.
Lanzarote —susurró—, queridísimo Lanzarote. Borra en mí el recuerdo de lo que se me ha hecho. Quedémonos aquí un rato más…
Los ojos oscuros se desbordaron; la depositó delicadamente en la cama, acariciándola con manos trémulas.
«Dios no recompensó mi virtud. ¿Qué me hace pensar que podría castigarme?». De inmediato se le ocurrió algo que la asusto: «Tal vez no hay Dios. Tal vez todo es una gran mentira de los sacerdotes, para que la humanidad les permita ordenar qué hacer, qué no hacer, qué creer, para dar órdenes al mismo rey». Se incorporó para abrazar a Lanzarote, buscándolo con la boca magullada, recorriendo con las manos todo el cuerpo amado, ya sin miedo y sin vergüenza. ¿Arturo? Arturo no la había protegido de la violación. Pero había sido su voluntad que yaciera con Lanzarote aquella primera vez, y ahora haría lo que quisiera.
Dos horas después abandonaron el castillo de Meleagrant, juntos, alargando las manos para tocarse mientras cabalgaban. Y a Ginebra ya no le importaba. Miraba a Lanzarote de frente, con la cabeza en alto, llena de gozo y alegría. Aquél era su verdadero amor. Jamás volvería a molestarse en ocultárselo a nadie.