3

CUANDO Morgana despertó ya reinaban en el castillo el ruido y la confusión de un día festivo: Pentecostés. En el patio flameaban los estandartes y la gente iba de aquí para allí cruzando las puertas. En todo Camelot y en las laderas de la colina brotaban los pabellones como extrañas y hermosas flores.

No había tiempo para sueños y visiones. Ginebra la mandó llamar para que la peinara, pues no había en la corte mujer más diestra que ella. Mientras separaba las guedejas sedosas para trenzarlas, Morgana echó un vistazo a la cama que los chambelanes estaban aireando. «Los tres compartieron ese lecho», pensó. De pronto su mente se llenó de imágenes eróticas, recuerdos de aquella mañana con Arturo, de la noche en brazos de Lanzarote. Bajando los ojos, continuó trenzando la cabellera de la reina.

—Está demasiado tirante —se quejó Ginebra.

Morgana se obligó a relajar las manos, pero por mucho que se esforzara no podía apartar de sí las odiosas escenas que la perseguían.

—Así se sostendrá; alcánzame el pasador de plata —pidió.

Ginebra, encantada, se observó en el espejo de cobre.

—Bellísimo, querida hermana. Muchas gracias. —Y abrazo impulsivamente a Morgana, que estaba rígida.

En verdad la reina estaba radiante. Morgana le devolvió el abrazo y apoyó una mejilla contra la suya: por un momento le pareció suficiente tocar esa hermosura, como si pudiera impregnarse un poco de ella. Entonces, recordando lo que había dicho Lanzarote, pensó: «No soy mejor que él. Yo también alimento deseos perversos y extraños».

Envidiaba a la reina, que era simple y franca; sus pesares y gobiernas eran los de cualquiera: temor por la vida de su esposo, pesar por la falta de hijos. A pesar del encantamiento no habían presentado señales de embarazo.

Ginebra sonreía.

—¿Bajamos? Aún no he saludado a los huéspedes. Ha venido el rey Uriens con su hijo, ya adulto. ¿Te gustaría ser reina de Gales, Morgana? Dicen que Uriens viene a pedir una esposa.

Morgana se echó a reír.

—Crees que le convengo porque difícilmente podría darle un hijo, y así no habría disputas por el trono.

—Es cierto que ya eres mayor para un primer hijo.

Ginebra ignoraba que Morgana había tenido un hijo. Jamás lo sabría. Pero eso la preocupaba.

«Arturo se culpa por no haber engendrado. Por su paz de espíritu, tendría que saber que tiene un hijo. Y Gwydion lleva la sangre real de Avalón…».

—Escuchad —dijo Elaine—: están sonando las trompetas. Ha llegado alguien importante.

—Tenemos que bajar —dijo la reina.

Estaba elegante y majestuosa con aquel peinado y el vestido color azafrán. Elaine lucía un sayo verde, y Morgana, su túnica roja. Las tres bajaron para reunirse con los otros delante de la iglesia.

Morgana vio, detrás de Gawaine, una cara conocida; frunció el entrecejo, tratando de recordar dónde había visto antes a aquel hombre alto, corpulento y barbado, casi tan rubio como los nórdicos. Por fin lo recordó: era Balin, el hermano de leche de Balan, un estúpido de mente estrecha; pero estaba ligado a Viviana por el sagrado vínculo de la adopción. Le dedicó una fría inclinación de cabeza.

—Os saludo, señor Balin.

Aunque ceñudo, no olvidó los buenos modales. Vestía ropa raídas, como si no hubiera tenido tiempo de cambiarse después de un largo viaje.

—¿Venís a misa, señora Morgana? ¿Habéis renunciado a los diablos de Avalón para aceptar a nuestro Salvador?

La pregunta era ofensiva, pero Morgana sonrió con cautela.

—Voy a misa para honrar a nuestro pariente Gareth.

Tal como esperaba, eso lo desvió del tema.

—El hermano de Gawaine, el que asustó a los caballos en la boda de Arturo. Cuesta creer que ya sea un hombre.

El devoto Balin le hizo una reverencia y entró en la iglesia. Llevaba en el rostro el fulgor del fanatismo. Morgana se alegro de que Viviana no estuviera allí, aunque sus dos hijos habrían podido impedir cualquier disturbio.

Gareth vestía de blanco. Lanzarote, de carmesí, se arrodilló a su lado, hermoso y grave. Gareth, feliz e inocente, gozoso; Lanzarote, pesaroso y atormentado. Sin embargo, escuchó con serenidad la historia de Pentecostés leída por el sacerdote; no parecía el mismo hombre torturado que le había abierto el alma.

—… Y comenzaron a hablar en otros idiomas, inspirados por el espíritu… Dios dice: «En los últimos días del mundo enviare mi Espíritu a todos los hombres, y vuestras hijas profetizarán, y vuestros hijos tendrán visiones, y vuestros ancianos tendrán sueños».

Morgana pensó: «Lo que recibieron fue el don de la videncia, pero no lo entendieron. Tampoco les interesaba comprender; para ellos sólo demostraba que su Dios era mayor que los demás dioses». ¿Sabrían acaso los cristianos lo comunes que eran esos poderes?

Cuando los fíeles se aproximaron a la barandilla del altar para compartir el pan y el vino, Morgana negó con la cabeza y dio un paso atrás: no era cristiana y no quería fingir.

Ya fuera de la iglesia, Lanzarote desenvainó su espada y tocó a Gareth con ella. Su voz clara y solemne pronunció:

—Levantaos, Gareth, compañero de Arturo y hermano, ahora, de todos los caballeros de esta compañía. No olvidéis defender a vuestro rey y vivir en paz con todos sus caballeros y con todas las gentes de paz, pero recordad siempre hacer la guerra al mal y defender a quienes necesiten protección.

Morgana se preguntó si Arturo recordaría la ceremonia en que había recibido a Escalibur de manos de la Dama, si acaso por eso había instituido el juramento. Tal vez no fuera, después de todo, un remedo de los sagrados Misterios, sino un intento de conservarlos, pero ¿por qué se tenía que celebrar en la iglesia? ¿Llegaría un día en que se negaran a quien no fuera cristiano?

Después de la ceremonia Morgana saludó a Gareth y le entregó su regalo: un fino tahalí de piel, que le permitiría llevar espada y daga. Él se inclinó para darle un beso.

—Ah, cómo has crecido, pequeño. ¡Dudo que tu madre te reconociera!

—Nos pasa a todos, querida prima —respondió el joven, sonriendo—. ¡Dudo que vos reconocierais a vuestro hijo!

En ese momento lo rodearon los otros caballeros para felicitarlo y darle la bienvenida. Morgana notó que Ginebra la observaba con atención.

—¿Qué fue lo que dijo Gareth? ¿Vuestro hijo?

Morgana respondió con aspereza.

—Si nunca te lo he dicho, cuñada, es por respeto a tu religión. Di un hijo a la Diosa, concebido en los fuegos de Beltane. Está bajo tutela en la corte de Lot; no lo he visto desde que lo destetaron. ¿Estás satisfecha o vas a divulgar mi secreto por doquier?

—No —dijo la reina, palideciendo—. ¡Qué dolor para ti estar separada de tu pequeño! Lo siento, Morgana. Ni siquiera se lo diré a Arturo. Él también es cristiano y se escandalizaría.

«No imaginas cuánto», pensó lúgubre. El corazón le palpitaba con fuerza. ¡Ya eran muchos los que conocían su secreto!

Habían sonado las trompetas que indicaban el comienzo de los juegos. Arturo no participaría en las justas, pues nadie quería atacar a su rey. Lanzarote encabezaría uno de los bandos; el otro, por sorteo, quedó a las órdenes de Uriens de Gales del norte, hombre ya muy maduro, pero fuerte y vigoroso. Lo acompañaba Accolon, su segundo hijo, que tenía en las muñecas un tatuaje de serpientes azules. ¡Era un iniciado de la isla del Dragón!

Ginebra había bromeado, sin duda, al hablar de casarla con el anciano Uriens. Pero Accolon… era un hombre cabal, quizás el más apuesto del grupo, exceptuando a Lanzarote. Morgana se descubrió admirando su habilidad con las armas, la gracia natural de sus movimientos. Tarde o temprano Arturo querría darla en matrimonio; si la ofreciera a Accolon, ¿se negaría a aceptarlo?

Después de un rato su atención comenzó a divagar. La mayoría de las mujeres ya había perdido el interés y charlaba entre sí.

—No vale la pena apostar —dijo una, descontenta—. Todos sabemos que ganará Lanzarote, como siempre.

—¿Insinúas que hay injusticia? —inquirió Elaine, resentida.

—De ningún modo. Pero nadie puede medirse con él.

—He visto al joven Gareth arrojarlo de cabeza al polvo —intervino Morgana, riendo—. Pero si queréis divertiros, apuesto una cinta de seda carmesí a que Accolon obtiene un trofeo, imponiéndose al mismo Lanzarote.

—Trato hecho —dijo la mujer.

Morgana se levantó, diciendo a Ginebra:

—No me agrada ver a los hombres maltratarse por deporte. ¿Me permitís volver al salón, hermana, para comprobar que el festín esté preparado?

Recibido el permiso, salió por detrás de los asientos hacia el patio principal. Las grandes puertas estaban abiertas, custodiadas por unos cuantos hombres. Iba hacia el castillo, pero una intuición hizo que volviera sobre sus pasos. Sin saber por qué, se detuvo a observar a dos jinetes que llegaban tarde a las primeras festividades. Pero de pronto un presentimiento empezó a escocerle en la piel. Al verlos cruzar el umbral corrió hacia ellos, sollozando.

—¡Viviana! —gritó.

Y se detuvo, temerosa de arrojarse a los brazos de su tía. En cambio se arrodilló en el polvo, con la cabeza gacha. La voz familiar, inalterada, tal como la había oído en sus sueños, dijo con suavidad:

—Morgana, hija, eres tú. ¡Cuánto he deseado verte durante todos estos años! Ven, ven, querida. No tienes por qué arrodillarte ante mí.

Morgana levantó la cara, pero temblaba demasiado para levantarse. Viviana, con el rostro cubierto por velos grises, le alargó una mano que ella besó. Luego la levantó para estrecharla en un abrazo, diciendo:

—Ha pasado tanto tiempo…

Morgana luchaba inútilmente por no llorar.

—Estaba muy preocupada por ti —dijo la Dama, apretándole la mano con fuerza mientras caminaban hacia la entrada—. De vez en cuando te veía un momento en el estanque. Pero ya soy anciana y rara vez puedo utilizar la videncia. No obstante supe que no habías muerto en el parto y que no estabas lejos. Deseaba verte la cara, pequeña.

Hablaba con ternura, como si nunca hubiera habido diferencias entre ambas. Morgana se sintió invadida por el antiguo afecto.

—Toda la gente de la corte está presenciando los juegos. Esta mañana, el hijo menor de Morgause fue armado caballero —dijo—. ¿A qué habéis venido, madre?

—Sabes, sin duda, que Arturo traicionó a Avalón. Kevin le ha hablado en mi nombre, pero sin resultado. Por eso he venido, para presentarme ante su trono para exigir justicia. Los reyes menores están prohibiendo el culto antiguo en nombre de Arturo; se han profanado bosques sagrados, aun en el país de la reina, y Arturo no hace nada…

—Ginebra es excesivamente devota —murmuró Morgana, sintiendo que sus labios se curvaban en un gesto de desdén. ¿Tan piadosa y se había acostado con el primo de su esposo, con la venía del muy piadoso rey? Pero una sacerdotisa no repite secretos de alcoba.

Viviana pareció leerle los pensamientos.

—No, hija, pero el conocimiento de un secreto podría ser un arma con que obligar a Arturo a cumplir con lo jurado. Ya tengo uno, aunque por tu bien, hija, no quiero usarlo delante de su corte. Dime… —Echó un vistazo a su alrededor—. No, aquí no. Llévame a donde podamos charlar en secreto y donde pueda ponerme en condiciones de presentarme ante Arturo.

Morgana la llevó al cuarto que compartía con las damas de Ginebra. Como todos estaban en los juegos, ella misma fue en busca de agua para la higiene y vino para beber; luego la ayudó a quitarse la ropa polvorienta.

—En Lothian conocí a tu hijo —dijo Viviana.

—Lo sé por Kevin. —El viejo dolor le apretó el corazón. Conque Viviana, después de todo, había obtenido lo que deseaba de ella: un hijo de doble estirpe real—. ¿Haréis de él un druida para Avalón?

—Es demasiado pronto para saber si tiene aptitudes. Estuvo demasiado tiempo en manos de Morgause. Pero tiene que educarse en Avalón, leal a los dioses antiguos. De ese modo, si Arturo falta a su juramento, podremos recordarle que hay un hijo con la sangre del Pendragón para reemplazarle. No queremos un rey apóstata y tirano. Nosotros lo pusimos en el trono de Uther y podemos derribarlo, si es preciso. Con más motivos si hay alguien con la antigua estirpe real de Avalón para ocupar su sitial. No quiero proferir amenazas, pero si es preciso, lo haré. La Diosa dicta mis actos.

Morgana se estremeció. ¿Acaso su hijo sería el instrumento de la muerte de su padre? Se apartó resueltamente de la videncia.

—No creo que Arturo sea tan falso con Avalón.

—Así lo quiera la Diosa. Pero aun así los cristianos no aceptarían a un hijo engendrado en ese rito. Tenemos que conservar para Gwydion un sitio cerca del trono, para que pueda heredar a su padre, y algún día volveremos a tener un rey nacido en Avalón. Ante la Diosa lleva la más pura de las sangres reales. Es preciso que llegue a verse de tal modo, que no lo contaminen los curas diciéndole que su nacimiento fue vergonzoso. —Viviana miró a su sobrina a los ojos—. ¿Crees tú que es vergonzoso?

Morgana bajó la cabeza.

—Siempre has sabido leer en mi corazón, tía.

—La culpa es de Igraine… y mía, que te dejé por siete años en la corte de Uther. Eres sacerdotisa de Avalón, querida niña: ¿por qué no volviste? —Viviana se volvió, con el peine en la mano y el largo pelo descolorido cayéndole junto a la cara.

Las lágrimas de Morgana se abrieron paso por la barrera de los párpados apretados.

—No puedo —susurró—. No puedo, Viviana. Lo intenté… y no pude hallar el camino.

Y lloró, abrumada por la humillación. Viviana dejó el peine para estrecharla contra su seno, meciéndola como a una criatura.

—Querida, mi niña querida, no llores, no llores. Si lo hubiera sabido, hija, habría acudido a ti. No llores; te llevaré yo misma. En cuanto haya entregado mi mensaje a Arturo te llevaré conmigo, antes de que se le meta en la cabeza casarte con algún asno cristiano… Sí, sí, hija, volverás a Avalón. Iremos juntas. —Le secó las mejillas mojadas con su velo—. Ahora ven y ayúdame a vestirme.

Morgana aspiró muy hondo.

—Sí, madre. Dejad que os trence el cabello. —Trató de reír—. Esta mañana peiné a la reina.

Viviana se apartó, muy enfadada:

—¿Acaso Arturo te ha puesto a servir a su esposa, a ti que eres sacerdotisa de Avalón y princesa por derecho propio?

—No, no —corrigió Morgana apresuradamente—. Recibo tantos honores como la misma reina. Sólo la peiné por amistad, tal como ella suele peinarme a mí o abrocharme el vestido.

La Dama suspiró con alivio.

—No querría que te deshonraran. Eres la madre del hijo de Arturo y ambos tienen que aprender a respetarte como tal.

—¡No! —exclamó Morgana—. No, os lo ruego. Arturo no tiene que enterarse. Delante de toda la corte… Escuchadme, madre: todas estas gentes son cristianas. ¿Querríais avergonzarme delante de todos ellos?

Viviana respondió, implacable:

—Tienen que aprender a no considerar vergonzosas las cosas sagradas.

—Pero los cristianos tienen poder sobre todo este país y no es posible cambiarles la manera de pensar con unas cuantas palabras.

En el fondo se preguntaba si la ancianidad no habría vuelto demente a Viviana. No podía exigir que se impusieran las antiguas leyes de Avalón, derribando doscientos años de cristianismo. Los curas la expulsarían de la corte por loca y continuarían como antes. Pero Viviana asintió, diciendo:

—Tienes razón: es preciso andar despacio. Pero al menos debemos recordar a Arturo su promesa de proteger Avalón. Y algún día le hablaré en secreto del niño. No podemos proclamar en voz alta entre los ignorantes.

Luego Morgana la ayudó a peinarse y a ponerse las majestuosas vestiduras de sacerdotisa. Cuando salían de la habitación Viviana le tocó delicadamente la mano.

—Volverás a Avalón conmigo, ¿verdad, querida hija?

—Si Arturo me lo permite…

—Eres sacerdotisa de Avalón, Morgana; no tienes que pedir permiso para ir o venir a tu antojo. Le diré que te necesito en Avalón y veremos qué responde.

Oh, volver a Avalón, al hogar… Pero aún le parecía imposible. Más tarde pensaría: «Yo lo sabía, lo sabía», y reconocería el presentimiento desesperado que la golpeó con aquellas palabras. Pero en aquel momento creyó que era sólo su miedo, la sensación de que no era digna de lo que había repudiado.

Luego bajaron al gran salón de Arturo para el festín de Pentecostés.

Camelot estaba como Morgana nunca lo había visto y como quizá no volviera a verlo. La gran mesa redonda había sido instalada en un salón digno de su majestuosidad. De los muros pendían sedas y estandartes, y un truco en la disposición de los comensales dirigía todas las miradas hacia el asiento de Arturo, que aquel día había sentado a su lado a Gareth y a su reina. Los caballeros formaban un grupo de ropa elegante y armas relucientes; las señoras parecían flores con sus coloridos atuendos. Entraron los reyes menores, uno tras otro, para arrodillarse ante Arturo y entregarle sus regalos. Morgana observó el rostro de su hermano, grave, solemne y benévolo, y echó una mirada de soslayo a Viviana, sintiendo un viejo estremecimiento de inquietud, como cuando en Avalón le habían enseñado a utilizar la videncia como instrumento. Se descubrió pensando, sin saber por qué: «¡Ojalá Viviana estuviera a cien leguas de aquí!».

Paseó la vista entre los caballeros: Gawaine, muy rubio, fuerte como un bulldog, sonriendo a su hermano menor; Gareth, radiante como el oro recién acuñado. Lanzarote, moreno y hermoso, abstraído, como si sus pensamientos estuvieran en el otro extremo del mundo; Pelinor, encanecido y atildado, atendido por su hija Elaine.

Al trono de Arturo se acercó alguien que no formaba parte de los caballeros. Morgana no lo conocía, pero vio que Ginebra hacía un gesto de miedo.

—Soy el único hijo varón superviviente del rey Leodegranz —dijo—, y hermano de vuestra reina, Arturo. Exijo que reconozcáis mi derecho sobre el país del Estío.

Arturo dijo con suavidad:

—En esta corte no se presentan exigencias, Meleagrant. Estudiaré tu solicitud y pediré opinión a mi reina. Puede que consienta en nombrarte regente. Pero no puedo dictaminar ahora.

—¡En ese caso, puede que no aguarde vuestro dictamen! —gritó Meleagrant. Era corpulento y portaba, no sólo espada y puñal, sino también una gran hacha de bronce. Vestía pieles y cueros mal curtidos; su aspecto era salvaje y ceñudo como el de cualquier bandido sajón. Sus dos escuderos parecían aún más rufianes que él—. Soy el único hijo varón superviviente de Leodegranz.

Ginebra se inclinó hacia su esposo para susurrarle algo. El rey manifestó:

—Me dice mi señora que su padre siempre negó haberte engendrado. Ten la seguridad de que analizaremos este asunto y, si tu reclamación es justa, accederemos. Por el momento, señor Meleagrant, te ordeno que confíes en mi justicia. Participa con nosotros del festín.

—¡Al diablo con el festín! —bramó Meleagrant, furioso—. ¡No he venido para comer confites y admirar a las señoras! Os digo, Arturo, que soy rey de ese país. Y si osáis denegar mi reclamación será peor para vos… ¡y para vuestra señora!

Apoyó la mano en la empuñadura de su gran hacha de combate, pero Cay y Gareth se abalanzaron hacia él, sujetándole los brazos a la espalda.

—¡Nadie exhibe su acero en el salón del rey! —dijo enérgicamente Cay, mientras el joven le quitaba el hacha de la mano para ponerla a los pies del trono—. Id a vuestro asiento, hombre, y comed la carne. En la mesa redonda tiene que haber orden, y si nuestro rey ha dicho que os hará justicia, esperaréis hasta que a él le plazca.

Lo hicieron volverse con brusquedad, pero Meleagrant forcejeó hasta liberarse, exclamando:

—¡Al diablo con vuestro festín y con vuestra justicia! Y al diablo también con vuestra mesa redonda y con todos los caballeros.

Y les volvió la espalda para alejarse a grandes pasos, dejando allí el hacha. Cay dio un paso tras él y Gawaine se levantó a medias, pero Arturo les indicó que volvieran a sentarse.

—Que se vaya —dijo—. Ya ajustaremos cuentas cuando llegue el momento. Lanzarote, puede corresponderte a ti tratar con ese usurpador, ya que eres el campeón de mi señora.

—Será un placer, mi rey. —El caballero del lago dio un respingo, como si estuviera medio dormido. Morgana sospechó que no tenía la menor idea de lo que acababa de aceptar.

Los heraldos de la puerta continuaban proclamando que todos debían acercarse para recibir la justicia del rey. Se produjo un breve y cómico interludio cuando un granjero se presentó a decir que había reñido con su vecino por un pequeño molino de viento, levantado en las lindes de ambas propiedades.

—Y como no pudimos ponernos de acuerdo, señor, pensamos que el rey había puesto a salvo todo el país para poder poner molinos de viento, y por eso dije que vendría a vos, señor, para ver qué decíais.

El asunto se liquidó entre risas bonachonas, pero Morgana notó que Arturo no reía: escuchó con seriedad y pronunció su dictamen. Sólo cuando el hombre se retiró, entre muchas reverencias y frases de agradecimiento, se permitió sonreír.

—Cay, asegúrate de que ese hombre coma algo en las cocinas antes de iniciar el regreso; ha caminado mucho. —Suspiró—. ¿Quién es el próximo? Dios quiera que sea algo más adecuado para mí. ¿Acaso vendrán a pedirme consejo sobre la cría de caballos o algo así?

—Eso da a entender lo que piensan de su rey, Arturo —dijo Taliesin—. Pero tendríais que hacer que los señores locales también se hagan responsables de administrar justicia en vuestro nombre. —Levantó la cabeza para ver al siguiente demandante—. Pero esto parece más digno de la atención real, pues se trata de una mujer y no dudo que está en dificultades.

Arturo le indicó por señas que se aproximara. Era una mujer joven y con aplomo, educada en la altanería de las cortes. Su único acompañante era un enano menudo y feo, pero de buena musculatura, que portaba un hacha corta y poderosa.

Después de hacer una reverencia al rey, contó su historia. Servía a una señora que había quedado sola en el mundo, como tantas otras después de la guerra; sus propiedades estaban en el norte, cerca de la antigua muralla romana, y la mayoría estaba en ruinas. Pero una banda de cinco hermanos rufianes había fortificado cinco de los castillos y estaban asolando los alrededores. Ahora uno de ellos, que se hacía llamar el Caballero Rojo de las Rojas Tierras, había puesto sitio a su señora. Y sus hermanos eran aún peores.

—¡Ja! ¡El Caballero Rojo! —dijo Gawaine—. Lo conozco. Combatí contra él en mi última visita a Lot y casi no logré salir con vida. Convendría enviar a un ejército para expulsar a esos individuos, Arturo. En esa parte del mundo no hay ley.

El monarca asintió, ceñudo, pero el joven Gareth se puso de pie.

—Eso está dentro del país de mi padre, mi señor Arturo. Me prometisteis una gesta; enviadme en socorro de esta señora.

La joven, al observar su rostro lampiño y la túnica de seda blanca que se había puesto para la ceremonia, rompió a reír.

—¿Vos? ¡Pero si sois un niño! —Luego irguió la espalda—. Mi rey y señor: vine a pediros uno de vuestros grandes caballeros, cuya reputación de combatiente intimidara a ese Caballero Rojo: Gawaine, Lanzarote o Balin. ¿Vais a permitir que vuestro mozo de cocina se burle de mí, señor?

—Mi compañero Gareth no es un mozo de cocina, señora —dijo Arturo—. Es hermano del señor Gawaine, a quien promete igualar o superar. En verdad le prometí una gesta, y lo enviaré contigo. Gareth, te encomiendo acompañar a esta señora, protegerla de todo peligro durante el viaje y ayudar a su señora a organizar la defensa de su país contra los villanos. Si necesitas ayuda puedes enviarme un mensajero. Señora, te asigno a un buen hombre.

Ella no se atrevió a contestarle, pero miró a Gareth con fiereza y se retiró tempestuosamente.

Lanzarote apuntó en voz baja:

—Es joven para esto, señor. ¿No tendríais que enviar a alguien más experimentado?

Arturo negó con la cabeza.

—En verdad creo que Gareth puede hacerlo. Y no quiero que haya preferencias entre mis caballeros. Esa señora tendrá que conformarse con que uno de ellos vaya en ayuda de su pueblo. ¿Hay algún otro demandante?

—Uno más, mi señor Arturo —dijo Viviana en voz baja.

Y se levantó de entre las damas de la reina. Morgana iba a acompañarla, pero se lo impidió con un gesto. Parecía más alta de lo que era, en parte porque se mantenía muy erguida y en parte por el encantamiento de Avalón. De uno de sus costados pendía la pequeña hoz de las sacerdotisas; en su frente brillaba la marca de la Diosa: la media luna azul.

Arturo la observó un momento, asombrado. Al reconocerla le indicó por un gesto que se adelantara.

—Hacía tiempo que no honrabas a la corte con tu presencia, Dama de Avalón. Ven a sentarte a mi lado y dime cómo puedo servirte.

—Honrando a Avalón, como jurasteis —dijo Viviana, con voz grave y muy clara, que resonó en todos los rincones—. Mi rey: os pido que miréis la espada que lleváis. Pensad en los que os la pusieron en las manos y en lo que jurasteis…

En años posteriores, al discutirse lo sucedido entre los cientos de personas que estaban presentes aquel día, no habría dos que pudieran ponerse de acuerdo sobre lo que aconteció primero. Morgana vio que Balin se levantaba para arrojarse hacia delante, y una mano arrebató la gran hacha que Meleagrant había dejado apoyada en el trono. Luego hubo un forcejeo y un grito. Y oyó su alarido mientras el hacha descendía en un torbellino. Pero no vio el golpe: sólo las trenzas blancas de Viviana, súbitamente rojas de sangre, mientras la Dama se derrumbaba sin una exclamación.

El salón se llenó de voces. Lanzarote y Gawaine sujetaban a Balin, que se debatía. Morgana corrió hacia ellos, con su puñal en la mano, pero Kevin la retuvo, apretándole la muñeca con sus dedos torcidos.

—No, Morgana, no, es demasiado tarde —dijo con la voz enronquecida por los sollozos—. ¡Ceridwen, Madre Diosa! No, no la mires, Morgana…

Trató de apartarla, pero ella se mantuvo allí, como si se hubiera convertido en piedra, oyendo las obscenidades que Balin aullaba a todo pulmón.

Cay dijo abruptamente:

—¡Atended al señor Taliesin!

El anciano se había deslizado de su asiento, desvanecido. Cay se agachó para sostenerlo. Luego, murmurando una palabra de disculpa, cogió la copa del rey y vertió un poco de vino por la garganta del anciano. Kevin soltó a Morgana para acercarse torpemente a Taliesin. Ella no pudo dar un solo paso. Miraba fijamente al anciano desmayado, para no ver el horrible charco rojo en el suelo, que iba empapando túnicas, pelo y manto. En el último instante Viviana había asido su pequeña hoz y la tenía en la mano, manchada de sangre. Su cráneo estaba partido en dos y había tanta sangre, tanta… «Sangre en el trono, como la de un animal para el sacrificio, a los pies del trono de Arturo…».

Por fin el rey recuperó la voz.

—¡Qué has hecho, condenado! —dijo, ronco—. Esto es homicidio a sangre fría, ante el mismo trono de tu rey.

—¿Homicidio, decís? —gritó Balin—. Sí, era la asesina más sucia de este reino. Merecía dos veces la muerte. ¡He librado a vuestro país de una maligna y perversa hechicera, mi rey!

Arturo lo miró con más cólera que dolor.

—¡La Dama del Lago era mi amiga y mi benefactora! ¿Cómo osas hablar así de mi tía, la que me ayudó a subir al trono?

—Pongo al señor Lanzarote como testigo. ¡Que os diga si ella no causó la muerte de mi madre! Se llamaba Priscila y era una cristiana devota. Y ella la mató con brujerías. —Gesticulaba y lloraba como un niño—. Mató a mi madre, os digo, y la he vengado como corresponde a un caballero.

Lanzarote cerró los ojos, horrorizado, pero sin llorar.

—¡Mi señor Arturo! La vida de este hombre me pertenece. Permitid que vengue a mi madre aquí mismo.

—Y a la hermana de mi madre —añadió Gawaine.

—Y de la mía —se sumó Gaheris.

Morgana salió de su trance.

—¡No, Arturo! —gritó—. ¡Es mío! Ha matado a la Dama. Que una mujer de Avalón vengue la sangre de Avalón. ¡Mirad al señor Taliesin, que yace exánime! Es posible que haya matado también a nuestro abuelo.

—Hermana, hermana… —Arturo le ofreció la mano—. No, no, dame tu daga…

Morgana negó con la cabeza, con el puñal todavía en la mano. Taliesin se levantó súbitamente para quitársela con dedos temblorosos.

—No, Morgana. Basta de sangre… ya es demasiada… La suya ha sido derramada en este salón como sacrificio por Avalón.

—¡Sacrificio! ¡Sí, se la ha sacrificado a Dios, que fulminará a todos estos hechiceros y a sus malditos dioses! —gritó Balin, frenético—. Dejadme a ésos también, mi señor Arturo. Purgad esta corte de toda esta estirpe de perversos magos…

Se debatía tan violentamente que Lanzarote y Gawaine apenas podían sujetarlo. Cay se acercó a prestarles ayuda para arrojarlo ante el trono.

—¡Quieto! —ordenó Lanzarote—. Te lo advierto: levanta una mano contra Taliesin o Morgana y te arrancaré la cabeza, sin importar lo que el rey diga… Sí, mi señor Arturo; estoy dispuesto a morir después a vuestras manos, si así lo queréis. —En su cara había angustia y desesperación.

—Mi señor —aulló Balin—, os lo ruego, dejadme matar a todos estos hechiceros, en el nombre del Cristo que los odia…

Lanzarote lo golpeó con fuerza en la boca; el hombre lanzó una exclamación ahogada y quedó mudo, chorreando sangre por un labio cortado.

—Con vuestra venia, mi señor. —El caballero del lago se quitó el rico manto para cubrir delicadamente el horrible cadáver de su madre.

Una vez que el cuerpo estuvo oculto, Arturo pareció respirar con más facilidad. Sólo Morgana seguía contemplando el bulto inerte. «Sangre, sangre a los pies del trono del rey. Sangre vertida sobre el hogar…». De algún modo creyó oír el grito de Cuervo.

Arturo dijo en voz baja:

—Atended a la señora Morgana, que va a desmayarse.

Morgana sintió que unas manos la ayudaban delicadamente a sentarse: alguien le acercó una copa a los labios. Iba a rechazarlo, pero le pareció oír la voz de Viviana: «Bebe. Una sacerdotisa debe conservar su fuerza y su voluntad». Bebió, obediente, mientras oía la voz severa y solemne de Arturo.

—Balin: cualesquiera que fuesen tus razones… No, basta, ni una palabra… estás loco o eres un asesino a sangre fría. Digas lo que digas, has matado a mi tía y desenvainado el acero ante tu gran rey en el día de Pentecostés. Aun así no te haré ejecutar aquí. Envaina tu espada, Lanzarote.

El caballero del lago obedeció, diciendo:

—Haré lo que mandáis, mi señor. Pero si no castigáis este homicidio, os ruego que me permitáis abandonar la corte.

—Lo castigaré, sí —aseveró Arturo, ceñudo—. ¿Estás lo bastante cuerdo para escucharme, Balin? He aquí tu condena: te expulso para siempre de esta corte. Que se prepare el cuerpo de la Dama y sea puesto en una carroza fúnebre. Te encargo llevarlo a Glastonbury. Allí contarás tu historia al arzobispo y cumplirás la penitencia que te imponga. Has hablado de Dios y de Cristo, pero ningún rey cristiano permite que se ejecute una venganza privada ante el trono de la justicia. ¿Oyes lo que te digo, Balin, tú que fuiste caballero y uno de mis compañeros?

Balin agachó la cabeza. Tenía la nariz rota por el golpe de Lanzarote; chorreaba sangre por la boca y hablaba con dificultad.

—Os escucho, mi rey y señor. Allá iré. —Y se sentó con la cabeza baja.

Arturo hizo un gesto a los criados.

—Por favor, que alguien retire este pobre cuerpo.

Morgana se desprendió de las manos que la sostenían para arrodillarse junto a Viviana.

—Os lo imploro, mi señor: permitidme prepararla para la sepultura.

Y luchó por contener las lágrimas. Eso no era Viviana, esa cosa muerta, esa mano que todavía, como una garra encogida, aferraba la hoz de Avalón. Recogió la herramienta y, después de besarla, se la guardó en el cinturón. Sólo conservaría eso.

«Gran madre misericordiosa, sabía que no podríamos ir juntas a Avalón…».

No iba a llorar. Lanzarote murmuró a su lado:

—Menos mal que Balan no está aquí; perder a la vez a su madre y a su hermano de leche en un momento de locura… Pero si hubiera estado aquí, tal vez esto no habría sucedido. ¿Existe un Dios, existe la misericordia?

Una parte de Morgana, dolorida ante aquella angustia, quería abrazar a Lanzarote, consolarlo, permitirle llorar. Pero también sentía ira: había desafiado a su madre; ¿cómo se atrevía ahora a llorarla?

Taliesin se arrodilló junto a ellos para decirles, con su voz vieja y quebrada:

—Permitidme ayudar, hijos. Es mi derecho.

Y se hicieron a un lado mientras inclinaba la cabeza para murmurar una antigua oración de tránsito.

Arturo se puso de pie.

—Por hoy se acabó el festín. Terminad vuestra comida y retiraos en silencio.

Y bajó lentamente hacia el cadáver. En el aturdimiento del dolor, Morgana sintió que le apoyaba una mano en el hombro. Oyó que los otros invitados abandonaban sin ruido el salón, uno tras otro. Y entre el rumor se elevó el suave sonido de un arpa. Sólo había en Britania unas manos que tocaran así. Entonces cedió por fin: las lágrimas brotaron a raudales mientras Kevin tocaba la endecha por la Dama.

Y a su compás, Viviana, sacerdotisa de Avalón, fue retirada lentamente del gran salón de Camelot. Morgana, que caminaba a su lado, se volvió una sola vez para mirar atrás, la mesa redonda y la figura solitaria y encorvada de Arturo, que estaba junto al arpista. Entonces pensó, a pesar de su dolor: «Viviana nunca entregó a Arturo el mensaje de Avalón. Éste es el salón de un rey cristiano. Y ahora no habrá quien diga otra cosa. ¡Cómo se regocijaría Ginebra, si lo supiera!».

Arturo tenía las manos extendidas, quizá rezaba. Morgana le vio en las muñecas las serpientes tatuadas y pensó en el joven que había ido a ella, con la sangre del Macho rey en las manos y la cara. Por un momento creyó oír la voz burlona de la reina del pueblo de las hadas.

Un momento después sólo quedaba el angustioso lamento del arpa y los sollozos de Lanzarote a su lado, mientras Viviana iba hacia su descanso.

HABLA MORGANA…

Iba tras el cuerpo de Viviana, llorando por segunda vez desde que tenía memoria. Y más tarde, aquella noche, reñí con Kevin. Ayudada por las damas de la reina, preparé el cuerpo para el entierro. Ginebra envió lienzo, especias y terciopelo, pero no se presentó. Era mejor así: una sacerdotisa de Avalón tenía que ser amortajada por otras sacerdotisas. Cuando terminé, Kevin vino a velar el cadáver. —He hecho que Taliesin se acostara. Ahora, como Merlín de Britania, tengo tal autoridad. Es muy anciano y frágil; fue un milagro que hoy no le fallara el corazón. Temo que no la sobreviva mucho tiempo. —Y agregó—: Ahora Balin guarda silencio; tal vez sabe lo que hizo, pero fue un ataque de locura. Está listo para acompañar al cuerpo hasta Glastonbury y cumplir la penitencia que el arzobispo imponga. Lo miré fijamente, indignada: —¿Y eso te conforma? ¿Que ella caiga en manos de la Iglesia? Lo que hagan con el homicida no me importa, pero Viviana tiene que ir a Avalón. Tragué saliva con dificultad, para no volver a llorar: teníamos que haber vuelto juntas. Kevin dijo, en voz baja: —Arturo ha decretado que se la entierre en Glastonbury, delante de la iglesia, a la vista de todos. Sacudí la cabeza, incrédula. ¿Acaso habían enloquecido todos? —Viviana tiene que descansar en Avalón —dije—, donde se ha sepultado a todas las sacerdotisas de la Madre desde el comienzo de los tiempos. ¡Y era la Dama del Lago! —También era la amiga y benefactora de Arturo —observo Kevin—. Quiere que su tumba se convierta en lugar de peregrinaje. —Alzó una mano para impedirme hablar—. No, Morgana, escúchame: hay razón en lo que dice. En todo el reinado de Arturo no se ha cometido ningún crimen tan grave. No puede esconder su sepultura, fuera de la vista y de la memoria. Es preciso enterrarla donde todos sepan de la justicia del rey y de la Iglesia. —¡Y tú lo permitirás! —No soy yo quien tiene que permitir o prohibir, queridísima. Arturo es el gran rey y en este país se hace su voluntad. —¿Y Taliesin calla? ¿O por eso le mandaste descansar?, ¿para que no estorbe mientras cometes esta blasfemia con la connivencia del rey? ¿Vas a permitir que sepulten a Viviana con ritos cristianos, a ella, que era la Dama del Lago? Viviana me escogió para que la sucediera y yo lo prohíbo. Lo prohíbo, ¿me oyes? Kevin dijo muy quedo: —Escúchame, querida: Viviana murió sin designar sucesora. —Estabas presente el día que dijo que sería yo. —Pero no estabas en Avalón cuando murió y has renunciado a ese lugar. Sus palabras me cayeron sobre la cabeza como lluvia fría, haciéndome estremecer. Él miraba fijamente el catafalco y el cadáver cubierto. —Viviana murió sin designar sucesora —dijo—. Por lo tanto me corresponde a mí, Merlín de Britania, decidir qué se hará. Y si Arturo lo quiere así, sólo la Dama del Lago podría oponerse a mi decisión… y con tu perdón, querida, ahora no hay en Avalón ninguna Dama del Lago. Creo que el rey tiene buenos motivos para obrar así. Viviana dedicó toda su vida a lograr el pacífico imperio de la ley en este país… —¡Vino para reprochar a Arturo que hubiera abandonado a Avalón! —grité desesperada—. ¡Murió sin cumplir con su misión! Y ahora pretendes que descanse en suelo cristiano, bajo el tañido de esas campanas, para que triunfen sobre ella tanto en la vida como en la muerte. —¡Morgana, pobre niña! —Kevin me abrió los brazos—. Yo también la amaba, créeme. Pero ha muerto. Fue una gran mujer y dedicó su vida a esta tierra: ¿crees que importa dónde yazga su vaina vacía? ¿Crees que se opondría a que su cuerpo descansara donde mejor pudiera servir a sus fines de justicia? Su voz envolvente y melodiosa era tan elocuente que vacilé por un momento. Viviana ya no existía. Solamente los cristianos daban tanta importancia a descansar en suelo consagrado, como si no fuera sagrada toda la tierra, que es el pecho de la Madre. Habría querido caer en sus brazos y llorar entre ellos por la única madre que había conocido, por el final de mis esperanzas de volver con ella a Avalón, por el desastre de mi vida… Pero lo que dijo entonces me hizo retroceder con espanto. —Viviana era anciana y vivió siempre en Avalón, fuera del mundo real. Yo he tenido que vivir, como Arturo, en el mundo donde se libran las batallas y se toman verdaderas decisiones. Escúchame, queridísima: ya es demasiado tarde para exigir que Arturo respete su compromiso con Avalón. El tiempo pasa, el tañer de las campanas cubre esta tierra y la gente está contenta con que así sean las cosas. ¿Quiénes somos nosotros para negar que sea ésa la voluntad de los dioses que están más allá de los dioses? Lo queramos o no, amor mío, éste es un país cristiano. Los que honramos la memoria de Viviana no le haremos ningún bien divulgando que vino a presentar al rey una exigencia imposible. —¿Una exigencia imposible? —Aparté bruscamente las manos—. ¿Cómo te atreves? —Escucha la voz de la razón, Morgana… —¡No es razón sino traición! Si Taliesin lo oyera… —Repito lo que le he oído decir —señaló delicadamente—. Viviana consiguió crear un país en paz, sea cristiano o druida. Sobre todos se hará la voluntad de la Diosa, comoquiera que la llamen los hombres. Tal vez fuera voluntad de la Diosa que Viviana cayera antes de dividir otra vez el país. Si Balin no la hubiera derribado, yo mismo me habría pronunciado contra lo que pedía… y creo que también Taliesin. —¿Cómo osas poner palabras en su boca? —El mismo Taliesin me nombró Merlín de Britania. Obviamente confiaba en que actuaría por él cuando ya no pudiera hablar por sí mismo. —¡Sólo me falta oírte decir que te has convertido al cristianismo! Su voz sonó tan dulce que estuve a punto de llorar. —¿De verdad crees que habría mucha diferencia, Morgana? Me arrodille ante él, como lo había hecho un año atrás, y apoyé su mano quebrada en mi pecho. —Te he amado, Kevin. Por ese amor te ruego que seas ahora fiel a Avalón y a la memoria de Viviana. Ven esta noche conmigo. No cometas esta traición. Acompáñame a Avalón, para que la Dama del Lago descanse con las otras sacerdotisas. Se inclinó hacia mí con angustiada ternura. —No puedo, Morgana. ¿No quieres serenarte y escuchar la voz de la razón? Me levanté, desprendiéndome de su débil puño, y alcé los brazos para invocar el poder de la Diosa. Oí mi voz palpitante de poder sacerdotal. —¡Kevin! En el nombre de la que a ti vino, en el nombre de la virilidad que te ha dado, te impongo obediencia. No debes fidelidad a Arturo ni a Britania, sino sólo a la Diosa y a tus votos. ¡Ven ya, abandona este lugar! ¡Ven conmigo a Avalón llevando su cuerpo! Vi en las sombras el resplandor de la Diosa a mi alrededor. Kevin cayó de rodillas, estremecido. Se disponía a obedecer. Y no sé qué sucedió entonces. Tal vez pensé: «No, no soy digna. He repudiado a Avalón. ¿Con qué derecho me impongo al Merlín de Britania?». Y el hechizo se quebró. Kevin hizo un gesto duro y abrupto. Se levantó con torpeza. —¡No me des órdenes, mujer! Antes bien, tendrías que ponerte de rodillas ante mí. —Y me empujó con las dos manos—. ¡No vuelvas a tentarme! Me volvió la espalda y se fue cojeando; las sombras dibujaban movimientos deformes y ondulantes en el muro. Lo seguí con la mirada, tan herida que no podía siquiera llorar. Cuatro días después Viviana fue sepultada en la isla Sagrada de Glastonbury, con todos los ritos eclesiásticos. Pero yo no fui. Juré que nunca pondría un pie en esa isla de los Sacerdotes. Arturo la lloró sinceramente y construyó para ella una gran tumba y un montículo funerario, jurando que algún día él y Ginebra descansarían a su lado. En cuanto a Balin, el arzobispo Patricio le impuso un peregrinaje a Roma y a Tierra Santa. Pero antes de que se fuera al exilio, Balan supo lo acontecido por Lanzarote y lo persiguió. Los dos hermanos de leche pelearon hasta que Balin murió en el acto, de una sola estocada. Pero Balan cogió frío en las heridas y no llegó a sobrevivirlo veinticuatro horas. Así fue vengada Viviana, como dice la canción que compusieron sobre el tema. Pero ¿qué importaba, si yacía en una sepultura cristiana? Y yo… no supe siquiera quién había sido elegida Dama del Lago, pues no podía volver a Avalón. Tendría que haber acudido a Taliesin e implorarle de rodillas que me llevara allá consigo, para purgar todas mis faltas y volver al templo de la Diosa. Pero antes de que terminara el verano también Taliesin se fue. Creo que nunca llegó a comprender que Viviana había muerto, pues hablaba como si ella fuera a venir pronto para acompañarlo a Avalón. También hablaba de mi madre como si viviera en la Casa de las doncellas, niña todavía. En las postrimerías del verano murió apaciblemente y fue sepultado en Camelot. Incluso el obispo lamentó la pérdida de un hombre sabio e instruido. El invierno siguiente supimos que Meleagrant se había impuesto como rey en el país del Estío. Al llegar la primavera cuando Arturo estaba lejos, cumpliendo una misión en el sur, y Lanzarote había ido al castillo de Caerleon, Meleagrant envió a un mensajero bajo bandera de tregua, suplicando a su hermana Ginebra que lo visitara a fin de discutir el gobierno del país sobre el cual ambos tenían derecho.