12

MORGANA sabía que sólo se atrevería a iniciar el viaje si lo hacía por etapas, legua a legua, día tras día. Su primer paso fue, pues, hacia el castillo de Pelinor; era una amarga ironía que su primera misión fuera llevar un amable mensaje a la esposa y los hijos de Lanzarote.

Durante todo el primer día siguió la antigua vía romana hacia el norte, cruzando onduladas colinas. Kevin se había ofrecido a acompañarla; era una tentación, pues la apresaba el viejo temor de no hallar, tampoco esta vez, el camino hacia Avalón, de no atreverse a convocar a la barca, de encontrarse otra vez en el país de las hadas y perderse allí para siempre. Tras la muerte de Viviana no se había animado a ir. Pero ahora tenía que enfrentarse a esa prueba como cuando se ordenó sacerdotisa: regresar a Avalón sola, por sus propios medios. Aun así estaba asustada; había pasado mucho tiempo.

Al cuarto día divisó el castillo de Pelinor; al mediodía, cabalgando por las orillas pantanosas del lago, donde ya no había rastros del dragón, apareció la vivienda de Elaine y Lanzarote. Era más casa de campo que castillo; en esos tiempos de paz no existían muchas fortificaciones en la campiña. Desde el camino se alzaban anchos prados; mientras Morgana iniciaba el ascenso hacia la casa, una bandada de gansos prorrumpió en una gran gritería.

La recibió un chambelán bien vestido, quien le pregunto su nombre y el motivo de su visita.

—Soy la señora Morgana, esposa del rey Uriens de Gales del norte. Traigo un mensaje de mi señor Lanzarote.

La condujeron a una habitación donde pudo lavarse y refrescarse; y después, al salón grande, donde había fuego encendido y le sirvieron tortas de trigo con miel y buen vino. Morgana bostezó ante tanta ceremonia; después de todo, no era una visita de estado, sino familiar. Al cabo de un rato un niño se asomó a echar un vistazo y, al verla sola, entró. Era rubio, de ojos azules y pecas doradas; adivinó de inmediato quién era, aunque no se parecía nada a su padre.

—¿Sois la señora Morgana, la que llaman Morgana de las Hadas?

—En efecto —confirmó—. Y tía tuya, Galahad.

—¿Cómo sabéis mi nombre? —preguntó suspicaz—. ¿Sois hechicera? ¿Por qué os llaman Morgana de las Hadas?

—Porque desciendo de la antigua estirpe real de Avalón y me eduqué allí. Y si conozco tu nombre no es por hechicería, sino porque te pareces a tu madre, que también es pariente mía.

—Mi padre también se llama Galahad, pero los sajones lo llaman Flecha de Duende.

—He venido a traerte saludos de tu padre, y también a tu madre y tus hermanas —dijo Morgana.

—Nimue es una necia —aseguró el niño—. Ya es mayor, tiene cinco años, pero cuando vino mi padre se echó a llorar y no dejó que la alzara ni que le diera un beso, porque no lo reconocía. ¿Conocéis a mi padre?

—Sí. Su madre, la Dama del Lago, era mi tía y mi madre tutelar.

Él la miró con aire escéptico, ceñudo.

—Mi madre me dijo que la Dama del Lago es una hechicera mala.

—Tu madre es… —Morgana se interrumpió para buscar palabras más suaves; después de todo, era sólo un niño—. Tu madre no conoció a la Dama como yo. Era buena, sabia y una gran sacerdotisa.

—¿Sí? —Era evidente que Galahad luchaba con esa idea—. El padre Griffin dice que sólo los hombres pueden ser sacerdotes, porque están hechos a imagen y semejanza de Dios, y las mujeres, no. Nimue dice que quiere ser sacerdotisa, y aprender a leer y a escribir y a tocar la lira, y el padre Griffin le dijo que las mujeres no pueden hacer todas esas cosas.

—Entonces el padre Griffin está equivocado —aseguró Morgana—. Yo puedo hacer todo eso y mucho más.

—No os creo. —El niño le clavó una mirada hostil—. Estáis muy segura de que todos se equivocan menos vos, ¿verdad? Mi madre dice que los pequeños no tienen que contradecir a los adultos, pero vos no parecéis mucho mayor que yo. No sois mucho mayor, ¿o sí?

Morgana se rió del enfadado niño, diciendo:

—Pero soy mayor que tu padre, Galahad, aunque no muy grande.

En ese momento entró Elaine. Su cuerpo se había redondeado y tenía los pechos caídos; claro que había tenido tres hijos y todavía estaba amamantando al último. Pero aún era encantadora; su pelo dorado brillaba como siempre. Abrazó a Morgana como si se hubieran visto el día anterior.

—Veo que ya conoces a mi hijo —observó—. Nimue está en su cuarto, castigada por ser impertinente con el padre Griffin. Y Ginebra duerme, gracias a Dios; es una niña inquieta y me mantuvo despierta gran parte de la noche. ¿Vienes de Camelot? ¿Por qué no te acompaña mi esposo, Morgana?

—He venido a explicártelo. Lanzarote no vendrá durante algún tiempo. Hay guerra en la baja Britania y su hermano Bors está sitiado en su castillo. Todos los caballeros de Arturo han ido a rescatarlo y a derrocar al hombre que se dice emperador.

Los ojos de Elaine se llenaron de lágrimas, pero Galahad se llenó de entusiasmo.

—Si fuera mayor iría con los caballeros a combatir contra esos sajones… ¡Y contra cualquier emperador también!

Su madre escuchó el relato de Morgana.

—¡Ese Lucio parece loco! —dijo.

—Loco no, tiene un ejército —observó Morgana—. Lanzarote me pidió que te visitara y que diera un beso a sus hijos… Aunque supongo que este muchacho es demasiado mayor para besos —añadió, sonriendo a Galahad.

—¿Cómo estaba mi querido señor? Ve con tu preceptor, Galahad; quiero hablar con mi prima. —Cuando el niño se hubo ido, Elaine reconoció—: Tuve más tiempo para hablar con él antes de Pentecostés que en todos nuestros años de casados. Era la primera vez que pasaba más de una semana conmigo.

—Al menos esta vez no te dejó embarazada —apuntó Morgana.

—No, y tuvo la consideración de no venir a mi lecho en esas últimas semanas, mientras esperábamos juntos el nacimiento de Ginebra. Dijo que, en esas condiciones, para mí no habría mucho placer. Pero en realidad creo que no estaba en absoluto interesado… Y ahí tienes una confesión.

—No olvides —dijo Morgana, con una media sonrisa— que conozco a Lanzarote desde siempre.

—Dime… Una vez juré no preguntártelo jamás, pero ¿fuiste amante de Lanzarote? ¿Alguna vez te acostaste con él?

Morgana observó su rostro demacrado.

—No, Elaine —dijo con suavidad—. Hubo un tiempo en que creí… Pero nunca llegamos a eso. Yo no lo amaba y tampoco él a mí.

Y descubrió con sorpresa que las palabras eran verdad, aunque hasta entonces lo ignorara. Elaine bajó los ojos al suelo, donde caía un parche de sol.

—¿Vio a la reina durante Pentecostés?

—Puesto que Lanzarote no es ciego y ella estaba sentada en el estrado junto a Arturo, supongo que sí —repuso Morgana, seca.

La otra hizo un gesto de impaciencia.

—¡Bien sabes a qué me refiero!

«¿Será posible que esté aún tan celosa? ¿Tanto odia a Ginebra? Tiene a Lanzarote, le ha dado hijos, sabe que es honorable. ¿Qué más puede desear?». Pero se ablandó al ver las lágrimas que parecían pender de sus pestañas.

—Habló con la reina, Elaine, y se despidió de ella con un beso cuando llegó la convocatoria a las armas. Pero te juro que su conducta no fue la de un amante, sino la de un cortesano ante su reina. Se conocen desde muy jóvenes; si no pueden olvidar que en otros tiempos se amaron, ¿por qué reprochárselo? Eres su esposa, Elaine, y cuando me pidió que te trajera su mensaje comprendí que te quería.

—Y yo juré contentarme con eso, ¿verdad? —Elaine bajó la cabeza un rato, parpadeando furiosamente, pero no lloró—. Tú, que has tenido tantos amantes, ¿sabes lo que significa amar?

Por un momento Morgana se sintió arrastrada por la vieja tempestad, por la locura del amor que la había arrojado a los brazos de Lanzarote, una y otra vez, hasta que todo terminó en amargura. A fuerza de voluntad apartó el recuerdo y llenó su mente con la imagen de Accolon, que había vuelto a despertar en ella la dulzura de la femineidad, devolviéndola a la Diosa. Sintió rápidas oleadas de rubor que le cruzaban sucesivamente la cara.

—Sí, hija —asintió lentamente—. He sabido…, sé lo que significa amar.

Comprendió que Elaine quería hacerle cien preguntas. Le habría gustado compartirlo todo con la única amiga que había tenido fuera de Avalón…, pero no: el secreto era parte del poder sacerdotal; si revelaba lo que la unía a Accolon pondría ese vinculo fuera del reino mágico, reduciéndolo a una esposa descontenta que se escapaba al lecho de su hijastro.

—Pero ahora tenemos que hablar de otra cosa —dijo—. Una vez me hiciste un juramento, ¿recuerdas? Que si yo te ayudaba a conquistar a Lanzarote, me darías lo que yo te pidiera. Nimue ya ha cumplido cinco años y está en edad de educarse bajo tutela. Mañana parto hacia Avalón, tienes que prepararla para que me acompañe.

—¡No! —fue un grito largo, casi un alarido—. No, no, Morgana… ¡No lo dices en serio!

Era lo que temía. Entonces dio a su voz una entonación lejana y dura.

—Lo juraste, Elaine.

—¿Cómo podía jurar por una criatura que aún no había nacido? No sabía lo que significaba… Oh, no, mi hija no, mi hija no… ¡No puedes quitármela siendo tan pequeña!

—Lo juraste —repitió Morgana.

—¿Y si me niego? —Elaine parecía una gata erizada, lista para defender a su prole de un perro grande y furioso.

—Si te niegas —dijo Morgana, más serena que nunca—, Lanzarote se enterará a su regreso de cómo se arregló esta boda: porque me imploraste que lo hechizara para que abandonara a Ginebra por ti. Cree que eres víctima inocente de mi magia y que la culpa no es tuya, sino mía. ¿Quieres que sepa la verdad?

—¡No serías capaz! —Su amiga estaba pálida de horror.

—Ponme a prueba. No sé qué valor dan los cristianos a un juramento, pero te aseguro que los adoradores de la Diosa lo tomamos con toda seriedad. He esperado a que tuvieras otra hija, pero Nimue es mía en virtud de tu promesa.

—Pero… ¿Qué será de ella? Es cristiana. ¿Cómo puedo enviarla lejos de su madre, a un mundo de hechicerías paganas…?

—Después de todo, soy su tía —señaló Morgana delicadamente—. ¿Cuánto hace que me conoces, Elaine? ¿Me has visto hacer algo tan deshonroso o perverso para dudar en confiarme una niña? Al fin y al cabo, no la quiero para alimento de un dragón y para quemarla en el altar del sacrificio.

—¿Qué será de ella en Avalón? —pregunto Elaine—, tan asustada que Morgana se preguntó si acaso albergaba ese tipo de ideas.

—Será sacerdotisa y aprenderá toda la sabiduría de Avalón. Algún día sabrá leer las estrellas y conocerá el mundo y los cielos. —Se descubrió sonriendo—. Galahad me dijo que deseaba aprender a leer y a escribir y a tocar la lira. Allí nadie se lo prohibirá. Su vida será menos ardua que si la hicieras educar en un convento. No tendrá que hacer tanto ayuno y penitencia antes de llegar a adulta.

—Pero… ¿qué le diré a Lanzarote? —vaciló Elaine.

—Lo que quieras. Sería mejor decirle la verdad: que la enviaste bajo tutela a Avalón, para que llene allí el espacio que ha quedado vacío. Pero no me interesa si le mientes. Por lo que a mí respecta, puedes decirle que se ahogó en el lago o que se la llevó el fantasma del dragón.

—¿Y el cura? Cuando el padre Griffin sepa que la he destinado a convertirse en hechicera pagana…

—Lo que le digas a él me interesa aún menos. Si quieres decirle que diste en prenda a tu primera hija a cambio de un sortilegio para conquistar a tu esposo… Ya me parecía.

—Eres dura, Morgana —musitó lagrimeando—. ¿No me concedes unos días para prepararla y reunir todo lo que pueda necesitar?

—No necesita mucho. Una muda de ropa, si quieres; prendas de abrigo para el viaje, una capa gruesa y zapatos resistentes. Nada más. En Avalón le darán el vestido de las novicias. Créeme —añadió Morgana amablemente—: Se la tratará con amor y reverencia, por ser la nieta de la más grande de las sacerdotisas. Sólo se le impondrán austeridades cuando esté en edad de soportarlas. Creo que allí será feliz.

—¿Feliz, en ese lugar de pecado y hechicería?

Morgana dijo, con una absoluta convicción que llegó al corazón de Elaine:

—Te juro que en Avalón fui feliz. Desde que partí, todos los días he deseado regresar. ¿Alguna vez me oíste mentir? Anda, déjame ver a la niña.

—Le ordené que hilara a solas en su cuarto hasta el oscurecer. Fue descortés con el cura y ése es su castigo.

—Pero yo levanto el castigo. Ahora soy su madre tutelar y ya no hay motivos para que sea cortés con ese cura. Llévame con ella.

Partieron al amanecer del día siguiente. Nimue lloró al separarse de su madre, pero antes de una hora estaba observando con curiosidad a Morgana por debajo de su capucha. Era alta para su edad, menos parecida a Viviana que a Morgause o Igraine; entre su cabellera dorada había suficiente cobre para suponer que más adelante sería pelirroja. Y sus ojos tenían el color de las pequeñas violetas que crecen junto a los arroyos.

Como sólo habían tomado un poco de vino aguado antes de partir, Morgana preguntó:

—¿Tienes hambre, Nimue? Podemos detenernos a desayunar en cuanto lleguemos a un claro.

—Sí, tía.

—Muy bien. —Pronto desmontó y bajó a la pequeña de su poni.

—Tengo que… —la niña se removió, bajando los ojos.

—Si tienes que orinar, ve detrás de ese árbol con la criada. Y nunca te avergüences de mencionar lo que ha sido creado por Dios.

—El padre Griffin dice que no es pudoroso…

—Y nunca vuelvas a mencionar las cosas que el padre Griffin te ha dicho —añadió Morgana delicadamente, aunque con firmeza—. Eso ha quedado atrás, Nimue.

La niña volvió diciendo, con los ojos dilatados por la extrañeza:

—Había alguien muy pequeño espiándome detrás de un árbol. Galahad dice que os llaman Morgana de las Hadas. ¿Era un hada, tía?

—No, era alguien del pueblo antiguo de las colinas; son tan reales como tú y yo. Es mejor no hablar de ellos ni prestarles atención, Nimue. Son muy tímidos y temen a la gente que vive en aldeas y granjas.

—¿Y dónde viven?

—En las colinas y los bosques. No soportan que los arados profanen a su madre la tierra ni que la obliguen a producir; por eso no viven en las aldeas.

—Y si no aran ni cosechan, tía, ¿qué comen?

—Sólo lo que la tierra les da voluntariamente: raíces, bayas y hierbas, frutas y semillas; en cuanto a la carne, la prueban solo en las grandes festividades. Como te dije, es mejor no hablar de ellos, pero puedes dejarles un poco de pan al borde del claro, tenemos de sobra.

Morgana partió una hogaza de pan para que Nimue la llevará al borde del bosque. En realidad, Elaine les había dado alimentos suficientes para diez días de viaje, aunque el trayecto a Avalón era corto.

Comió poco, pero dejó que la niña lo hiciera a voluntad y le untó el pan con miel; ya habría tiempo para adiestrarla, además estaba en la etapa de crecimiento rápido.

—No comes carne, tía —observo Nimue—. ¿Es día de ayuno?

Morgana recordó súbitamente que ella también había interrogado a Viviana.

—No, rara vez la pruebo.

—¿No te gusta? A mí sí.

—Bueno, come, si quieres. Las sacerdotisas no consumen carne con mucha frecuencia, pero no está prohibida, y mucho menos a una criatura de tu edad.

—¿Sois como las monjas, que están siempre ayunando? El padre Griffin dice…

Se interrumpió, recordando que se le había ordenado no repetir lo dicho por el cura. Morgana quedó complacida: la niña aprendía con celeridad.

—Quise decir que no tienes que tomar lo que te enseñó como guía de conducta. Pero puedes repetirme lo que te dijo. Aprenderás a separar por ti misma lo razonable de lo que es una tontería o algo peor.

—Dice que hombres y mujeres tienen que ayunar por sus pecados. ¿Es por eso?

Morgana negó con la cabeza.

—En Avalón ayunamos, a veces, para enseñar al cuerpo a obedecer sin realizar exigencias que no conviene satisfacer. En algunas ocasiones es necesario prescindir de la comida, el agua o el sueño; entonces el cuerpo tiene que servir a la mente en vez de mandar sobre ella. La mente no puede concentrarse en cosas sagradas o en meditaciones si el cuerpo está gritando «¡Dame de comer!» o «¡Tengo sed!». Por este motivo aprendemos a acallar sus reclamaciones. ¿Lo comprendes ahora?

—No… No del todo —reconoció la niña, dudosa.

—Cuando seas mayor comprenderás. Por ahora come tu pan y prepárate para continuar viaje.

Nimue acabó de comer y se limpió las manos en una mata de hierba.

—Tampoco entendía al padre Griffin, pero entonces él se enfadaba. Le pregunté por qué teníamos que ayunar por nuestros pecados, si Cristo ya los había perdonado, y dijo que me habían enseñado el paganismo e hizo que madre me encerrara en mi cuarto. ¿Qué es el paganismo, tía?

—Es todo lo que a los sacerdotes no les agrada —respondió Morgana—. El padre Griffin es un necio. ¿Por qué perturbar a los pequeños hablándoles de pecado, si no pueden pecar? Ya habrá tiempo para discutirlo, Nimue, cuando puedas escoger entre el bien y el mal.

La niña montó en su poni, obediente, pero al cabo de un rato dijo:

—Es que no soy muy buena, tía Morgana. Siempre hago cosas malas. No me sorprende que mi madre me enviara lejos. Por eso me manda a un lugar malo: porque yo soy mala.

Morgana sintió que se le anudaba la garganta con algo parecido a la angustia y corrió a estrechar a la niña en un gran abrazo. Entre beso y beso le dijo, sofocada:

—No vuelvas a decir eso, Nimue. ¡Jamás! No es verdad, te lo juro. Tu madre no quería enviarte lejos. Y si pensara que Avalón es un lugar malo no habría permitido que vinieras, pese a todas mis amenazas.

Nimue preguntó con voz débil:

—¿Y por qué me aleja, entonces?

—Porque fuiste prometida a Avalón antes de tu nacimiento, hija mía. Porque tu abuela era sacerdotisa. Y porque yo no tengo hijas para la Diosa. Vas a Avalón para aprender a ser sabia y servir a la Diosa. —Sus lágrimas caían sin restricción sobre la cabellera rubia de la niña—. ¿Quién te hizo creer que era un castigo?

—Una de las mujeres, mientras preparaba mi ropa. —Nimue vaciló—. La oí decir que madre no debería enviarme a ese lugar malo. Y como el padre Griffin dice siempre que soy una niña mala…

Morgana se dejó caer al suelo con ella en el regazo, meciéndola.

—No, no querida. Eres una niña buena. Si haces travesuras, si desobedeces o eres perezosa, eso no es pecado, es porque no tienes edad suficiente para actuar mejor. Lo harás cuando hayas aprendido a hacer lo correcto. —Luego, pensando que esa conversación había ido demasiado lejos para una criatura tan pequeña, señaló—: ¡Mira esa mariposa! Nunca había visto ninguna de ese color. Ven, Nimue, que voy a montarte en el poni.

Y escuchó con atención lo que la niña le contaba sobre las mariposas.

Si hubiera estado sola habría podido llegar a Avalón en un solo día, pero el pequeño poni de Nimue no podía cubrir tanta distancia, de modo que pasaron la noche en un claro. Era la primera vez que la niña dormía a la intemperie, y cuando apagaron la fogata, la oscuridad la asustó; Morgana le permitió cobijarse en sus brazos y le fue señalando las estrellas hasta que se durmió.

Ella permaneció despierta, con el peso de su cabeza en el brazo, ganada por el miedo. Llevaba mucho tiempo lejos de Avalón. Paso a paso, lentamente, había retrasado toda su preparación o lo que de ella podría recordar. ¿Habría olvidado algo vital?

Por fin se quedó dormida, pero antes del amanecer creyó oír una pisada en el claro. Cuervo se irguió ante ella, con su vestido oscuro y su túnica de ciervo, diciendo: «¡Morgana! ¡Morgana, queridísima!». Su voz, que había oído una sola vez en todos los años pasados en Avalón, estaba llena de sorpresa y júbilo. Despertó súbitamente, recorriendo el claro con la vista; casi esperaba ver a Cuervo allí, en carne y hueso. Pero el claro estaba desierto; sólo había un rastro de neblina que borraba las estrellas. Morgana volvió a acostarse, preguntándose si había soñado o si Cuervo, gracias a la videncia, sabía que estaba cerca. Su corazón estaba desbocado; su palpitar era casi doloroso.

«Hice mal estando fuera tanto tiempo. Tendría que haberme atrevido a volver a la muerte de Viviana, aun a riesgo de morir en el intento. ¿Me aceptarán así, vieja y gastada, ahora que voy perdiendo lentamente la videncia, sin nada que ofrecerles?».

La niña, a su lado, cambió de posición. Morgana la rodeó con un brazo, pensando: «Les traigo a la nieta de Viviana. Pero si sólo por ella me permiten volver, será más amargo que la muerte».

Por fin volvió a dormirse y no despertó hasta plena luz del día, cuando empezaba a caer una ligera llovizna. Fue un mal comienzo para una mala jornada: hacia el mediodía el poni de Nimue perdió una herradura y tuvieron que desviarse hacia una aldea, en busca de un herrero. Habría preferido que no se rumoreara en la zona que la hermana del rey se dirigía a Avalón, pero ya no había remedio. Allí las novedades eran tan pocas que cualquier acontecimiento parecía tener alas.

La lluvia continuó durante todo el día; aunque era verano, Morgana temblaba y la niña estaba nerviosa e inquieta; por fin empezó a llorar por lo bajo, preguntando por su madre. Eso tampoco tenía remedio; una de las primeras lecciones para las novicias era soportar la soledad. Tendría que llorar hasta hallar consuelo por sí misma o aprender a vivir sin él, como todas las doncellas de la Casa.

La tarde estaba avanzada, pero el cielo seguía tan encapotado que no había rastros del sol. Aun así, en esa época del año había claridad hasta tarde y Morgana no quería pasar otra noche al raso. Resolvió continuar mientras pudieran ver el camino, y la alentó notar que, en cuanto reiniciaron la marcha, Nimue dejó de gimotear y empezó a interesarse por lo que veía.

Ya estaban muy cerca de Avalón. La niña estaba tan somnolienta que se tambaleaba en la silla; por fin Morgana la desmontó del poni para sentarla con ella. Pero la pequeña despertó en cuanto llegaron a las orillas del Lago.

—¿Hemos llegado, tía? —preguntó.

—No, pero falta poco —respondió Morgana, dejándola de pie en el suelo—. Si todo marcha bien, dentro de media hora podrás cenar y acostarte. —«¿Y si no marcha bien?». Se negaba a pensar en eso. La duda era fatal para el poder y la videncia.

—No veo nada. ¿Es aquí? ¡Pero si aquí no hay nada, tía! —Y Nimue miraba temerosa la triste costa, los juncales solitarios que murmuraban bajo la lluvia.

—Nos enviarán una barca.

—Pero ¿cómo sabrán que estamos aquí? ¿Cómo harán para vernos con esta lluvia?

—Yo la llamaré —dijo Morgana—. Calla, niña.

En su interior se repetía la exclamación inquieta de la niña, pero allí, en la orilla de su patria, sentía henchirse en ella la antigua sabiduría, colmándola como a una copa desbordante. Inclinó la cabeza en la plegaria más fervorosa de su vida; luego aspiró hondo y alzó los brazos para la invocación.

Por un momento, angustiada por el fracaso, no sintió nada. Luego llegó, como un rayo de luz descendiendo lentamente por ella. A su lado, la niña ahogó una súbita exclamación de maravilla. Su cuerpo era como un puente resplandeciente entre el cielo y la tierra. No pronunció conscientemente la palabra de poder, pero la sintió palpitar en todo su cuerpo, como un trueno. Silencio. Nimue, pálida y muda a su lado. Y entonces las aguas tenebrosas del Lago se agitaron ligeramente, como un bullir de la niebla. Apareció una sombra larga, oscura, y la barca de Avalón, reluciente, salió de la bruma. Morgana dejó escapar el aire en un largo suspiro, que era casi un sollozo.

La embarcación se deslizó sin ruido hasta la costa, como una sombra, pero el ruido de la quilla al raspar contra la tierra fue muy real y sólido. Varios hombrecillos morenos desembarcaron para hacerse cargo de las monturas e hicieron una profunda reverencia a Morgana. Uno dijo:

—Os llevaré por el otro sendero, señora. —Y desapareció en la lluvia.

Otro se apartó para que Morgana pudiera abordar la barca, le entregó a la niña y ofreció una mano a los asustados criados. Siempre en silencio, la barca se adentró en el Lago.

—¿Qué es esa sombra, tía? —susurró Nimue.

—Es la iglesia de Glastonbury —respondió Morgana, sorprendida de que su voz sonara tan serena—. Está en la otra isla, la que se ve desde aquí. Allí está sepultada tu abuela, la madre de tu padre. Tal vez algún día veas su monumento.

—¿Vamos hacia allí? Dicen que en Glastonbury también hay un convento.

—No, no vamos hacia allí. Espera en silencio y verás.

Ahora venía la verdadera prueba: ¿podría partir las nieblas para llegar a Avalón? No era posible intentarlo y fracasar; simplemente, tenía que ponerse de pie y hacerlo, sin detenerse a pensar. Y estaban en el centro exacto del Lago; otro golpe de remos los pondría en la corriente que iba hacia la isla de Glastonbury.

Morgana se levantó rápidamente y alzó los brazos. Una vez más recordó la primera vez que lo hizo, la impresión de descubrir que la tremenda descarga de poder era silenciosa, cuando habría debido llenar el cielo de truenos. No se atrevió a abrir los ojos hasta que Nimue lanzó una exclamación de miedo y extrañeza.

La lluvia había desaparecido. Bajo el último fulgor del sol poniente se extendía la isla de Avalón, verde y bella; había esplendor sobre el Lago, en el círculo de piedras del Tozal y en los muros del templo. Morgana lo vio entre un borrón de lágrimas, tambaleándose. Una mano la sujetó por el hombro, impidiéndole caer.

«Aquí estoy, aquí estoy, he vuelto a casa…».

Se compuso al sentir que la barca se deslizaba sobre los guijarros de la costa. No estaba bien que la vieran con los velos de seda y los dedos llenos de anillos, pero no tenía remedio. Con la cabeza en alto, orgullosa, cogió a la niña de la mano. Pese a todos los años transcurridos, pese a todos los cambios, era Morgana de Avalón, sacerdotisa de la Gran Diosa, descendiente de la antigua estirpe real de la isla.

No la sorprendió ver ante sí a una fila de criados inclinados en reverencia; detrás de ellos, esperándola, las túnicas oscuras de las sacerdotisas, que habían acudido a darle la bienvenida. Y entre ellas vio un rostro que sólo había visto en sueños: una mujer alta, rubia y majestuosa, con el pelo trenzado sobre la frente. Ésta se acercó rápidamente para abrazarla.

—Bienvenida, parienta —dijo con voz suave—. Bienvenida al hogar, Morgana.

Y Morgana pronunció el nombre que había oído de Kevin, confirmando sus sueños.

—Os saludo, Niniana, y os traigo a la nieta de Viviana para que la eduquéis aquí. Se llama Nimue.

Niniana la estaba estudiando con curiosidad, pero entonces se agachó para observar a la pequeña.

—¿Es la hija de Galahad?

—No —aclaró Nimue—: Galahad es mi hermano. Soy hija del caballero Lanzarote.

La Dama sonrió.

—Lo sé —dijo—, pero aquí no llamamos a tu padre por el nombre que le dieron los sajones. Lleva el mismo que tu hermano. Bien, Nimue: ¿has venido para ser sacerdotisa?

La niña contempló el paisaje crepuscular.

—Es lo que me ha dicho mi tía Morgana. Me gustaría aprender a leer, a escribir y a tocar la lira, y saber de estrellas y todas esas cosas que ella sabe. ¿Es cierto que sois hechiceras malas? Yo creía que las hechiceras eran viejas y feas, pero vos sois muy hermosa. —Se mordió el labio—. De nuevo he sido descortés.

Niniana rió.

—Di siempre la verdad, niña. Soy hechicera, sí. No creo ser fea; si soy buena o mala, tendrás que decidirlo tú misma. Trato de hacer la voluntad de la Diosa; nadie puede hacer más.

—Yo lo intentaré, si me enseñáis cómo.

El sol se ocultó tras el horizonte; de pronto la costa fue toda penumbra gris. A una seña de la Dama, un criado encendió la antorcha de su vecino; la llama pasó de mano en mano hasta que la orilla quedó iluminada por las teas. Niniana dio a la niña una palmadita en la mejilla y dijo:

—Hasta que seas mayor, ¿obedecerás a las mujeres que cuidarán de ti?

—Lo intentaré —dijo Nimue—, pero siempre me olvido. Y hago muchas preguntas.

—Puedes hacer todas las que quieras cuando sea apropiado. Pero has pasado el día a caballo y ya es tarde. Esta noche, mi primera orden es que cenes, te bañes y te acuestes como una niña buena. Despídete de tu tía y ve con Lheanna a la Casa de las doncellas.

Señaló con un gesto a una mujer de aspecto maternal, que vestía la túnica del sacerdocio. Nimue sollozó un poquito, diciendo:

—¿Tengo que despedirme ahora? ¿No vendréis mañana, tía Morgana? Creía que aquí estaría con vos.

Morgana corrigió con mucha suavidad:

—No; tienes que ir a la Casa de las doncellas y hacer lo que te ordenen. —La besó en la mejilla, suave como un pétalo—. Que la Diosa te bendiga, querida. Volveremos a encontrarnos cuando Ella lo disponga.

Y mientras hablaba vio a Nimue ya mujer, alta, pálida y seria, con la media luna azul pintada entre las cejas, y una sombra: la Parca… Se tambaleó. Niniana alargó una mano para sostenerla.

—Estáis cansada, señora Morgana. Dejad que la pequeña vaya a descansar y acompañadme. Mañana charlaremos.

Morgana puso un último beso en la frente de Nimue, que se alejó al trote con Lheanna. Le parecía tener una bruma ante los ojos. Niniana le ofreció el brazo.

—Apoyaos en mí. Acompañadme a mis habitaciones. Allí podréis descansar.

La llevó a la morada que en otros tiempos ocupaba Viviana y la dejó a solas en el pequeño cuarto donde dormían las sacerdotisas que atendían a la Dama del Lago. Morgana se las compuso para dominarse.

Después de lavarse el cuerpo fatigado, se envolvió en una larga túnica de lana sin teñir que encontró sobre la cama; comió algo de los alimentos que le habían llevado, pero no probó el vino caliente especiado. Extrajo un cazo de agua de la jarra que había junto al hogar y bebió con lágrimas en los ojos. «Las sacerdotisas de Avalón sólo beben agua del Pozo Sagrado». Ya en la cama, durmió como una criatura.

Nunca supo qué la había despertado. Percibió una pisada en el cuarto; luego, silencio. El último resplandor del fuego agonizante y el claro de luna que atravesaba las celosías le revelaron una figura velada. Por un momento pensó que Niniana iba a hablar con ella, pero la cabellera que caía sobre los hombros era larga y oscura; la cara, atezada y serena. En una mano distinguió el parche engrosado de una vieja cicatriz. ¡Cuervo!

—Cuervo, ¿eres tú?

Cuervo se llevó un dedo a los labios, en el antiguo gesto de silencio, y se acercó a ella para darle un beso. Sin decir nada, se quitó el largo manto para tenderse junto a Morgana y la cogió en sus brazos. Ninguna de las dos dijo una palabra en todo el tiempo que siguió. Era como si el mundo real y Avalón se hubieran alejado; una vez más se encontraba en las sombras del País de las hadas, entre los brazos de la Dama… Oyó en su mente la antigua bendición de Avalón, en tanto Cuervo la tocaba lentamente, en silencio ritual, y el sonido pareció temblar en torno de ella: «Benditos sean los pies que te han traído a este lugar… Benditas las rodillas que se doblarán ante su altar… Bendito el portal de la Vida».

Cuervo se incorporó. Siempre sin hablar, sacó de alguna parte una medialuna de plata, el ornamento ritual de las sacerdotisas. Morgana comprendió que era el mismo que dejó en su cama, en la Casa de las doncellas, al huir de Avalón con el hijo de Arturo en el vientre. Sin decir nada, dejó que Cuervo se lo colgara del cuello. A la última luz de la luna, ésta le señaló la hoz que pendía de su cintura. Morgana asintió; la de Viviana no se apartaría jamás de su lado. Estaba bien que Cuervo llevara la que había sido suya hasta el día en que fuera atada a la cintura de Nimue.

Inmóvil, como en un sueño, vio que Cuervo dirigía la hoz hacia su cuello, para arrancar de la clavícula una sola gota de sangre. Morgana cogió el instrumento e hizo un pequeño corte sobre su corazón. Su compañera lamió la sangre de ese tajo. Ella se inclinó para aplicar los labios a la mancha de Cuervo. Así sellaban un voto mucho más allá de los que habían pronunciado al entrar en la edad adulta. Luego se abrazaron.

«Entregué mi doncellez al Astado, di un hijo al Dios, ardí de pasión por Lanzarote y Accolon me devolvió al sacerdocio en los campos arados. Pero hasta ahora nunca supe lo que era ser recibida simplemente en el amor…». Y tuvo la sensación de yacer en el regazo de la Gran Madre.

Cuando despertó estaba sola. Abrió los ojos al sol de Avalón, sollozando de júbilo, y por un momento se preguntó si habría soñado. Pero sobre su corazón había una pequeña mancha de sangre seca. Y en la almohada, la medialuna de plata, joya ritual de la sacerdotisa, que había dejado al huir.

Morgana se la colgó del cuello. La sepultarían con ella, como a Viviana. Sus dedos temblaban al atar la tirilla de cuero, sabiendo que era otra consagración. En la almohada había algo más, que por un momento cambió de forma: un capullo de rosa, una rosa en flor. Ya en la mano de Morgana resultó ser la baya del escaramujo, redonda y carmesí, palpitando con la agria vida del rosal. Luego se marchitó ante sus ojos, hasta quedar seco en su palma. Entonces comprendió.

«La flor, e incluso el fruto, es sólo el comienzo. En la semilla reside la vida y el futuro. Y lo que soy tiene que permanecer oculto, tal como la rosa yace oculta en la semilla».

La túnica de sacerdotisa volvería a ser suya, pero aún tenía que ganarse el derecho a usarla. Se sentó a esperar que Niniana la convocara.

• • •

Cuando entró en el cuarto central, donde tantas veces se había enfrentado a Viviana, el tiempo giró sobre sí mismo; por un momento creyó verla en su sitial, menuda e impresionante… Luego parpadeó; era Niniana quien estaba allí, alta, delgada y rubia, casi una niña jugando en el trono. Por un momento la invadió el resentimiento; esa joven necia y ordinaria, que ocupaba el lugar de Viviana, sólo había sido elegida porque llevaba la sangre de Taliesin.

La miró desde arriba, sabiendo que había asumido el antiguo hechizo de majestad. Y de pronto le pareció leerle los pensamientos: «Tendría que estar aquí, en mi lugar. ¿Cómo puedo hablar con autoridad ante la reina Morgana de las Hadas?». Y al gran respeto se mezclaba un simple resentimiento: «Si no hubiera huido, faltando a su deber, yo no estaría esforzándome por desempeñar un papel para el que no soy apta».

Morgana se acercó para estrecharle las manos. Niniana se sorprendió al oírla hablar con tanta suavidad.

—Lo siento, pobre niña. Daría la vida por volver y libraros de esta carga. Pero no puedo, no me atrevo. No me es posible esconderme aquí y evadir la tarea que se me ha asignado. —Ya no sentía arrogancia ni desprecio por la muchacha, sino compasión—. He iniciado un trabajo en el oeste y tengo que completarlo. Tenéis que guardarme el lugar, y que la Diosa nos ayude a ambas.

Niniana permaneció rígida un momento; luego, desaparecido su resentimiento, se aferró de ella, parpadeando para alejar las lágrimas.

—Quería odiaros.

—Y yo a vos, quizá. Pero Ella ha querido otra cosa.

Sus labios agregaron algo más: las palabras que había callado durante tanto tiempo. Niniana, con la cabeza gacha, murmuró la respuesta debida. Luego dijo:

—Habladme de vuestra obra en el oeste, Morgana. No, sentaos aquí, a mi lado. Entre nosotras no hay rangos.

Cuando le hubo contado lo que podía, la Dama asintió.

—Algo de eso me dijo Merlín —comento—. Conque en ese país la gente vuelve al culto antiguo. Pero Uriens tiene dos hijos varones y su heredero es el primogénito. Vuestra misión consiste en lograr que Gales tenga un rey leal a Avalón, y eso significa que Accolon tiene que suceder a su padre.

Morgana cerró los ojos. Por fin dijo, con la cabeza inclinada:

—No mataré, Niniana. He visto demasiada sangre. La muerte de Avalloch no resolvería nada, pues a su vez tiene un hijo varón; allí imperan las costumbres romanas.

—Un hijo varón al que se podría educar en el culto antiguo ¿Qué edad tiene? ¿Cuatro años?

—Esa edad tenía cuando llegué a Gales. Basta, Niniana. Lo he hecho todo, pero no voy a matar, ni siquiera por Avalón.

Los ojos de la Dama arrojaron chispas azules.

—Nunca digáis: «De esta agua no beberé» —advirtió—. Haréis lo que la Diosa ordene.

Y de pronto Morgana comprendió, con inesperada humildad, por qué había sido enviada hasta allí. Entonces inclinó la cabeza, susurrando:

—Todos estamos en sus manos.

—Así sea.

Se hizo tal silencio que se oyó el chapoteo de un pez en el lago. Luego Niniana dijo:

—¿Y Arturo? Aún porta la espada de la Regalía druídica. ¿Cumplirá por fin con su juramento? ¿Podéis hacer que lo cumpla?

—No conozco el corazón de Arturo —respondió Morgana. Era una confesión amarga. «Tenía poder sobre él, pero fui demasiado timorata para usarlo».

—Tiene que jurar otra vez su lealtad a Avalón. De lo contrario tendréis que quitarle la espada. Sois la única persona que puede encargarse de esa misión. Como sabéis, Arturo no ha tenido hijos de su reina y ha nombrado heredero al hijo de Lanzarote. Pero tiene un hijo varón, que puede recobrar ese reino para Avalón. Antaño el hijo del rey no tenía importancia. El heredero era el hijo de su hermana. ¿Comprendéis lo que quiero decir, Morgana?

«Accolon tiene que asumir el trono de Gales. Y mi hijo… es el heredero del rey Arturo». Ahora todo tenía sentido, hasta su esterilidad tras el nacimiento de Gwydion. Pero preguntó:

—¿Qué pasará con el hijo de Lanzarote?

Niniana se encogió de hombros.

—No puedo verlo todo —dijo—. Si vos hubierais sido la Dama del Lago… Pero ha pasado el tiempo y es preciso hacer otros planes. Arturo aún podría cumplir con su juramento de fidelidad a Avalón y conservar la Escalibur; entonces procederíamos de una manera. Y si no, Ella preparará otro camino; cada una tiene su tarea a realizar. Pero de un modo u otro, Accolon tiene que ser el rey de Gales, y eso os incumbe. Cuando caiga Arturo (aunque los astros dicen que vivirá mucho tiempo), se elevará el rey de Avalón. De lo contrario, según las estrellas, sobre esta tierra caerá una sombra tal que será como si nunca hubiera existido. Y cuando el próximo rey asuma el poder, Avalón volverá a la gran corriente del tiempo y la historia… Y un rey subordinado gobernará las Tribus del oeste. Accolon ascenderá muy alto como consorte vuestro. Y a vos os corresponde preparar el país para el gran monarca de Avalón.

Una vez más Morgana inclinó la cabeza.

—Estoy en vuestras manos.

—Ahora tenéis que regresar. Pero antes os presentaré a alguien. Su tiempo aún no ha llegado…, pero habrá una tarea más para vos.

Alzó una mano y un joven alto entró en la habitación, como si hubiera estado esperando.

Al verlo Morgana sintió un dolor tan grande que, por un momento, no pudo respirar. Allí estaba Lanzarote redivivo: joven y esbelto como una llama oscura, con el pelo rizado sobre las mejillas, sonriente la cara estrecha y morena, Lanzarote, tal como era cuando ambos se tendieron a la sombra del círculo de piedras, como si el tiempo hubiera vuelto atrás.

De inmediato comprendió quién era. Él se adelantó para besarle la mano. También su andar era el de Lanzarote: de movimientos fluidos, casi una danza. Pero lucía la túnica del bardo; llevaba tatuada en la frente una bellota y, en las muñecas, las serpientes de Avalón.

Cualquier cosa que pudiera decir sonaría necia.

—Gwydion… No te pareces a tu padre.

—No —dijo—. Llevo la sangre de Avalón. Vi una vez a Arturo, cuando fue en peregrinación a Glastonbury. Reverencia demasiado a los curas, nuestro rey. —Su sonrisa fue fugaz, feroz.

—No tienes motivos para amar a tus padres, Gwydion —comentó Morgana. Y le estrechó la mano. Pero sorprendió en sus ojos una momentánea expresión de odio glacial. Al cabo de un momento había desaparecido. Allí estaba otra vez el joven druida sonriente.

—Mis padres me hicieron el mejor obsequio —dijo—: la sangre real de Avalón. Y os pediré una sola cosa más, señora Morgana.

—Irracionalmente, lamentó que no la hubiera llamado madre, ni siquiera una vez.

—Pide. Si está a mi alcance, es tuyo.

—No es un gran presente —dijo Gwydion—. Dentro de cinco años, no más, reina Morgana, me llevaréis ante Arturo y le haréis saber que soy su hijo. —Una rápida y perturbadora sonrisa—. Sé que no puede reconocerme como heredero. Pero deseo que me vea la cara. No pido más.

Ella inclinó la cabeza.

—No puedo negártelo, Gwydion.

Ginebra podía pensar lo que quisiera; Arturo ya había cumplido su penitencia. Nadie podía por menos que sentirse orgulloso de ese grave y sacerdotal druida. Y después de tantos años tampoco ella podía avergonzarse por lo pasado. Al ver a su hijo ya adulto sentía gran respeto por la videncia de Viviana.

—Te juro que ese día llegará —dijo—. Lo juro por el Pozo Sagrado.

Se le empañaron los ojos; parpadeó, furiosa, para alejar las lágrimas rebeldes. Ése no era su hijo. Uwaine podía serlo, pero no Gwydion. Ese joven moreno y apuesto, tan parecido al Lanzarote que ella había amado cuando joven, no era su hijo. Era sacerdote de la Gran Diosa, tal como ella era su sacerdotisa. Si entre ambos no había otro vínculo, ése, al menos, los unía.

Apoyó las manos en la cabeza inclinada ante ella, diciendo:

—Bendito seas.

Hacía ya tiempo que la reina Morgause había dejado de lamentarse por no tener el don de la videncia. No obstante, en los últimos días del otoño, cuando los alerces rojos se erguían desnudos en el viento helado que soplaba sobre Lothian, había soñado dos veces con su pupilo Gwydion. Por eso no la sorprendió que uno de sus criados le dijera que se acercaba un jinete por el camino.

Gwydion llevaba una tosca capa de color extraño, con un broche de hueso que ella no había visto nunca. Cuando quiso abrazarlo el joven se echó atrás, haciendo una mueca.

—No, madre… —Y explicó, rodeándola con el brazo libre—: Fui herido de espada en la tierra de los bretones… No, no es grave —la tranquilizó—. No se infectó y es posible que no deje siquiera cicatriz, pero me duele mucho cuando me rozan.

—¿Has estado combatiendo en la Britania gala? Te creía sano y salvo en Avalón —sermoneó Morgause, haciéndolo sentar junto al fuego—. No tengo vino del sur para servirte.

—Bastará con cerveza. O un poco de agua de fuego, si tenéis, con agua caliente y miel. Estoy rígido por la cabalgada. —Tranquilamente reclinado, dejó que una de las mujeres le quitara las botas y colgara la capa a secar—. Qué agradable es estar aquí, madre.

—¿Y has cabalgado tanto con este frío, estando herido? ¿Tienes una gran noticia que darme?

—Ninguna. Sentía nostalgia, nada más —dijo Gwydion negando con la cabeza—. Aquello es demasiado verde, fértil y húmedo, lleno de niebla y campanas de iglesia. Deseaba el aire puro de los acantilados, el grito de las gaviotas y vuestro rostro, madre.

Alargó la mano hacia la taza, dejando ver las serpientes de sus muñecas. Morgause no estaba muy versada en las tradiciones de Avalón, pero sabía que indicaban el rango más alto del sacerdocio. Él notó su mirada e hizo un gesto afirmativo, pero no dijo nada.

—¿Fue en la Britania donde conseguiste esa capa tan fea, digna sólo de un criado?

Gwydion rió entre dientes.

—Me ha protegido de la lluvia. Se la quité a un gran jefe de las tierras extranjeras que combatía por ese Lucio que se proclamaba emperador. Arturo lo liquidó muy pronto, creedme, y hubo botín para todos. Os traigo una copa de plata y un anillo de oro, madre.

—¿Combatiste con el ejército de Arturo?

Viendo la sorpresa de Morgause, rió otra vez.

—Sí, combatí a las órdenes del gran rey que me engendró —dijo, con una sonrisa despectiva—. Oh, no temáis: lo hice por orden de Avalón, entre los guerreros sajones del tratado, donde Arturo no me viera.

Gwydion sonrió; Morgause se dijo que se parecía mucho al pequeño que en otros tiempos se sentaba en su regazo.

—Deseaba darme a conocer a Gareth, sobre todo mientras yacía herido y débil. Pero es hombre de Arturo y ama a su rey; no quise imponer esa carga a mi mejor hermano. Gareth es el único…

No acabó la frase, pero Morgause comprendió: forastero en todas partes, encontraba en él a un hermano y un gran amigo. De pronto sonrió de oreja a oreja, abandonando el aire remoto que lo hacía parecer tan joven.

—En todos los ejércitos sajones, madre, me preguntaron mil veces si era hijo de Lanzarote. Yo no veo tanta similitud; claro que no estoy tan familiarizado con mi cara.

—Quien haya conocido a Lanzarote en su juventud no podría mirarte sin saber que sois parientes —dijo Morgause.

—Eso dije; a veces adoptaba el acento bretón y decía que también estaba emparentado con el rey Ban. Pero supo que nuestro Lanzarote, con esa cara que lo convierte en un imán para las mujeres, tiene que haber engendrado muchos bastardos. No tendría que maravillar tanto que uno tuviera su misma cara. ¿No es así? Se dice que tuvo un hijo con la reina y que niño fue puesto secretamente bajo la tutela de esa prima con quien lo casaron… Se cuentan muchas cosas descabelladas de Lanzarote y la reina, pero todos están de acuerdo en que, para las demás mujeres, sólo tiene cortesía y palabras bonitas. Hasta hubo algunas que se arrojaron sobre mí, diciendo que, a falta de él, tendrían a su hijo.

Y se encogió cómicamente de hombros. Morgause se echó a reír.

—Así que los druidas no te han privado de eso, hijo mío.

—En absoluto. Pero las mujeres, en su mayoría, son necias. Vos me quitasteis el gusto por las necias, madre.

—Lástima que no se pueda decir lo mismo de Lanzarote —comentó Morgause—. Ginebra no parece tener mucho seso.

Y pensó: «Tienes la cara de Lanzarote, hijo mío, pero has heredado el ingenio de tu madre».

Como si adivinara sus pensamientos, Gwydion dejó la copa vacía y despidió a la criada que iba a llenarla otra vez.

—Basta. Estoy tan cansado que no toleraría ni un sorbo más. Pero me gustaría cenar. Ansío una buena comida casera: gachas y tortas de cebada. Madre, en Avalón conocí a la señora Morgana.

—¿Cómo está mi sobrina?

—Me pareció mayor que vos, madre.

—No —corrigió Morgause—. Morgana es diez años menor.

—Aun así, parece anciana y fatigada, mientras que vos…

Le sonrió. Ella sintió una súbita felicidad. «A ninguno de mis hijos he amado como a éste —pensó—. Morgana hizo bien en dejarlo a mi cuidado».

—Oh, yo también envejezco, muchacho —dijo—. Cuando naciste ya tenía un hijo adulto.

—Entonces sois mucho mejor hechicera que ella —aseguró Gwydion—. Os veo tal como el día en que partí hacia Avalón, madre mía.

Le cogió una mano para besársela. Ella se acercó para acariciarle el pelo oscuro, poniendo cuidado en no tocar la herida.

—Ahora Morgana es la reina de Gales.

—Cierto —confirmó Gwydion—, y tiene el favor del rey. Arturo ha incluido a su hijastro, Uwaine, en su guardia personal, junto con Gawaine. Ambos son recios y leales; lo adoran como si el sol dependiera de él. —Morgause percibió lo irónico de su sonrisa—. Pero es un defecto de muchos hombres… Y de eso he venido a hablaros, madre. ¿Sabéis algo de lo que planea Avalón?

—Sólo sé lo que dijeron Niniana y Merlín cuando vinieron a buscarte. Que tú serás el heredero de Arturo, el ciervo joven que derriba al Macho rey.

Lo había dicho en el idioma antiguo. Gwydion enarcó las cejas.

—Entonces lo sabéis todo —dijo—. Pero tal vez ignoréis que no es posible hacerlo ahora. Desde que Arturo derribó a ese Lucio, su estrella brilla como nunca. Quien levantara una mano contra él sería hecho pedazos por sus caballeros o por el populacho; nunca he visto hombre tan amado. Hasta yo, que no tengo motivos para apreciarlo, sentí el hechizo que crea a su alrededor. No imagináis cómo se le adora.

—Qué extraño —comentó Morgause—. A mí nunca me pareció tan notable.

—No, seamos justos —dijo Gwydion—. No hay otro en este país que haya unido a todas las facciones como lo hizo él. Incluso los sajones, que en otros tiempos combatieron a muerte contra Uther, le juran lealtad. En la batalla no se destaca, pero es un gran general. Y hay algo en su persona. Amarlo es fácil. Y mientras todos le adoren de ese modo me será imposible cumplir con mi tarea.

—Entonces será preciso disminuir ese amor —sugirió Morgause—. Hay que desacreditarlo. No es mejor que cualquier otro; te tuvo con su hermana y es bien sabido que no desempeña un papel muy lucido con su reina.

—No dudo que con todo eso se pueda hacer algo. Pero estos últimos años Lanzarote se ha mantenido lejos de la corte y cuida de no encontrarse a solas con la reina, para evitar cualquier sombra de escándalo. Dicen que lloró como una criatura al despedirse de ella para seguir a Arturo contra Lucio, a pesar de que combate como nadie. Parece que busca arrojarse de cabeza a la muerte. Sin embargo, nunca resulta herido. No sé… Su madre era la suma sacerdotisa de Avalón. Tal vez tenga algún tipo de protección sobrenatural.

—Morgana debe de saberlo —observó ella, secamente—, pero no te aconsejo que se lo preguntes.

—Sé que la vida de Arturo está protegida por la sagrada Escalibur y su vaina mágica, que le impide desangrarse. Morgana tiene como primera misión recuperar esa espada, a menos que él renueve su juramento de lealtad a Avalón. Y no dudo que ella sea capaz de conseguirlo. Creo que mi madre no se detendría ante nada. De los dos, el que más me gusta es mi padre. No sabe el mal que hizo al engendrarme.

—Tampoco tu madre lo sabía —observó Morgause, con aspereza.

—Desconfío de Morgana. Incluso Niniana ha caído bajo su hechizo. ¿Vos también vais a defenderla, madre?

«Así era Viviana —pensó Morgause—. Hacía que todos obraran según su voluntad. Y ahora Niniana ha hecho lo que Morgana deseaba». Gwydion también parecía tener algo de ese poder. Súbitamente, con inesperado dolor, se sintió desgarrada entre los dos: Morgana, que había sido como la hija que jamás tuvo, y Gwydion, más precioso para ella que sus hijos.

—¿Tanto la odias, Gwydion?

—No sé lo que siento. —El joven la miró con los ojos oscuros y luctuosos de Lanzarote—. Ojalá me hubiera criado en la corte, como hijo de mi padre y fiel seguidor suyo, no como su más enconado enemigo. —Apoyó la cabeza entre los brazos—. Estoy fatigado, madre. Estoy harto de luchar. No me gusta pensar que este gran rey es mi enemigo, que por el bien de Avalón tengo que llevarlo a la muerte o al deshonor. Preferiría amarlo, como todos los hombres. Preferiría que la señora Morgana fuera mi madre, no la gran sacerdotisa a quien he jurado obedecer. Y que Niniana, cuando yace en mis brazos, no fuera la Diosa, sino sólo mi gran amor. Estoy harto de dioses y diosas, y tan cansado de mi destino…

Durante un largo instante guardó silencio, con la cara escondida y los hombros temblorosos. Morgause le acarició el pelo, vacilante. Por fin levantó la cabeza para decir, con una sonrisa amarga:

—Voy a beber otra taza del fuerte licor que destiláis en estas colinas, esta vez sin agua ni miel.

Y cuando se lo llevaron lo bebió hasta apurarlo, sin mirar siquiera las gachas humeantes y las tortas que la muchacha le había llevado.

—Como decía el antiguo romano de los viejos libros de Lot: «No consideres feliz a nadie hasta que haya muerto». Mi tarea es, pues, dar a mi padre la mayor felicidad. ¿Para qué rebelarme contra ese destino?

Pidió por señas más licor; al ver que Morgause vacilaba, cogió la botella para llenarse la taza él mismo.

—Vas a emborracharte, querido. ¿Por qué no cenas primero?

—Me emborracharé, sea —replicó con amargura—. Brindo por la muerte y el deshonor…, ¡el de Arturo y el mío! —Vació nuevamente la taza y la arrojó a un rincón, donde rebotó con un sonido metálico—. Que sea tal como los hados han decretado: el Macho rey imperará en el bosque hasta el día que la Dama señale… «pues todas las bestias nacieron y se unieron con otras de su especie, para vivir y hacer la voluntad de las fuerzas vitales, y por fin entregaron sus espíritus nuevamente a la custodia de la Dama…».

Pronunció las palabras con un extraño énfasis. Morgause se estremeció, comprendiendo que eran frases rituales.

Gwydion aspiró hondo.

—Pero esta noche voy a dormir en casa de mi madre y me olvidaré de Avalón, de los reyes, los ciervos y el destino. ¿Verdad, verdad?

Finalmente vencido por el fuerte licor, cayó hacia delante, en los brazos de Morgause. Ella lo retuvo allí, acariciándole el pelo oscuro, tan parecido al de Morgana. Pero incluso en sus sueños se retorcía y murmuraba, como si tuviera pesadillas. Y Morgause comprendió que no era sólo por el dolor de su reciente herida.