11

GINEBRA había llegado a odiar el día de Pentecostés, fecha en que los antiguos caballeros de Arturo tenían que volver a Camelot para renovar la amistad. Con el país en paz y los caballeros desperdigados, cada año eran menos los que acudían, más los que tenían que atender sus vínculos con el propio hogar, la familia y el Estado. Y Ginebra se alegraba de que así fuera, pues esas reuniones le recordaban demasiado los tiempos en que Arturo enarbolaba el odiado estandarte del Pendragón: en Pentecostés pertenecía a sus caballeros y ella no desempeñaba ningún papel en su vida.

De pie, tras él, lo vio sellar las veinticuatro copias que habían hecho sus escribanos para reyes y amigos.

—¿Por qué envías una invitación especial, si quienes no tengan otros compromisos vendrán sin que los llames?

—Este año no basta con eso —explicó Arturo, volviéndose hacia ella con una sonrisa. Empezaba a encanecer, aunque era tan rubio que sólo se notaba desde muy cerca—. Quiero asegurarles que habrá juegos y justas, para demostrar a todos que las legiones de Arturo siguen en condiciones de combatir.

—¿Crees que cabe alguna duda? —preguntó Ginebra.

—Tal vez no. Pero en la baja Britania está ese Lucio… Bors me ha enviado aviso y tengo que acudir en auxilio de mis súbditos. ¡Emperador de Roma, se hace llamar!

—¿Y tiene algún derecho a ser emperador?

—Mucho menos que yo —dijo Arturo—. Hace más de cien años que Roma no tiene emperadores, esposa mía. Cuando era niño leí algo de historia romana; no era novedad que cualquier advenedizo se asegurara la lealtad de una o dos legiones y quisiera la púrpura imperial. Pero aquí, en Britania, se requiere algo más que un estandarte con un águila. ¡De lo contrario Uriens sería emperador! Lo he mandado llamar; hace tiempo que no veo a mi hermana.

Ginebra se estremeció.

—No quiero ver otra vez a este país tocado por la guerra y desgarrado por las matanzas.

—Tampoco yo —dijo Arturo—. Creo que todos los reyes preferirían la paz.

—No estoy tan segura. Algunos de tus hombres no hablan sino de los viejos tiempos en que guerreaban contra los sajones.

—No creo que sea la guerra lo que echan de menos —sonrió Arturo—, sino los tiempos en que éramos jóvenes y la hermandad que había entre nosotros. ¿No añoras nunca aquellos años?

Ginebra sintió que enrojecía. Los recordaba muy bien, los días en que Lanzarote era su campeón y ambos se amaban. Pero una reina cristiana no tenía que pensar así.

—Por supuesto, mi señor. Y como dices, debe de ser sólo nostalgia de mi juventud. Ya no soy joven —suspiró.

Él le cogió la mano.

—Para mí eres tan bella como el día en que compartimos el lecho por primera vez.

Ginebra comprendió que era verdad. Pero se obligó a mantener la calma.

«Ya no soy joven —se repitió—; no es decoroso echar de menos aquellos tiempos, porque entonces era pecadora y adúltera. Ya me he arrepentido y estoy en paz con Dios, y hasta Arturo ha hecho penitencia por su pecado con Morgana». Tenía que pensar en cosas prácticas, como correspondía a la reina de toda Britania.

—Entonces supongo que tendremos más visitantes que de costumbre. Tengo que hablar con Cay y Lucano para ver dónde alojarlos y qué comida servir. ¿Vendrá Bors de la baja Britania?

—Si le es posible, sí, aunque Lanzarote me envió un mensaje pidiendo licencia para acudir en ayuda de su hermanastro, si se ve sitiado. Le mandé decir que viniera aquí, pues tal vez vayamos todos. También vendrá Agravaín, por Morgause de Lothian, y Uriens… o uno de sus hijos. El mayor es algo necio, pero Accolon fue uno de mis caballeros y Morgana puede aconsejar al rey.

—No me parece correcto —observó Ginebra—. El Santo Apóstol dijo que las mujeres tenían que subordinarse a sus esposos, pero Morgause sigue gobernando Lothian y Morgana hace más que ayudar a su rey en Gales del norte.

—No olvides, señora, que ambas descienden de la estirpe real de Avalón. Desde tiempos inmemoriales la Dama del Lago es quien gobierna y su consorte sólo reina en tiempos de guerra. Todos los gobernantes de Britania, incluso mi padre, han llevado el título que los romanos acuñaron para el jefe guerrero que obedece a una reina: dux bellorum, duque de la guerra. Uther primero, yo ahora, ocupamos el trono de Britania como dux bellorum de la Dama de Avalón.

Ginebra dijo, impaciente:

—Suponía que eso ya había terminado, que te habías declarado rey cristiano y hecho penitencia por tu servidumbre al pueblo de las hadas de esa isla pecaminosa.

Arturo replicó con idéntica impaciencia:

—Mi vida personal y mi credo religioso son una cosa, Ginebra, pero las Tribus me apoyan porque llevo esto. —Su mano golpeó la vaina carmesí de Escalibur, que pendía de su costado—. Si sobreviví a la guerra fue por la magia de este acero.

—Sobreviviste porque Dios te quería para cristianizar este país.

—Algún día, quizá. Pero aún no ha llegado ese momento, señora. En Lothian los hombres están contentos con el gobierno de Morgause, tal como Morgana reina en Gales del norte. Si esos pueblos estuvieran maduros para el imperio de Cristo, pedirían a gritos un rey varón.

Ginebra iba a seguir discutiendo, pero vio la irritación de sus ojos y optó por ceder.

—Quizá con el tiempo hasta los sajones y las Tribus se postren ante la cruz. Dice el obispo Patricio que un día Cristo será el único rey entre los cristianos. Dios así lo quiera.

Y se persignó. Arturo se echó a reír.

—Seré de buena gana servidor de Cristo —dijo—, pero no de sus sacerdotes. Supongo que Patricio estará entre los invitados. Puedes agasajarlo tanto como gustes.

—Así que vendrá Uriens, con Morgana, sin duda. ¿Y del país de Pelinor? ¿Lanzarote?

—Sí, pero temo que si deseas ver a tu prima Elaine tendrás que ir a hacerle una visita: Lanzarote mandó decir que está a punto de dar a luz nuevamente.

Ginebra hizo una mueca de dolor. Sabía que Lanzarote pasaba poco tiempo con su esposa, pero Elaine le había dado hijos.

—¿Qué edad tiene el varón? —preguntó Arturo—. Si va a ser mi heredero, tendría que criarse en esta corte.

Ginebra respondió:

—Me ofrecí cuando nació, pero Elaine dijo que tenía que criarse de una manera sencilla y modesta, aunque estuviera destinado a ser rey. Tú mismo creciste como hijo adoptivo de un hombre sencillo y eso no te hizo daño.

—Tal vez tenga razón —reconoció Arturo—. Me gustaría conocer al hijo de Morgana. Ya debe de tener diecisiete años. Sé que no puede sucederme, pero es el único hijo que he engendrado; me gustaría decirle… No sé qué le diría, pero sería grato verlo siquiera una vez.

Ginebra luchó por contener la réplica furiosa que le subía a los labios; no ganaría nada discutiendo el tema otra vez.

—Está bien donde está —se limitó a decir.

Y supo que decía la verdad; prefería que el hijo de Morgana se educara en aquella isla de hechiceros que ningún rey cristiano podía pisar. De ese modo era más seguro que ningún giro de la fortuna lo pusiera en el trono después de Arturo, pues los curas y la gente desconfiaban cada vez más de Avalón y sus hechicerías. De criarse en la corte, algún inescrupuloso habría podido pensar que el hijo de la hermana era un sucesor más legítimo que el de Lanzarote.

Arturo suspiró.

—Pero es duro saber que tengo un hijo y no verlo nunca. Tal vez algún día… —Pero se encogió de hombros con resignación—. Supongo que tienes razón, querida. Bien, ¿cómo será ese festín de Pentecostés? Sé que harás de él, como siempre, algo memorable.

Y así sería, pensó Ginebra esa mañana, mientras contemplaba la extensión de tiendas y pabellones. El gran terreno para los torneos había sido despejado y adornado con estandartes; el viento estival agitaba las banderas de medio centenar de reyezuelos y más de cien caballeros. Era como si allí acampara todo un ejército.

Buscó el estandarte de Pelinor, el dragón blanco que había adoptado tras matar al del lago. Allí estaría Lanzarote; llevaban más de un año sin verse y muchos más sin estar a solas siquiera un momento. En la víspera de su boda con Elaine la había buscado para despedirse.

Él también era víctima de la cruel triquiñuela de Morgana; se lo había contado llorando, y ella guardaba el recuerdo de esas lágrimas como el mayor de los cumplidos que le hubiera hecho jamás. ¿Quién había visto llorar a Lanzarote?

—¿Qué podía hacer, Ginebra? Había poseído a la hija virgen de mi anfitrión; Pelinor tenía todo el derecho de matarme allí mismo. —Con voz quebrada, terminó—: Ojalá me hubiera arrojado contra su espada…

Ginebra le había preguntado: «¿Así pues, no amas a Elaine?». Era imperdonable, pero sin ese consuelo no podría vivir pero él se había limitado a decir, rígidamente, que eso no era culpa suya y que se veía obligado, honorablemente, a tratar de hacerla feliz.

Y bien, Morgana se había salido con la suya y ella sólo podía recibir a Lanzarote como corresponde a un pariente político. Al menos lo vería; era mejor que nada. Trató de borrar todos esos pensamientos ocupándose del festín. Se estaban asando dos bueyes; ¿serían suficientes? Y un enorme cerdo salvaje, cazado pocos días antes, y dos cerdos de las granjas cercanas…

Poco después de mediodía se reunieron formando una larga fila de nobles ricamente vestidos, que iban entrando en el gran salón para que se les indicaran sus correspondientes lugares. Los caballeros, como siempre, ocuparon la gran mesa redonda; aunque era enorme, ya no cabían todos en ella.

Gawaine, siempre el más cercano a Arturo, presentó a Morgause, su madre, quien llegaba del brazo de un joven que Ginebra no reconoció. Estaba tan esbelta como siempre, con la abundante cabellera trenzada con piedras preciosas. Hizo una reverencia a Arturo, quien la abrazó.

—Bienvenida a mi corte, tía.

—Me han dicho que sólo montáis caballos blancos —dijo Morgause— y os he traído uno del país sajón. Allí tengo un hijo adoptivo que lo envió como regalo.

Ginebra vio que Arturo apretaba los dientes; ella también podía adivinar quién debía de ser ese pupilo.

—Regio presente, tía.

—No haré traer el caballo al salón, como acostumbran los sajones —dijo Morgause, alegremente—. No creo que la señora de Camelot quiera ver su gran salón convertido en una cuadra.

Y abrazó a la reina. Llevaba la cara pintada y los ojos delineados con kohl, pero aun así era hermosa. Ginebra dijo:

—Te agradezco la consideración, señora Morgause. Aunque Lanzarote solía hablarnos de un romano que daba vino a su caballo en un pesebre de oro y lo honraba con guirnaldas de laurel.

El joven apuesto que acompañaba a Morgause se echó a reír.

—Os ruego que no hagáis lo mismo, mi señor Arturo. No tendríamos una silla adecuada para un caballero así.

Arturo le cogió de la mano, riendo de buena gana.

—No lo haré, Lamorak.

Ginebra, sobresaltada, cayó en la cuenta de que era el hijo de Pelinor. ¿Cómo podía esa mujer compartir su lecho con un hombre que podía ser su hijo? Observó a Morgause con fascinado horror y envidia secreta. «Parece joven, sigue siendo bella y hace lo que se le antoja, sin que le importe si la critican». Y su voz sonó glacial:

—¿Quieres sentarte a mi lado, tía, y dejar a los hombres con sus conversaciones?

Morgause le estrechó la mano.

—Gracias, sobrina. Será un placer sentarme entre señoras, para variar, y chismorrear sobre amantes y puntillas. En Lothian estoy tan ocupada con el gobierno que no tengo tiempo para cuestiones de mujeres.

La fragancia que despedían sus cintas y los pliegues de su túnica llegaba a marear. Ginebra dijo:

—¿Por qué no buscas esposa para Agravaín y le permites gobernar en lugar de su padre? Seguramente el pueblo no será feliz sin un rey.

Morgause rió con alegría.

—¡Pero entonces tendría que permanecer soltera, pues en aquel país el rey es el esposo de la reina! Y eso no me convendría en absoluto, querida. Lamorak es demasiado joven para gobernar, aunque tiene otros deberes que cumple muy satisfactoriamente.

Ginebra la oía con fascinado asco. ¿Cómo podía hacer el ridículo con un hombre tan joven? Sin embargo, él la buscaba con los ojos como si fuera la más bella y fascinante del mundo. Apenas miró a Isolda de Cornualles, que se inclinaba ahora ante el trono, junto a su anciano esposo, el duque Marco. Era tan hermosa que causó un pequeño murmullo en el salón: alta, esbelta, de cobrizo cabello, como una moneda recién acuñada. Junto a ella Morgause parecía muy marchita, pero aun así Lamorak la seguía con los ojos.

—Isolda es muy hermosa, sí —dijo Morgause—, pero en la corte del duque Marco se dice que mira con buenos ojos al joven Tristán, su heredero. ¿Quién podría criticárselo? Pero es recatada y discreta, y si tiene el buen tino de dar un hijo al anciano… —rió entre dientes—. Creo que Marco no pretende de ella mucho más que un hijo para declarar que Cornualles es de quien lo gobierna y no de Morgana. ¿Y dónde está mi sobrina? ¡Estoy deseosa de abrazarla!

—Allí, con Uriens —dijo Ginebra.

—Habría sido mejor que Arturo casara a Morgana con los de Cornualles. Si Marco le parecía demasiado viejo, ahí estaba el joven Tristán, que es pariente de Ban y primo lejano de Lanzarote. Y casi tan apuesto como el mismo Lanzarote, ¿verdad Ginebra? —Sonrió alegremente—. Ah, olvidaba que, siendo tan devota, no miráis más que a vuestro legítimo esposo. Claro que es fácil ser virtuosa cuando se está casada con alguien tan joven, hermoso y gallardo como Arturo.

Ginebra temió volverse loca con la charla de Morgause. ¿No sabría hablar de otra cosa?

—Supongo que tenéis que cambiar un par de frases con Isolda —observó ésta—. Dicen que casi no habla nuestra lengua. Pero también se comenta que en su Irlanda natal era maestra en el uso de las hierbas y la magia. Tal vez deba presentársela a Morgana, que también sabe mucho de hierbas y hechizos. Ambas tendrían muchas cosas de que hablar. Y creo que mi sobrina conoce un poco la lengua irlandesa. Y también está casada con un hombre que podría ser su padre. Creo que Arturo hizo mal.

Ginebra dijo, envarada:

—Morgana se casó con Uriens por propia voluntad. ¿Crees acaso que Arturo casaría a su querida hermana sin consultarla?

—Está llena de vida —bufó Morgause—. No creo que esté satisfecha en la cama de un anciano. Yo no lo estaría, si tuviera un hijastro tan hermoso como ese Accolon.

—Ven; pediremos a la señora de Cornualles que se siente con nosotras —invitó la reina, para poner fin al chismorreo—. Y también a Morgana, si quieres.

Uriens se había acercado para saludar, con Morgana y sus dos hijos menores. Arturo le estrechó las dos manos y besó a su hermana en ambas mejillas.

—¿Has venido a ofrecerme un regalo, Uriens? Basta con tu afecto —dijo.

—No sólo a ofreceros un regalo, sino a pediros un favor —respondió Uriens—. Os ruego que recibáis a mi hijo Uwaine entre vuestros compañeros y lo nombréis caballero de vuestra mesa redonda.

Arturo sonrió al joven esbelto y moreno que se arrodillaba ante él.

—¿Qué edad tienes, joven Uwaine?

—Quince, mi rey y señor.

—Bueno, levántate. Esta noche puedes velar tus armas y mañana uno de mis compañeros te armará caballero.

—Con vuestra licencia —intervino Gawaine—, ¿puedo ser yo quien confiera ese honor a mi primo Uwaine, señor Arturo?

—Si eso es aceptable para ti, Uwaine, sea. Te recibo de buen grado, por ti mismo y por ser hijastro de mi querida hermana. Mañana podrás pelear junto a mí en las justas. Hacedle lugar en una mesa, hombres.

El joven tartamudeó:

—Os lo agradezco, re-rey mío.

—También yo, Arturo —dijo Morgana—. Uwaine ha sido un verdadero hijo para mí.

Ginebra pensó con encono que Morgana representaba su edad; tenía arrugas sutiles en la cara y vetas blancas en el pelo oscuro, aunque sus ojos oscuros eran tan bellos como siempre. Y miraba al muchacho con orgullo y afecto. «Su hijo ha de ser aún mayor… Y eso significa que la maldita Morgana tiene dos hijos varones, mientras que yo, ¡ni siquiera un pupilo!».

Morgana, sentada a la mesa principal junto a Uriens, sentía la mirada de la reina fija en ella. «¡Cuánto me odia todavía, aunque no puedo hacerle ningún daño!». Por su parte, no la odiaba ni estaba ya resentida por su boda con Uriens; de alguna manera oculta, eso la había llevado a ser nuevamente sacerdotisa de Avalón.

Al fin y al cabo, Uriens no podía vivir eternamente. Y le parecía dudoso que incluso los estúpidos granjeros galeses aceptaran a Avalloch como rey. Si pudiera dar un hijo a Accolon, nadie se opondría a que él reinara a su lado con todo derecho. Pero la Diosa no le enviaba siquiera la esperanza de la concepción y, a decir verdad, tampoco la deseaba. Tampoco Accolon le reprochaba la falta de un hijo, sin duda pensando que nadie lo creería hijo de Uriens, aunque éste lo habría reconocido, pues adoraba a Morgana y compartía su lecho con frecuencia… demasiada, para ella.

—Permite que te llene el plato —dijo a su esposo—. El cerdo asado es muy pesado para ti. Unas tortitas de trigo, empapadas en el jugo, y un buen trozo de conejo. Y estas frambuesas que tanto te gustan.

—Qué buena eres conmigo, Morgana.

Ella le dio unas palmaditas en el brazo. Valía la pena el tiempo dedicado a mimarlo, atender su salud, bordarle prendas y, de vez en cuando, discretamente, buscarle una joven para el lecho y darle una dosis de hierbas que le ofrecieran una virilidad más o menos normal. Uriens estaba persuadido de que lo adoraba y nunca dudaba de ella ni se negaba a sus peticiónes.

El festín llegaba a su fin; la gente se paseaba por el salón mordisqueando dulces y deteniéndose a charlar con parientes amigos a los que sólo veía una o dos veces al año. Uriens seguía masticando sus frambuesas.

—Tendrías que haberme cortado el pelo —murmuró—. Todos los caballeros se lo han cortado.

Morgana le acomodó las escasas guedejas.

—Oh, no, querido. Creo que así es más adecuado para tu edad. Mira, el noble Lanzarote aún lo lleva largo y suelto.

—Tienes razón, como siempre —se ufanó—. Noto que también Lanzarote ha encanecido. Ya no somos jóvenes, querida.

«Tú eras abuelo cuando Lanzarote nació», pensó fastidiada, mientras se alejaba para charlar con sus parientas.

Lanzarote seguía siendo el hombre más hermoso que hubiera visto. Tenía canas en el pelo y en la barba recortada, sí, pero sus ojos brillaban con la antigua sonrisa.

—Buenos días, prima.

La sorprendió su tono cordial. «Pero Uriens tiene razón al decir que ya no somos jóvenes; y no somos muchos los que recordamos aquellos tiempos». Lanzarote la abrazó, apoyándole la barba rizada en la mejilla.

—¿Elaine no ha venido? —preguntó Morgana.

—No. Hace apenas tres días me dio otra hija. Esperábamos que naciera hace tres semanas, pero fue una criatura grande y se tomó su tiempo.

—¿Cuántos hijos tenéis ya, Lanzarote?

—Tres. Galahad tiene siete años y Nimue, cinco. No los veo con frecuencia, pero las niñeras dicen que son muy inteligentes para su edad. Elaine quiere que la menor se llame Ginebra, en honor de la reina.

—Creo que iré al norte para visitarla —dijo Morgana.

—Se alegrará de veros, sin duda. Aquello es solitario.

Era improbable que Elaine se alegrara de verla, pero eso quedaría entre las dos. Lanzarote miró hacia el estrado, donde la reina charlaba con Isolda de Cornualles, y Arturo con el duque Marco y su sobrino.

—¿Conocéis a Tristán? Es buen arpista, aunque no como Kevin, desde luego.

Morgana negó con la cabeza.

—¿Kevin no va a tocar en estas festividades?

—No lo he visto —contestó—. La reina no lo quiere. La corte se ha vuelto muy cristiana, aunque Arturo lo aprecia como consejero y como músico.

—¿Vos también os habéis vuelto cristiano? —preguntó sin rodeos.

—Ojalá —suspiró Lanzarote—. Ese credo me parece demasiado simple, que Cristo haya muerto por nuestros pecados para redimirnos a todos. Demasiado conozco la verdad: que solo nosotros, vida tras vida, podemos corregir el daño que hayamos hecho. Los curas quieren hacernos creer que tienen influencia sobre Dios y pueden perdonar los pecados en su nombre. Ah, si así fuera… Y algunos de esos sacerdotes son buenos y sinceros.

—Nunca conocí a ninguno que fuera tan bueno y sabio como Taliesin —dijo Morgana.

—Taliesin era un alma grande, tanto que supo evitar peleas con los curas, sabiendo que ellos servían a su Dios lo mejor posible. Y sé que los respetaba por la fortaleza de vivir en castidad.

—A mí me parece una blasfemia y la negación de la vida. Sé que Viviana habría pensado así. —«¿Qué hago aquí, discutiendo de religión precisamente con Lanzarote?», se preguntó.

—Viviana, como Taliesin, era de otro mundo y de otra época. Fueron gigantes; ahora tenemos que conformarnos con lo que hay. Os parecéis mucho a ella, Morgana. —Lanzarote esbozó una sonrisa melancólica que le contrajo el corazón—. Siempre lamenté veros tan desdichada, pero ahora sois reina y tenéis un hermoso hijo. Y ahora tengo que ir a presentar mis respetos a la reina.

Morgana no pudo evitar un tono amargo:

—Sí, supongo que estáis impaciente por hacerlo.

—Oh, Morgana —protestó consternado—, ¿no podemos dejar el pasado atrás? ¿Tanto me despreciáis, tanto la odiáis todavía?

Su prima negó con la cabeza. Ahora encontraba en Accolon lo que durante tanto tiempo había deseado de Lanzarote… Y extrañamente, hasta eso era penoso, como el espacio que deja un diente dolorido al ser arrancado. Después de amarlo tantos años, al mirarlo sentía un vacío interior.

—Lo siento, Lanzarote —dijo—. No os odio a ninguno de los dos. Como habéis dicho, todo eso pertenece al pasado.

—Conque aquí estáis, Lanzarote, charlando con las señoras más hermosas de la corte, como siempre —dijo una voz alegre.

Lanzarote se volvió para estrechar al recién llegado en un abrazo de oso.

—¡Gareth! ¿Cómo está el país del norte? Y ahora que estás casado… ¿Cuántos hijos tienes ya? ¿Dos, tres?

—Cuatro varones —rió Cay, descargando una palmada en el hombro de Gareth—. Pero la señora Leonor tuvo mellizos. Morgana, rejuvenecéis con los años.

—Pero viendo a Gareth tan mayor me siento más vieja que las colinas. —Ella también reía—. Lo conocí antes de que cambiara los dientes.

El joven se agachó para abrazarla.

—Es cierto. Me tallabais caballeros de madera. Leonor guarda uno entre mis tesoros. ¿Sabéis que yo lo llamaba Lanzarote, primo?

El caballero del lago rió también. Morgana se dijo que nunca lo había visto tan alegre y despreocupado como cuando estaba entre sus amigos. Gareth continuó:

—¿Y cómo está Gwydion, mi hermano adoptivo, señora Morgana?

Ella respondió brevemente:

—Creo que está en Avalón. No lo he visto.

Iba a dejar a Lanzarote con sus amigos, pero Gawaine se unió al grupo. Había engordado y parecía monstruosamente pesado, sus hombros parecían capaces de tumbar a un toro; llevaba en la cara las señales de muchas cicatrices.

—Vuestro hijo Uwaine parece buen muchacho —comentó, agachándose para darle un abrazo casi filial—. Será buen caballero, de los que vamos a necesitar. ¿Has visto a tu hermano Lionel, Lanzarote?

—No. ¿Está aquí? —preguntó. Su mirada cayó sobre un hombre alto y fornido, que lucía un manto extraño—. ¡Lionel, hermano! ¿Cómo está tu neblinoso reino de allende el mar?

El nombrado se acercó a saludarlos, con un acento tan señalado que a Morgana le costó entenderlo.

—Mal, puesto que no estás allí. Podemos tener problemas. ¿No te has enterado? ¿No has sabido las noticias de Bors?

—Sólo que iba a casarse con la hija del rey Hoell.

—Con Isolda; tiene el mismo nombre que la reina de Cornualles. Pero aún no hay boda. Hoell aún está analizando las ventajas de aliarse con la baja Britania o con Cornualles.

—Marco no puede darle Cornualles —apuntó Gawaine, seco—. Os pertenece a vos, ¿verdad, señora Morgana?

—El duque Marco gobierna allí en mi nombre —confirmó—. Nunca supe que lo reclamara para sí.

—Marco es codicioso —advirtió Lionel—. Recibió un gran tesoro con su señora irlandesa y no dudo que tratará de quedarse con Cornualles y Tintagel.

Lanzarote comentó:

—Me gustaban más los tiempos en que sólo éramos los caballeros de Arturo. Ahora yo reino en el país de Pelinor, Morgana en Gales del norte y tú, Gawaine, tendrías que hacerlo en Lothian, si ejercieras tu derecho.

Gawaine sonrió de oreja a oreja.

—No tengo talento para eso, primo. Creo que las Tribus tienen razón: las mujeres tienen que quedarse en casa a gobernar y los hombres, salir a hacer la guerra.

Morgana le sonrió con un toque de malicia.

—¿Cómo está vuestra madre? Dicen que no sólo Agravaín la ayuda a gobernar.

Su primo rió tranquilamente.

—Creo que Lamorak ama a mi madre de verdad y eso no me disgusta. La casaron con el anciano Lot antes de los quince años. Aun de niño me preguntaba cómo podía vivir en paz con él, siempre amable y buena.

—Amable y buena, sí —dijo Morgana—. Y es cierto que su vida con Lot no fue muy fácil.

Gawaine comentó:

—Sé que apreciáis a mi madre. También sé que Ginebra no la quiere. Ella… —Pero se alzó de hombros, mirando a Lanzarote.

En ese momento, una de las pequeñas doncellas de Ginebra se acercó diciendo:

—Sois Lanzarote, ¿verdad? La reina quiere que vayáis a hablar con ella.

Lanzarote hizo una reverencia a Morgana.

—Nos veremos luego. Gawaine, Gareth…

Y se alejó. Gareth, que lo seguía con la mirada, murmuró, ceñudo:

—Sigue acudiendo a la carrera en cuanto ella alarga la mano.

—¿Y qué esperabas, hermano? —inquirió Gawaine, despreocupado—. Además, ésa es la moda actual. ¿No has oído lo que se cuenta de la reina irlandesa, la esposa del anciano Marco? Tristán la sigue a todas partes y le compone canciones. Dicen que es tan buen arpista como Kevin. ¿Lo habéis oído tocar, Morgana?

Ella negó con la cabeza.

Se volvieron hacia la mesa que ocupaban las señoras. Morgause se había reunido con Ginebra e Isolda. Lanzarote estaba con ellas y la reina le sonreía. Morgause dijo algo que los hizo reír, pero la irlandesa tenía la vista perdida; su exquisito rostro estaba pálido y demacrado.

—Nunca vi a una señora que pareciera tan desdichada —comentó Gawaine.

—Dudo que yo fuera feliz casada con el anciano duque Marco —dijo Morgana.

Gawaine le dio un rudo abrazo.

—Arturo se equivocó al casaros con el anciano Uriens. ¿Sois desdichada?

Sintió un nudo en la garganta, como si la bondad de su primo pudiera hacerla llorar.

—Quizá no haya mucha felicidad para las mujeres en el matrimonio, después de todo.

—Yo no diría eso —apuntó Gareth—. Leonor parece muy dichosa.

—Ah, pero Leonor está casada con vos —rió Morgana—. Yo no tengo tanta suerte.

—En lo que concierne a Ginebra… —Gawaine hizo una mueca—. Es una pena que Lanzarote no se la llevara cuando Arturo aún podía buscar otra esposa. Pero supongo que el joven Galahad será buen rey, cuando llegue el momento. Lanzarote desciende de la antigua estirpe real de Avalón y también lleva sangre de reyes por parte de Ban.

—Aun así —dijo Gareth—, creo que vuestro hijo, Morgana, tiene más derecho al trono que él. Y las Tribus darían su fidelidad a la hermana de Arturo. Antaño el gobierno se transmitía por la sangre de la mujer. —Por un momento reflexionó, arrugando las cejas—. ¿Es hijo de Lanzarote, Morgana?

Ella negó con la cabeza, tratando de convertir el tema en una broma para no descubrir su irritación.

—No, Gareth; de lo contrario te lo habría dicho, por lo mucho que te complacía todo lo relacionado con él. Perdonad, primos, pero tengo que ir a hablar con Morgause, que siempre fue tan buena conmigo.

Y se apartó para avanzar lentamente hacia el estrado de las señoras; el salón se iba llenando de pequeños grupos. Siempre le habían desagradado las multitudes y en las verdes colinas galesas se había desacostumbrado al olor de los cuerpos apiñados. Mientras caminaba hacia un lado tropezó con un hombre y éste tuvo que apoyarse en la pared para no caer. Morgana se encontró frente a frente con Kevin. Desde la muerte de Viviana no le había dirigido la palabra. Después de mirarlo fríamente, le volvió la espalda.

—Morgana…

Ella lo ignoró. Kevin dijo, con voz tan fría como su mirada:

—¿Qué hija de Avalón aparta los ojos cuando habla Merlín?

Morgana aspiró muy hondo.

—Si queréis que os escuche en nombre de Avalón, aquí estoy. Pero no os conviene, después de haber entregado el cuerpo de Viviana a los cristianos. Fue una traición.

—¿Y quién sois vos para hablar de traiciones, señora, si ocupáis el trono de Gales mientras el de Avalón permanece vacío?

—Una vez quise hablar en nombre de Avalón y me obligasteis a callar —le espetó. Pero inclinó la cabeza sin esperar su respuesta. «Tiene razón. ¿Cómo me atrevo a hablar de traición, si deseché el poder que Viviana me daba sobre la conciencia del rey y lo dejé caer en manos de los curas?»—. Hablad, Merlín. La hija de Avalón escucha.

Durante un momento Kevin se limitó a mirarla sin decir nada. Ella recordó con pena los años en que había sido su único amigo y aliado en la corte. Por fin Kevin dijo:

—Vuestra belleza madura con los años, como la de Viviana. Junto a vos todas las mujeres de esta corte son muñecas pintadas.

Morgana sonrió ligeramente.

—No creo que me detuvierais con los truenos de Avalón para hacerme un cumplido.

—No he dicho lo que debía, Morgana. En verdad se os necesita en Avalón. La que gobierna ahora allá es… —Se interrumpió, atribulado—. ¿Tan enamorada estáis de vuestro anciano esposo que no podéis separaros de él?

—No es eso. Allí también puedo realizar la obra de la Diosa.

—Eso ya lo sé y es lo que he dicho a Niniana. Y si Accolon sucede a su padre, allí crecerá el culto de la Diosa. Pero Accolon no es el heredero y el primogénito es un necio manejado por los curas.

—Accolon no es rey, sino druida —señaló Morgana—. Y la muerte de Avalloch no serviría de nada. En Gales imperan ahora las leyes romanas; el primogénito tiene un hijo varón.

«Conn —pensó—, que se sienta en mi regazo y me llama abuelita». Y Kevin dijo, como si hubiera oído esas palabras.

—La vida de los niños es incierta. Son muchos los que llegan a adultos.

—No cometeré un homicidio, ni siquiera por Avalón, podéis llevar esa respuesta.

—Llevadla vos misma —dijo Merlín—. Niniana me dijo que iríais después de Pentecostés.

Y entonces Morgana sintió una fría vacuidad en el estomago. «¿Lo saben todo, pues? ¿Me observan, me juzgan, mientras traiciono a mi anciano y confiado esposo con Accolon? ¿Saben lo que planeo aun antes de estar segura?». Pero sólo había hecho lo que la Diosa le encomendara.

—¿Qué es lo que deseabais decirme, Merlín?

—Sólo que vuestro puesto en Avalón sigue vacante; Niniana lo sabe tan bien como yo. Os quiero bien, Morgana, y no soy traidor. Me duele que lo penséis después de haberme dado tanto. —Le tendió las manos deformadas—. Haya paz entre nosotros, Morgana.

—En el nombre de la Dama —respondió ella—, haya paz.

Y lo besó en la boca marcada de cicatrices. Merlín retrocedió; había miedo en su rastro.

—¿Os asusto, Kevin? Lo juro por mi vida: no cometeré homicidio. No tenéis nada que temer —dijo.

Pero Kevin alzó una mano para interrumpirla.

—No juréis si no queréis ser castigada por perjura. Nadie sabe qué le exigirá la Diosa. Yo también he prendado mi vida en el gran matrimonio, y no es tan dulce para que me resista a entregarla.

Años más tarde, el recuerdo de aquellas palabras endulzaría a Morgana la tarea más amarga de su vida. Él se inclinó en el saludo que sólo se da a la Dama de Avalón o al Druida Supremo. Luego le volvió rápidamente la espalda. Morgana lo siguió con la mirada, estremecida. ¿Por qué lo había hecho? ¿Y por qué sentía miedo de ella?

Continuó avanzando entre la muchedumbre. Cuando llego al estrado, Ginebra le dedicó una sonrisa glacial; Morgause, en cambio, se levantó para envolverla en un cálido abrazo.

—Pareces cansada, querida. Sé que no te gustan las multitudes.

Y le acercó una copa de plata a los labios. Luego de beber un sorbo, Morgana comentó:

—¡Parecéis cada vez más joven, tía!

Morgause rió alegremente.

—Es la compañía de la gente joven, querida. Mientras Lamorak me crea hermosa, yo me siento así. No necesito otra magia. —Siguió con un dedo delicado una pequeña arruga bajo el párpado de su sobrina—. Te la recomiendo, querida. ¿No hay en la corte de Uriens jóvenes apuestos que aprecien a su reina?

Morgana vio por encima de su hombro el ceño disgustado de Ginebra, aunque era obvio que Morgause estaba bromeando. Lanzarote charlaba con Isolda de Cornualles y era evidente que a la gran reina no le gustaba.

—Señora Isolda —dijo, con nervioso apuro—, ¿conocéis a la hermana de mi esposo?

La hermosa irlandesa alzó hacia Morgana los ojos inquietos y le sonrió. Era muy pálida, de facciones cinceladas y ojos azules, casi verdes; a pesar de su gran estatura, sus huesos eran tan delicados que parecía una criatura cargada de joyas demasiado pesadas. Con súbita compasión, Morgana contuvo las palabras que le llegaban a la mente: «¿Conque sois la que pasa ahora por reina de Cornualles? ¡Tengo que decir unas palabras al duque Marco!».

—Me han dicho que sois hábil con las hierbas medicinales, señora —murmuró en cambio—. Si tenemos tiempo antes de partir, me gustaría discutir el tema con vos.

—Sería un placer —dijo Isolda cortésmente.

Lanzarote alzó la vista.

—Le he dicho que también sois música, Morgana. ¿Vamos a escucharos tocar?

—Estando Kevin aquí, mi música no es nada…

Pero Ginebra la interrumpió, estremecida.

—Ojalá Arturo alejara a ese hombre de la corte. No me gusta tener aquí magos y hechiceros. Y una cara como ésa sólo puede anunciar el mal. No sé cómo soportáis tocarlo, Morgana.

—Obviamente —respondió—, carezco de los sentimientos debidos…, y disfruto de ello.

Isolda de Cornualles comentó con voz dulce:

—Si lo exterior se parece a lo interior, señora Ginebra, la música de Kevin nos indica que su alma es, en verdad, la de un ángel. Un hombre malo no podría tocar como él.

Arturo, que se había unido a ellos, oyó las últimas palabras.

—Aun así, no he de afrentar a mi reina con la presencia de alguien que le desagrada. Y sería una insolencia pedir música a tan gran artista para quien no puede recibirla con gracia. —Parecía disgustado—. ¿Queréis tocar para nosotros, Morgana?

—Dejé mi arpa en Gales —respondió—. En otro momento, si alguien puede prestarme una… Con el salón tan concurrido y ruidoso, la música se perdería. Y Lanzarote es tan buen músico como yo.

Él negó con la cabeza.

—Oh, no, prima; no tengo vuestro don ni el de Tristán. ¿Lo habéis oído tocar?

Ella hizo un gesto negativo. Isolda dijo:

—Le pediré que venga a tocar.

Y envió a un paje.

Tristán era un joven delicado, de ojos y pelo oscuro, algo parecido a Lanzarote. Mandó a buscar su arpa y se sentó en los peldaños del estrado para tocar algunas melodías bretonas, quejumbrosas y tristes, en una escala muy antigua. Era el mejor músico que Morgana hubiera oído, después de Kevin. También su voz era dulce y melodiosa.

Arturo aprovechó la música para preguntar en voz baja a su hermana:

—¿Cómo estás? Hacía tiempo que no venías a Camelot. Te hemos echado de menos.

—¿De veras? —replicó ella—. ¿No me enviasteis por eso a Gales del norte? Para no agraviar a la reina con la presencia de alguien que le desagradaba.

—¿Cómo puedes decir eso? —acusó Arturo—. Sabes que te quiero bien. Uriens es buen hombre y se ve que te adora. Y hoy he tenido el placer de incluir entre mis caballeros a tu hijastro. ¿Qué más puedes pedir, hermana?

—¿Qué más puede desear una mujer? Un buen esposo que podría ser su abuelo y un reino en el fin del mundo. Tendría que daros las gracias de rodillas, hermano.

Arturo le buscó la mano.

—En verdad creí complacerte, Morgana. Uriens es muy anciano para ti, pero no vivirá eternamente. Me gusta que todos sean felices.

Y ella comprendió que ésa era la clave de su carácter: trataba de hacer felices a todos, hasta al último de sus súbditos. Había permitido lo de Ginebra con Lanzarote por no hacer desdichada a su reina separándola de él. Tampoco tomaría otra esposa o una amante que le diera un hijo por no hacerla sufrir.

«No es lo bastante implacable para ser un gran rey», pensó, mientras oía las tristes canciones de Tristán. Isolda no podía apartar los ojos de él, ¿y quién podía criticarla? Morgana suspiró al pensar en las cuatro reinas sentadas a la mesa; ¿habría alguna mujer casada que actuara de otro modo? Hasta Ginebra había tenido un amante… Y de pronto el corazón se le endureció como una piedra: ella, Morgause e Isolda se habían casado con ancianos, pero Ginebra tenía un esposo apuesto, de su edad y gran rey, por añadidura; ¿qué motivo tenía para estar descontenta?

Tristán dejó la lira a un lado y cogió un cuerno de vino para refrescarse la garganta.

—No puedo cantar más, pero he oído que la señora Morgana es hábil música.

—Sí, canta, hija —pidió Morgause.

Arturo se unió a su ruego:

—Sí, tu voz es la más dulce que he oído. Siempre te recuerdo cantándome canciones de cuna.

Ante el dolor que expresaban sus ojos Morgana inclinó la cabeza. «¿Es esto lo que Ginebra no puede perdonar: que yo represente para él la cara de la Diosa?». Cogió la lira y se inclinó sobre las cuerdas, tocándolas una a una.

—Está afinada de un modo diferente —dijo, probando algunas notas.

Una conmoción en el salón le hizo levantar la vista. Sonó una trompeta, aguda y estridente, dentro de los muros. Luego se oyó un alboroto de pies acorazados. Arturo se levantó a medias, pero volvió a caer en el asiento: cuatro hombres con espada y escudo estaban entrando a grandes pasos.

Cay les salió al encuentro, protestando que no se podían portar armas en el salón del rey en Pentecostés, pero lo apartaron de un empellón. Llevaban cascos romanos, cortas túnicas militares y gruesas capas rojas. Morgana parpadeó, eran como legionarios romanos surgidos del pasado; uno de ellos enarbolaba en el extremo de una lanza la figura dorada de un águila.

—¡Arturo, duque de Britania! —gritó uno de ellos—. ¡Os traemos un mensaje de Lucio, emperador de Roma!

Arturo abandonó su asiento para dar solamente un paso hacia los hombres vestidos de legionarios.

—No soy duque de Britania, sino gran rey —dijo delicadamente—. Y no sé de ningún emperador Lucio. Roma ha caído y está en manos de bárbaros impostores. Pero no corresponde matar al perro por la impertinencia del amo. Podéis entregar vuestro mensaje.

—Soy Cástor, centurión de la legión de Valeria Victrix —se presentó el que había hablado primero—. En la Galia las legiones han vuelto a formarse tras el estandarte de Lucio Valerio, emperador de Roma. He aquí el mensaje de Lucio: vos, Arturo, duque de Britania, podéis continuar gobernando bajo esa designación, siempre que le enviéis, dentro de seis semanas, un tributo imperial consistente en cuarenta onzas de oro, dos docenas de perlas británicas y tres carretas de hierro, estaño y plomo, respectivamente, junto con cien esclavos y ciento treinta y cinco varas de paño británico.

Lanzarote se plantó de un salto ante el rey.

—Mi señor Arturo, permitidme azotar a estos perros insolentes, para que vuelvan aullando junto a ese idiota de Lucio y le digan que, si quiere el tributo de los britanos, puede venir a buscarlo.

—Espera, Lanzarote —dijo Arturo con una ligera sonrisa—; ésa no es la manera de comportarse.

Estudió un momento a los legionarios. Castor había desenvainado a medias.

—Si no envainas inmediatamente tu acero —advirtió ceñudo—, permitiré que Lanzarote vaya a quitártelo como le parezca. Y aun en la Galia habréis oído hablar del señor Lanzarote. Pero no quiero que se derrame sangre al pie de mi trono.

El legionario, enseñando los dientes con ira, volvió la espada a su vaina.

—No temo a vuestro caballero —dijo—. Sus días quedaron atrás, en las guerras con los sajones. Pero se me envió como mensajero, con órdenes de no derramar sangre. ¿Qué respuesta tengo que llevar al emperador, duque Arturo?

—Ninguna, si me niegas en mi salón el título que me corresponde. Pero dile esto a Lucio: Uther Pendragón sucedió a Ambrosio Aureliano cuando no había romanos que nos ayudaran en la mortal lucha contra los sajones. Y yo, Arturo, sucedí a mi padre Uther, y mi sobrino Galahad me sucederá en el trono de Britania. No existe quien pueda reclamar legalmente el manto del emperador: el imperio romano ya no manda en Britania. Si Lucio quiere reinar en su Galia natal y su pueblo lo acepta como rey, no seré yo quien se oponga. Pero si reclama un solo palmo de Britania o la baja Britania, lo único que obtendrá de nosotros son tres docenas de buenas flechas británicas donde mejor le sienten.

Castor, pálido de furia, dijo:

—Mi emperador previo vuestra impertinencia y esto es lo que me ordenó decir: Que la baja Britania está ya en sus manos y que Bors, el hijo del rey Ban, está prisionero en su castillo. Y cuando el emperador Lucio haya asolado toda la Baja Britania vendrá por Britania, como lo hizo antaño el emperador Claudio.

—Di a tu emperador que sigue en pie mi ofrecimiento de tres docenas de flechas británicas, pero ahora lo elevaré a trescientas. Y de mí no recibirá más tributo que una de ellas atravesada en el corazón. Dile también que si toca un solo cabello de mi compañero, el señor Bors, se lo entregaré a sus hermanos, Lanzarote y Lionel, para que lo despellejen vivo y cuelguen su cadáver desollado en las murallas del castillo. Ahora vuelve con tu emperador y dale este mensaje. No, Cay: que nadie alce la mano contra él. Un mensajero es sagrado ante sus dioses.

Los legionarios se retiraron en mitad de un horrorizado silencio, haciendo resonar sus botas. Cuando salieron se elevó un clamor, pero Arturo alzó una mano y todos enmudecieron.

—Mañana no habrá combates fingidos, pues pronto los tendremos auténticos —dijo—. Como premio, ofrezco el botín de ése que se ha proclamado emperador. Caballeros: al amanecer debéis estar listos para cabalgar hacia la costa. Cay, puedes encargarte de la intendencia. Lanzarote… —Miró a su amigo con una leve sonrisa—. Te dejaría aquí para que custodiaras a la reina, pero sin duda querrás acompañarnos, puesto que tu hermano está prisionero. Mañana al amanecer el sacerdote celebrará la misa para quienes deseemos confesarnos antes de ir a la batalla. Uwaine… —Buscó con la vista al más reciente de sus caballeros—. Ahora puedo ofrecerte gloria en el combate en vez de juegos de guerra. Como hijo de mi hermana, cabalgarás a mi lado y me cubrirás las espaldas contra cualquier traición.

—Me honráis, rey m-mío —tartamudeó el joven, radiante.

Y en ese momento Morgana pudo comprender por qué Arturo inspiraba tanta devoción.

—Uriens, mi buen cuñado, dejo a la reina en tus manos. Permanece en Camelot para custodiarla hasta mi regreso. —Y se inclinó para besar la mano de su esposa—. Te ruego, señora, que nos excuses de mayores festividades. Nos espera la guerra.

Ginebra estaba tan blanca como su camisa.

—Sabes que así será, mi señor. Dios te guarde, querido esposo.

Después de recibir su beso, Arturo descendió del estrado, llamando por señas a sus hombres.

—Gawaine, Lionel, Gareth… Todos vosotros, ¡asistidme, caballeros!

Lanzarote se demoró un instante en seguirlo.

—Mi reina, pide la bendición de Dios también para mí.

—Oh, Dios, Lanzarote… —dijo Ginebra.

Y pese a todas las miradas fijas en ella, se arrojó en sus brazos. Él la sostuvo con suavidad, hablándole en voz baja. Morgana vio que la reina lloraba, pero cuando levantó la cabeza tenía la cara seca.

—Que Dios te acompañe, amor mío.

—Y te guarde a ti, amor de mi vida —repuso él, muy delicadamente—. Dios te bendiga aunque no regrese. —Se volvió hacia Morgana—. Ahora me alegra que hayáis pensado visitar a Elaine. Llevad mis saludos a mi querida esposa y decidle que he ido con Arturo al rescate de mi pariente Bors. Decidle que pido para ella la protección de Dios y que envío mi amor a nuestros hijos.

Guardó silencio durante un momento. Morgana pensó que iba a besarla, pero él, sonriente, le tocó la mejilla.

—Que Dios os bendiga, Morgana…, deseéis o no Su bendición.

Y fue a reunirse con Arturo en el salón.

Uriens se acercó al estrado para hacer una reverencia a Ginebra.

—Estoy a vuestro servicio, mi señora.

«Si se ríe del pobre anciano la abofetearé», pensó Morgana, súbita y ferozmente protectora. Su misión era sólo ceremonial, pues Camelot estaría bien protegido por Cay y Lucano, como siempre. Pero Ginebra, habituada a la diplomacia cortesana, dijo con aire grave:

—Te lo agradezco, señor Uriens. Eres bienvenido aquí. Morgana es mi querida amiga y hermana. Será un placer tenerla nuevamente en la corte.

«Oh, Ginebra, Ginebra, ¡qué mentirosa eres!», pensó Morgana. Pero dijo delicadamente:

—Tengo que ir a visitar a mi parienta Elaine. Lanzarote me ha encomendado llevarle la noticia.

—Eres bondadosa —dijo Uriens—. Y como la guerra está al otro lado del canal, puedes partir cuando gustes. Pediría a Accolon que te escoltara, pero es probable que deba acompañar a Arturo.

Morgana besó a su bien pensado esposo con sincera cordialidad.

—Cuando haya visitado a Elaine, mi señor, ¿tengo licencia para viajar a Avalón?

—Puedes obrar según tu voluntad, señora —respondió Uriens—. Pero antes de partir, ¿me dejarás tus bálsamos y hierbas medicinales?

—Sin duda.

Morgana fue a preparar el viaje, pensando con resignación que Uriens querría dormir con ella antes de separarse. Bueno, lo soportaría una vez más.

«¡Pero qué puta me he vuelto!».